El agua del río de los Cinco Leones nunca era tibia, pero en ese aromático y refrescante atardecer, cuando llegaba a su fin aquel día polvoriento, cuando las mujeres bajaban a bañarse a su exclusivo trozo de orilla, Jane apretó los dientes para combatir el frío y se metió en el agua con las demás, levantándose el vestido centímetro a centímetro a medida que el río se iba haciendo más profundo, hasta que el agua le llegó a la cintura. Entonces comenzó a lavarse: después de larga práctica había llegado a dominar ese peculiar arte de las afganas de lavarse todo el cuerpo sin desvestirse.
Cuando terminó salió del río temblando y se quedó de pie cerca de Zahara, que se lavaba el pelo en un pozo, entre salpicaduras y resoplidos, mientras mantenía una alborotada conversación. Zahara metió la cabeza en el agua por última vez y después buscó la toalla. Miró a su alrededor, por la tierra arenosa, pero no la encontró.
—¿Dónde está mi toalla? —aulló—. ¡Yo la dejé en este agujero! ¿Quién me la robó?
Jane tomó la toalla que estaba a espaldas de Zahara.
—Aquí la tienes. La guardaste en un agujero equivocado.
—¡Eso es lo que dijo la mujer del mullah! —gritó Zahara y las demás se retorcieron de risa.
Las mujeres del pueblo ya aceptaban a Jane como a una de ellas. Los últimos vestigios de reserva o de cautela desaparecieron después del nacimiento de Chantal, cosa que pareció confirmarles que Jane era una mujer como cualquier otra. Las conversaciones que mantenían junto al río eran sorprendentemente sinceras: tal vez porque los niños quedaban al cuidado de sus hermanas mayores y sus abuelas, pero más probablemente a causa de Zahara. Su voz estridente, sus ojos relampagueantes y su risa ronca dominaban la escena. Sin duda era mucho más extrovertida allí, debido a la necesidad de reprimir su manera de ser durante el resto del día. Poseía un vulgar sentido del humor que Jane no le conocía a ningún otro afgano, hombre o mujer, y muchas veces sus procaces comentarios y sus frases de doble sentido daban inicio a serias discusiones. En consecuencia, a veces Jane conseguía convertir las sesiones de baño de la tarde en una inesperada clase de educación sanitaria. Aunque a las mujeres de Banda les interesara más saber cómo asegurarse el embarazo que aprender a evitarlo, el tema más popular era el control de la natalidad. Sin embargo, la idea que Jane trataba de promover encontraba algunas simpatizantes: una mujer tenía más posibilidades de alimentar y cuidar a sus hijos si entre el nacimiento de uno y otro mediaban dos años en lugar de doce o quince meses. El día anterior habían conversado acerca de los ciclos mensuales y resultó claro que las afganas creían que sus épocas de fertilidad eran las inmediatamente anteriores y posteriores del período menstrual. Jane les explicó, en cambio, que el período fértil iba del día doceavo al dieciséis y por lo visto lo aceptaron, pero Jane tenía la desconcertante sospecha de que creían que la equivocada era ella y eran demasiado bien educadas como para decírselo.
Ese día reinaba un clima de particular excitación. Esperaban la llegada de la última caravana de Pakistán. Los hombres les traerían pequeños artículos de lujo: un mantón, algunas naranjas, un brazalete de plástico, junto con el importantísimo cargamento de armas, municiones y explosivos para la guerra.
El marido de Zahara, Ahmed Gul, uno de los hijos de la partera Rabia, era el jefe de la caravana, y Zahara se encontraba visiblemente excitada ante la perspectiva de volver a verlo. Cuando estaban juntos se comportaban igual que todas las parejas afganas: ella, silenciosa y obediente; él imperioso e indiferente. Pero por la manera que tenían de mirarse, Jane se daba cuenta de que estaban enamorados; y por el modo de hablar de Zahara, no cabía ninguna duda de que ese amor era en gran medida atracción física. Ese día el deseo la tenía casi fuera de sí, y se secaba el pelo con fiereza y con frenética energía. Jane la comprendía; algunas veces ella había sentido algo muy parecido. Sin duda ella y Zahara se habían hecho amigas porque cada una reconocía en la otra un espíritu similar.
La piel de Jane se secó inmediatamente en el aire cálido y polvoriento. Estaban en pleno verano y los días eran largos, secos y calurosos. El buen tiempo duraría un mes o dos más, y después haría un frío terrible durante el resto del año.
Zahara seguía interesada en el tema de conversación del día anterior. Dejó de frotarse la cabeza con la toalla para decir:
—Digan lo que digan, la manera de quedar embarazada es hacerlo todos los días.
Halima, la esposa taciturna y de ojos oscuros de Mohamed Khan se mostró de acuerdo.
—Y la única manera de no quedar nunca embarazada es no hacerlo nunca.
Tenía cuatro hijos, pero sólo uno de ellos —Mousa— era varón y la desilusionó enterarse de que Jane no sabía cómo mejorar sus posibilidades de tener otro varón.
—Pero entonces, ¿qué le dices a tu marido después que viaja seis semanas con una caravana? —preguntó Zahara.
—Tendrías que hacer lo de la esposa del mullah e introducirlo en el agujero equivocado.
Zahara se desternilló de risa y Jane sonrió. esa era una técnica de control de la natalidad que no se había mencionado en sus cursos de París, pero no cabía duda de que los métodos modernos no cuajarían en el Valle de los Cinco Leones durante muchos años, así que tendrían que utilizar los métodos tradicionales ayudados, quizá, por una pequeña educación.
El tema de conversación recayó luego en la cosecha. El valle era un mar de trigo dorado y de cebada, pero gran parte del grano se pudriría en el campo porque durante la mayor parte del tiempo los hombres jóvenes estaban lejos luchando y los mayores hacían el trabajo lentamente al cosechar a la luz de la luna. Hacia fines del verano, todas las familias sumarían sus bolsas de harina, sus canastas de frutas secas; mirarían sus gallinas y sus cabras y contarían sus centavos. También tomarían en cuenta la escasez que habría de huevos y de carne y tratarían de adivinar el precio que ese invierno alcanzarían el arroz y el yogur. Entonces algunos de ellos empaquetarían sus escasas y preciosas pertenencias e iniciarían el largo viaje que los conduciría hacia el otro lado de las montañas donde establecerían sus nuevos hogares en los campos de refugiados de Pakistán, lo mismo que había hecho el tendero, junto con otros millones de afganos.
Jane temía que los rusos convirtieran esa evacuación en una política: que ante su incapacidad de vencer a los guerrilleros tratarían de destruir las comunidades dentro de las cuales vivían, lo mismo que habían hecho los norteamericanos en Vietnam, cubriendo de bombas y de minas zonas enteras del campo, en cuyo caso el Valle de los Cinco Leones se convertiría en un páramo deshabitado, y Mohammed y Zahara y Rabia se unirían a los habitantes de los campos de refugiados, gente sin hogar, sin patria y sin destino fijo. Los rebeldes no podían ni siquiera pensar en resistir un ataque a fondo, porque virtualmente no poseían armas antiaéreas.
Pero las mujeres afganas no sabían nada de esto. Nunca hablaban de la guerra, únicamente de sus consecuencias. Parecían no experimentar sentimientos hacia los extranjeros que traían la muerte rápida y el hambre lenta a su valle. Consideraban a los rusos como un accidente de la naturaleza, semejante al tiempo: un bombardeo era como una helada fuerte, desastrosa, de la que nadie tenía la culpa.
Estaba oscureciendo. Las mujeres empezaron a volver al pueblo. Jane caminaba junto a Zahara, escuchando sólo a medias la conversación y pensando en Chantal. Sus sentimientos con respecto a la pequeña habían pasado por varias etapas. Inmediatamente después del nacimiento, se sintió exultante de alivio, de triunfo y de alegría por haber dado a luz un bebé con vida y en perfecto estado. Después comenzó a sentirse completamente desgraciada. No sabía cómo cuidar un bebé y al contrario de lo que afirmaba la gente, sus instintos no le dictaban absolutamente nada. Empezó a tenerle miedo a la criatura. No había en ella una tendencia natural al amor maternal. En cambio sufría fantasías extrañas y pesadillas terroríficas en las que la pequeña moría: ahogada en el río, o por la explosión de una bomba o robada en medio de la noche por un tigre de la nieve. Todavía no le había mencionado a Jean-Pierre esos pensamientos por miedo de que él la creyera loca.
Tuvo conflictos con Rabia Gul, su partera. Ella afirmaba que las mujeres no debían amamantar a sus hijos durante los primeros tres días porque lo que mamaba de sus pechos no era leche. Jane decidió que era ridículo creer que la naturaleza haría que los pechos femeninos produjeran algo que fuese nocivo para los recién nacidos e ignoró el consejo de la anciana. Rabia también afirmaba que no había que lavar al bebé durante cuarenta días, pero Chantal recibió un baño diario, como cualquier otra criatura occidental. Después Jane descubrió a Rabia administrando a Chantal mantequilla mezclada con azúcar, con la yema de su viejo dedo arrugado, y eso a Jane la puso furiosa. Al día siguiente, Rabia salió a atender otro parto y envió a una de sus múltiples nietas, una chica de trece años, Ramada Fara, para que ayudara a Jane. Esa fue una gran suerte. Fara no tenía ideas preconcebidas con respecto al cuidado de los niños y simplemente hacía lo que se le ordenaba. No era necesario pagarle: trabajaba por la comida —que era mucho mejor en la casa de Jane que en la de los padres de Fara— y por el privilegio de aprender a cuidar bebés como preparación a su propio matrimonio, que posiblemente tendría lugar en el término de un año o dos. Jane también pensó que era posible que Rabia ambicionara que con el tiempo Fara se convirtiera en partera, en cuyo caso la chiquilla ganaría prestigio por haber ayudado a una enfermera occidental a cuidar de su hija.
Una vez que Rabia desapareció del camino, Jean-Pierre se unió mucho a su mujer y a su hija. Era suave y sin embargo muy confiado con Chantal, y considerado y cariñoso con Jane. Fue él quien sugirió, con mucha firmeza, que cuando la chiquilla se despertara de noche se alimentara con leche de cabra hervida, y utilizando parte de su equipo médico improvisó un biberón para ser él quien se levantara a dársela.
Por supuesto que Jane siempre se despertaba cada vez que Chantal lloraba, y permanecía despierta mientras Jean-Pierre la alimentaba, pero eso le resultaba mucho menos agotador y la liberaba de esa sensación de terrible y desesperante extenuación que tan deprimente le resultaba.
Y por fin, aunque todavía Permanecía ansiosa y se sentía algo insegura, Jane encontró dentro de sí misma un grado de paciencia que nunca antes había poseído; y eso, aunque no fuera ese profundo instinto y ese conocimiento y seguridad que esperaba tener, sin embargo le permitía afrontar las crisis diarias con ecuanimidad. En ese momento, Jane se dio cuenta de que había estado alejada de Chantal durante casi una hora sin preocuparse.
El grupo de mujeres llegó al grupo de casas que formaban el núcleo del pueblo y una a una fueron desapareciendo detrás de las paredes de adobe de sus patios. Jane se vio obligada a ahuyentar una serie de gallinas y a una vaca huesuda para entrar en su casa. Una vez dentro, encontró a Fara cantándole a Chantal a la luz de la lámpara. La chiquilla tenía una expresión alerta y los ojos muy abiertos, aparentemente fascinada por el sonido del canto de Fara. Era una canción de cuna, de palabras sencillas y melodía compleja y oriental. ¡Qué hermosa es mi hija! —pensó Jane—, ¡con sus mejillas regordetas, su nariz chiquitita y sus ojos de un azul tan profundo!
Le pidió a Fara que preparara el té. La chica era terriblemente tímida y había llegado temblorosa y llena de temor a trabajar en esa casa de extranjeros, pero cada vez se la veía menos nerviosa y el terror que inicialmente le había provocado Jane, poco apoco se convertía en algo más parecido a una lealtad llena de adoración.
Algunos minutos después entró Jean-Pierre. Tenía los amplios pantalones y la camisa sucios y manchados de sangre y había polvo en su largo pelo oscuro y en su negra barba. Parecía cansado. Acababa de llegar de Khenj, un pueblo situado a quince kilómetros del valle, donde había atendido a los sobrevivientes de un bombardeo. Jane se alzó de puntillas para besarlo.
—¿Cómo ha ido? —preguntó en francés.
—Mal. —Le dio un pequeño apretón y después se inclinó sobre Chantal—. ¡Hola, chiquilla! —exclamó sonriendo.
Chantal hizo un gorgorito.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Jane.
—Se trataba de una familia cuya casa se encuentra a cierta distancia del resto del pueblo, así que creían encontrarse a salvo. — Jean-Pierre se encogió de hombros—. Después llegaron algunos guerrilleros heridos en una escaramuza que tuvo lugar más al sur. Por eso se me hizo tan tarde. —Se sentó sobre unos almohadones—. ¿Hay té?
—Lo están preparando —contestó Jane—. ¿Qué clase de escaramuza?
El cerró los ojos.
—Lo de siempre. El ejército llegó en helicópteros y ocupó un pueblo por razones que sólo ellos conocen. Los habitantes huyeron. Los hombres se reagruparon, recibieron refuerzos y empezaron a hostilizar a los rusos desde la ladera de la montaña. Hubo muertos y heridos en ambos bandos. Por fin los guerrilleros se quedaron sin municiones y se retiraron.
Jane asintió. Le tenía lástima a Jean-Pierre: era deprimente tener que atender a las víctimas de una batalla sin sentido. Banda jamás había sufrido una incursión de esa clase, pero ella vivía con miedo constante de que en algún momento le tocara: se veía como en una pesadilla, corriendo y corriendo, abrazada a Chantal mientras las hélices de los helicópteros batían el aire por encima de su cabeza y las balas de las ametralladoras se enterraban en la tierra a sus pies.
Entró Fara con té verde bien caliente, un poco de ese pan sin levadura que ellos llamaban nan, y una vasija de piedra que contenía manteca recién batida. Jane y Jean-Pierre empezaron a comer. La manteca era un lujo poco común. Por lo general empapaban el nan que comían a la tarde en yogur, leche cuajada o aceite. A mediodía habitualmente comían arroz con una salsa con gusto a carne, que podía o no contener carne. Una vez por semana preparaban pollo o carne de cabra. Jane, que todavía seguía comiendo por dos, se daba el lujo de consumir un huevo diario. En esa época del año había abundante fruta fresca para postre: albaricoques, ciruelas, manzanas y moras en grandes cantidades. Con esa dieta Jane se sentía muy sana, aunque prácticamente cualquier inglés habría considerado que las de ellos eran raciones de hambre, y para algunos franceses hubiera sido motivo más que suficiente para el suicidio.
—¿Un poquito más de salsa Bérnaise para tu filete? —preguntó Jane, sonriente, a su marido.
—No, gracias —contestó él, tendiéndole su taza—. Tal vez otro trago de ese Château Cheval Blanc. — Jane le sirvió más té y él simuló saborearlo como si se tratara de vino—. La cosecha de mil novecientos sesenta y dos no resulta excesivamente buena, comparándola con la inolvidable del sesenta y uno, pero yo siempre he pensado que su relativa amabilidad e impecables buenos modales producen casi tanto placer como la perfección de elegancia que constituye la austera característica de su altanero predecesor.
Jane sonrió. Su marido volvía a ser el mismo de siempre.
Chantal empezó a llorar y Jane sintió una inmediata respuesta: una especie de punzada dolorosa en los pechos. Levantó a la pequeña y empezó a amamantarla. Jean-Pierre siguió comiendo.
—Deja un poco de manteca para Fara —pidió Jane.
—Muy bien. — El sacó de la habitación los restos de la comida y regresó con un cuenco de moras. Jane comió mientras Chantal mamaba. Muy pronto la pequeña se quedó dormida, pero Jane sabía que volvería a despertarse a los pocos instantes y pediría más.
Jean-Pierre apartó el cuenco.
—Hoy recibí otra queja de ti —comunicó.
—¿De quién? —preguntó Jane con voz aguda.
Jean-Pierre parecía encontrarse a la defensiva, pero a la vez tenía un aire acusador.
—Mohammed Khan —contestó—. Pero él no hablaba por sí mismo. —Tal vez no.
—¿Y qué te dijo?
—Que les estabas enseñando a las mujeres del pueblo a ser estériles.
Jane suspiró. Lo que la enfurecía no era sólo la estupidez de los hombres del pueblo, sino también la actitud acomodaticia de Jean-Pierre ante sus quejas. Ella pretendía ser defendida por su marido, en lugar de que él apoyara a sus acusadores.
—Detrás de todo eso está Abdullah Karim, por supuesto —afirmó.
La esposa del mullah estaba muchas veces en el río y sin duda informaba a su marido de todas las conversaciones que escuchaba.
—Quizá convenga que no continúes —advirtió Jean-Pierre.
—¿Continuar haciendo qué?
Jane percibía el tono peligroso de su propia voz.
—Enseñándoles cómo evitar los embarazos.
Esa no era una descripción justa de lo que Jane les enseñaba a las mujeres, pero no estaba dispuesta a defenderse ni a pedir disculpas.
—¿Y por qué tengo que callarme? —preguntó.
—Porque estás creando dificultades —explicó Jean-Pierre con un aire paciente que irritó a su mujer—. si ofendemos o agraviamos al mullah, tal vez nos veamos obligados a abandonar Afganistán. Y, lo que es peor, le daríamos mala fama a la organización Médecins pour la liberté y los rebeldes podrían negarse a recibir otros médicos, Te consta que ésta es una guerra santa, la salud espiritual es más importante que la física. Pueden llegar a decidir que prescindirán de nosotros.
Existían otras organizaciones que enviaban a Afganistán médicos franceses jóvenes e idealistas, pero Jane se abstuvo de recordárselo.
—Tendremos que correr ese riesgo —contestó secamente.
—¿De veras? —preguntó él. Y ella se dio cuenta de que su marido estaba empezando a enojarse—. ¿Y a santo de qué?
—Porque realmente hay una sola cosa de valor permanente que podemos darle a esta gente: información. Está bien que les remendemos las heridas y que les administremos drogas para matar los virus, pero nunca contarán con bastantes cirujanos ni con suficientes drogas. En cambio podemos mejorar permanentemente su estado sanitario si les enseñamos las reglas básicas de nutrición, de higiene y de cuidado de la salud. Considero que es mejor ofender a Abdullah que dejar de hacerlo.
—Sin embargo, ojalá no te hubieras acarreado la enemistad de ese hombre.
—¡Me golpeó con un palo! —gritó Jane, furibunda.
Chantal empezó a llorar. Jane se obligó a mantener la calma. Meció a su hijita durante algunos instantes y después volvió a amamantarla. ¿Por qué no alcanzaba a ver Jean-Pierre lo cobarde de su actitud? ¿Cómo era posible que se sintiese intimidado ante la amenaza de ser expulsado de ese país olvidado de la mano de Dios? Jane suspiró de nuevo. Chantal volvió la cabeza para alejar la carita del pecho de su madre e hizo una serie de ruiditos de desagrado. Antes de que pudieran seguir discutiendo, oyeron gritos a la distancia.
Jean-Pierre frunció el entrecejo. Escuchó y después se puso en pie. Se oyó una voz de hombre en el patio de la casa donde vivían. Jean-Pierre tomó un chal y lo colocó sobre los hombros de Jane. Ella se lo ató sobre el pecho. Esta era una especie de componenda: según los afganos ella no estaba lo suficientemente cubierta mientras amamantaba, pero Jane se negaba de plano a salir corriendo de la habitación como una ciudadana de segunda clase si un hombre entraba en su casa mientras ella alimentaba a su hijita y por lo tanto advirtió públicamente que si alguien tenía objeciones, sería mejor que no fuese a ver al médico.
—¡Adelante! —exclamó Jean-Pierre en dari.
Era Mohammed Khan. Jane se sintió tentada de decirle exactamente lo que pensaba de él y del resto de los hombres del pueblo, pero notó la intensa tensión reflejada en su atractivo rostro. Por primera vez, apenas la miró.
—La caravana cayó en una emboscada —anunció sin preámbulos—. Perdimos veintisiete hombres, y todos los abastecimientos.
Jane cerró los ojos, apenada. Ella había viajado en una caravana similar a su llegada al Valle de los Cinco Leones, y no pudo menos que imaginar la emboscada: la hilera de hombres de piel oscura y de flacos caballos que se extendía a la luz de la luna por un sendero rocoso que atravesaba un valle angosto y en sombras; el batir de las hélices de los helicópteros en un repentino crescendo; los disparos, las granadas, el fuego de ametralladoras; el pánico mientras los hombres trataban de ponerse a cubierto en la desnuda ladera; los inútiles tiros disparados contra los invulnerables helicópteros; y después, por fin, los gritos de los heridos y los aullidos de los moribundos.
De repente pensó en Zahara: su marido estaba en el convoy.
—¿Y, y Ahmed Gul? —preguntó.
—Regresó.
—¡Ah! ¡Gracias a Dios! —exclamó Jane.
—Pero está herido.
—¿Cuáles de los habitantes de este pueblo murieron?
—Ninguno. Banda tuvo suerte. Mi hermano, Matullah, está bien, lo mismo que Alishan Karim, el hermano del mullah. Hay otros tres sobrevivientes, dos de ellos heridos.
—Iré en seguida —decidió Jean-Pierre.
Fue a la habitación delantera, la que en una época había sido tienda y luego clínica, y que en ese momento había quedado convertida en el lugar donde se almacenaban los medicamentos.
Jane colocó a Chantal en su cuna de fabricación casera, colocada en un rincón, y se arregló con rapidez. Probablemente Jean-Pierre necesitaría su ayuda, y de no ser así, a Zahara le vendría bien que la consolara.
—Casi no tenemos municiones —comunicó Mohammed.
Eso a Jane le preocupó muy poco. Esa guerra la asqueaba y sin duda no vertería lágrimas si por un tiempo los rebeldes se vieran obligados a dejar de matar a pobres y desgraciados soldados rusos de diecisiete años, que sin duda añoraban terriblemente sus hogares.
—En un año hemos perdido cuatro caravanas. Sólo consiguieron pasar tres —continuó Mohammed.
—¿Y cómo consiguen encontrarlas los rusos? —preguntó Jane.
Jean-Pierre, que escuchaba desde la habitación contigua, intervino en la conversación a través de la puerta abierta.
—Deben de haber intensificado la vigilancia de los pasos, mediante helicópteros que vuelan muy bajo, O tal vez incluso por medio de fotografías tomadas por satélites.
—Nos traicionan los pushtuns —afirmó Mohammed.
Eso a Jane le pareció bastante posible. En los pueblos por los que atravesaron, a veces consideraban que esas caravanas eran una especie de imán que atraía los ataques rusos, y era muy posible que algunos lugareños pretendieran comprar su seguridad informando a los rusos dónde se encontraban los convoyes, aunque Jane no comprendía con claridad cómo lograban pasar la información a los rusos.
Pensó en lo que esperaba recibir a la llegada de la frustrada caravana. Había encargado más antibióticos, algunas agujas hipodérmicas y muchas vendas esterilizadas. Jean-Pierre había encargado una larga lista de medicamentos. La organización Médecins pour la Liberté contaba con un agente en Peshawar, la ciudad del noroeste de Pakistán donde los guerrilleros compraban sus armas. Era posible que ese individuo hubiera conseguido los abastecimientos básicos en el lugar, pero los medicamentos sin duda habían llegado por vía aérea desde Europa occidental. ¡Qué desperdicio! Podían transcurrir meses antes de que llegaran nuevos suministros. Desde el punto de vista de Jane, esa pérdida era mucho más grave que la de las municiones.
Jean-Pierre volvió con su maletín. Los tres salieron al patio. Estaba oscuro. Jane se detuvo para dar instrucciones a Fara y encargarle que cambiara a Chantal, y después siguió a los dos hombres.
Los alcanzó cerca de la mezquita. No era un edificio impresionante. Carecía de los colores maravillosos y de las exquisitas decoraciones que se apreciaban en los libros sobre arte islámico. Era una construcción con los costados abiertos, el techo plano apoyado sobre columnas de piedra y Jane pensaba que parecía un refugio para esperar el autobús, o tal vez la galería de una mansión colonial en ruinas. En el centro de la construcción, un pasillo con arcadas conducía a un patio protegido por un muro. Los habitantes del pueblo la trataban con escasa reverencia. Allí rezaban, pero también la utilizaban como sala de reuniones, mercado, aula y casa de huéspedes. Y esa noche la convertirían en hospital.
Lámparas de aceite colgadas de ganchos pendían de las columnas de piedra e iluminaban el lugar. Del lado izquierdo de la arcada se arracimaban los habitantes del pueblo. Se los veía alicaídos: varias mujeres lloraban en silencio y se oían las voces de dos hombres: uno hacía preguntas y el otro las contestaba. La multitud se hizo a un lado para dejar pasar a Jean-Pierre, Mohammed y Jane.
Los seis sobrevivientes de la emboscada formaban un grupo sobre el suelo de tierra batida. Los tres que se encontraban heridos permanecían en cuclillas, con sus gorros chitralí redondos todavía puestos sobre la cabeza y con aspecto de estar sucios, descorazonados y extenuados. Jane reconoció a Matullah Khan, una versión más joven de su hermano Mohammed; y a Alishan Karim, más delgado que su hermano el mullah, pero con la misma expresión perversa. Dos de los heridos estaban sentados en el suelo con la espalda apoyada contra la pared. Uno tenía la cabeza envuelta por un vendaje inmundo y manchado de sangre, y el otro tenía el brazo en un improvisado cabestrillo. Jane no conocía a ninguno de los dos. Automáticamente calculó la gravedad de sus heridas: a primera vista parecían leves.
El tercero de los heridos, Ahmed Gul, estaba tendido sobre una especie de camilla fabricada con dos palos y una manta. Tenía los ojos cerrados y la piel grisácea. Su esposa Zahara, sentada a sus espaldas, le había apoyado la cabeza en su regazo, le acariciaba el pelo y lloraba en silencio. Jane no alcanzaba a ver las heridas de Ahmed, pero se dio cuenta de que eran graves.
Jean-Pierre pidió que le trajeran una mesa, agua caliente y toallas, y en seguida se arrodilló junto a Ahmed. Después de unos instantes miró a los otros guerrilleros y preguntó en dari:
—¿Le ha alcanzado una explosión?
—Los helicópteros tenían misiles —contestó uno de los que estaban ilesos—. Uno hizo explosión al lado de Ahmed.
Entonces Jean-Pierre se dirigió a Jane en francés.
—Está muy grave. Es un milagro que haya sobrevivido al viaje. Jane veía manchas de sangre en la barbilla de Ahmed: tosía y escupía sangre, señal de que tenía heridas internas.
Zahara dirigió a Jane una mirada suplicante.
—¿Cómo está? —preguntó en dari.
—Lo siento, amiga mía —contestó Jane con la mayor suavidad posible—. Está muy grave.
Zahara asintió con resignación; ya lo sabía, pero la confirmación de sus sospechas bañó de nuevas lágrimas su bonito rostro.
—Revisa a los otros en mi lugar —le pidió Jean-Pierre a Jane—. No quiero demorarme un minuto más en atender a éste.
Jane examinó a los otros dos heridos.
—La herida de la cabeza no es más que un rasguño —dijo después de un momento.
—Encárgate de ella —contestó Jean-Pierre.
En ese instante supervisaba a los que alzaban a Ahmed para colocarlo sobre la mesa.
Jane examinó al guerrillero que llevaba el brazo en cabestrillo. Su herida era más seria: por lo visto una bala le había destrozado un hueso.
—Esto debe de haberle dolido mucho —le comentó al herido en dari.
El sonrió y asintió. Esos hombres estaban hechos de hierro bien templado.
—La bala le ha roto el hueso —informó Jane a Jean-Pierre. Jean-Pierre ni siquiera levantó la mirada que mantenía fija en el cuerpo de Ahmed.
—Adminístrale anestesia local, limpia bien la herida, retira los trozos y entrégale un cabestrillo limpio. Más tarde me encargaré del hueso.
Ella empezó a preparar la inyección. Cuando Jean-Pierre necesitara su ayuda la llamaría. Por lo visto iba a ser una larga noche.
Ahmed murió pocos minutos después de medianoche y Jean-Pierre tuvo ganas de llorar, no de tristeza porque apenas le conocía, sino de total frustración, porque sabía que podría haberle salvado la vida de haber contado con un anestesista, electricidad y un quirófano.
Cubrió el rostro del muerto y después miró a la esposa, que durante horas había permanecido inmóvil, observando.
—Lo siento —le dijo.
Ella inclinó la cabeza. Jean-Pierre se alegró de que mantuviera la calma. A veces lo acusaban de no haber hecho todo lo posible; por lo visto estaban convencidos de que él sabía tanto que no había nada que no pudiera curar, y a él le daban ganas de gritarles: ¡No soy Dios!; pero en cambio esta mujer parecía comprender.
Se volvió y se alejó del cadáver. Estaba agotado. Había estado trabajando en cuerpos mutilados todo el día, pero éste era el primer paciente que perdía. Los que lo habían estado observando, casi todos parientes del muerto, se acercaron para hacerse cargo del cadáver. La viuda empezó a llorar a gritos y Jane se la llevó.
Jean-Pierre sintió que alguien le ponía una mano sobre el hombro. Al volverse se encontró con Mohammed, el guerrillero que organizaba las caravanas. Sintió una punzada de culpa.
—Es la voluntad de Alá —dijo Mohammed.
Jean-Pierre asintió. Mohammed sacó un paquete de cigarrillos pakistaníes y encendió uno. Jean-Pierre comenzó a reunir su instrumental y a guardarlo en el maletín.
—¿Y ahora, qué piensas hacer? —preguntó, sin mirar a Mohammed.
—Poner en marcha otra caravana inmediatamente —contestó el guerrillero—. Necesitamos imperiosamente las municiones.
A pesar de la fatiga, Jean-Pierre se puso en seguida alerta.
—¿Quieres echarle un vistazo a los mapas?
—Sí.
Jean-Pierre cerró el maletín y ambos se alejaron de la mezquita. Las estrellas les iluminaron el camino a través del pueblo hasta llegar a la casa del tendero. Fara dormía en la sala de estar sobre una alfombra, junto a la cuna de Chantal. Se despertó en seguida y se levantó.
—Ya puedes volver a tu casa —le indicó Jean-Pierre.
Ella se marchó sin hablar.
Jean-Pierre depositó el maletín en el suelo y después tomó suavemente la cuna y la llevó al dormitorio. Chantal continuó durmiendo hasta que él colocó la cuna en el suelo; entonces empezó a llorar. Al mirar su reloj de pulsera, él comprendió que posiblemente la chiquilla tuviera hambre.
—Pronto llegará mamá —dijo, pero sin ningún resultado.
La cogió en brazos y empezó a mecerla. Entonces dejó de llorar. El volvió a llevarla a la sala de estar.
Mohammed seguía allí de pie, esperando.
—Ya sabes dónde están —dijo Jean-Pierre.
Mohammed asintió y abrió un arcón de madera pintada. Sacó un grueso paquete de mapas doblados, seleccionó algunos y los extendió en el suelo. Mientras mecía a Chantal, Jean Pierre observaba por encima del hombro del guerrillero.
—¿Dónde fue la emboscada? —preguntó.
Mohammed señaló un punto cerca de la ciudad de Jalalabad.
Los caminos seguidos por los convoyes de Mohammed no figuraban ni en ésos ni en ningún otro mapa. Sin embargo, los mapas que Jean-Pierre tenía en su poder mostraban algunos de los valles, mesetas y arroyos estacionales donde podría haber senderos. A veces Mohammed conocía los lugares de memoria. Otras no tenía más remedio que adivinarlo y conversaba con Jean-Pierre acerca de la interpretación precisa del contorno de las líneas o del terreno más oscuro que indicaba la existencia de morrenas.
—Podríais girar más al norte, dando un rodeo para no pasar por Jalalabad —sugirió Jean-Pierre.
Sobre la planicie en la que se erigía la ciudad había un sinnúmero de valles que, como una telaraña, se extendían sobre los ríos Konar y Nuristán.
Mohammed encendió otro cigarrillo. Como casi todos los guerrilleros era un fumador empedernido. Al exhalar el humo movió la cabeza dubitativamente.
—Ha habido demasiadas emboscadas en esa zona —dijo—. Si no nos están traicionando ya, pronto empezarán a hacerlo. No, el próximo convoy viajará al sur de Jalalabad.
Jean-Pierre frunció el entrecejo.
—No me parece posible. Al sur, desde el paso de Khyber, no hay más que terreno abierto. Os verían.
—No utilizaremos el paso de Khyber —informó Mohammed. Después trazó la frontera entre Afganistán y Pakistán, por el sur—. Cruzaremos la frontera en Teremengal
Su dedo llegó a la ciudad que acababa de nombrar y desde allí trazó una ruta hasta el Valle de los Cinco Leones.
Jean-Pierre asintió, ocultando su júbilo.
—Me parece sumamente sensato. ¿Cuándo saldrá de aquí la caravana?
Mohammed comenzó a doblar los mapas.
—Pasado mañana. No hay tiempo que perder.
Volvió a colocar los mapas dentro del arcón pintado y se dirigió a la puerta.
Justo cuando se iba, entró Jane. El le dio las buenas noches distraído, Jean-Pierre se alegraba de que el apuesto guerrillero ya no tuviera intereses sexuales por Jane desde que la vio embarazada. En su opinión, ésta mujer era demasiado ardiente y enteramente capaz de permitir que la sedujeran; y si hubiera tenido una aventura con un afgano le habría provocado innumerables problemas.
El maletín de Jean-Pierre estaba en el suelo, donde él lo había dejado, y Jane se inclinó para recogerlo. Durante un instante el corazón de Jean-Pierre se detuvo. Le quitó el maletín con rapidez. Ella lo miró con cierta sorpresa.
—Yo guardaré esto —decidió él—. Tú encárgate de Chantal. Necesita comer.
Y le entregó a la pequeña.
Mientras Jane se instalaba para amamantar a Chantal, Jean-Pierre llevó el maletín y una lámpara a la habitación delantera. Allí había cajas de productos medicinales almacenadas sobre el piso de tierra. El contenido de algunas cajas, ya abiertas, se ordenaba sobre rudimentarios estantes de madera. Jean-Pierre colocó el maletín sobre el mostrador de azulejos azules y extrajo de él un objeto de plástico negro, de un tamaño que debía ser similar al de un teléfono de campaña. Se lo guardó en el bolsillo.
Vació el maletín, colocando a un lado el material esterilizado y puso sobre la estantería lo que no había sido usado.
Regresó a la sala de estar
—Bajo al río a bañarme —le informó a Jane—. Estoy demasiado sucio para acostarme.
Ella le dirigió la sonrisa soñadora y feliz que tantas veces se pintaba en su rostro cuando estaba alimentando a Chantal.
—No tardes —le comentó.
El salió.
El pueblo por fin se estaba entregando al sueño. En algunas pocas casas todavía ardía la luz de las lámparas y desde una ventana Jean-Pierre oyó el amargo llanto de una mujer, aunque casi todos los demás hogares estaban silenciosos y oscuros. Al pasar junto a la última casa del pueblo oyó una voz de mujer que se alzaba en un lamentable canto de dolor y de soledad, y por un instante lo agobió el peso de las muertes que él había provocado, pero en seguida alejó la idea de su mente.
Siguió un sendero pedregoso entre dos campos sembrados de cebada, sin dejar de mirar constantemente a su alrededor y de escuchar con cuidado: los hombres del pueblo en ese momento debían de estar trabajando. En uno de los sembrados oyó el siseo de la guadaña, y en una angosta terraza alcanzó a divisar a dos hombres sembrando a la luz de una lámpara. No les habló.
Llegó al río, lo cruzó y trepó al risco de la orilla opuesta por un sendero serpenteante. Sabía que se encontraba perfectamente a salvo y, sin embargo, a medida que iba siguiendo en la penumbra por el estrecho sendero se sentía cada vez más tenso.
Al cabo de diez minutos de caminata, alcanzó el punto alto que buscaba. Sacó la radio de su bolsillo y extendió la antena telescópica. Era el último y más sofisticado modelo de transmisor pequeño que poseía la K.G.B., pero aún así allí el terreno era tan poco propicio para las radiotransmisiones que los rusos habían construido una estación receptora especial en lo alto de una colina, justo dentro de los límites del territorio que ellos controlaban, para poder recibir sus señales y hacerlas llegar a destino.
Oprimió el botón para comunicarse y habló en inglés y en clave.
—Habla Simplex. Adelante, por favor.
Esperó y volvió a llamar.
Después del tercer intento recibió una respuesta llena de interferencias.
—Aquí Butíer. Adelante, Simplex.
—Tu fiesta fue todo un éxito.
—Repito: La fiesta fue todo un éxito —fue la respuesta.
—Asistieron veintiún invitados y más tarde llegó otro.
—Repito: Asistieron veintiún invitados y más tarde llegó otro.
—En preparación para la próxima necesito tres camellos.
En clave eso significaba: Nos encontraremos dentro de tres días a partir de hoy.
—Repito: Necesitas tres camellos.
—Te veré en la mezquita.
Eso también estaba en clave: la mezquita era un sitio a algunos kilómetros de distancia donde se encontraban tres valles.
—Repito: En la mezquita.
—Hoy es domingo.
Eso no estaba en clave: era una simple precaución por si el individuo que anotaba el mensaje no se diera cuenta de que ya había pasado la medianoche. En ese caso el contacto de Jean-Pierre llegaría a la reunión con un día de anticipación.
—Repito: Hoy es domingo.
—Cambio y cierro.
Jean-Pierre volvió a plegar la antena y se puso la radio en el bolsillo. Después bajó del risco y se dirigió al río.
Se desvistió con rapidez. Del bolsillo de su camisa sacó un cepillo de uñas y una pequeña pastilla de jabón. El jabón escaseaba, pero él, como Médico, tenía prioridad.
Se metió cautelosamente en el río de los Cinco Leones, se arrodilló en el agua y se echó por encima el agua helada. Se enjabonó el cuerpo y el cabello, después tomó el cepillo y empezó a restregarse las piernas, el vientre, el pecho, la cara, los brazos y las manos. Se dedicó especialmente a sus manos, que enjabonó una y otra vez. Arrodillado en las sombras, desnudo y temblando de frío bajo las estrellas, se frotó y se frotó como si le resultara imposible detenerse.