En lo alto de la Torre, el Maestro trabajaba incansablemente. Su enorme estudio se hallaba en un gran desorden; objetos mágicos, hierbas de distintos tipos y amuletos protectores se desparramaban por las estanterías, y una pila de volúmenes encuadernados en piel se amontonaba sobre el escritorio. El fuego crepitaba en la chimenea, iluminando parcialmente la estancia, sobre la cual flotaba una niebla mágica procedente de un pequeño incensario que, abandonado en un rincón, dejaba escapar volutas de humo que cambiaban de color a cada instante: azul, rojo, amarillo, violeta, verde, negro…
El Amo de la Torre estudiaba unos manuscritos con gran interés. De vez en cuando, sus labios dejaban escapar alguna palabra mágica. Al fondo, el gran ventanal estaba abierto de par en par, y Fenris se hallaba asomado al exterior, de espaldas al estudio. Fuera había estallado una tormenta de nieve, pero el elfo no parecía notarlo, concentrado en su tarea de mantener alejados a los lobos que rondaban cerca de la verja. Podía ver sus ojos amarillos clavados en lo alto de la Torre, y sabía que lo miraban a él y que, mientras él estuviese allí, no se atreverían a aproximarse más. «Quizá debería dejar que entraran», se dijo Fenris amargamente. «Al menos así haría algo útil».
El Maestro se volvió rápidamente hacia él, y el mago elfo supo que, una vez más, había leído en sus pensamientos como en un libro abierto. Suspiró; por primera vez se daba cuenta de lo solo que había estado todos aquellos años en la Torre.
—Dana y Aonia pronto estarán aquí —le dijo al Maestro, sin volverse para mirarlo.
—Lo sé —se limitó a responder el hechicero—. Las estoy esperando.
Fenris se encogió de hombros. En el templo había tenido por un instante la esperanza de que el espíritu de Aonia, encarnado en el cuerpo de la enana Maritta, lograse derrotar al Maestro; pero no había sido así, y, ahora que él estaba en la Torre, sería aún más difícil vencerlo.
El elfo miró de reojo a su mentor, que había vuelto a centrarse en los manuscritos. No sabía qué había visto el viejo mago en el fondo del Pozo de los Reflejos, pero lo que sí parecía claro era que esa visión había truncado por completo su vieja ambición de poseer el espíritu de un unicornio. ¿Qué iba a hacer el Maestro ahora? Fenris no lo sabía, pero sospechaba que nada bueno. El Amo de la Torre, que habitualmente se mostraba sereno y siempre lo tenía todo bajo control, caminaba ahora nervioso de un lugar a otro, farfullando palabras ininteligibles y con expresión extraviada. Fenris temía que se hubiera vuelto loco. «Pero eso tampoco cambiaría mucho las cosas», pensó, ya sin importarle que el mago leyese en su mente.
Suspiró de nuevo y dirigió su mirada al exterior. Los copos de nieve azotaban con furia las vetustas paredes de la Torre. A los pies de la alta construcción, los lobos seguían vigilando, esperando un momento de distracción de aquel terrible elfo—lobo para entrar y ajustarle cuentas al traidor que durante tantos años había usurpado la Torre. «Debería dejarles entrar», se repitió a sí mismo Fenris, con seriedad.
—Ni lo sueñes, aprendiz —dijo el Maestro; Fenris ya no era un aprendiz, pero al Amo de la Torre le gustaba recordarle su superioridad sobre él—. Inténtalo y morirás antes de que la primera de esas alimañas logre poner una pata en el jardín.
El elfo no contestó. En realidad, ya nada le importaba. Ahora que el Maestro había vuelto a casa, el poder de la Torre lo haría más fuerte, y ni siquiera Dana y Aonia juntas lograrían derrotarlo.
No tenía más remedio que resignarse. Los Maestros magos podían llegar a ser extraordinariamente longevos, quizá tanto como un elfo normal; y, si eso sucedía con el Amo de la Torre, Fenris tendría que hacerse a la idea de que pasaría los seiscientos años que le quedaban de vida atado a aquel lugar, vigilando desde las almenas a los lobos de las montañas.
El Maestro dejó escapar una risa ahogada. Fenris no se molestó en replicar.
Era evidente que el mago consideraba muy divertida la posibilidad de tener allí prisionero a su aprendiz durante medio milenio más.
Dana, Kai y Maritta se materializaron en la cocina, que ahora estaba vacía, fría y oscura, y ya no parecía el refugio acogedor que Dana había conocido durante toda su adolescencia.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Kai.
—Es seguro que el Maestro ya sabe que estamos aquí —respondió Dana, y miró a Maritta—. ¿Por qué hemos aparecido en la cocina? Ahora tenemos que subir los doce pisos hasta la cúspide de la Torre. Hemos perdido el factor sorpresa.
La enana no respondió. Estaba hurgando en un baúl, y Dana se acercó con curiosidad. Finalmente, Maritta terminó con su búsqueda.
—Toma —le dijo a Dana, y le arrojó una prenda—. Ponte esto.
Dana lo miró. Se trataba de una capa gris, a simple vista muy normal; pero la aprendiza, con aquel sexto sentido que le permitía distinguir las cosas mágicas, supo que no lo era.
—Es una capa de camuflaje —explicó Maritta, envolviéndose en otra capa similar—. Ocultará tu mente y tu energía mágica a los sentidos del Maestro y, aunque él haya percibido que hemos llegado a la Torre, no sabrá dónde estamos exactamente.
Dana miró a su amiga con sorpresa, pero se apresuró a echarse la capa sobre los hombros.
—La Torre está llena de objetos mágicos muy útiles, a los que el Maestro jamás ha prestado la debida atención —explicó Maritta con una sonrisa—. Pero aún nos queda un detalle: Kai debe quedarse aquí.
El chico se puso rígido.
—Iré con Dana —replicó—. No voy a dejarla sola.
—Sé que es tu deber —lo tranquilizó Maritta—, y sé también que no la proteges sólo por obligación. Pero el Amo de la Torre puede sentir tu presencia. La mejor forma de protegerla es alejarte de ella, Kai, al menos por ahora.
Kai lo comprendió, pero miró a Dana abatido.
—No quiero dejarte ir —le dijo en voz baja—. Es muy peligroso.
—Volveré contigo —le prometió ella en el mismo tono de voz—. Yo tampoco quiero separarme de ti.
Maritta la esperaba ya en la puerta, y Dana tuvo que despedirse de Kai. Sus dedos rozaron los del fantasma que durante tantos años había sido su mejor amigo, y por un instante le parecieron cálidos y vivos como los de ella. Sintiendo que algo en su interior se quedaría en la cocina con Kai, Dana se separó de él y se reunió con Maritta.
En silencio, ambas salieron de allí y, como sombras, emprendieron la subida a lo alto de la Torre.
El Maestro se detuvo un momento en el centro del estudio y frunció el ceño.
—¿Dónde están? —gruñó—. ¿Dónde se han metido?
Fenris, aún en la ventana, lo miró de reojo y sonrió para sí. Pero el viejo mago no estaba derrotado, ni mucho menos. Pronunció las palabras de un hechizo, hizo un pase mágico con la mano e inmediatamente apareció en el aire frente a él una imagen de la Torre en pequeño. El Maestro la estudió con atención y, a un nuevo gesto de su mano, la imagen empezó a rotar sobre sí misma, lo cual le permitió al mago observarla desde todos los ángulos.
—Se han camuflado —adivinó—. Muy listas. Pero… ¿qué es esto?
En la planta baja de la Torre inmaterial destellaba un pequeño punto de luz azul.
—¿En la cocina? No creo que se queden allí tanto tiempo, ¿eh? Es un señuelo.
Siguió observando el punto de luz. Al cabo de un rato, esbozó una media sonrisa.
—Vaya —dijo, realmente interesado—. Pero si es Kai.
Y a Fenris no le gustó nada el tono de su voz.
Dana y Maritta subían por la enorme escalera de caracol. La enana jadeaba, agotada.
—Hubo un tiempo en que podía subir sin problemas —le confió a Dana—. Cuando era una hechicera joven y gobernaba en la Torre. Pero a Maritta nunca le gustaron las escaleras y, al fin y al cabo, estoy dentro de su cuerpo.
Dana asintió, diciéndose a sí misma que era Aonia quien le estaba hablando, y no Maritta. A veces resultaba difícil recordarlo.
—¿Por qué no nos teletransportamos hasta allí?
—El más mínimo hechizo y ni todas las capas de camuflaje de la Torre lograrían ocultarnos del Maestro, Dana —le advirtió Maritta—. Tenlo presente.
Dana asintió. Siguieron subiendo las escaleras, planta tras planta. A la aprendiza nunca le había parecido la Torre tan alta como en aquellos momentos.
—Mis queridas damas…
Dana y Maritta se frenaron en seco. La voz del Maestro había sonado con total claridad por toda la Torre, y su eco rebotaba en las paredes de piedra.
—Sé que estáis por ahí fuera, en alguna parte —prosiguió la voz—. No me importa dónele. Sé que podéis escucharme.
La voz hizo una pausa, y a Dana se le puso la piel de gallina. ¿Qué tramaba ahora el Maestro?
—Me dirijo a vosotras, queridas visitantes, para proponeros un trato. Tengo en mi poder a alguien muy querido por una de vosotras; seguramente no querréis que sufra, ¿no es cierto?
Dana se estremeció.
—No te preocupes —dijo Maritta—. No le hará daño al elfo. Sin él no puede defenderse de los lobos.
—Sé lo que estáis pensando —intervino la voz del mago—. Bueno, por una vez no puedo saberlo, ya que tan amablemente os habéis ocultado de mí. Pero puedo imaginarlo perfectamente. Y permitid que os aclare algo: no estoy hablando de Fenris. Me refiero a alguien que habéis dejado abandonado en la cocina.
Dana ahogó un grito y Maritta tuvo que contenerla para que no echara a correr escaleras arriba.
—Es un farol —le dijo—. No puede hacerle daño a Kai; es un espíritu.
La risa suave y baja del Maestro se oyó por los pasillos de piedra.
—Sul'iketh —dijo solamente.
La palabra arcana era desconocida para Dana, de modo que se volvió hacia Maritta, y se sintió desfallecer cuando percibió en la semioscuridad que la enana se había puesto mortalmente pálida.
—¿Qué pasa? —susurró Dana, temblando—. ¿Qué es sul'iketh?
—Un antiguo conjuro —respondió Maritta.
—¿Y para qué sirve? —quiso saber Dana, cada vez más angustiada.
La enana no respondió enseguida, y Dana sintió que el miedo le acuchillaba las entrañas.
—Para atrapar espíritus —dijo finalmente Maritta—. No puede hacerle daño a Kai; pero puede encerrarlo en una botella para toda la eternidad.
Dana gimió y se cubrió el rostro con las manos. Jamás debería haber abandonado a Kai, se dijo.
—Lo siento —susurró Maritta—. No pensaba que pudiese correr peligro.
Dana lloraba oculta por la capucha de la capa de camuflaje.
—Sabes que haré lo que sea —murmuró—. Todo lo que me pida, con tal de que deje libre a Kai.
—Sí —asintió Maritta—. Me temo que ése es su trato.
La risa del Maestro volvió a resonar por la escalera.
—Os estaréis preguntando qué es lo que quiero a cambio de la libertad del espíritu —dijo—. Es muy sencillo. Llevaba toda mi vida detrás del secreto del unicornio, y entre las dos me habéis burlado. Bien, bien. Puedo renunciar a la magia del unicornio, pero hay algo en esta Torre mucho más poderoso que él. Le dejaré libre, Kin—shannay… si tú trabajas para mí el resto de tu vida.
Dana palideció. Sintió que las piernas le fallaban, y se apoyó en la pared.
—Y para asegurarme de que no me engañas —añadió el hechicero—, pondrás tu mente a mi disposición. Después de eso liberaré a Kai y tú serás mi esclava. Y, por supuesto, le dirás a Aonia que se largue por donde ha venido y no vuelva a poner los pies en el mundo de los vivos.
Dana miró a Maritta buscando consejo.
—No veo ninguna solución —dijo ella con sinceridad—. Podríamos enfrentarnos a él, pero no podríamos obligarle a liberar a Kai… y sólo él puede hacerlo, porque él lo ha atrapado.
—¿Entonces…?
—La decisión es tuya, Dana. Yo no puedo decirte lo que debes hacer.
Dana cerró los ojos. Por su mente cruzaron mil imágenes de Kai, y de ella, y de todo lo que habían vivido juntos, y comprendió que jamás podría darle la espalda y huir de la Torre sabiendo que su amigo estaba en poder del Maestro.
—No puedo dejarlo aquí —dijo a media voz—. ¿Pero cómo sabré que ha cumplido su promesa después de que esclavice mi mente? ¿Cómo sabré que ha liberado a Kai?
—Lo sabrás. Si firmas un pacto con él, estará obligado a respetarlo porque, de lo contrario, tu mente no se sometería a su voluntad. Si él no libera a Kai, tú nunca serás su esclava, y lo sabe.
Dana seguía temblando. Recordaba a Kai corriendo por el bosque, montado sobre Lunaestrella o campando a sus anchas por la granja en la que ambos habían pasado la niñez. Y pensar que ahora estaba… encerrado en un frasco, o en una botella… le partía el corazón.
—Voy a aceptar el trato —le dijo a Maritta—. Kai habría hecho lo mismo por mí.
Ella asintió.
—Entonces, hemos perdido —dijo solamente.
Dana la miró.
—Lo siento. Sabes que habría arriesgado mi vida por tu causa, Aonia. Pero no puedo arriesgar la de Kai. No se lo merece —se llevó las manos al cierre de la capa—. Sal de aquí, huye de la Torre; no dejes que te atrape a ti también.
La capa de camuflaje cayó al suelo en torno a sus pies. Por toda la Torre se oyó el aullido de triunfo del Maestro.
—Muy bien, querida alumna —dijo el mago—. ¿Aceptas, pues, el trato?
—Lo acepto —dijo ella con voz clara y firme.
Maritta gimió.
—Márchate —dijo Dana—. Vete antes de que yo caiga en sus manos, antes de que te descubra.
Maritta la miró un momento y después hizo un pase mágico con la mano. Inmediatamente desapareció, y Dana se halló a solas en la inmensa escalera de caracol.
—Eso está bien —dijo el Maestro—. Ve a la sala de pruebas, Dana. Nos veremos allí y hablaremos.
Dana se estremeció, pero siguió subiendo obedientemente las escaleras. La sala de pruebas estaba en la décima planta. Allí era donde se hacían los exámenes para cambiar de grado, y la chica no podía imaginar por qué el Maestro la había citado en aquel lugar.
Le llevó poco tiempo llegar, pero supo enseguida que el Amo de la Torre ya la estaba esperando. Empujó la puerta con suavidad y entró.
La sala de pruebas era un espacio rectangular cuyo suelo estaba recubierto de baldosas adornadas con signos arcanos que, sin embargo, dejaban libre un enorme círculo en el centro de la gran habitación. Las paredes estaban llenas de dibujos de distintos monstruos y criaturas mágicas, por lo que resultaba un lugar bastante inquietante. En el techo brillaban tres enormes lámparas de cristal; una emitía una luz roja, otra una luz violeta y la tercera una luz verde. Al fondo, entre dos enormes candelabros de seis brazos, se alzaba la Silla del Examinador, el trono donde se sentaba el Maestro para evaluar a sus alumnos.
Allí la esperaba el viejo mago. Tras él, de pie, se hallaba Fenris, que apenas la miraba. El elfo no parecía darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor, y Dana adivinó que estaba concentrado en controlar a los lobos desde allí.
Dana avanzó hacia ellos, y se le encogió el corazón al ver que a los pies del Maestro había una pequeña botella de color verde. La aprendiza percibió inmediatamente el aura de Kai encerrada allí, y se estremeció. Podía intentar recuperar la botella, pero nunca lograría liberarlo. Sólo el que había capturado a un espíritu sería capaz de ponerlo en libertad de nuevo.
—Ah —dijo el Maestro—. De modo que has llegado. ¿Tienes idea de por qué te he hecho venir aquí?
—Para sellar el trato —contestó ella, y se pasó una mano por el corto cabello negro, con nerviosismo.
—Muy cierto —asintió el Maestro—. Pero hay algo más. Tengo que velar por mis intereses, ¿sabes? Y no es lo mismo tener controlada la mente de una aprendiza que la de una maga consagrada.
Dana lo miró, sorprendida, intuyendo lo que vendría a continuación.
—Hagamos las cosas bien, Kin—shannay —concluyó el Maestro—. Te he citado aquí para someterte a la Prueba del Fuego.
Dana sintió que un escalofrío le recorría la espalda. También Fenris se había rebullido, inquieto, en su puesto tras la Silla del Examinador, y Dana se dio cuenta de que no estaba tan ausente como parecía. De todos modos, el elfo estaba tan atrapado como ella, y ahora no podría ayudarla. Estaba sola.
—Pero vos dijisteis que aún no estaba preparada para examinarme.
El mago se encogió de hombros.
—Mala suerte —comentó.
—Pero si yo muero en el intento —objetó ella—, no obtendréis lo que queréis.
—Procura que eso no suceda —le advirtió él—, porque si fracasas tu querido Kai será un fantasma embotellado para toda la eternidad. Y una eternidad es muy, muy larga, Dana…
Dana sintió ganas de saltar sobre el viejo hechicero y sacarle los ojos.
—Yo que tú no lo haría —le advirtió el Maestro—. Ya sabes por qué.
Dana asintió y procuró pensar en cosas más agradables.
—Está bien —suspiró—. Estoy lista —se situó en el centro del círculo y recitó, según las reglas—: Yo, Dana, aprendiza de cuarto grado de la Escuela de Alta Hechicería de la Torre del Valle de los Lobos, me presento voluntariamente —puso una especial ironía en la palabra— a la Prueba del Fuego para convertirme en maga de primer nivel.
El Maestro asintió.
—Se aprueba tu presentación, querida alumna. Te deseamos suerte.
«Seguro que sí», se dijo Dana, y se concentró en recordar todo lo que pudo del Libro del Fuego; sus estudios de hechicería le parecían muy lejanos después de todo lo que había sucedido aquella noche.
—Que dé comienzo la prueba —ordenó el Maestro, y el círculo del suelo se iluminó.
Dana percibió la mirada de Fenris dándole ánimos. Recordaba perfectamente el día en que, tres años atrás, el elfo se había presentado a la temida Prueba del Fuego. Se había preparado durante años y la había superado, pero a un terrible precio. Había tenido que pasar en cama dos semanas recuperándose de graves quemaduras, y en sus ojos había quedado grabada para siempre la impronta de un recuerdo especialmente doloroso que advertía que él nunca volvería a ser el mismo. Dana nunca le había preguntado por la Prueba del Fuego, porque sabía que era algo que a ningún mago le gustaba evocar.
La luz tricolor de las lámparas disminuyó en intensidad, y la sala quedó sumida en una suave penumbra. Dana respiró hondo. Sus músculos estaban tensos, y se esforzó en relajarlos. Debía pasar la prueba, se dijo. Por Kai.
Intentó dejar su mente en blanco, pero alerta, lista para actuar en el caso de que necesitara echar mano de algún hechizo, y comenzó a acumular energía mágica. Fenris había dicho que ella estaba destinada a hacer cosas grandes, y esta idea la animó un poco y le hizo erguirse en el centro del círculo iluminado, del que no debía salir, y en el que tendría lugar el examen.
A su alrededor todo se había puesto oscuro. No podría utilizar sus sentidos mortales; para descubrir los peligros que le acechaban, tan sólo contaba con la percepción extrasensorial de la magia.
Sintió de pronto que algo se acercaba. Se giró rápidamente, mientras la magia se iba acumulando en su interior. Súbitamente una inmensa bola de fuego se abalanzó contra ella, y Dana extendió los brazos y gritó las palabras para crear una barrera mágica, mientras sentía que en su interior explotaba la magia acumulada.
Pero la bola ígnea la atravesó limpiamente. Dana gritó…
—No lo logrará —dijo Fenris al cabo de un rato, y recordó la vez que, un año atrás, había pronunciado aquellas mismas palabras.
El Maestro también pareció evocar la misma escena, porque dijo:
—Esta vez no vas a ir a ayudarla.
Fenris no respondió. Pensaba en Dana con toda la parte de su ser que no estaba centrada en los lobos que cercaban la Torre, y rezaba a quien pudiera escucharle para que su amiga superase con vida la Prueba del Fuego.
¿Y entonces qué?, se preguntó de pronto. Dana sería una hechicera, pero su voluntad quedaría sometida para siempre a la del Amo de la Torre. Y Fenris no quería ni pensar en lo que podría hacer el Maestro con los poderes de una Kin—shannay.
«No se quedará encerrado en la Torre», pensó el elfo, y se estremeció. Fijó sus ojos almendrados en el aura mágica que les permitía ver a Dana sin que ella descubriese su presencia.
Ni él ni el Maestro percibieron la forma invisible que se movía tras ellos.
Dana cayó extenuada en el círculo. Después de dos largas horas de combate contra el fuego, sentía que no podía resistir ya más. Había sido como intentar domar un potro salvaje, pero el fuego era infinitamente más peligroso y letal. Dana lo había esquivado, lo había detenido, le había ordenado que le obedeciera. Pero el fuego tomaba múltiples formas: gigantescas bolas ígneas, círculos de llamas, pequeños demonios que reían y la provocaban sin cesar… Pero lo peor había sido el dragón. Después de haber acabado con él, Dana había creído que ya había pasado la Prueba del Fuego. Sin embargo, seguían apareciendo enemigos, y la chica no comprendía qué debía hacer. ¿Acaso no había acumulado ya méritos suficientes? ¿Hasta cuándo duraría aquello?
Ahora yacía sobre el suelo embaldosado, agotada, los ojos cerrados, respirando fatigosamente. Su túnica violeta estaba en parte chamuscada y hecha jirones, y su rostro se hallaba sudoroso y ennegrecido.
Dana había combatido contra todas las criaturas del fuego. El último había sido un caballo alado de fuego, que había tratado de aplastarla bajo sus poderosos cascos. La joven por poco había caído fuera del círculo… ¿Había destruido al pegaso de fuego? Creía que sí. Algo había estallado en su interior, se había sentido mucho más poderosa que él, por unos instantes…; luego, aquello había acabado, y, como si hubiera agotado todas sus energías, Dana no encontró ya fuerzas para seguir en pie.
Distinguió de pronto un leve resplandor en la oscuridad, y su corazón se aceleró. No podía haber nada más. Ya no le quedaban fuerzas. Si aquello iba a atacarla, no podría defenderse.
No logró ponerse en pie, ni tampoco crear un círculo protector a su alrededor. Consciente de que iba a morir, escrutó la oscuridad con el corazón en un puño. ¿Qué sería ahora? ¿Un fénix? ¿Más demonios del fuego? ¿Otro dragón?
No tardó en averiguarlo. Lentamente se acercaba el caballo alado que Dana creía haber destruido.
¡No podía ser verdad! Luchó por levantarse, pero sus miembros no la obedecieron. El caballo seguía acercándose, y Dana supo que había llegado el fin.
En un momento pasaron por su mente escenas de toda su existencia, y algo se rebeló en su interior. No podía morir ahora, no ahora que Kai la necesitaba…; quiso con toda su alma levantarse y seguir luchando, pero su cuerpo se negó. El esfuerzo hizo que rodaran lágrimas por sus mejillas, que el calor de la proximidad del pegaso de fuego evaporó casi inmediatamente.
Dana intentó no pensar en nada. El caballo alado se iba acercando poco a poco, y la muchacha cerró los ojos.
Sintió entonces una suave calidez en la mejilla y los abrió, sorprendida. Más le asombró lo que vio.
La criatura le acariciaba suavemente el rostro con el belfo. Sus alas batían lentamente el aire.
Dana no podía creerlo. Estaba segura de que no había levantado ningún círculo de protección a su alrededor. Se hallaba completamente indefensa, como cualquier mortal. ¿Qué pasaba con el corcel de fuego? ¿No era real?
Dana pudo mover un poco la cabeza para mirarlo con atención. Sí, era de verdad. Podía distinguir perfectamente las llamas que emitía cada pulgada de su piel ígnea, podía ver sus ojos, como carbones encendidos, sus enormes y letales alas…
La criatura alzó la cabeza y se tumbó junto a ella.
Dana comprendió entonces. No debía destruir a los seres de fuego; sólo doblegarlos a su voluntad. Después de aquella especie de bautismo brutal, el fuego ya no podía dañarla.
¿De veras? Vacilante, consciente de que no había formulado ningún hechizo de protección, alargó la mano para acariciar las crines del animal mágico.
Fue una sensación muy extraña, única, que Dana no había imaginado jamás. Hasta aquel día podía tocar la tierra, el aire y el agua. Y ahora, tras la prueba final, podía también tocar el fuego. Sus dedos pasaban a través de las llamas y sólo sentía un leve calorcillo en la mano.
Con un esfuerzo casi sobrehumano, la joven maga se levantó y montó cuidadosamente sobre el lomo del caballo de fuego. La criatura se incorporó y batió las alas un par de veces, mirando después a su nueva dueña, como esperando instrucciones.
Dana las esperaba también. Sabía que ya había pasado la Prueba del Fuego y, en cualquier caso, aunque no fuera así, ya podían aparecer más dragones, más círculos de llamas, más demonios: ya no podían dañarla, no podían carbonizarla, porque era inmune al fuego.
Sintió una salvaje sensación de triunfo. «Soy una hechicera», se dijo, y pensó en el imponente aspecto que tendría montada en aquel ardiente caballo alado. «Ahora soy una hechicera».
No sentía alegría porque sabía que ahora su mente pertenecería al Maestro. Pero, al menos, gracias a ello Kai sería libre.
—Te lo debía, amigo mío —susurró con voz ronca—. Ahora estamos en paz.
Consciente de que el Maestro la estaba observando, Dana dio unas vueltas sobre el caballo de fuego, y finalmente lo hizo alzarse de manos mientras lanzaba un grito de amarga victoria.