Dana se despertó muy entrada la mañana, cuando el sol estaba alto, y los dorados rayos que se colaban por la ventana jugaban con su rostro y su pelo negro.
La muchacha volvió a la realidad lenta y perezosamente. Qué bien se estaba en la cama, cómoda y caliente. Bostezó y se frotó un ojo.
Y entonces, de pronto, recordó todo lo que había pasado la noche anterior, y sus ojos azules se abrieron de par en par. Se incorporó de un salto, pero una voz calmosa la detuvo:
—Descansa, pequeña. No hay ninguna prisa.
Dana se volvió rápidamente y descubrió que su Maestro estaba allí, observándola, sentado en la silla, con semblante serio. La aprendiza se dejó caer de nuevo en la cama, desalentada. El Amo de la Torre lo sabía todo y, sin duda, la castigaría por su desobediencia.
—Lo siento —murmuró.
El Maestro sonrió levemente.
—Tu pequeña travesura ha estado a punto de costarte muy cara, Dana.
Ella cerró los ojos. Las imágenes de pesadilla de la noche anterior volvieron a asaltar su mente. Los lobos, los aullidos, la magia que le fallaba, la sensación de agotamiento, la terrible huida a través del bosque, el fuego, el hielo, los espectros de sombra…
—No impongo normas a capricho, muchacha —prosiguió el Maestro—. Te dije que era peligroso adentrarse en el bosque por la noche. Los lobos de este lugar no son como los demás, y ni siquiera una aprendiza aventajada como tú es rival para ellos.
Dana abrió rápidamente los ojos.
—No les afecta la magia —recordó—. ¿Por qué?
—El conocimiento es algo que va parejo a la capacidad de un mago. La historia de los lobos de este valle ya la conocerás algún día, cuando estés preparada para entenderla. Por el momento, debe bastarte saber que nunca podrás vencerlos. Tal vez a partir de ahora te lo pienses dos veces antes de volver a hacer algo así.
El Maestro se levantó y se dirigió hacia la puerta.
—¿No vais a castigarme? —preguntó Dana cautelosamente.
Él le dirigió una breve mirada.
—Estoy seguro de que ya has recibido tu castigo —dijo—. No será una noche que olvides fácilmente —hizo una pausa y después concluyó—: Ni tampoco los remordimientos por haber arriesgado inútilmente la vida de Fenris.
El nombre estalló como un latigazo en los oídos de Dana y, como el Maestro había previsto, enseguida empezó a sentirse culpable. El mago elfo había tenido que correr a rescatarla en mitad de la noche, y… ¿se había quedado en el bosque?
—¿Cómo está? —preguntó ansiosamente al hechicero, antes de que éste abandonase la habitación.
El Maestro no respondió enseguida.
—Se recuperará —dijo finalmente—, aunque está agotado. Ha sido una prueba muy dura para él.
Dana se hundió bajo las sábanas. ¡Qué estúpida había sido!
Cuando el Maestro se hubo marchado, Dana se quedó un momento más en la cama. Se arrepentía profundamente de haber desobedecido una de las pocas normas que regían la Torre. En su arrogancia, había pensado que sería capaz de vencer a los lobos del valle. Se sentía muy mal por ello.
Pero de pronto recordó a Lunaestrella, y se levantó de un salto. Tenía que averiguar si la yegua había sido capaz de volver a la Torre. Se estiró junto a la cama. Se notaba entumecida y hambrienta, pero también sentía que había recuperado las fuerzas. Se vistió con su túnica violeta, se lavó la cara y salió de la habitación.
Bajó la escalera de caracol a todo correr y se plantó en el establo en un santiamén. Se asomó con prudencia, temerosa de descubrir que Lunaestrella no estaba allí, pero pronto sus temores se esfumaron: la yegua baya se hallaba comiendo tranquilamente junto a Alide y Medianoche.
Dana se sintió inmensamente aliviada y corrió a saludarla. Le habló con cariño, le limpió los cascos, le peinó las crines y le cepilló el pelo. Después le prometió que le traería unos terrones de azúcar en compensación por el susto pasado y, con esa intención, fue a la cocina.
Maritta se volvió inmediatamente al oírla entrar. Su rostro arrugado mostraba una profunda alegría.
—¡Niña! —exclamó—. ¡Mi niña!
La abrazó con tanta fuerza que Dana temió que fuera a partirla en dos. Sin embargo, no se le ocurrió quejarse: le emocionaba el cariño de la enana.
Pero inmediatamente Maritta volvió a adoptar una expresión severa.
—¡Menudo disgusto nos has dado a todos con tu travesura! —la riñó.
Ella se frotó la nariz, avergonzada.
—Lo siento —farfulló—. ¿Así que ya te han contado mi escapada de anoche?
—¿Anoche? —se burló Maritta—. Llevas cinco días durmiendo, corazón.
Dana se quedó sin habla.
—Sí —confirmó la enana—. Cinco días. Ya me tenías preocupada.
—Con razón tengo tanta hambre —murmuró la chica, echando un ávido vistazo a una fuente de bollos recién hechos que reposaba sobre la mesa.
—Come —la invitó Maritta al advertir su mirada, y Dana no necesitó que se lo dijera dos veces—. Parece que volviste cansada de tu excursión.
—Cansada no, exhausta —puntualizó la aprendiza entre bocado y bocado—. Me enfrenté con una manada de lobos muy raros. ¡Tendrías que haberlos visto! Los ataqué con todo lo que tenía: fuego, hielo, rayos, piedra… y al principio funcionaba, pero luego se desbarataba todo. ¡Los lobos resucitaban y volvían a la carga una y otra vez! ¡Y cada vez venían más!
Los ojos de Dana se habían abierto como platos mientras explicaba su aventura.
—¿Valió la pena? —preguntó Maritta suavemente.
—¿Qué quieres decir? Fenris casi muere por mi culpa. Yo no…
—No es eso lo que te estoy preguntando.
—No entiendo.
—Es evidente que fuiste allí por algo. Sólo quiero saber si encontraste lo que habías ido a buscar.
La imagen del unicornio llenó la mente de Dana, y su semblante se dulcificó.
—Oh, sí —dijo—. Era tan bello… Maritta, si hubieras visto…
Pero la enana la interrumpió con un gesto impaciente.
—Te sirvió a ti y es lo que importa.
Dana reflexionó. Hasta aquel momento, nadie le había preguntado las razones de su desobediencia, y se dio cuenta de que, más que un posible castigo, todo el rato había estado temiendo que el Maestro la obligara a responder a una sencilla pregunta: «¿Por qué?».
Una perturbadora idea la asaltó entonces: ¿y si el Maestro no le había preguntado nada porque ya lo sabía todo? ¿Y si había leído sus pensamientos y sabía que iba en busca del unicornio porque había hablado con…?
Dana gimió y enterró el rostro entre las manos.
—No sufras, niña —dijo Maritta—. Lo pasado, pasado está.
La muchacha miró a su amiga y sintió de pronto unos vivos deseos de contarle todo lo que sabía. Pero la enana había vuelto a su quehacer y no parecía tener ganas de reanudar la conversación.
De modo que Dana se despidió de ella, cogió el azúcar del bote y fue al establo a dárselo a su yegua. Después subió de nuevo las escaleras. No tenía ganas de ponerse a estudiar el Libro del Fuego por el momento, así que fue en busca de Kai, y lo encontró en su habitación.
—Buenos días, princesa —sonrió él al verla entrar—. Has dormido mucho.
Dana hizo una mueca.
—Eso me han dicho. En realidad no me sorprende; agoté mis energías lanzando rayos y centellas.
Kai sonrió. Se había sentado junto a la ventana, y Dana se reunió con él.
—Valió la pena —comentó ella, recordando las palabras de Maritta—. Encontramos al unicornio.
Kai asintió.
—Ahora ya podemos olvidarnos del asunto y seguir con nuestra vida —dijo.
Dana lo miró asombrada.
—¿Qué dices? ¡Aún no está nada resuelto! No hemos encontrado la respuesta al misterio…
Pero se calló al ver la mirada severa que le dirigió Kai.
—Dana, sé que quedan muchas preguntas por responder —le dijo—. Pero sólo hay una manera de hacerlo: volver el próximo plenilunio para buscar al unicornio y seguirlo hasta donde quiera que nos lleve. Pero eso es muy peligroso, ya lo has visto. Y no merece la pena volver a correr el riesgo.
Dana se había quedado con la boca abierta.
—¿Pero qué dices? Kai, no te comprendo. Tú siempre te arriesgas, siempre lo das todo. No te gusta dejar las cosas a mitad.
Su amigo la miró a los ojos, repentinamente serio, y ella enmudeció. Nunca lo había visto con una expresión tan severa.
—Escúchame bien. Correr aventuras es emocionante, intenso. Pero nada, ¿me oyes?, nada vale tanto como para dar la vida por ello. Nada. No lo olvides nunca.
Algo dentro de Dana se rebelaba contra sus palabras, pero el tono de voz de Kai era demasiado apasionado como para dejarlo pasar por alto, y la chica intuyó que tenía un buen motivo para hablar así.
—Pero yo quiero saber —protestó débilmente.
Kai suspiró, y siguió mirándola, esta vez con cierta simpatía.
—También yo —confesó—. Pero quizá encontremos respuestas en otra parte. A mí, por lo pronto, me interesaría saber qué pasó con tu magia la otra noche. ¿No dijiste que podrías con los lobos?
—Eso pensaba, pero… ¡esos animales eran tan extraños…! Casi parecían seres racionales.
—Explícate —pidió Kai, intrigado.
—Cuando sondeé sus emanaciones de energía descubrí… no sé, mucho más que furia provocada por el instinto de supervivencia. Parecía… parecían enrabietados por algo en concreto. Parecían clamar venganza.
Se calló de pronto, comprendiendo que aquello que había dicho no tenía mucho sentido. Pero Kai la escuchaba realmente interesado.
—¿Y qué te ha contado tu Maestro al respecto?
—Dice que los lobos del valle no son normales, y que nadie puede enfrentarse a ellos. Y no ha querido contarme nada más.
—A lo mejor el elfo sí lo hace.
Dana le disparó una mirada de reproche.
—No creo que quiera que se lo recuerde, Kai. Se jugó la vida para rescatarme.
—¿Tú crees? A mí me dio la sensación de que controlaba bastante la situación.
—¿Qué quieres decir?
—Cómo, ¿no te acuerdas?
—¿De qué?
—Pues de lo que hacía Fenris. ¿En serio no viste nada que te llamara la atención?
Dana frunció el ceño, tratando de pensar. Evocó paso a paso todo lo sucedido desde la intervención del mago elfo en el bosque. La había ayudado con una especie de bola de fuego zigzagueante, y luego invocando un grupo de espectros de sombra con forma de perro. Después todos habían echado a correr hasta la linde del bosque, donde los esperaba el caballo de Fenris. Él había dicho que montara y que escapara de allí. Ella le había preguntado si no pensaba acompañarla. Y, por toda respuesta, él había palmeado la grupa de Alide para que éste saliera al galope. Y Dana estaba ya demasiado cansada y confusa como para fijarse en nada…
Eso era todo.
—No entiendo qué quieres decir. Volvimos a la Torre montados sobre el caballo de Fenris, y él se quedó a cubrirnos la retaguardia. Pero no noté nada raro.
—No te acuerdas —observó Kai, extrañado—. Los dos miramos hacia atrás en un momento determinado mientras nos alejábamos galopando y…
Hizo una pausa y la miró expectante, pero ella no reaccionó.
—¡Tú lo viste también! —insistió Kai.
—¿Ver el qué? ¡Estoy harta de tus acertijos!
—Tienes lagunas —comentó el muchacho después de un breve silencio; estaba francamente sorprendido y no dejaba de mirarla.
—¿Lagunas?
—Agujeros en la memoria. ¿Cómo es posible? —se inclinó hacia adelante para observarla mejor—. ¿Es algún efecto secundario de la magia?
Dana se sentía molesta ante la insistente mirada de Kai, pero le preocupaban sus palabras: nunca había oído hablar de nada parecido.
—¿Qué es lo que me he perdido? —quiso saber—. No recuerdo nada anormal.
Kai ladeó la cabeza y no dijo nada. Parecía estar planteándose una idea interesante.
—¿Qué? —insistió ella.
—Tal vez sea mejor así —murmuró su amigo, casi como para sí mismo—. Tal vez sea mejor…
—¿Qué quieres decir? ¿No me vas a contar lo que sabes?
—Es por tu propio bien —explicó Kai rápidamente, al ver que Dana empezaba a enfadarse—. Lo mejor que puedes hacer es olvidar este asunto y no volver al bosque de noche. Puede que la próxima vez no tuvieras tanta suerte.
—¿Pero qué…? —Dana estaba ahora furiosa de verdad—. ¿Me embarcas en esta aventura y ahora dices que lo olvide todo? ¡Odio que me cuentes las cosas a medias! ¿Qué es lo que sabes y que yo no sé?
—Eh, oye, no te enfades —dijo él, cogiéndola cariñosamente por los hombros—. Ya sé que es frustrante, pero lo hago por ti —calló un momento, y después añadió—: No quiero que te pase nada malo. No me lo perdonaría nunca. La otra noche estuviste a punto de morir y… bueno, no quiero tener que volver a pasar por ello.
Dana se calló inmediatamente. La mirada de Kai era tan intensa que la asustó, y más todavía la respuesta que provocó en su interior. Apartó la vista, tan confusa que ya no sabía ni de qué estaban hablando.
—Me voy a estudiar —dijo abruptamente y, liberándose de las manos de Kai, salió del cuarto con precipitación.
Kai la vio marchar, preocupado, pero no hizo nada por detenerla.
Aquella tarde, cuando el sol se hundía tras las montañas, Dana subió por la escalera de caracol que llevaba a la plataforma almenada donde el hechicero elfo solía montar guardia. Había ido allí otras veces, pero siempre por la mañana, para no encontrarse con él, porque no se sentía a gusto en su presencia.
Pero aquel día era diferente.
Se detuvo un momento ante la puerta que llevaba a las almenas. La escalera seguía hacia arriba, pero Dana nunca había ido más allá: eran las habitaciones privadas del Maestro, la cúspide de la Torre. Un lugar prohibido.
Dana dio la espalda a las escaleras y cruzó la puerta para salir al exterior.
Fenris estaba sentado junto a las almenas, mirando hacia el bosque. Su túnica roja caía formando pliegues hasta el suelo. A Dana le llamó la atención, porque era la primera vez que no lo veía de pie en aquel lugar.
Los finos oídos del elfo captaron inmediatamente los pasos de Dana sobre la fría piedra, y él se volvió para mirarla. La muchacha se quedó quieta, sorprendida de verle tan desmejorado. Los hombros de Fenris estaban hundidos, y su piel más pálida de lo habitual; sus ojos almendrados habían perdido el brillo y mostraban unas profundas ojeras.
Fenris parecía cansado, muy cansado. Dana nunca había visto así al orgulloso elfo, y por tanto sólo se le ocurrió una cosa que decirle:
—Lo siento.
Había hablado en voz muy baja, pero Fenris la oyó. Sonrió levemente, asintió y volvió a clavar sus ojos en el horizonte.
—Gracias por salvarme la vida la otra noche —añadió Dana.
El elfo la miró fijamente un momento, como si estuviera decidiendo qué responderle.
—No hay de qué —dijo por fin.
Sin embargo, no parecía muy dispuesto a seguir con aquella conversación. Dana se dio cuenta; pese a ello, hizo un último comentario en voz baja:
—Creí que podría con ellos. Fue una tontería por mi parte, ¿no?
Fenris no respondió. En aquel momento, Dana ya no sentía nada en contra de él. El mago le había salvado la vida y, por lo visto, le había costado caro. Dana estaba dispuesta a perdonarle la indiferencia con que la había tratado aquellos cinco años, a empezar de cero y tratar de ser su amiga.
Pero el elfo seguía sin colaborar. Dana agachó la cabeza. Había subido allí buscando respuestas, aquellas respuestas que Kai le negaba. Pero ahora pensaba que no debería haberlo hecho. Dio media vuelta para marcharse.
—No lo fue —dijo entonces Fenris.
—¿Cómo dices?
—Digo que no fue una tontería. Tú no podías saber que esos animales no son corrientes. Muchos otros han cometido el mismo error: no te culpes por ello.
—Pero el Maestro dijo…
—Son más las cosas que no dice que las que dice. Y todos queremos saber.
Animada por sus palabras, Dana se acercó un poco a él.
—Gracias —dijo—. ¿Puedo preguntarte una cosa?
Fenris sonrió.
—¿Puedo impedírtelo yo? —dijo suavemente.
Dana sonrió también. Empezaba a caerle bien el mago elfo.
—¿Qué te ha pasado?
Fenris hizo una mueca de dolor, como si el mero recuerdo de aquella noche le hiciera daño. Dana iba a disculparse de nuevo cuando un aullido estremecedor, proveniente del bosque, desgarró el crepúsculo y ascendió hasta la Torre.
El elfo se levantó de un salto y fijó sus extraños ojos en aquel punto.
—Eso ha sonado demasiado cerca —comentó Dana, con un escalofrío.
—Lo sé —se limitó a responder Fenris.
Durante un rato permaneció quieto, con la mirada clavada en el bosque, muy serio, y Dana se sorprendió al percibir la gran cantidad de energía que despedía el cuerpo del mago, pero no se atrevió a romper el silencio con una pregunta.
Se oyó otro aullido, pero esta vez mucho más lejos. Fenris frunció el ceño.
Poco después, el silencio volvió a adueñarse del Valle de los Lobos. Entonces el elfo pareció relajarse, e incluso sonrió un poco.
—¿Algún tipo de hechizo? —quiso saber Dana.
—Eres muy curiosa —observó Fenris.
Ella enrojeció.
—Lo siento, yo…
—No te disculpes. Creo que yo también sentiría curiosidad —y la miró de una forma extraña—. Todos tenemos nuestros secretos, ¿no?
Dana sólo podía esquivar aquella indirecta con una nueva pregunta:
—¿Y cuál es el secreto de los lobos del valle?
El elfo esbozó una media sonrisa.
—Fuiste al pueblo el otro día. ¿No te lo contaron?
—A decir verdad, nadie me habló demasiado —suspiró ella—. ¿Desconfiaban de mí en particular o desconfían de todos los magos en general?
—Buena pregunta —admitió Fenris—. Tal vez llegues a descubrirlo algún día.
Dana se sintió frustrada.
—¿Nadie va a responder a mis preguntas en este lugar?
Fenris replicó con una alegre carcajada. Dana lo miró, confusa. Era la primera vez en cinco años que lo veía reír.
—Es el sino del aprendiz —comentó el elfo—. Nadie cuenta contigo hasta que no eres un mago completo. Vives arrastrando el peso de un montón de preguntas sin respuesta.
—Pero no hace mucho tú eras aprendiz también —le recordó ella—. ¿No vas a tener un poco de compasión conmigo?
Fenris inclinó la cabeza, aún sonriente.
—Veré qué puedo hacer. ¿Qué quieres saber?
—¿Qué pasa con los lobos del valle?
El mago se quedó pensativo un momento. Luego dijo:
—Se dice que es por causa de una antigua maldición que pesa sobre el valle, o tal vez sobre la Torre, quién sabe. Esos lobos son criaturas extrañas, no cabe duda. La persona que los hechizó hizo un buen trabajo.
—Esa maldición… ¿tiene algo que ver con el unicornio?
—¿Otra vez el unicornio? Probablemente no son más que leyendas, Dana.
Ella desvió la vista hacia el suelo para que su expresión no denotara lo que sabía. Sin embargo aún preguntó:
—¿Y qué dicen las leyendas?
—Bueno, se habla de un tesoro oculto en el bosque. Se dice que sólo el unicornio conoce el camino para llegar hasta él. Pero la persona que poseyó ese tesoro se encargó de que nadie lo encontrase. Si el unicornio es el guía, los lobos son los centinelas. Todo leyendas, ya te lo he dicho.
—No puede ser tan legendario cuando es tan evidente que no se trata de lobos corrientes —observó Dana con sagacidad—. Tú mismo has dicho que están hechizados.
—Yo puedo ver a los lobos; en cambio, no conozco a nadie que haya visto al unicornio. Es distinto: esa parte de la historia es lo que considero leyenda.
—Está bien, olvidemos al unicornio y centrémonos en los lobos. ¿Qué más sabes de ellos?
—¿Qué más hay que saber? —replicó Fenris, encogiéndose de hombros—. Arremeterán contra cualquiera que invada su territorio de noche. Y probablemente habrían irrumpido en la Torre tiempo atrás, de no ser…
—¿De no ser por tu hechizo? ¿De no ser porque proteges la Torre desde aquí todas las noches? —aventuró Dana; era un dardo lanzado al azar, pero, por lo visto, dio en el blanco, porque el elfo se puso repentinamente serio.
—Mira, puedo contestar tus preguntas, hasta cierto punto —dijo él, y sus ojos de color miel mostraron un cierto destello peligroso—. Pero hay cosas que simplemente un aprendiz no debe saber. Y te agradecería que no volvieras a hacerme preguntas sobre mí mismo. No me gusta. Conténtate con eso, Dana.
Se giró bruscamente, dándole a entender que daba por finalizada la conversación.
Dana no tentó más a su suerte. Se despidió de él y, lentamente, volvió a su cuarto. En su cabeza se mezclaban las voces de los habitantes de la Torre.
«Vives arrastrando el peso de un montón de preguntas sin respuesta»… «Los lobos de este lugar no son como los demás, y ni siquiera una aprendiza aventajada como tú es rival para ellos»… «No merece la pena volver a correr el riesgo»… «Todos queremos saber»… «Te sirvió a ti y es lo que importa»… «Nada vale tanto como para dar la vida por ello. Nada»… «El conocimiento es algo que va parejo a la capacidad de un mago»… «Es el sino del aprendiz. Nadie cuenta contigo hasta que no eres un mago completo»… «Puede que la próxima vez no tuvieras tanta suerte»… «Sólo quiero saber si encontraste lo que habías ido a buscar»… «Hay cosas que simplemente un aprendiz no debe saber»… «No quiero que te pase nada malo. No me lo perdonaría nunca»…
Recordando estas palabras, y dándole vueltas a todo lo que sabía, Dana tomó una decisión. De acuerdo, haría caso a Kai y olvidaría el asunto por el momento… pero sólo hasta que estuviera preparada. Preparada para saber.
Cuando fuera una hechicera, podría volver a preguntarle a Fenris, a Kai, incluso al Maestro. Sabría muchas cosas y tal vez tendría la capacidad de mantener a raya a los lobos, como hacía el elfo.
Entonces… volvería a salir en busca del unicornio y descubriría la verdad acerca de la dama de la túnica dorada, los lobos del bosque y la maldición que pesaba sobre el valle.