«La nieve en la ciudad no se parece en nada a la nieve en el campo», pensó Julia mientras acompañaba a Gabriel a buscar el coche a su casa, bajo una intensa nevada. Esa noche iban a cenar a un elegante restaurante francés, el Auberge du Pommier.
Él tiró del brazo de ella y la acorraló contra el escaparate de una tienda para besarla apasionadamente. Cuando acabó, Julia se echó a reír casi sin aliento. Esa vez, fue ella la que lo arrastró hasta la acera para disfrutar de los copos de nieve.
En el campo se podía oír el susurro de los copos al caer. Nada los molestaba en su descenso, ni rascacielos ni siquiera los edificios más bajos. En la ciudad, en cambio, el viento encarrilaba la nieve entre las casas, haciendo que cayera de manera menos armónica y uniforme. O eso le parecía a Julia.
Al llegar al edificio de Gabriel, se detuvo un momento a mirar el escaparate de la gran tienda de vajillas de la planta baja. Aunque lo que le interesaba no eran los artículos expuestos, sino el guapísimo hombre reflejado a su lado.
Gabriel llevaba un abrigo largo de lana negra, con solapas de terciopelo también negro y una bufanda Burberry alrededor del cuello, como si fuera un pañuelo. Asimismo llevaba guantes de piel negros, pero lo que en realidad la fascinaba era el sombrero.
El profesor Emerson llevaba una boina.
A Julia, su elección de accesorios le pareció curiosamente atractiva. Gabriel se había negado a unirse a la moda local de llevar gorros de lana. Una boina de lana negra complementaba su aspecto de un modo mucho más original y elegante.
—¿Qué pasa? —preguntó él, con una sonrisa.
—Eres muy guapo —contestó ella, sin poder apartar la mirada de su reflejo.
—Tú sí que eres hermosa. Por dentro y por fuera. Eres un precioso polo helado.
Y la besó sin prisas frente a un centenar de platos de porcelana china.
—Mejor tomemos un taxi para ir al restaurante. Así podré dedicarme a ti durante el trayecto. Voy un momento a sacar dinero del cajero automático. Vuelvo en seguida. Puedes esperarme aquí, a no ser que quieras acompañarme.
Julia negó con la cabeza.
—Prefiero disfrutar de la nieve mientras dure.
Él se echó a reír.
—Estamos en Canadá. No te preocupes por eso. La nieve durará bastante. —Le apartó un momento la pashmina para besarla en el cuello, antes de desaparecer en el edificio Manulife riendo para sus adentros.
Ella se volvió entonces hacia el escaparate. Una de las vajillas le llamó la atención y se preguntó cómo quedaría en el comedor de Gabriel.
—¿Julia?
Al volverse, se encontró con el pecho de Paul a la altura de los ojos. Con una gran sonrisa, él le dio un cariñoso abrazo.
—¿Cómo estás?
—Bien, muy bien —respondió nerviosa, preocupada por la reacción de Gabriel si los encontraba así.
—Tienes muy buen aspecto. ¿Han ido bien las fiestas?
—Muy bien. Te he traído un recuerdo de Pensilvania. Te lo dejaré en tu casillero, en el departamento. Y a ti, ¿qué tal te han ido?
—Bien. Muy ajetreadas, pero bien. ¿Cómo te van las clases?
—Muy bien, aunque la profesora Picton me tiene muy ocupada.
—Me lo creo. —Paul se echó a reír—. Tal vez podríamos tomar café alguna tarde de la semana que viene para ponernos al día.
—Tal vez. —Julia sonrió, luchando contra el impulso de volverse en busca de Gabriel.
De repente, la sonrisa desapareció de la cara de Paul. Frunciendo el cejo, dio un paso hacia ella con expresión amenazadora.
—¿Qué demonios te ha pasado?
Ella miró hacia abajo, pero no se vio nada raro en el abrigo. Se pasó la mano por la mejilla, pensando que tal vez tuviese pintalabios.
Pero Paul estaba mirando más abajo. Le estaba mirando el cuello.
Se acercó aún más, invadiendo su espacio personal y le apartó un poco más la pashmina lila con su manaza de oso.
—Por el amor de Dios, Julia, ¿qué demonios es eso?
Ella se encogió al notar que uno de sus dedos, áspero por el trabajo en la granja, le rozaba la marca del mordisco. Al parecer, esa mañana se había olvidado de aplicarse maquillaje. Maldijo el despiste para sus adentros.
—No es nada. Estoy perfectamente —dijo, dando un paso atrás y rodeándose el cuello con dos vueltas de la pashmina para no tener que mirarlo a la cara.
—No me digas que no es nada, Julia. Eso es claramente algo. ¿Te lo hizo tu novio?
—Por supuesto que no. Él nunca me haría daño.
Paul ladeó la cabeza.
—Una vez me contaste que te lo había hecho. Pensaba que por eso lo habías dejado con él la otra vez.
Julia se encontró presa en la trampa construida con sus propias mentiras. Abrió la boca para decir algo, pero volvió a cerrarla. Tenía que pensarlo bien antes.
—¿Es un mordisco de pasión o de enfado? —insistió Paul, tratando de mantener la calma.
Estaba furioso con la persona que había tratado a Julia con tanta violencia. Nada le apetecía más que descubrir quién había sido y partirle la cara. Varias veces.
—Owen nunca haría algo así. Nunca me ha levantado la mano.
—Entonces, ¿qué pasó?
Sorprendida por la intensidad del disgusto de su amigo, se miró las botas.
—Y no me mientas —añadió él.
—Alguien entró en casa de mi padre durante Acción de Gracias y me atacó. Sé que la cicatriz es espantosa, pero voy a hacer que me la quiten.
Paul reflexionó unos instantes antes de replicar:
—Un mordisco es algo muy personal para un ladrón de casas, ¿no te parece?
Julia desvió la vista.
—¿Y por qué te avergüenza que alguien te asaltara? No es culpa tuya. —Paul le cogió la mano—. No quieres contarme lo que pasó, ya lo veo. —Le acarició la palma con el pulgar—. Si necesitas ayuda, cuenta conmigo.
—Eres muy amable, pero la policía lo detuvo. No podrá volver a atacarme.
Él relajó los hombros.
—Soy tu amigo, Conejito. Me preocupo por ti. Deja que te ayude antes de que las cosas se pongan más feas.
Julia retiró la mano bruscamente.
—No soy un conejo y no necesito tu ayuda.
—No te ofendas. No quería faltarte al respeto. —Paul la miró, arrepentido—. ¿Por qué no te ayudó Owen? Yo habría destrozado al ladrón de una paliza.
Ella pensó en contarle que eso era exactamente lo que había pasado, pero decidió no hacerlo.
—No debe de ser un gran novio, si permite que te traten así.
—Estaba sola en casa. Nadie se podía imaginar que un ladrón entraría y me atacaría. No soy una damisela en apuros, Paul, por mucho que te cueste aceptarlo —se defendió ella con los ojos brillantes.
Él entornó los ojos.
—Nunca he dicho que lo seas, pero eso que tienes en el cuello no es algo que un ladrón suela dejar de recuerdo. Es lo que haría alguien que quisiera marcarte. Y tienes que admitir que no es la primera vez que alguien te maltrata. En el poco tiempo que hace que te conozco, te he visto maltratada por Christa, por la profesora Dolor, por Emerson…
—Esto no tiene nada que ver.
—Mereces que te traten mejor —añadió él, bajando tanto el tono de voz que Julia se estremeció—. Yo nunca te trataría así.
Ella lo miró a los ojos sin decir nada, esperando que Gabriel no apareciera justo en ese momento.
Metiéndose las manos en los bolsillos, Paul se balanceó sobre las puntas de los pies.
—Voy a Yonge Street a cenar con unos amigos. ¿Quieres venir?
—Llevo todo el día fuera de casa. Tengo ganas de volver ya.
Él asintió.
—Se me ha hecho un poco tarde, si no, te acompañaría. ¿Necesitas dinero para un taxi?
—No, ya tengo, gracias. —Julia jugueteó con sus guantes—. Eres un buen amigo.
—Ya nos veremos —dijo él, despidiéndose con una sonrisa triste.
Ella se volvió hacia el interior del edificio, pero no vio a Gabriel.
—¿Julia? —la llamó Paul.
—¿Sí?
—Ten cuidado, por favor.
Asintió y lo despidió con la mano, mientras él se alejaba calle abajo.
***
A las dos de la mañana, Julia se despertó sobresaltada. Estaba en la cama de Gabriel, a oscuras, pero él no estaba.
Poco después de que Paul se marchara, Gabriel había vuelto. Si los había visto hablando, no comentó nada, pero estuvo bastante serio durante la cena. Luego, cuando Julia se acostó, él le dio un beso en la coronilla y le dijo que no tardaría en acompañarla. Pero horas más tarde aún no se había acostado.
Se dirigió al salón sin hacer ruido. El piso estaba a oscuras. Sólo se veía un hilo de luz procedente de debajo de la puerta del estudio de Gabriel. Julia se detuvo en el pasillo, escuchando. Cuando finalmente lo oyó tecleando en el ordenador, entró.
Decir que Gabriel se sorprendió al verla sería quedarse muy corto. Se volvió hacia ella bruscamente y la miró con desconfianza.
—¿Qué haces? —le preguntó, levantándose de golpe y tapando con un gran diccionario Oxford los papeles que tenía desperdigados por la mesa.
—Yo… nada. —Julia se miró las piernas desnudas y movió los dedos de los pies, tratando de agarrar con ellos la alfombra persa.
Él se acercó rápidamente a su lado.
—¿Te pasa algo?
—No. Es que no venías a la cama y me he preocupado.
Gabriel se quitó las gafas y se frotó los ojos.
—No tardaré, te lo prometo. Sólo tengo que acabar unas cosas que no pueden esperar.
Julia se puso de puntillas para darle un beso en la mejilla antes de irse.
—Espera. Te acompañaré.
Y, dándole la mano, fue con ella hasta el dormitorio.
La gran cama medieval había desaparecido, igual que los muebles oscuros y la ropa de cama de color azul hielo. Gabriel había contratado a un diseñador de interiores para que reprodujera el dormitorio de la casa de Umbría. Ahora las paredes estaban pintadas de color crema y de la cama con dosel colgaban unas cortinas de gasa.
A Julia le habían encantado los cambios y, sobre todo, la intención que había detrás. Aquélla ya no era sólo la habitación de Gabriel. Era la habitación de los dos.
—Felices sueños —le deseó él, dándole un casto beso, como un padre besando a su hija, antes de marcharse y cerrar la puerta.
Julia permaneció un rato despierta, preguntándose qué le estaría ocultando. No sabía qué sería mejor, si tratar de averiguarlo o confiar ciegamente en él. Finalmente, incapaz de decidirse, cayó en un sueño intranquilo.