Ellis se sentía frustrado, impaciente y enojado. Frustrado, porque habiendo permanecido durante siete días en el Valle de los Cinco Leones, todavía no había podido encontrarse con Masud. Impaciente porque le resultaba un purgatorio diario tener que ver a Jane y a Jean-Pierre viviendo juntos, trabajando juntos y compartiendo con placer esa hijita feliz que tenían. Y furioso porque él y solamente él se había metido en esa situación tan desagradable.
Le aseguraron que ese día conocería a Masud, pero hasta ese momento el gran hombre todavía no se había presentado. Ellis había caminado todo el día anterior para poder llegar allí. Se encontraba en el extremo sudoeste del Valle de los Cinco Leones, en territorio ruso.
Abandonó Banda en compañía de tres guerrilleros: Alí Ghánim, Matullah Khan y Yussuf Gul, pero en cada pueblo que pasaban se les habían ido uniendo dos o tres más y en ese momento eran más de treinta. Se sentaron formando un círculo, debajo de una higuera en la cima de un monte y esperaron.
Al pie del cerro en el que estaban sentados una planicie bastante llana se extendía hacia el sur, en realidad llegaba hasta Kabul, aunque la ciudad quedaba a setenta y cinco kilómetros y no se podía ver. En la misma dirección, pero mucho más cerca, se encontraba la base aérea de Bagram, a quince kilómetros de distancia: los edificios no eran visibles, pero de vez en cuando podían ver elevarse en el aire a un ocasional reactor. La planicie era un fértil mosaico de praderas y huertos cruzados por arroyos que desembocaban en el río de los Cinco Leones que corría, Cada vez más ancho y profundo, pero ya no tan rápido, hacia la ciudad capital. Un tosco camino rodeaba el pie del monte y subía por el valle hasta la ciudad de Rokha, que marcaba el límite del extremo noreste del territorio ruso. Por el camino no circulaba demasiado tráfico: algunos carros de aldeanos y ocasionalmente algún vehículo blindado. En el lugar donde el camino cruzaba el río había un puente recién construido por los rusos. Ellis iba a volar ese puente.
Las clases sobre explosivos, que dictaba a fin de disimular durante el mayor tiempo posible su verdadera misión, gozaban de inmensa popularidad, y se vio obligado a limitar el número de asistentes. Y eso a pesar de su vacilante dari. Recordaba algo del farsi aprendido en Teherán y aprendió bastante dari en el camino, con la caravana, así que se encontraba en condiciones de hablar sobre el terreno, comidas, caballos y armas, pero todavía no sabía expresar cosas tales como: La hendidura en el material explosivo sirve para concentrar la fuerza de la explosión. Pero de todas maneras, la idea de hacer volar algo resultaba tan atrayente para el machismo de los afganos, que contaba siempre con un auditorio totalmente atento. Le resultaba imposible enseñarles las fórmulas para calcular la cantidad de TNT que requería un determinado trabajo, y ni siquiera podía enseñarles a usar una prueba utilizada por las computadoras del ejército de Estados Unidos, porque la mayoría de ellos ni siquiera había cursado la aritmética de la escuela elemental, y prácticamente ninguno sabía leer. Sin embargo, estaba en condiciones de enseñarles cómo destruir objetos definitivamente y al mismo tiempo utilizando menos material, que para ellos era muy importante, porque tenían escasez de elementos. También trató de que adoptaran las medidas básicas de precaución, pero en ese sentido fracasó: para ellos la prudencia era sinónimo de cobardía.
Y mientras tanto, la presencia de Jane lo torturaba.
Sentía celos cuando la veía tocar a Jean-Pierre; envidia cuando los veía a los dos en la cueva donde atendían a los enfermos, trabajando juntos con tanta eficacia y armonía y la lujuria lo consumía cuando por casualidad vislumbraba una parte del pecho exuberante de Jane mientras amamantaba a su hijita. Por la noche permanecía despierto, metido en su saco de dormir, en casa de Ismael Gul, donde se alojaba, y daba vueltas, a veces sudando y a veces estremecido de frío, imposibilitado de encontrar una posición cómoda sobre el suelo de tierra, tratando de no oír los sonidos ahogados de Ismael y su esposa que hacían el amor a poca distancia, en el cuarto vecino; y tanta era su necesidad de tocar a Jane que las palmas de las manos le ardían.
No podía culpar a nadie, sino a sí mismo por todo lo que le sucedía. Se había ofrecido voluntariamente a cumplir esa misión con la estúpida esperanza de poder reconquistar a Jane. Era una actitud poco profesional, e inmadura a la vez. Lo único que le quedaba por hacer era salir de allí lo más rápidamente posible.
Y no podía hacer nada antes de encontrarse con Masud.
Se puso de pie y caminó inquieto por los alrededores, cuidando, sin embargo, de permanecer a la sombra del árbol para que no pudieran verlo desde el camino. A poca distancia había un montón de metal retorcido que en una época anterior había sido parte de un helicóptero que se había estrellado. Vio un trozo delgado de acero, más o menos de la forma y tamaño de un plato, y eso le inspiró una idea.
Ultimamente se preguntaba cómo demostrar el efecto de cargas con distintas formas, y ahora se le ocurría una manera de hacerlo.
Sacó de su bolsa un trozo pequeño y plano de TNT y un cortaplumas. Los guerrilleros se amontonaron a su alrededor. Entre ellos se encontraba Alí Ghanim, un hombre de pequeña estatura y cuerpo deforme —nariz torcida, dientes desparejos, y una leve joroba— de quien se decía que tenía catorce hijos. Ellis inscribió el nombre Alí en el TNT en caracteres persas. Se los mostró. Alí reconoció su nombre.
—¡Alí! —exclamó sonriente, y dejando al descubierto sus espantosos dientes.
Ellis colocó el explosivo con la inscripción hacia abajo, sobre el trozo de metal.
—Espero que dé resultado —dijo con una sonrisa que todos le devolvieron, aunque ninguno de ellos hablaba inglés.
Después sacó de su bolso un trozo de soga de aproximadamente un metro veinte de largo y un detonador. Insertó el detonador en un extremo de la soga, dentro de un recipiente cilíndrico. Unió con cinta aislante el recipiente cilíndrico con el TNT. Miró hacia el camino, al pie de la colina. No había señal alguna de tráfico. Llevó su pequeña bomba al otro lado del monte y la colocó a distancia prudencial. Encendió la mecha con un fósforo y regresó a la higuera.
La mecha ardía con lentitud. Mientras esperaba, Ellis se preguntó si Masud estaría haciéndolo vigilar por los otros guerrilleros. ¿Estaría esperando el líder la confirmación de que Ellis era una persona seria en quien los guerrilleros podían confiar? El protocolo siempre era importante en un ejército, aunque se tratara de un ejército guerrillero. Pero Ellis no podía andar dando vueltas mucho tiempo más. Si Masud no se presentaba ese día, tendría que abandonar esa tontería de los explosivos, confesar que era un enviado de la Casa Blanca y exigir un encuentro inmediato con el líder rebelde.
En ese momento se produjo una ligera explosión seguida de una pequeña nube de polvo. Los guerrilleros parecían desilusionados ante una explosión de tan poco calibre. Ellis recuperó el trozo de metal, agarrándolo con la bufanda por si estaba caliente. El nombre Alí había quedado impreso en letras persas. Se lo mostró a los guerrilleros que empezaban a hablar llenos de excitación. Ellis estaba satisfecho: acababa de demostrarles que los explosivos eran más poderosos cuando eran dentados, al contrario de lo que podía sugerir el sentido común.
De pronto los guerrilleros quedaron en silencio. Ellis miró a su alrededor y vio que se les acercaban otros siete u ocho hombres por sobre la cima del monte. Los rifles que portaban y los gorros hitralí redondos que usaban los identificaban como guerrilleros. Cuando se acercaron, Alí se puso tenso, como si estuviera a punto de hacer un saludo militar.
—¿Quién es? —preguntó Ellis.
—Masud —contestó Alí.
—¿Cuál de ellos?
—El del medio.
Ellis estudió la figura central del grupo. Al principio Masud parecía idéntico a los demás: un hombre delgado, de estatura intermedia, vestido con ropa de tono caqui y botas rusas. Ellis escudriñó su rostro. Tenía la piel clara y un bigote y una barba poco poblados, como un adolescente. Su nariz era larga y aguileña. Sus oscuros ojos de expresión alerta estaban rodeados de profundas arrugas que lo hacían parecer por lo menos cinco años mayor de lo que era: veintiocho años. No era buen mozo, pero había en su rostro un aire vivaz, inteligente y de tranquila autoridad que lo distinguía de los hombres que lo rodeaban.
Se dirigió directamente a Ellis con la mano extendida.
—Soy Masud —se presentó.
—Ellis Thaler —contestó el norteamericano, estrechándole la mano.
—Vamos a volar este puente —informó Masud en francés.
—¿Quieres empezar ahora mismo con los preparativos?
—Sí.
Ellis guardó su equipo dentro de la bolsa, mientras Masud recorría el grupo de guerrilleros, estrechando la mano de algunos, haciéndoles señales de asentimiento a otros, abrazando a uno o dos y hablando algunas palabras con cada uno de ellos.
Cuando estuvieron listos bajaron del monte, Ellis supuso que lo hacían con la esperanza de que si los veían los tomaran por un grupo de campesinos y no por una unidad del ejército rebelde. Al llegar al pie del monte ya no eran visibles desde el camino, aunque cualquiera que pasara por allí en helicóptero habría podido verlos. Ellis supuso que en caso de oír el motor de un helicóptero se pondrían a cubierto. Se encaminaron hacia el río, siguiendo un sendero que cruzaba los campos cultivados. Pasaron junto a varias casas pequeñas y fueron vistos por la gente que trabajaba en el campo, algunos de los cuales los ignoraron olímpicamente, mientras otros los saludaban con las manos y les gritaron en señal de bienvenida. Al llegar a la orilla del río, los guerrilleros siguieron su cauce tratando de ocultarse tras las rocas y la escasa vegetación que allí crecía. Cuando se encontraban a pocos metros del puente, una pequeña caravana de camiones del ejército empezó a cruzarlo y todos se ocultaron mientras pasaban los vehículos, camino de Rokha. Ellis se tendió bajo un sauce llorón y descubrió que Masud estaba a su lado.
—Si logramos destruir el puente —explicó Masud—, les cortaremos la vía de abastecimientos que los une con Rokha.
Después que desaparecieron los camiones esperaron algunos minutos, luego caminaron hasta el puente y se arracimaron debajo para no ser vistos desde el camino.
En su punto medio, el puente se encontraba a seis metros sobre el nivel del río, que en ese lugar tendría aproximadamente seis metros de profundidad. Ellis comprobó que se trataba de un simple puente longitudinal: dos grandes vigas de acero que sostenían un bloque plano de hormigón que se extendía de una orilla a la otra sin soportes intermedios. El hormigón era un peso muerto. Las vigas soportaban el peso de todo el puente. Con sólo partirlas, el puente quedaría en ruinas…
Ellis comenzó sus preparativos. El TNT venía en bloques amarillos de cuatrocientos cincuenta gramos. Unió diez de esos bloques. Después hizo otros tres paquetes idénticos, utilizando todo el explosivo que tenía. Usaba TNT porque era la sustancia que más frecuentemente se encontraba en bombas, obuses, minas y granadas de mano y los guerrilleros se aprovisionaban, sobre todo, de artefactos rusos que no habían explotado. Los explosivos plásticos hubiesen sido más aptos para lo que ellos necesitaban, porque podían ser introducidos en agujeros, envueltos alrededor de vigas, y en general se los podía moldear en cualquier forma que se requiriera, pero ellos no tenían más remedio que trabajar con los materiales que podían encontrar y robar. Ocasionalmente conseguían un poco de plastique que los ingenieros rusos les cambiaban por marihuana cultivada en el valle, pero la transacción —que involucraba a intermediarios del ejército regular afgano resultaba peligrosa y los abastecimientos, limitados. Ellis había obtenido toda esa información del hombre de la CÍA de Penshawar y comprobó que era veraz.
Las vigas estaban separadas entre sí por aproximadamente dos metros cuarenta.
—Necesito que alguien encuentre un palo de este tamaño —indicó Ellis en dari, señalando el espacio existente entre viga y Viga.
Uno de los guerrilleros recorrió la orilla y desenterró un árbol joven.
—Necesito otro exactamente igual a éste —volvió a pedir Ellis.
Colocó uno de los paquetes de TNT en la parte inferior de una de las vigas y le pidió a un guerrillero que lo sostuviera en su lugar. Luego colocó otro paquete en la viga siguiente, en una posición similar; después de lo cual presionó el tronco del árbol recién arrancado colocándolo entre los dos paquetes, para sostenerlos. Vadeó el río e hizo exactamente lo mismo en el otro extremo del puente.
Describía cada cosa que hacía en una mezcla de dari, francés e inglés, para que los guerrilleros fuesen entendiendo todo lo que pudieran: lo más importante era que observaran lo que él hacía y que después comprobaran los resultados obtenidos. Luego unió las cargas con Primacord, la cuerda detonante de alto poder explosivo que ardía a seis metros y medio por segundo y luego conectó los cuatro paquetes para que explotaran simultáneamente. Por fin formó un anillo con el Primacord y le explicó a Masud en francés que de ese modo la cuerda ardería hacia el TNT desde ambos extremos, de manera que si por algún motivo el cable se llegaba a cortar en alguna parte, la bomba explotaría de todos modos. Recomendó hacer siempre eso como precaución de rutina.
Mientras trabajaba se sintió extrañamente feliz. Había algo tranquilizante en las tareas mecánicas y en el cálculo desapasionado de la cantidad de explosivos necesarios. Y ahora que Masud se había presentado, él podría seguir adelante con su misión.
Extendió el Primacord por el agua para que fuera menos visible —de todas maneras ardía perfectamente bien bajo el agua— y lo sacó en la orilla opuesta. Unió un detonador al extremo del Primacord y después le agregó una mecha equivalente a cuatro minutos de combustión lenta.
—¿Listos? —le preguntó a Masud.
—Sí —contestó el líder guerrillero. Ellis encendió la mecha.
Todos se alejaron con rapidez, siguiendo la orilla, río arriba. Ellis sentía una especie de júbilo adolescente y secreto por la enorme explosión que estaba a punto de provocar. Los otros también parecían excitados y Ellis se preguntó sí él ocultaría tan mal su entusiasmo como ellos. Pero mientras los miraba de esa manera, notó que las expresiones de todos cambiaban dramáticamente y que de súbito adoptaron un aire alerta, como pájaros que escuchan para percibir en la tierra el sonido de las lombrices. Y entonces Ellis también lo oyó: el lejano retumbar de tanques.
Desde donde ellos se encontraban no se alcanzaba a ver el camino, pero uno de los guerrilleros trepó rápidamente a un árbol.
—Dos —informó.
Masud aferró el brazo de Ellis…
—¿Puedes destruir el puente mientras están pasando los tanques? —preguntó.
¡Mierda! —pensó Ellis—, me está poniendo a prueba.
—Sí —contestó sin tomarse el tiempo para pensarlo.
Masud asintió mientras esbozaba una leve sonrisa.
—¡Fantástico! —exclamó.
Ellis trepó al árbol donde se encontraba el guerrillero y observó al otro lado del río. Dos tanques negros avanzaban pesadamente por el angosto camino de piedra que conducía a Kabul. Se sintió espantosamente tenso: ésa era la primera vez que veía al enemigo. Con su protección metálica blindada y sus enormes cañones parecían invulnerables, especialmente si se los comparaba con los andrajosos guerrilleros y sus rifles, y sin embargo el valle estaba cubierto de los despojos de tanques destruidos por los guerrilleros con minas de fabricación casera, granadas bien colocadas y misiles robados.
Los tanques no iban acompañados por otros vehículos. Por lo tanto no se trataba de una patrulla ni de una batida, los tanques probablemente serían entregados en Rokha después de ser reparados en Bagram, o tal vez acabaran de llegar de la Unión Soviética.
Empezó a calcular.
Los tanques avanzaban a alrededor de quince kilómetros por hora, así que llegarían al puente en un minuto y medio. Hacía menos de un minuto que ardía la mecha, por lo tanto todavía faltaban por lo menos tres minutos para que se produjera la explosión. En ese momento los tanques ya habrían cruzado el puente y se encontrarían a distancia segura. Tenía que acortar la mecha. Se dejó caer del árbol y empezó a correr mientras pensaba: ¿Cuántos años de mierda han transcurrido desde la última vez que estuve en una zona de combate?
Oyó ruido de pasos a su espalda y miró hacia atrás. Alí corría justo detrás de él, con su horrenda sonrisa, y otros dos hombres le pisaban los talones. Los demás se cubrían a lo largo de la orilla del río.
Un instante después Ellis llegó al puente, se dejó caer sobre una rodilla junto a la mecha de combustión lenta, a la vez que se desprendía la bolsa del hombro. Continuó calculando mientras abría la bolsa y buscaba su cortaplumas. Los tanques estarían ahora a un minuto de distancia. La mecha ardía treinta centímetros cada treinta o cuarenta y cinco segundos. Y la mecha que había usado, ¿sería lenta, normal o rápida? Le pareció recordar que era rápida. Por lo tanto se consumiría a una velocidad de treinta centímetros cada treinta segundos.
En treinta segundos él podría correr alrededor de ciento cuarenta metros, la distancia mínima de seguridad, el mínimo absoluto.
Abrió el cortaplumas y se lo entregó a Alí que se había arrodillado a su lado. Ellis tomó la mecha a treinta centímetros del lugar donde estaba unida con el detonador y la sostuvo con ambas manos para que Alí la cortara. Mantuvo el extremo cortado en la mano izquierda y el encendido en la derecha. No estaba seguro si ya habría llegado el momento de volver a encender el extremo cortado. Tenía que constatar a qué distancia se encontraban los tanques.
Trepó por el terraplén, sin soltar ambos extremos de la mecha. A sus espaldas, el Primacord seguía hundido en el río. Asomó la cabeza por encima del parapeto del puente. Los grandes tanques negros seguían rodando y se acercaban cada vez más. ¿Cuál sería el momento exacto? Estaba adivinando a tontas y a locas. Contó los segundos, midiendo el terreno que adelantaban y, ya sin calcular, sino sólo esperando un milagro, acercó el extremo encendido de la mecha al extremo cortado que seguía unido a los explosivos.
Colocó la mecha cuidadosamente en el suelo y empezó a correr.
Alí y los otros dos guerrilleros lo siguieron.
Al principio, la orilla del río los ocultó de los tanques, pero a medida que se fueron acercando, los cuatro hombres que se alejaban a la carrera les resultaron claramente visibles. Ellis contaba los segundos cuando el retumbar de los tanques se convirtió en un rugido.
Los artilleros de los tanques sólo vacilaron un instante: se suponía que cualquier grupo de afganos que se alejara corriendo estaba formado por guerrilleros, y por lo tanto podía ser el blanco de una práctica de tiro. Se oyó una doble detonación y dos proyectiles volaron sobre la cabeza de Ellis. El norteamericano cambió de dirección y empezó a alejarse del río mientras pensaba: El artillero ajusta la distancia, ahora hace girar el cañón hacia mí, apunta, ¡ahora! Volvió a esquivar, girando hacia el río y un segundo después oyó el sonido de otro disparo. El proyectil aterrizó lo suficientemente cerca como para salpicarlo con tierra y piedras. A menos que esa maldita mecha explote antes, el próximo me dará —pensó Ellis—. ¡Mierda! ¿Qué necesidad tenía de demostrarle a Masud lo macho que soy? Entonces oyó que empezaban a disparar una ametralladora. Es difícil hacer puntería desde un tanque en movimiento —pensó—, pero tal vez se detengan. Visualizó el abanico de balas de ametralladora que se le iban acercando y empezó a correr girando a cada instante. De repente se dio cuenta de que podía adivinar exactamente lo que harían los rusos: detendrían los ataques donde tuvieran una visión más clara de los guerrilleros que huían y eso sería sobre el puente. Pero, ¿estallarían los explosivos antes de que los artilleros dieran en el blanco? Corrió aún con mayor rapidez, con el corazón que se le salía por la boca y jadeando pesadamente. Aún cuando Jane ame a Jean-Pierre no quiero morir, pensó. Vio que las balas astillaban una roca justo delante de él. Giró repentinamente, pero el río de fuego lo siguió. Por lo visto no tenía salvación: era un blanco fácil. Oyó que uno de los guerrilleros gritaba a sus espaldas y después sintió el impacto de dos balas en rápida sucesión: primero sintió un dolor lacerante en la cadera y en seguida un impacto, como un fuerte golpe en el muslo derecho. La segunda bala le paralizó momentáneamente la pierna y tropezó y cayó, lastimándose el pecho. Después rodó sobre sí mismo hasta quedar tendido de espaldas. Se sentó, ignorando el dolor, y trató de moverse. Los dos tanques se habían detenido sobre el puente. Alí, que se encontraba justo detrás de él, colocó las manos bajo los brazos de Ellis y trató de alzarlo. El blanco era perfecto: los artilleros no podían fallar.
En ese momento estallaron los explosivos. Fue hermoso.
Cuatro explosiones simultáneas partieron el puente en ambos extremos dejando el sector del medio —donde estaban estacionados los tanques— sin ningún apoyo. Al principio fue desplomándose con lentitud, entre los crujidos de los extremos, después se liberó del todo y cayó espectacularmente en el río caudaloso, zambulléndose de plano con un impresionante chapoteo. Las aguas se abrieron majestuosamente y durante un instante fue visible el lecho del río, después volvieron a unirse con un ruido atronador.
Cuando éste se apagó, Ellis oyó los vítores que lanzaban los guerrilleros. Algunos salieron de sus escondrijos y corrieron hacia los tanques semisumergidos. Alí levantó a Ellis y lo ayudó a ponerse de pie. En ese momento recuperó la sensibilidad de la pierna y se dio cuenta de que le dolía.
—No estoy seguro de poder caminar —le dijo a Alí en dari. Dio un paso y hubiera caído de no sostenerle Alí—. ¡Mierda! —exclamó en inglés—. Me han metido una bala en el culo.
Oyó disparos. Al levantar la vista comprobó que los rusos sobrevivientes trataban de escapar de los tanques y que los guerrilleros los iban abatiendo a tiros a medida que salían. Esos afganos eran unos cretinos de sangre muy fría. Bajó la vista y notó que la pernera derecha de sus pantalones estaba empapada de sangre. Supuso que manaba de la herida superficial; sentía que la bala todavía le presionaba la otra.
Masud se le acercó con una amplia sonrisa.
—¡Eso del puente fue un trabajo excelente! —aprobó en su francés con marcado acento dari—. ¡Magnífico!
—Gracias —contestó Ellis—. Pero no vine a volar puentes. —Se sentía débil y un poco mareado, pero ése era el momento para dejar en dato cuál era su misión—. Vine a hacer un trato con usted.
Masud lo miró con curiosidad.
—¿De dónde es usted? —preguntó.
—De Washington. La Casa Blanca. Represento al presidente de Estados Unidos.
Masud asintió, sin denotar sorpresa.
—Muy bien. Me alegro.
Y en ese momento, Ellis se desmayó.
Esa noche expuso su misión a Masud.
Los guerrilleros improvisaron una camilla en la cual lo transportaron hasta el pueblo de Astana, en el valle, donde se detuvieron al anochecer. Masud ya había enviado un mensajero a Banda a buscar a Jean-Pierre. El médico llegaría en algún momento del día siguiente para extraer la bala de la nalga de Ellis. Mientras tanto, todos se instalaron en el patio de una granja. El dolor de Ellis se había calmado bastante, pero el viaje lo debilitó. Los guerrilleros le colocaron vendajes muy primitivos sobre las heridas.
Una hora después de llegar le dieron un té verde dulce y caliente, que lo reanimó bastante, y un poco más tarde, todos comieron moras y yogur. Durante su viaje con la caravana, Ellis notó que con los guerrilleros siempre sucedía lo mismo: después de una hora o dos de llegar a algún pueblo, aparecía la comida. Ignoraba si la compraban, la encargaban o la recibían como un regalo, pero suponía que se la daban gratuitamente, a veces de buen grado y otras a regañadientes.
Cuando terminaron de comer, Masud se sentó cerca de Ellis y durante los instantes siguientes los demás guerrilleros se fueron alejando con aire casual, dejando solo a Ellis con Masud y dos de sus lugartenientes. Ellis sabía que tenía que hablar con Masud en ese momento, porque probablemente no se volviera a presentar otra oportunidad durante una semana. Y, sin embargo, se sentía demasiado débil y extenuado para una tarea tan delicada y difícil.
—Hace muchos años, un país extranjero le pidió al rey de Afganistán que le cediera quinientos guerreros para ayudarlo en una guerra —contó Masud—. El rey le envió a cinco hombres de nuestro valle junto con un mensaje que decía que mejor era contar con cinco leones que con quinientos zorros. Fue así como nuestro valle empezó a ser llamado el Valle de los Cinco Leones. —Sonrió—. Hoy te has comportado como un león.
—Yo oí también una leyenda que afirmaba que había cinco grandes guerreros conocidos como los Cinco Leones, cada uno de los cuales custodiaba uno de los cinco caminos de entrada al valle. Y me dijeron que por eso te llaman el sexto león —contestó Ellis.
—Basta ya de leyendas —decidió Masud, con una sonrisa—. ¿Qué tienes que decirme?
Ellis había ensayado esa conversación, pero su guión no comenzaba tan bruscamente. Era evidente que la forma de hablar indirecta, propia de los orientales, no era el estilo de Masud.
—Primero tengo que pedirte que me des tu opinión sobre la guerra —pidió Ellis.
Masud asintió y pensó unos instantes antes de hablar.
—Los rusos tienen doce mil soldados acantonados en la ciudad de Rokha, la puerta de entrada al valle. Las disposiciones que han tomado son las de siempre: primero campos minados, después tropas afganas, y en seguida tropas rusas para impedir que los afganos huyan. Esperan un refuerzo de otros mil doscientos hombres. Dentro de dos semanas piensan lanzar una fuerte ofensiva contra el valle. La meta que se proponen es la destrucción de nuestras fuerzas.
Ellis se preguntó cómo obtendría Masud esos datos tan precisos, pero no fue tan indiscreto como para preguntárselo.
—¿Y esa ofensiva tendrá éxito? —inquirió.
—No —contestó Masud con tranquila confianza—. Cuando ellos ataquen nosotros desapareceremos en las montañas, así que no les quedará nadie con quien poder luchar. Cuando se detengan los acosaré desde las alturas y les cortaremos las vías de comunicación. Poco a poco los iremos demoliendo. Por fin descubrirán que están desperdiciando enormes recursos para mantener territorios que no les proporcionan ninguna ventaja militar. Entonces se batirán en retirada. Siempre sucede lo mismo.
Es un informe del manual sobre la guerra de guerrillas —pensó Ellis—. No cabe duda de que Masud puede enseñarles mucho a los otros líderes tribales.
—¿Y cuánto tiempo crees que los rusos podrán seguir realizando ataques tan inútiles?
Masud se encogió de hombros.
—Eso está en manos de Dios —contestó.
—¿Crees que alguna vez podrás obligarlos a abandonar tu país?
—Los vietnamitas consiguieron echar a los norteamericanos —contestó Masud con una sonrisa.
—Ya lo sé, yo estuve allí —aclaró Ellis—. ¿Y sabes cómo lo hicieron?
—En mi opinión, un factor importante fue que los vietnamitas recibían de los rusos abastecimientos de las armas más modernas, especialmente misiles portátiles tierra-aire. Esa es la única manera en que las fuerzas guerrilleras pueden luchar contra aviones y helicópteros.
—Estoy completamente de acuerdo —contestó Ellis—. Y lo que es más importante, el gobierno de Estados Unidos también está de acuerdo. Nos gustaría ayudarte a tener mejores armas. Pero necesitaríamos comprobar que con ellas haces verdaderos progresos en la lucha contra el enemigo. Al pueblo norteamericano le gusta ver lo que consigue con su dinero. ¿Cuánto tiempo crees que tardaría la resistencia afgana en lanzar una ofensiva nacional y unificada contra los rusos, lo mismo que hicieron los vietnamitas hacia el final de la guerra?
Masud movió la cabeza con aire dubitativo.
—La unificación de la Resistencia todavía está en pañales.
—¿Cuáles son los principales obstáculos? —preguntó Ellis, conteniendo el aliento y rogando que Masud le diera la respuesta esperada.
—El principal obstáculo es la falta de confianza que existe entre los principales grupos de guerrilleros.
Ellis lanzó un disimulado suspiro de alivio.
—Somos tribus distintas, naciones distintas y tenemos comandantes distintos —continuó Masud—. Hay otros grupos guerrilleros que tienden emboscadas a mis caravanas y roban mis abastecimientos.
—Desconfianza —repitió Ellis—. ¿Qué más?
—Comunicaciones. Necesitamos una red regular de mensajeros. De vez en cuando necesitaríamos estar en contacto por radio, pero eso todavía se encuentra en un futuro lejano.
—Desconfianza y comunicaciones inadecuadas. —Eso era lo que Ellis esperaba oír—. Hablemos de otra cosa. —Se sentía terriblemente cansado; había perdido bastante sangre. Luchó contra el poderoso deseo de cerrar los ojos—. Aquí en el valle, tú has desarrollado el arte de la guerra de guerrillas con mayor éxito que en ninguna otra parte de Afganistán. Otros líderes todavía malgastan sus recursos defendiendo territorios bajos y atacando posiciones fuertes del enemigo. Nos gustaría que tú entrenaras a hombres de otras partes del país en las tácticas de la guerrilla moderna. ¿Considerarías esa posibilidad?
—Sí, y creo que sé hasta dónde quieres ir a parar —contestó Masud—. cada grupo enviaría un hombre. Después de trabajar alrededor de un año en la Resistencia habría un puñado de hombres entrenados en el Valle de los Cinco Leones. Ellos podrían establecer una red de comunicaciones. Se comprenderían unos a otros, confiarían en mí…
Su voz se fue perdiendo, pero por la expresión de su rostro Ellis comprendió que mentalmente seguía sopesando las aplicaciones de lo que le acababa de proponer.
—Muy bien —dijo Ellis. Ya no le quedaban más energías, pero casi había terminado—. Aquí está el trato que te proponemos. Si tú consigues que los otros líderes den su aprobación y organicen el programa de entrenamiento, Estados Unidos te proporcionará lanzacohetes R P G—7, misiles tierra-aire y equipos de radio. Pero hay otros dos jefes en particular que deben formar parte de este acuerdo: Jahan Kami, del valle Pich, y Amal Azizi, el jefe de Faizabad.
Masud sonrió con expresión apesadumbrada.
—Has escogido los más difíciles.
—Ya lo sé —contestó Ellis—. ¿Podrás hacerlo?
—Déjame pensarlo —pidió Masud.
—Muy bien.
Extenuado, Ellis se tendió en el suelo frío y cerró los ojos. A los pocos instantes ya estaba dormido.