12

Esa noche, Gabriel y Julia estaban sentados en el suelo de su habitación, junto al arbolito de Navidad del hotel. Se habían puesto el pijama y ella lo había animado a mostrarle lo que le había mandado Paulina, para que no hubiera secretos entre los dos. Aunque Gabriel prefería no hacerlo, lo hizo por ella.

Con una mueca, sacó la ecografía de la caja y la sostuvo en la mano. Cuando Julia quiso verla, se la dio, suspirando.

—Esta imagen no puede hacerte daño. Si Rachel y Scott se enteraran, se pondrían de tu lado —dijo ella, trazando el contorno de la cabecita con un dedo—. Puedes guardarla en algún sitio privado si lo prefieres, pero no creo que deba estar escondida en una caja. Tenía nombre. Se merece ser recordada.

Gabriel dejó caer la cabeza entre las manos.

—¿No crees que sería morboso?

—No creo que haya nada morboso en un bebé. Maia era tu hija. Paulina te ha enviado esta imagen para castigarte, pero a mí me parece que deberías considerarla un regalo. Deberías conservarla en un lugar de honor. Eres su padre.

Él estaba demasiado emocionado para decir nada. Se levantó y recorrió la habitación, pensativo. Se apoyó en la puerta con la mirada perdida.

Julia lo siguió.

—Ya tengo ganas de estrenar eso —dijo, señalando el corsé negro y los zapatos a juego, que habían dejado dentro de la caja abierta, debajo del arbolito.

—¿De verdad?

—Tendré que soltarme un discurso mientras me lo pongo para darme ánimos, pero me parece muy bonito y femenino. Y los zapatos me encantan. Gracias.

Gabriel se relajó un poco. Quería pedirle que se lo probara ya. Quería verla con los zapatos puestos —tal vez sentada en la encimera del lavabo, con él entre sus piernas—, pero se guardó sus deseos por el momento.

—Tengo que decirte algo. —Julia le cogió la mano y entrelazó sus dedos con los suyos—. No voy a poder ponérmelo esta noche.

—Con todo lo que ha pasado, entiendo que no te apetezca.

Gabriel le acarició el dorso de la mano con el pulgar.

—Pasarán unos días antes de que pueda ponérmelo.

—No te preocupes, lo entiendo. —Trató de soltarle la mano.

—Intenté explicártelo anoche, pero no me dejaste acabar.

Él aguardó en tensión.

—Es que… tengo la regla.

Gabriel se quedó con la boca abierta, aunque en seguida la cerró y le dio un sentido abrazo.

—No era ésta la reacción que esperaba. —La voz de Julia llegaba apagada por el abrazo—. ¿Me has oído bien?

—Entonces, anoche… ¿no era que no me desearas?

Ella se separó y lo miró sorprendida.

—Aún estoy disgustada por lo que ha pasado, pero por supuesto que te deseo. Siempre que hacemos el amor me haces sentir especial. Pero ahora no quiero entrar en… quiero decir, no quiero que tú entres… Bueno, ya sabes lo que quiero decir —se interrumpió, ruborizándose.

Con un suspiro de alivio, Gabriel la besó en la frente.

—Tengo otros planes para ti.

La llevó de la mano hasta el espacioso cuarto de baño, deteniéndose un instante para encender el equipo de música. Las notas del tema de Sting Until llenaron la habitación.

***

Paulina estaba sentada en una cama desconocida, en Toronto, cubierta de sudor frío. No importaba cuántas veces la tuviera, la pesadilla no variaba nunca. Ni el vodka ni las pastillas servían para eliminar el dolor del corazón ni las lágrimas de los ojos.

Al alargar la mano hacia la botella que tenía en la mesilla de noche, tiró el reloj al suelo. Tras varios tragos y varias pastillas, la oscuridad se la llevaría a su reino y podría por fin dormir.

No encontraba consuelo. Otras mujeres podían tener otro hijo que las ayudara a superar el dolor de la pérdida del primero. Pero ella nunca volvería a tener hijos. Y el padre de su bebé perdido no la quería.

Él era el único hombre al que había amado de verdad. Lo había amado de cerca y en la distancia, pero Gabriel nunca había correspondido a sus sentimientos. Siempre se lo había dejado claro. Pero era demasiado noble para echarla de su vida de una patada.

La cabeza le daba vueltas mientras lloraba con la cara enterrada en la almohada, lamentando su doble pérdida.

La de Maia.

Y la de Gabriel.