El río descendía de la línea de hielo, frío y claro y siempre impetuoso, y llenaba el valle con su estruendo mientras burbujeaba a lo largo de las hondonadas y pasaba a toda velocidad por los trigales en su carrera hacia las tierras bajas. Durante casi un año, ese sonido había estado constantemente en los oídos de Jane: a veces resonaba con fuerza, cuando ella iba a bañarse o cuando recorría los senderos serpenteantes que llevaban de un pueblo a otro, y otras veces era suave, como ahora, cuando se encontraba en lo alto de los cerros y el río de los Cinco Leones no era más que un destello y un murmullo en la distancia. Pensó que cuando le llegara el momento de abandonar el valle, el silencio le pondría los nervios de punta, como les sucedía a los habitantes de la ciudad que salían a veranear al campo y que no podían dormir por exceso de silencio. Al escuchar con atención oyó algo más y comprendió que ese nuevo sonido le había hecho tomar conciencia del anterior. Alzándose sobre el coro del río llegaba el tono de barítono de un avión.
Jane abrió los ojos. Era un Antonov, el lento y rapaz avión de reconocimiento cuyo incesante gruñir constituía el heraldo habitual de aviones a reacción más rápidos y ruidosos en una incursión de bombardeo. Jane se sentó y miró ansiosamente el valle.
Se encontraba en su refugio secreto, una cornisa ancha y chata a mitad de camino de la cima de un risco. Sobre su cabeza, las rocosas salientes la ocultaban de la vista de todos sin bloquearle el sol, y salvo que se tratara de un alpinista, disuadirían a cualquiera de intentar descender. Debajo, el camino a su refugio era inclinado, rocoso y desnudo de toda vegetación: nadie podía trepar hasta allí sin ser oído o visto por Jane. De todos modos no existía ningún motivo para que alguien quisiera llegar hasta allí. Jane encontró el lugar sólo porque se alejó del sendero y se perdió. El hecho de que fuese un sitio privado era importante, porque iba allí para tomar el sol, y los afganos eran tan modestos como monjas: si la llegaban a ver desnuda la lincharían.
A su derecha, la ladera polvorienta descendía abruptamente. A sus pies, donde el terreno era más llano cerca del río, se encontraba el pueblo de Banda, cincuenta o sesenta casas que pendían de un terreno desigual y rocoso, el cual era imposible sembrar. Las casas estaban construidas en piedra gris y ladrillos de adobe, y sus techos eran planos. junto a la pequeña mezquita de madera había un grupito de casas derruidas: un par de meses antes uno de los bombarderos rusos les había arrojado una bomba directamente en el blanco. Jane alcanzaba a ver el pueblo claramente, aunque se encontraba a veinte minutos de camino. Observó los techos, los patios rodeados de muros y los senderos de tierra, para ver si por allí andaba algún niño, pero afortunadamente no vio ninguno: bajo el caluroso cielo azul, Banda se encontraba desierta.
A su izquierda, el valle se ensanchaba. Las pequeñas praderas rocosas estaban marcadas con cráteres de bombas, y en las laderas inferiores de las montañas se habían desmoronado varias de las antiquísimas paredes.
El trigo estaba maduro, pero nadie lo cosechaba.
Más allá de los campos, al pie del risco que formaba el extremo más lejano del valle, corría el río de los Cinco Leones: profundo en algunos sitios, pero caudaloso en otros; por momentos ancho y por momentos angosto, pero siempre de corriente rápida y lecho rocoso. Jane lo escudriñó en toda su extensión. No vio mujeres bañándose ni lavando ropa, ni chiquillos en la orilla, ni hombres vadeándolo con caballos o con mulas.
Jane consideró la posibilidad de vestirse, abandonar el refugio y trepar más alto, hasta las grutas de la ladera. Allí se encontraban los habitantes del pueblo. Los hombres dormían después de haber trabajado toda la noche en sus campos; las mujeres cocinaban e intentaban impedir que los niños deambularan por los alrededores; las vacas estaban encerradas en los corrales, las cabras, atadas, y los perros peleando por desperdicios de comida. Probablemente ella se encontraba completamente a salvo allí, pues los rusos bombardeaban los pueblos, no las colinas desnudas; pero siempre existía la posibilidad de que fuese alcanzada por alguna bomba perdida y una gruta la protegería de todo peligro, con excepción de un ataque directo.
Antes de que se hubiera decidido, oyó el rugir de los reactores. Entrecerró los ojos y miró hacia el sol tratando de divisarlos. El ruido atronó el valle cuando pasaron sobre ella rumbo al nordeste, volando alto pero descendiendo, uno, dos, tres, cuatro asesinos plateados, el máximo ingenio del hombre utilizado para mutilar campesinos analfabetos, destruir casas de adobe y retornar a sus bases a mil kilómetros por hora.
En un minuto desaparecieron. Banda se había salvado, por lo menos por ese día. Jane se relajó lentamente. Los reactores la aterrorizaban. El verano anterior Banda se había librado de ser bombardeada y durante el invierno todo el valle gozó de un respiro; pero los bombardeos comenzaron con saña esa primavera y Banda fue blanco de varios ataques, uno de ellos justo en el centro del pueblo. Desde entonces, Jane odiaba los reactores.
El coraje de sus habitantes era sorprendente. Cada familia había organizado un segundo hogar en lo alto de las cavernas y todas las mañanas trepaban la montaña para pasar el día allí, y regresaban al crepúsculo, porque de noche no se producían bombardeos. Ya que era poco seguro trabajar en los campos durante el día, los hombres lo hacían por la noche, o más bien los que lo hacían eran los más viejos, porque los jóvenes se encontraban ausentes todo el tiempo, luchando contra los rusos en el extremo sudeste del valle y aún más allá. Ese verano los bombardeos habían sido más intensos que nunca en todas las zonas rebeldes de acuerdo a lo que los guerrilleros comentaron a Jean-Pierre. Si los afganos de todo el país se parecían a los del valle, eran perfectamente capaces de adaptarse y sobrevivir: ellos salvaban algunas preciadas posesiones de entre los escombros de las casas bombardeadas, volvían a sembrar incansablemente las huertas arruinadas, curaban a los heridos y enterraban a los muertos y enviaban adolescentes cada vez más jóvenes a unirse a los líderes de la guerrilla. Jane estaba convencida de que los rusos jamás lograrían vencer a ese pueblo, a menos que convirtieran todo el país en un desierto radiactivo.
En cuanto a la posibilidad de que los rebeldes consiguieran vencer a los rusos, ésa era otra cuestión. Eran bravos e indomables, y controlaban el interior del país, pero las tribus rivales se odiaban unas a otras casi tanto como odiaban a los invasores, y sus rifles eran inútiles contra los bombarderos a reacción y los helicópteros blindados.
Jane hizo un esfuerzo para no pensar en la guerra. Era la hora más calurosa del día, la hora de la siesta, cuando le gustaba estar sola y relajarse. Metió la mano en una bolsa de piel de cabra llena de manteca y empezó a engrasar la piel de su enorme vientre, preguntándose cómo habría sido tan tonta como para quedar embarazada en Afganistán.
Llegó con un abastecimiento de píldoras anticonceptivas para dos años, un diafragma y un cartón entero de gelatina espermaticida; y, sin embargo, a las pocas semanas se olvidó de recomenzar a tomar las píldoras después de la menstruación y luego, varias veces, olvidó ponerse el diafragma.
—¿Cómo pudiste cometer semejante error? —preguntó Jean-Pierre indignado, y ella no supo qué contestarle.
Pero ahora, acostada al sol, feliz de saberse embarazada, con hermosos pechos hinchados y un permanente dolor de espalda, comprendía que el suyo había sido un error deliberado, una especie de trampa tendida por su inconsciente. Deseaba tener un bebé, y sabía que Jean-Pierre no, así que inició su embarazo accidentalmente.
¿Por qué tendría tanta necesidad de tener un hijo?, se preguntó para sus adentros, y en el acto surgió la respuesta: Porque se sentía muy sola.
—¿Será cierto eso? —dijo en voz alta.
Sería una ironía. Nunca se sintió sola en París donde vivía independientemente, haciendo las compras para una sola persona y conversando con su imagen reflejada en el espejo; pero ahora, casada, cuando pasaba todas las noches con su marido, además de trabajar a su lado casi todo el día, comenzó a sentirse aislada, atemorizada y sola.
Se casaron en París, justo antes de emprender el viaje a Afganistán. De alguna manera parecía parte natural de la aventura, otro desafío, otro riesgo, otra emoción. Todo el mundo comentó lo felices, hermosos y valientes que eran y lo enamorados que estaban, y era cierto.
Sin duda, ella esperaba demasiado. Supuso que el amor y la intimidad entre ella y Jean-Pierre serían cada vez mayores. Creyó que se enteraría de quién había sido el amor adolescente de su marido, y cuáles eran las cosas a las que él realmente temía, y si era cierto que después de orinar los hombres se sacudían el pene para secarlo. Ella a su vez le contaría que su padre había sido un alcohólico, que su fantasía habitual era la de ser violada por un negro y que a veces, cuando se encontraba ansiosa, se chupaba el pulgar. Pero por lo visto Jean-Pierre creía que después de casados la relación entre ambos debía continuar siendo la misma de antes. La trataba con cortesía, la hacía reír cuando estaba en vena, caía indefenso en sus brazos cuando estaba deprimido, le hablaba de política y de la guerra, le hacía el amor expertamente una vez por semana con su cuerpo delgado y sus manos fuertes y sensibles de cirujano y, en todo sentido, se comportaba más como un amigo que como un marido. Ella todavía se sentía imposibilitada de contarle detalles tontos y aparentemente poco importantes de su vida, como el hecho de que los turbantes le hicieran parecer más larga la nariz y lo furiosa que seguía estando porque una vez le dieran una paliza por volcar tinta roja en la alfombra de la sala de su casa cuando en realidad lo había hecho su hermana Pauline. Se moría de ganas de poder preguntarle a alguien: ¿Es así como debería ser el matrimonio o irá mejorando con el tiempo? Pero sus amigos y su familia estaban muy lejos y las mujeres afganas hubiesen considerado que sus expectativas eran ultrajantes. Resistió a la tentación de enfrentar a Jean-Pierre con su desilusión, en parte porque sus quejas eran demasiado vagas e imprecisas, y en parte porque la atemorizaba pensar en lo que él podía llegar a contestarle.
Pensando retrospectivamente, comprendía que la idea de tener un hijo le rondaba desde mucho antes, desde la época en que salía con Ellis Thaler. En ese año voló de París a Londres para asistir al bautismo del tercer hijo de su hermana Pauline, algo que normalmente no hubiera hecho, porque le desagradaban reuniones familiares formales. También empezó a trabajar como niñera para una pareja que vivía en el mismo edificio que ella, un anticuario histérico y su aristocrática esposa, y gozaba más que nunca cada vez que el bebé lloraba y se veía obligada a cogerlo en brazos para consolarlo.
Y después, aquí, en el valle, donde su deber consistía en alentar a las mujeres a espaciar sus hijos para poder criarlos mejor y más sanos, se descubrió compartiendo la alegría con que era recibido cada nuevo embarazo, aún en los hogares más pobres y apiñados. Por lo tanto, la soledad y su instinto maternal conspiraron contra el sentido común.
¿Hubo algún momento —aunque fuese un instante pasajero— en que se dio cuenta de que su inconsciente intentaba que ella quedara embarazada? ¿Pensó alguna vez que podría tener un hijo justo en el instante en que Jean-Pierre la penetraba, entrando lenta y graciosamente en su cuerpo como entra un barco a puerto, mientras ella se abrazaba a él con fuerza; o en ese segundo de vacilación, justo antes de que él llegara al clímax, cuando cerraba los ojos con fuerza y parecía alejarse de ella para zambullirse en sí mismo, como una nave espacial que cae en el corazón del sol; o después, cuando, feliz, ella se iba quedando dormida con la cálida semilla de su marido dentro de sí?
—¿Me di cuenta? —preguntó en voz alta.
Pero el hecho de pensar en hacer el amor la había excitado y empezó a acariciar lujuriosamente su cuerpo con sus manos untadas de manteca, y olvidó los interrogantes permitiendo que su mente se llenara de vagas y turbulentas imágenes de pasión.
El rugido de los reactores la obligó a volver a la realidad. Clavó la vista, atemorizada, en otros cuatro bombarderos que desaparecieron después de recorrer el valle. Cuando cesó el ruido, empezó a acariciarse nuevamente, pero le habían estropeado el estado de ánimo. Permaneció inmóvil tendida al sol, pensando en su bebé.
Jean-Pierre reaccionó ante su embarazo como si hubiese sido algo premeditado. Estaba tan furioso que quiso practicarle un aborto personalmente, en el acto. A Jane la actitud de su marido le pareció espantosamente macabra y repentinamente lo convirtió en un extraño para ella. Pero lo más difícil de tolerar era la sensación de haber sido rechazada. El pensamiento de que su marido no deseaba a su bebé la desoló. Y él empeoró la situación al negarse a tocarla. Ella jamás se sintió tan desgraciada. Por primera vez comprendía por qué a veces la gente intentaba suicidarse. Lo peor era la falta de contacto físico, lo necesitaba tanto que genuinamente deseaba que Jean-Pierre por lo menos la castigara, le pegara, en vez de rechazarla. Ahora, cada vez que recordaba esos días, aún se enfurecía con su marido, aunque supiera que ella había sido la causante del problema.
Entonces, una mañana, él la abrazó y se disculpó por su comportamiento, y aunque parte de su ser quería decirle ¡No basta con que te arrepientas, cretino!, el resto de su persona tenía una necesidad de amor tan desesperada que lo perdonó de inmediato. El le explicó que tenía miedo de perderla y que si le añadía que era la madre de su hijo, su terror sería muchísimo mayor, pues correría el riesgo de perderlos a ambos. Esa confesión la conmovió hasta las lágrimas y comprendió que al quedar embarazada había adquirido su máximo compromiso frente a Jean-Píerre, y decidió que, sucediera lo que sucediese, lograría que el matrimonio de ambos fuese un éxito.
Después de eso, él la trató con más cariño. Se interesó en los progresos de su embarazo y se preocupó ansiosamente por su salud y seguridad, tal como se supone que debe suceder con los futuros padres. Su matrimonio tal vez fuera una unión imperfecta, pero sería feliz, pensaba Jane, e imaginaba un futuro esplendoroso en el que Jean-Pierre sería ministro de Sanidad de Francia en un gobierno socialista; ella, integrante del Parlamento Europeo, y tendrían tres brillantes hijos, uno estudiando en la Sorbona, uno en la Escuela de Economía de Londres y otro en la Escuela de Bellas Artes de Nueva York.
En esa fantasía, la mayor y más brillante de sus hijos sería una niña. Jane se tocó el vientre, apretándolo suavemente con la punta de los dedos para sentir la forma del bebé: según Rabia Gul, la anciana partera del pueblo, sería una niña porque se la percibía más en el lado izquierdo, mientras que los varones, crecían más en el derecho. A partir de esa convicción Rabia le prescribió una dieta a base de verduras, especialmente pimientos verdes. En el caso de un varón, le habría recomendado que comiera abundante carne y pescado. En Afganistán los varones eran mejor alimentados, aún antes de nacer.
Los pensamientos de Jane fueron interrumpidos por una fuerte explosión. Durante un momento permaneció confusa, asociando la explosión con los reactores que minutos antes habían sobrevolado el lugar rumbo a algún otro pueblo al que irían a bombardear; entonces oyó, muy cerca, el aullido agudo y continuo de una criatura que gritaba de dolor y de pánico.
Comprendió instantáneamente lo sucedido. Utilizando tácticas que habían aprendido en Vietnam de los norteamericanos, los rusos habían minado los alrededores de los pueblos. La meta ostensible era bloquear las líneas de abastecimiento de los guerrilleros; pero dado que las líneas de abastecimiento de los guerrilleros eran los senderos de montaña utilizados diariamente por ancianos, mujeres, niños y animales, el verdadero propósito de las minas era sembrar el terror. y ese aullido significaba que una criatura había hecho estallar una mina.
Jane se levantó de un salto. Los gritos parecían proceder de algún lugar cercano a la casa del mullah[1], que quedaba aproximadamente a ochocientos metros del pueblo, sobre el sendero que descendía de la montaña. Jane alcanzaba a verlo, a su izquierda y un poco por debajo del lugar donde ella se encontraba. Se puso los zapatos, se apoderó de su ropa y corrió hacia allí. Finalizó el primer aullido prolongado y se convirtió en una serie de gritos cortos y aterrorizados: Jane tuvo la sensación de que en ese momento la criatura había visto los daños que la explosión causó a su cuerpo y estaba aullando de miedo. Mientras corría por entre los arbustos, se dio cuenta de que ella misma había sido presa del pánico, tan perentoria era la llamada de auxilio de ese chiquillo angustiado. Cálmate, se dijo sin aliento. Si llegaba a tener una mala caída habría dos personas con problemas y nadie por los alrededores para ayudarlos; y de todos modos, para un niño atemorizado nada es peor que el miedo de un adulto.
Ya estaba cerca. La criatura debía de estar oculta entre los arbustos, porque todos los senderos eran cuidadosamente revisados por los hombres cada vez que los rusos los minaban, aunque era imposible barrer toda la ladera de la montaña.
Se detuvo para escuchar. jadeaba con tanta fuerza que tuvo que contener el aliento. Los aullidos salían de una mata de juncos olorosos y de enebros. Se abrió paso por entre el follaje y alcanzó a distinguir parte de una chaqueta azul brillante. La criatura debía de ser Mousa, el hijo de nueve años de Mohammed Khan, uno de los jefes guerrilleros. Instantes después, Jane se encontraba a su lado.
El chico estaba arrodillado en el suelo polvoriento. Evidentemente trató de levantar la mina, porque el artefacto le había volado la mano y ahora el pequeño miraba con ojos desorbitados el muñón sanguinolento y aullaba de dolor.
Durante el último año Jane había visto muchas heridas, pero ésa la conmovió.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Pobre criatura!
Se arrodilló junto a él y lo abrazó mientras murmuraba palabras tranquilizadoras. Después de algunos instantes, el chico dejó de gritar. Ella tuvo la esperanza de que empezara a llorar, pero estaba demasiado asustado y permaneció en silencio. Mientras lo abrazaba, Jane buscó la arteria debajo del brazo y la apretó para detener la hemorragia.
Iba a necesitar que Mousa la ayudara. Tenía que hacerlo hablar.
—¿Mousa, qué pasó? —le preguntó en dari.
El no contestó. Se lo volvió a preguntar.
—Creí, —Al recordar abrió desmesuradamente los ojos y su voz se elevó hasta convertirse en un grito—. ¡Creí que era una Pelota!
—¡Tranquilo! ¡Tranquilo! —murmuró ella—. Dime lo que hiciste.
—¡La Levanté! ¡La Levanté!
Ella lo abrazó aún con más fuerza, tratando de tranquilizarlo.
—¿Y qué sucedió?
Le contestó con voz temblorosa, pero ya sin histeria.
—Estalló —dijo.
Se iba calmando con rapidez.
Ella le tomó la mano derecha y se la colocó debajo del brazo izquierdo.
—Aprieta donde yo te estoy apretando —indicó. Le guió la punta de los dedos hasta el lugar indicado y después retiró los suyos. La sangre empezó a manar nuevamente de la herida—. Aprieta con fuerza —insistió.
El la obedeció. La hemorragia se detuvo. Ella le besó la frente. Estaba húmeda y fría.
Jane había dejado caer su ropa al suelo, junto a Mousa. Usaba lo mismo que las afganas: un vestido en forma de saco sobre pantalones de algodón. Tomó el vestido y desgarró el tejido en varias tiras, con las que hizo un torniquete. Mousa la observaba, silencioso y con los ojos muy abiertos. Arrancó la rama seca de un arbusto de enebro y la utilizó para apretar el torniquete.
Ahora el pequeño necesitaba un vendaje, un sedante, un antibiótico para impedir las infecciones, y a su madre para prevenir el trauma.
Jane se puso los pantalones y sujetó su cinturón. Deseó no haber sido tan impulsiva al desgarrar su vestido y haber preservado lo necesario para cubrirse el pecho. Ahora lo único que le quedaba era la esperanza de no toparse con ningún hombre en su camino hacia las grutas.
¿Y cómo lograría llevar a Mousa hasta allí? No deseaba hacerlo caminar. Tampoco podía llevarlo cargado sobre su espalda, porque el chico no podía sostenerse. Suspiró: no le quedaba más remedio que llevarlo en brazos. Se inclinó, le rodeó los hombros con un brazo mientras le rodeaba con el otro los muslos y lo alzó, levantándolo con las rodillas más que con la espalda, como le habían enseñado en sus clases de gimnasia feminista. Atrajo el cuerpo del chiquillo hacia su pecho, le apoyó la espalda contra su vientre hinchado y empezó a trepar lentamente la colina. Lo logró solamente porque se trataba de un niño mal alimentado: un niño europeo de nueve años le hubiese resultado demasiado pesado.
Salió pronto de los arbustos y encontró el sendero. Pero después de recorrer un corto trecho se sintió extenuada. Durante las últimas semanas notó que se cansaba con facilidad, cosa que la enfurecía, pero aprendió a no luchar contra la realidad. Depositó a Mousa en el suelo y permaneció a su lado, abrazándolo con suavidad mientras ella descansaba apoyada contra la pared del risco que corría a uno de los lados del sendero. El había caído en un silencio gélido que ella encontraba más preocupante que sus gritos. En cuanto se sintió mejor volvió a cogerlo en brazos y reinició la marcha.
Quince minutos después, estaba descansando cerca de la cima de la colina cuando apareció un hombre por el sendero. Jane lo reconoció.
—¡Oh, no! —exclamó en inglés—. ¡Tenía que ser justamente Abdullah!
Era un individuo de corta estatura, de alrededor de cincuenta y cinco años y bastante regordete a pesar de la falta de alimentos. junto con su turbante marrón y sus amplios pantalones negros, usaba un suéter y una chaqueta cruzada a rayas que tenía todo el aspecto de haber sido usada anteriormente por algún corredor de la bolsa londinense. Su lujuriosa barba estaba teñida de rojo: era el mullah de Banda.
Abdullah desconfiaba de los extranjeros, despreciaba a las mujeres y odiaba a todos los que practicaban medicina extranjera. Jane, que reunía las tres condiciones, nunca tuvo la menor posibilidad de ganar su afecto. Y para empeorar las cosas, muchos de los habitantes del valle habían comprendido que era más efectivo para luchar contra las inyecciones tomar los antibióticos de Jane que inhalar el humo de un trozo de papel en el que Abdullah había escrito algunas palabras, y por lo tanto, el mullah perdía dinero. Su reacción fue referirse a Jane como la puta occidental, pero le resultaba difícil hacer algo más puesto que tanto Jean-Pierre como Jane gozaban de la protección del líder guerrillero Ahmed Shah Masud, y hasta un mullah vacilaba en ponerse en contra de un héroe tan destacado.
Al verla se detuvo secamente con una expresión de absoluta incredulidad que transformaba su rostro normalmente solemne en una máscara cómica. Era la última persona en el mundo con quien Jane debía haberse cruzado. Cualquiera de los otros hombres del pueblo se hubiera sentido avergonzado y tal vez ofendido al verla medio desnuda, pero Abdullah montaría en cólera.
Jane decidió afrontar la situación en seguida.
—La paz sea contigo —le dijo en dari. Este era el principio de un formal intercambio de saludos que a veces podía llegar a durar cinco o diez minutos. Pero Abdullah no le contestó con el habitual Y contigo. En lugar de ello abrió la boca y comenzó a lanzarle una serie de improperios en los que incluía palabras dari que significaban prostituta, pervertida y seductora de menores. Con el rostro rojo de furia se le acercó y alzó su bastón.
Eso ya era demasiado. Jane señaló a Mousa que permanecía silencioso a su lado, marcado por el dolor y débil por la pérdida de sangre.
—¡Mira! —le gritó a Abdullah—. ¿Que no lo ves?
Pero él estaba enceguecido por la furia. Antes de que ella pudiera terminar de hablar, le pegó en la cabeza con su bastón. Jane lanzó un grito de dolor y de enojo: le sorprendió el dolor provocado por el golpe y la enfureció que él le hiciera eso.
Abdullah seguía sin observar la herida de Mousa. Tenía los ojos clavados en el pecho de Jane y como en un relámpago ella comprendió que el hecho de que él viera a plena luz del día el pecho desnudo de una mujer occidental, blanca y embarazada, era una vista tan cargada de distintas ansiedades sexuales, que era lógico que hubiese perdido la cabeza. No tenía intenciones de castigarla con un golpe o dos, como podría haber castigado la desobediencia de su mujer. En su corazón ardía el deseo del asesinato.
De repente, Jane sintió pánico por sí misma, por Mousa y por su hijo. Retrocedió tambaleándose para alejarse de él, pero Abdullah se le acercó y volvió a levantar el bastón. De repente, ella tuvo una idea. Se abalanzó hacia él y le metió los dedos en los ojos.
El rugió como un toro herido. No lo había lastimado, pero le indignaba que una mujer a la que estaba castigando tuviera la temeridad de responder a sus golpes. Mientras él permanecía enceguecido, Jane le aferró la barba con ambas manos y tiró. El dio un paso adelante, tropezó y cayó. Rodó algunos metros por la ladera de la montaña y fue a detenerse contra un sauce enano.
¡Oh, Dios! ¿Qué he hecho?, pensó Jane.
Al ver la humillación de ese sacerdote pomposo y malevolente, Jane supo que jamás le perdonaría lo que acababa de hacer. El podía quejarse a los barbablancas, los ancianos del pueblo. Podía presentarse ante Masud y exigir que los médicos extranjeros regresaran a su país. Hasta podía llegar a convencer a los hombres de Banda que debían lapidarla. Pero en cuanto se le ocurrieron esas posibilidades, Jane comprendió también que para llevar a cabo una queja como ésa, Abdullah se vería obligado a contar su historia con todos los detalles ignominiosos, y los habitantes del pueblo no cesarían jamás de ridiculizarlo: los afganos no se destacaban por su bondad. Así que a lo mejor la cosa no sería tan grave.
Se volvió. Tenía algo más importante de qué ocuparse. Mousa seguía de pie donde ella lo había dejado, silencioso e inexpresivo, demasiado asustado para comprender lo que sucedía ante sus ojos. Jane respiró profundamente, lo alzó y siguió caminando.
Después de unos pocos pasos llegó a la cima de la colina y pudo caminar con mayor rapidez a medida que el terreno se hacía más llano. Cruzó la altiplanicie rocosa. Estaba cansada y le dolía la espalda, pero ya casi había llegado: las cavernas estaban justo debajo de donde ella se encontraba. Llegó al extremo opuesto de la planicie y, al empezar a descender, oyó voces infantiles. Instantes después vio un grupo de niños de aproximadamente seis años que jugaban al Cielo y el Infierno. Este juego consistía en sostenerse los dedos de los pies mientras otros dos chicos lo transportaban a uno al cielo, si con no soltar los dedos, o al infierno, que por lo general era un pozo de basura o una letrina, si llegaba a soltar los dedos. Comprendió que Mousa jamás volvería a jugar a eso y de repente la sobrecogió una sensación de tragedia. En ese momento los chicos notaron su presencia, y mientras pasaba dejaron de jugar para mirarla fijo. Uno de ellos susurró: ¡Mousa! Otro repitió el nombre y de repente se olvidaron del juego y todos corrieron delante de Jane, gritando la noticia.
El escondite de las horas del día de los habitantes de Banda parecía el campamento de una tribu de nómadas del desierto: el suelo polvoriento, el sol abrasador de mediodía, los restos de fogatas sobre las que se había cocinado, las mujeres con capucha, los niños mugrientos. Jane cruzó el pequeño cuadrado de terreno nivelado que había frente a las cavernas. Las mujeres ya se estaban reuniendo frente a la caverna más amplia, que Jane y Jean-Pierre utilizaban como clínica. Jean-Pierre, al oír la conmoción, salió. Agradecida, Jane le entregó a Mousa y le habló en francés.
—Fue una mina. Ha perdido la mano. Dame tu camisa.
Jean-Pierre llevó a Mousa al interior de la caverna y lo depositó sobre la alfombra que usaba como camilla para examinar a sus pacientes. Antes de atender a la criatura, se arrancó la camisa caqui y se la entregó a Jane. Ella se la puso de inmediato.
Se sentía un poco mareada. Consideró la posibilidad de sentarse a descansar en la fresca parte trasera de la caverna, pero después de dar un par de pasos en esa dirección cambió de idea y se sentó inmediatamente.
—Alcánzame algunas gasas —pidió Jean-Pierre.
Ella lo ignoró. Halima, la madre de Mousa, entró corriendo en la cueva y, al ver a su hijo, empezó a gritar. Yo debería ayudarla, para que pueda consolar a su hijo –pensó Jane—, ¿por qué será que no me puedo levantar? Creo que cerraré los ojos. Aunque sólo sea un instante.
Al caer la noche, Jane supo que se le acercaba la hora del parto.
Al volver en sí después de desmayarse en la caverna, sentía lo que supuso era un dolor de espalda, provocado sin duda por haber alzado a Mousa. Jean-Pierre coincidió con su diagnóstico, le dio una aspirina y le aconsejó que siguiera acostada y sin moverse. Rabia, la partera, entró en la caverna a ver a Mousa y le dirigió a Jane una mirada dura, pero en ese momento ella no comprendió su significado. Jean-Pierre limpió y vendó el muñón de Mousa, le dio penicilina y una inyección antitetánica. La criatura no moriría por causa de una infección, como casi seguramente le hubiera sucedido de no contar con remedios occidentales, pero de todos modos Jane se preguntó si su vida sería digna de ser vivida: allí la supervivencia era difícil aún para los más fuertes y sanos, y los chicos inválidos generalmente morían jóvenes.
A última hora de la tarde Jean-Pierre se preparó para partir. Al día siguiente tenía que atender pacientes en un pueblo a varios kilómetros de distancia y, por algún motivo que Jane nunca llegó a entender del todo, jamás faltaba a esos compromisos aunque supiera de memoria que ningún afgano se sorprendería al verlo llegar un día y aún una semana después de lo previsto.
Cuando se despidió de Jane con un beso, ella empezaba a preguntarse si su dolor de espalda no sería el principio de los dolores del parto, adelantado por los esfuerzos que hizo para llegar hasta allí con Mousa, pero como hasta entonces nunca había tenido un hijo, no lo supo discernir y le pareció poco probable. Se lo preguntó a Jean-Pierre.
—No te preocupes —contestó él, sin darle importancia—. Todavía te faltan por lo menos seis semanas.
Ella le preguntó si no sería más prudente que se quedara, por precaución, pero él repitió que le parecía completamente innecesario, y Jane sintió que se estaba comportando como una tonta: así que permitió que él partiera con una yegua cargada con su equipo médico y la esperanza de llegar a destino antes de que oscureciera, para poder iniciar su trabajo a la mañana siguiente, a primera hora.
Cuando el sol comenzó a ocultarse detrás del risco occidental y el valle se cubrió de sombras, Jane bajó con las mujeres y niños hacia el pueblo en penumbras y los hombres se dirigieron al campo a cosechar mientras los bombarderos dormían.
La casa donde vivían Jane y Jean-Pierre pertenecía en realidad al tendero de Banda, quien abandonando toda esperanza de ganar dinero en tiempos de guerra —prácticamente no había qué vender— había partido, con su familia, rumbo a Paquistán. La habitación delantera, que antiguamente era la tienda, fue en un comienzo la clínica de Jean-Pierre, hasta que la intensidad de los bombardeos del verano obligó a los habitantes del pueblo a refugiarse en las cavernas durante el día. La casa tenía dos habitaciones traseras: una destinada a los hombres y sus huéspedes y la otra a las mujeres y los niños. Jane y Jean-Pierre las utilizaban como dormitorio y sala de estar. A un costado de la casa había un patio protegido por un muro de adobe donde se encontraba el fogón para cocinar y un recipiente para lavar la ropa, los platos y los niños. El tendero había dejado algunos muebles de madera de fabricación casera y los habitantes del pueblo le habían prestado a Jane varias hermosas alfombras para cubrir el suelo. Jane y Jean-Pierre dormían sobre un colchón, igual que los afganos, pero usaban sacos de dormir en lugar de mantas. Lo mismo que los afganos, durante el día enrollaban el colchón y cuando hacía buen tiempo lo colocaban sobre el techo plano de la casa para que se ventilara. En verano, todo el mundo dormía en los techos de las casas.
La caminata desde la caverna ejerció un efecto peculiar en Jane. Se le acentuó el dolor de espalda y al llegar a su casa se desplomó de dolor y extenuación. Sentía una urgencia desesperada de orinar, pero estaba demasiado cansada para llegar hasta la letrina, así que se puso el orinal que ocultaba detrás de un biombo del dormitorio para utilizarlo en emergencias. En ese momento notó una pequeña mancha de sangre en sus pantalones de algodón.
No tuvo la suficiente energía para trepar por la escalera exterior hasta la azotea para buscar el colchón, así que se tendió sobre una alfombra del dormitorio. El dolor de espalda le llegaba en oleadas. Durante la oleada siguiente se colocó las manos sobre el vientre y percibió que el bulto de su hijo se movía, sobresalía cuando el dolor era más fuerte y se aplanaba cuando cesaba. Ahora no le cabía ninguna duda de que tenía contracciones.
Estaba asustada. Recordó haber hablado sobre partos con su hermana Pauline. Después que ella tuvo su primer hijo, Jane fue a visitarla con una botella de champaña y un poquito de marihuana. Cuando ambas estuvieron totalmente relajadas, Jane le preguntó cómo era realmente un parto.
—Igual que si tuvieras que expulsar un melón —contestó Pauline.
Eso les provocó una sucesión interminable de risitas.
Pero Pauline dio a luz en el Hospital de la Universidad, en pleno corazón de Londres, y no en una casa de adobe en el Valle de los Cinco Leones.
¿Qué voy a hacer? —pensó Jane—. No debo dejarme llevar por el pánico. Debo lavarme con agua caliente y jabón, encontrar una tijera bien afilada y ponerla en agua hirviendo durante quince minutos; buscar sábanas limpias para recostarme sobre ellas; beber líquidos y relajarme.
Antes de que pudiera hacer nada de eso tuvo otra contracción, y ésa realmente le dolió. Cerró los ojos y trató de respirar lenta y profundamente y con regularidad, tal como Jean-Pierre le había indicado, pero le resultaba difícil tener una actitud tan controlada cuando lo único que quería hacer era gritar de dolor y de miedo.
El espasmo la dejó extenuada. Permaneció inmóvil, recobrándose, Comprendió que no podía hacer ninguna de las cosas planeadas: no podría arreglarse sola. En cuanto tuviera suficientes fuerzas se levantaría y se dirigiría a alguna de las vecinas para pedirle que buscara a la partera.
La siguiente contracción llegó antes de lo esperado, después del transcurso de lo que le pareció sólo un minuto o dos. Cuando la tensión llegó a su punto máximo, Jane preguntó en voz alta:
—¿Por qué no nos dirán hasta qué punto duele?
En cuanto sintió un poco de alivio se obligó a levantarse. El terror de dar a luz completamente a solas le infundió las fuerzas necesarias. Pasó vacilante del dormitorio a la sala. A cada paso que daba se sentía un poco más fuerte. Consiguió llegar al patio y entonces, de repente, sintió que le corría un líquido caliente entre los muslos y su pantalón quedó empapado: había roto aguas.
—¡Oh, no! —gimió. Se apoyó contra el marco de la puerta. Ni siquiera sabía si podría caminar unos pocos metros con los pantalones en ese estado. Se sentía humillada—. Debo hacerlo —dijo, pero en ese momento tuvo una nueva contracción y se desplomó en el suelo pensando: No tendré más remedio que arreglármelas sola.
Cuando volvió a abrir los ojos, vio la cara de un hombre cerca de la suya. Tenía todo el aspecto de un sheikh árabe: piel oscura, ojos renegridos y bigote negro. Sus facciones eran aristocráticas: pómulos altos, nariz romana, dientes blancos y una barbilla prominente. Era Mohammed Khan, el padre de Mousa.
—¡Gracias a Dios! —murmuró Jane con voz pastosa.
—Vine a agradecerte el haber salvado la vida de Mousa —explicó Mohammed en dari—. ¿Estás enferma?
—Estoy por dar a luz a mi hijo.
—¿Ahora? — preguntó él sobresaltado.
—En cualquier momento. Ayúdame a entrar en la casa.
El vaciló; el parto, como todo lo que se refería únicamente a mujeres, se consideraba impuro, pero su vacilación fue sólo momentánea. La ayudó a ponerse de pie e hizo que se apoyara en él para llegar a la sala y después al dormitorio. Jane volvió a acostarse sobre la alfombra.
—Busca a alguien que me ayude —le suplicó.
El frunció el entrecejo, sin saber bien qué era lo que debía hacer. Tenía un aspecto muy juvenil y era sumamente encantador.
—¿Dónde está Jean-Pierre? —preguntó.
—Se fue a Khawak. Necesito a Rabia.
—Sí —contestó él—. Enviaré a mi esposa.
—Antes de irte…
—¿Sí?
—Por favor, dame un poco de agua.
El quedó estupefacto y desorientado. No existían antecedentes de que un hombre sirviera a una mujer, ni siquiera un simple vaso de agua.
—De esa jarra especial —agregó Jane.
Tenía siempre a mano una jarra de agua filtrada y hervida para beber: era la única manera de evitar los innumerables parásitos intestinales que atormentaban durante toda la vida a la gente del pueblo.
Mohammed decidió pasar por alto las convenciones.
—Por supuesto —contestó.
Se dirigió a la habitación contigua y a los pocos instantes regresó con un vaso de agua. Jane se lo agradeció y lo bebió.
—Enviaré a Halima a buscar a la partera —dijo él.
Halima era su esposa.
—Gracias –contestó Jane—. Dile que se apresure.
Mohammed salió. Fue una suerte que el que llegó fuese él y no uno de los otros hombres. Los demás se habrían negado a tocar a una mujer enferma, pero Mohammed era distinto. Era uno de los guerrilleros más importantes y en la práctica, el representante local de Masud, el líder rebelde. Mohammed no tenía más que veinticuatro años, pero en ese país eso no era ser demasiado joven para convertirse en líder guerrillero ni para tener un hijo de nueve. Había cursado sus estudios en Kabul, hablaba un poco de francés y sabía que las costumbres del valle no eran las únicas formas de comportamiento del mundo. Su principal responsabilidad consistía en organizar las caravanas que iban y volvían de Pakistán con sus vitales abastecimientos de armas y municiones para los rebeldes. En una de esas caravanas llegaron Jane y Jean-Pierre al valle.
Mientras esperaba la siguiente contracción, Jane recordó ese espantoso viaje. Ella creía ser una persona razonable, activa y fuerte, capaz de caminar todo el día; pero no entraba en sus cálculos la falta de alimentos, las empinadas escaladas, los senderos rocosos y la diarrea que tanto debilitaba. Durante parte del viaje pudieron moverse sólo durante la noche, por temor a los helicópteros rusos. En algunos pueblos también tuvieron que enfrentarse con gente hostil: temerosos de que la caravana provocara un ataque de los rusos, los habitantes del pueblo se negaban a vender alimentos a los guerrilleros, o se ocultaban detrás de puertas cerradas, o dirigían a los viajeros hacia praderas o huertos a pocos kilómetros de distancia, que describían como el lugar ideal para acampar, y esos lugares no existían.
Debido a los ataques rusos, Mohammed cambiaba constantemente de rutas. En París Jean-Pierre se había agenciado mapas norteamericanos de Afganistán, que eran mucho mejores de los que poseían los rebeldes, así que a menudo Mohammed venía a su casa para estudiarlos antes de enviar un nuevo convoy.
En realidad Mohammed los visitaba más a menudo de lo que era necesario. Además, hablaba con Jane más de lo que generalmente hablaban los afganos con las mujeres, la miraba demasiado a los ojos y observaba demasiado su cuerpo. Jane sospechaba que él estaba enamorado de ella, por lo menos así lo creyó hasta que su embarazo se hizo visible.
Ella, a su vez, se había sentido atraída por él, especialmente en la época en que se sentía infeliz con Jean-Pierre. Mohammed era delgado, moreno, fuerte y poderoso, y por primera vez en su vida Jane se sintió atraída por un macho chauvinista.
Pudo haber tenido una aventura con él. A pesar de ser un devoto musulmán, lo mismo que todos los guerrilleros, ella dudaba de que eso hubiese constituido alguna diferencia. Creía en lo que su padre decía siempre: Las convicciones religiosas pueden frenar un deseo tímido, pero nada puede impedir una pasión genuina. Esa frase en particular, enfurecía a su madre. No, había tantos adúlteros en esa a comunidad puritana de campesinos como en cualquier otra parte. Jane comprobaba esto escuchando los chismes de las mujeres en el río, cuando iban a buscar agua o a bañarse. Jane también sabía cómo lo hacían. Mohammed se lo había comentado.
—Al anochecer se pueden ver los peces saltando fuera del agua debajo de la cascada detrás del último molino —le dijo un día—. Algunas noches yo voy allí para pescarlos.
Al anochecer las mujeres se encontraban todas cocinando y los hombres se sentaban en el patio de la mezquita, conversando o fumando; los amantes no serían descubiertos a tanta distancia del pueblo y nadie hubiese echado de menos a Jane o a Mohammed.
La idea de hacer el amor junto a una cascada con este apuesto y primitivo hombre de tribu tentaba a Jane, pero entonces quedó embarazada y al confesarle Jean-Pierre el miedo que sentía de perderla, ella decidió dedicar todas sus energías a la tarea de lograr que su matrimonio saliera a flote, sucediera lo que sucediese. Así que nunca fue a la cascada, y cuando comenzó a notarse su embarazo Mohammed dejó de mirar su cuerpo, tal vez fue la latente intimidad que existía entre ellos lo que animó a Mohammed a entrar en su casa y ayudarla, cuando otros hombres se hubiesen negado y tal vez se hubiesen marchado sin entrar siquiera en la casa. O quizá fuese por lo sucedido con Mousa. Mohammed tenía un solo hijo —y tres hijas— y posiblemente se sintiera tremendamente en deuda con Jane. Hoy he logrado hacerme un amigo y un enemigo, pensó ella: Mohammed y Abdullah.
El dolor recomenzó y ella se dio cuenta de que había gozado de un descanso más largo que lo normal ¿Las contracciones estarían volviéndose irregulares? ¿Por qué? Jean-Pierre no le había dicho nada acerca de eso. Pero su marido había olvidado gran parte de sus anteriores estudios de ginecología.
Esa contracción fue la peor hasta el momento, y la dejó temblorosa y marcada ¿Qué sucedía con la partera? Mohammed debía haber enviado a su mujer a buscarla: él no iba a olvidarse ni a cambiar de idea. Pero ella, ¿obedecería a su marido? Por supuesto, las afganas siempre obedecían a sus maridos. Pero tal vez caminara lentamente, intercambiando chismes en el camino y hasta era probable que se detuviera en alguna casa a beber una taza de té. Si en el Valle de los Cinco Leones existía el adulterio, también debían de existir los celos, y Halima sin duda sabía, o por lo menos adivinaba, cuáles eran los sentimientos que abrigaba su marido hacia Jane: las esposas siempre lo sabían. Y en ese momento podía provocarle resentimiento que le pidiera que se apresurara en busca de auxilio para su rival, la exótica extranjera, educada y de piel blanca que tanto fascinaba a su marido. De repente Jane se sintió furiosa con Mohammed y también con Halima. No he hecho nada malo —pensó—. ¿Por qué me han abandonado todos? ¿Por qué no está aquí, conmigo, mi marido?
Cuando empezó a tener otra contracción, rompió a llorar. Era demasiado.
—¡No aguanto más! —exclamó en voz alta. Temblaba incontroladamente. Quería morir antes de que el dolor empeorara—. ¡Mamá! ¡Ayúdame, mamá! —sollozó.
De repente sintió que un brazo fuerte le rodeaba los hombros y que una voz de mujer le hablaba al oído, murmurando palabras incomprensibles pero tranquilizadoras en dari. Sin abrir los ojos se aferró a la mujer, sollozando y llorando a medida que las contracciones se volvían intensas. Por fin empezaron a ceder, demasiado lentamente, pero con una sensación definitiva, como si cada una pudiera ser la última, o por lo menos la última dolorosa.
Levantó la mirada y vio los serenos ojos pardos y las mejillas de Rabia, la partera.
—Que Dios sea contigo, Jane Debout.
Jane se sintió aliviada, como si le hubieran sacado de encima un peso insoportable.
—Y contigo, Rabia Gul —susurró agradecida.
—¿Los dolores son muy fuertes?
—Cada minuto o dos.
—El bebé llega antes de tiempo —comentó otra voz de mujer. Jane volvió la cabeza y vio a Zahara Gul, la nuera de Rabia, una muchacha voluptuosa de su misma edad, con el pelo negro ondulado y una boca ancha y risueña. Entre las mujeres del pueblo, Zahara era con la que Jane se sentía más unida.
—Me alegro de que hayas venido —aseguró.
—Has apresurado el parto por trepar la montaña llevando en brazos a Mousa —explicó Rabia.
—¿Eso es todo? —preguntó Jane.
—Es bastante.
Así que no están enteradas de la pelea que tuve con Abdullah —pensó Jane—. El mullah ha decidido no hablar del asunto.
—¿Quieres que lo prepare todo para la llegada del bebé? —preguntó Rabia.
—Sí, por favor.
Sólo Dios sabe la clase de ginecología primitiva que me espera —pensó Jane—. Pero no puedo hacerlo yo sola. Simplemente no puedo.
—¿Te gustaría que Zahara preparara un poco de té? —preguntó Rabia.
—Sí, por favor.
Por lo menos en aquello no había nada de supersticioso.
Las dos mujeres pusieron manos a la obra. El solo hecho de que estuvieran allí hizo que Jane se sintiera mejor. Le pareció agradable que Rabia hubiera pedido permiso para ayudarla: cualquier médico occidental habría entrado como Pedro por su casa y se hubiera posesionado en seguida del caso. Siguiendo el ritual, Rabia se lavó las manos mientras invocaba a los profetas para que le enrojecieran el rostro —lo cual significaba pedir que tuviera éxito—, y después se las volvió a lavar a fondo, con jabón y agua abundante. Zahara entró con un ramo de ruda salvaje y Rabia le prendió fuego. Jane recordó que se creía que los malos espíritus se asustaban ante el olor de la ruda quemada. Se consoló pensando que el humo acre ahuyentaría las moscas.
Rabia era algo más que una simple partera. Ayudar a dar a luz era su tarea, pero también conocía hierbas y tratamientos mágicos principalmente para aumentar la fertilidad de las mujeres que tenían dificultad en quedar embarazadas. También conocía métodos para prevenir la concepción y para producir abortos; aunque ésos tenían mucha menor demanda: las mujeres afganas por lo general deseaban tener cantidad de hijos. A Rabia también se la consultaba sobre cualquier enfermedad de tipo femenino. Y por lo general también le pedían que lavara a los muertos, una tarea que, lo mismo que la de partera, se consideraba impura.
Jane la observó moviéndose por la habitación. Con sus sesenta años, posiblemente fuera la mujer más anciana del pueblo. Era de baja estatura —no debía de medir mucho más de un metro cincuenta— y sumamente delgada, como casi todos los integrantes del pueblo. Su rostro arrugado y de tez oscura estaba rodeado de pelo blanco. Se movía en silencio, pero sus viejas y huesudas manos eran precisas y eficaces.
La relación entre ella y Jane había comenzado en medio de la desconfianza y la hostilidad. Cuando Jane le preguntó a quién recurría cuando se le presentaba un parto difícil, Rabia le contestó de mal modo:
—¡Que el demonio sea sordo y no la oiga! ¡Nunca he asistido a un parto difícil y jamás he perdido a una madre o a su hijo!
Pero después, cuando las mujeres del pueblo empezaron a acudir a Jane con problemas menstruales de poca importancia o con embarazos de rutina, Jane se los enviaba a Rabia en lugar de prescribirles remedios innecesarios, y ése fue el principio de una relación profesional entre ambas. Rabia consultó a Jane sobre una madre reciente que sufría de una infección vaginal. Jane le regaló a Rabia una serie de dosis de penicilina y le explicó la manera de administrarla. El prestigio de Rabia creció inmensamente cuando se supo que se le habían confiado medicamentos occidentales; y Jane pudo decir, sin ofender a nadie, que posiblemente Rabia misma pudo haber causado la infección por su costumbre de lubricar manualmente el canal de nacimiento durante el parto.
A partir de ese momento Rabia empezó a aparecer por la clínica una o dos veces por semana para conversar con Jane y observarla trabajar. Jane aprovechó esas oportunidades para explicarle, con aire de indiferencia, el motivo por el cual se lavaba las manos tan a menudo, por qué hacía hervir todo su instrumental después de usarlo, y por qué insistía en que los bebés con diarrea debían tomar muchos líquidos.
A su vez, Rabia confió a Jane algunos de sus secretos. A Jane le interesaba saber lo que contenían algunas de las pociones que Rabia preparaba y alcanzaba a adivinar por qué daban resultado: los remedios destinados a producir embarazos contenían cerebro de conejos o bazo de gatos, elementos que podían proporcionar hormonas de las que carecía el metabolismo de la paciente; y la menta y la calaminta probablemente ayudaran a curar infecciones que impedían la concepción. Rabia también tenía una poción para que las esposas administraran a sus maridos impotentes, y no existía la menor duda acerca de la forma de actuar de ese remedio: contenía opio.
La desconfianza había cedido su lugar al respeto mutuo, pero Jane no consultó a Rabia con respecto a su propio embarazo. Una cosa era permitir que la mezcla de folklore y brujerías les hiciera efecto a las mujeres afganas, y otra muy distinta, someterse personalmente a ellas.
Además, Jane esperaba que Jean-Pierre actuara como partero cuando ella diera a luz a su hijo. Así que cuando Rabia le preguntó acerca de la posición del bebé y le prescribió una dieta de comida a base de vegetales, augurando que tendría una niña, Jane le explicó con toda claridad que su embarazo iba a ser tratado a la manera occidental. Rabia no pudo evitar una expresión de dolor, pero aceptó la decisión con dignidad. Y ahora Jean-Pierre estaba en Khawak y Rabia a su lado, y Jane se alegraba de poder contar con la ayuda de una anciana que había traído al mundo a cientos de bebés y que personalmente había tenido once hijos.
Hacía un rato que no sentía dolores, pero durante los últimos minutos, mientras observaba a Rabia moverse en silencio por la habitación, Jane empezó a sentir nuevas sensaciones en su abdomen: una clara presión, acompañada por una creciente necesidad de empujar. Esa necesidad se le hizo irresistible y empujó, lanzó un quejido, no porque sintiera dolor sino por el simple esfuerzo de empujar.
Oyó la voz de Rabia como si se encontrara a gran distancia.
—Ya empieza. Eso es bueno.
Después de un rato, su necesidad de empujar desapareció. Zahara le sirvió una taza de té verde. Jane se sentó muy erguida y lo bebió con agradecimiento. Estaba caliente y muy dulce. Zahara tiene mi misma edad —pensó Jane—, y ya ha tenido cuatro hijos, sin contar los abortos y las criaturas que nacieron muertas. Pero parecía una de esas mujeres llenas de vitalidad, como una joven leona saludable. Probablemente tendría varios hijos más. Desde el principio recibió a Jane con abierta curiosidad, cuando las demás mujeres se mostraban con ella hostiles y llenas de sospechas; y Jane descubrió que a Zahara la impacientaban las costumbres y tradiciones más tontas del valle y que estaba ansiosa por aprender todo lo posible acerca de las ideas extranjeras sobre salud, cuidado de los niños y nutrición. En consecuencia, Zahara se convirtió, no sólo en la mejor amiga de Jane, sino en la cabecilla de su programa de educación sanitaria.
En ese momento, sin embargo, Jane estaba aprendiendo los métodos afganos. Observó que Rabia extendía una sábana de plástico en el suelo (¿qué harían en la época en que no existían todos esos desperdicios de plástico por todas partes?) y la cubría con una capa de tierra arenosa que Zahara trajo del exterior en un cubo. Rabia había colocado objetos sobre una mesa baja y a Jane le agradó ver entre varios de ellos trapos limpios de algodón y una cuchilla de afeitar nueva que todavía conservaba su estuche original.
Volvió a sentir necesidad de empujar y cerró los ojos para concentrarse. No le dolía exactamente; era más bien como si padeciera un estreñimiento increíble. Descubrió que lanzar quejidos mientras hacía fuerza le ayudaba y quiso explicarle a Rabia que no se quejaba porque le doliera, pero estaba demasiado ocupada empujando para poder hablar.
En la pausa siguiente, Rabia se arrodilló a su lado, deshizo el nudo de la cinta que hacía las veces de cinturón de Jane y le quitó los pantalones.
—¿Quieres orinar antes de que te lave? —preguntó.
—Sí.
Ayudó a Jane a levantarse y a caminar hasta detrás del biombo y la sostuvo por los hombros mientras permanecía sentada en el orinal. Zahara llegó con un recipiente de agua caliente y se llevó el orinal. Rabia lavó el vientre, los muslos y las partes íntimas de Jane, y mientras lo hacía asumió por primera vez un aire enérgico. Entonces Jane se acostó de nuevo. Rabia se volvió a lavar las manos y las secó. Mostró a Jane un pequeño recipiente con polvo azul. Sulfato de cobre, supuso Jane.
—Este color asusta a los malos espíritus —aseguró.
—¿Y qué quieres hacer?
—Ponerte un poquito sobre la frente.
—Muy bien —aceptó Jane. Y en seguida agregó—: Gracias.
Rabia extendió un poco de polvo sobre la frente de su paciente. No me importa la magia cuando es inofensiva —pensó Jane—, pero ¿qué hará esta pobre mujer si se le llega a presentar algún verdadero problema médico? ¿Y exactamente hasta qué punto será prematuro este bebé?
Mientras estaba pensando en ello la sorprendió la contracción siguiente, y al no encontrarse preparada le resultó sumamente dolorosa. No debo preocuparme —pensó—, es necesario que me mantenga relajada.
Después se sintió extenuada y con mucho sueño. Cerró los ojos.
Sintió que Rabia le desabrochaba la camisa, la misma que le había pedido prestada a Jean-Pierre esa tarde: hacía ya cien años de aquello. Rabia empezó a frotarle el vientre con alguna clase de lubricante, posiblemente manteca refinada. Al introducir sus dedos en la vagina, Jane abrió los ojos y dijo:
—No trates de mover al bebé.
Rabia asintió pero continuó tanteando con una mano colocada sobre el vientre de Jane y otra debajo.
—La cabeza está abajo —dijo finalmente—. Todo anda bien. Pero el bebé llegará muy pronto. Ya deberías levantarte.
Zahara y Rabia ayudaron a Jane a ponerse de pie y a dar dos pasos sobre la sábana de plástico cubierta de tierra. Rabia se colocó a sus espaldas.
—Súbete encima de mis pies —ordenó.
Jane obedeció, aunque no estaba segura de la lógica de ese acto. Rabia se agachó detrás de ella haciéndola sentarse en cuclillas. Así que ésa era la postura en que acostumbran a dar a luz las mujeres del lugar.
—Siéntate sobre mí —ordenó Rabia—. Te puedo sostener.
Jane dejó caer todo su peso sobre los muslos de la anciana. La posición le resultó sorprendentemente cómoda y tranquilizadora.
Sintió que los músculos se le volvían a tensar. Apretó los dientes con fuerza y se inclinó con un quejido. Zahara se colocó de cuclillas frente a ella. Durante breves instantes Jane sólo tuvo en mente la presión que sentía. Por fin la sensación cedió y ella se dejó caer, extenuada y medio dormida, permitiendo que Rabia cargara con el peso de su cuerpo.
Cuando todo recomenzó le sorprendió un dolor nuevo, una sensación en la vagina que la quemaba. De repente Zahara exclamó:
—¡Ya viene!
—Ahora no empujes —ordenó Rabia—. Deja que el bebé salga nadando.
La presión cedió. Rabia y Zahara intercambiaron los sitios que ocupaban y Rabia se puso en cuclillas entre las piernas de Jane, observando atentamente. La presión reapareció. Jane apretó los dientes.
—No empujes. Conserva la calma —aconsejó Rabia.
Jane intentó relajarse. Rabia la miró y extendió su mano para tocarle la cara.
—No aprietes los dientes con tanta fuerza. Deja la boca relajada —dijo.
Jane aflojó la mandíbula y descubrió que eso la ayudaba a relajarse.
Volvió a tener esa sensación de intenso ardor, más fuerte que nunca, y supo que su hijo estaba a punto de nacer: sentía que su cabeza empujaba para salir, intentando abrirla de una manera casi imposible. Por un momento no pudo sentir absolutamente nada. Lanzó un grito de dolor y de repente se sintió aliviada.
Bajó la mirada. Rabia tendía las manos entre sus muslos, mientras invocaba a los profetas. A través de un velo de lágrimas, Jane divisó algo redondo y oscuro entre las manos de la partera.
—¡No tires! —suplicó Jane—. No tires de la cabeza.
—No —contestó Rabia.
Jane volvió a sentir la presión.
—Ahora un pequeño empujoncito para que pasen los hombros —dijo Rabia.
Jane cerró los ojos y empujó con suavidad.
—Ahora el otro hombro —dijo Rabia unos instantes después.
Jane volvió a empujar, y sintió entonces un enorme alivio en la tensión y supo que su hijo había nacido. Bajó la mirada y vio su forma pequeña, acunada en brazos de Rabia. Tenía la piel arrugada y húmeda, y la cabeza cubierta de oscuro pelo mojado. El cordón umbilical le pareció extraño, una gruesa soga azul que latía como si fuera una vena.
—¿Está bien el bebé? —preguntó Jane.
Rabia no contestó. Frunció los labios y sopló sobre el rostro inmóvil de la criatura.
¡Oh, Dios, está muerto!, pensó Jane.
—¿Está bien el bebé? —repitió.
Rabia volvió a soplar y el bebé abrió su boquita y comenzó a llorar.
—¡Gracias a Dios! ¡Está vivo! —exclamó Jane.
Rabia tomó de la mesa baja un trapo de algodón limpio y enjugó la cara del bebé.
—¿Es normal? –preguntó Jane.
Por fin Rabia le contestó.
—Sí, ella es normal —dijo, mirándola a los ojos y sonriéndole.
Ella es normal —pensó Jane—. Ella, He hecho una niña. Una mujercita.
De repente se sintió totalmente extenuada. No podía mantenerse erguida un solo instante más.
—Quiero acostarme —pidió.
Zahara la ayudó a volver al colchón y le colocó almohadones en la espalda para que quedara sentada, mientras Rabia sostenía el bebé, que seguía unido a Jane por el cordón umbilical. Una vez que Jane estuvo instalada, Rabia empezó a secar con trapos a la recién nacida.
Jane vio que el cordón ya no latía, se arrugaba y adquiría un color blanco.
—Ya puedes cortar el cordón —le indicó a Rabia.
—Nosotros siempre esperamos un poco más —contestó.
—Por favor, hazlo ahora.
Rabia parecía dudosa, pero hizo lo que se le pedía. Tomó de la mesa un trozo de hilo blanco y lo ató alrededor del cordón cerca del ombligo de la criatura. Debería haberlo atado más cerca —pensó Jane—; pero no importa.
Rabia desenvolvió la cuchilla de afeitar nueva.
—¡En el nombre de Alá! —exclamó, y cortó el cordón.
—Démela —pidió Jane.
Rabia le entregó la pequeña.
—No la dejes mamar —aconsejó.
Jane sabía que, en eso, la partera se equivocaba.
—La ayudará a reponerse del parto —contestó.
Rabia se encogió de hombros.
Jane acercó el rostro de la pequeña a su pecho. Sus pezones se habían agrandado y le producían una sensación deliciosamente sensible, como cuando Jean-Pierre los besaba. Cuando el pezón tocó la mejilla de su hijita, la criatura volvió la cabeza en un acto reflejo y abrió la boquita. En cuanto tuvo el pezón en la boca, empezó a chupar. Jane quedó estupefacta al descubrir que le producía una agradable sensación sexual. Durante un instante quedó conmocionada y avergonzada, pero en seguida pensó: ¡Qué diablos!
Percibió nuevos movimientos dentro de su abdomen. Obedeció la necesidad que sentía de empujar y entonces sintió que expulsaba la placenta. Fue como el pequeño parto de algo resbaladizo. Rabia la envolvió cuidadosamente en un trapo.
La pequeña dejó de mamar y se quedó dormida.
Zahara alcanzó a Jane un vaso de agua. Ella lo bebió de un solo trago. Le pareció que tenía un gusto maravilloso. Pidió más.
Se sentía dolorida, extenuada y maravillosamente feliz. Miró a la niñita que dormía pacíficamente apoyada en su pecho. Ella también tenía ganas de dormir.
—Deberíamos envolver a la pequeña —dijo Rabia.
Jane alzó a la criatura, que era liviana como una muñeca, y se la entregó a la anciana.
—Chantal —murmuró cuando Rabia la recibió en sus brazos—. Se llamará Chantal.
En seguida cerró los ojos y se quedó dormida.