Salieron de Gadwal en la profunda oscuridad que precede al alba, con la esperanza de sacarles más ventaja a los rusos al iniciar la marcha más temprano. Ellis sabía lo difícil que resultaba, hasta para el más capaz de los oficiales, conseguir que las tropas se pusieran en marcha antes del amanecer: el cocinero tenía que preparar el desayuno, el oficial de intendencia debía levantar el campamento, el operador de radio tenía que ponerse en comunicación con el cuartel general, y los soldados debían comer; y todas esas cosas tomaban su tiempo. La única ventaja que Ellis tenía sobre el comandante ruso era que él sólo debía cargar a la yegua mientras Jane alimentaba a Chantal, y después había que sacudir a Halam para despertarlo.
Los esperaba una larga y lenta ascensión por el valle de Nuristán de alrededor de doce a quince kilómetros, y después seguirían subiendo por el valle lateral. La primera parte, en el Nuristán, no debía de ser demasiado difícil —pensaba Ellis—, aunque tuvieran que cubrir esa distancia en la oscuridad, porque, por precario que fuese, había un camino. Sólo que Jane pudiera mantenerse en movimiento, podrían llegar al valle lateral por la tarde y recorrer unos cuantos kilómetros en él antes de que cayera la noche. Una vez que hubieran abandonado el valle de Nuristán resultaría mucho más difícil seguirles el rastro, porque los rusos ignorarían cuál de los valles laterales habían elegido.
Halam abría la marcha, vestido con la ropa de Mohammed, incluyendo su gorro chitralí. Después lo seguía Jane, con Chantal en brazos, y Ellis cerraba la marcha llevando a la yegua del cabestro. En ese momento Maggie llevaba una bolsa menos: Mohammed se había llevado la de Ellis, quien, al no encontrar otra para sustituirla, se vio obligado a dejar la mayor parte de sus explosivos en Gadwal. Sin embargo, se había guardado un poco de TNT, una tira de Primacord, y varios detonadores, que le cupieron en los bolsillos.
Jane se mostraba alegre y enérgica. El descanso de la tarde anterior había renovado sus fuerzas. Era increíblemente vigorosa y Ellis se sentía orgulloso de ella, aunque cuando lo pensaba no comprendía por qué él podía tener derecho a sentirse orgulloso del vigor de ella.
Halam llevaba un farol que arrojaba sombras grotescas sobre las paredes del risco. Parecía irritado. El día anterior había sido todo sonrisas, por lo visto contento de formar parte de esa extraña expedición; pero esa mañana su expresión era adusta y taciturna. Ellis suponía que se debía a la necesidad de haber iniciado la marcha tan temprano.
El sendero serpenteaba a lo largo del costado del risco, rodeando promontorios que se internaban en el arroyo, a veces abrazando la orilla y otras ascendiendo a lo alto del risco. Después de recorrer menos de un kilómetro y medio, llegaron a un lugar donde el sendero simplemente se desvanecía: tenían un risco a la izquierda y el río a la derecha. Halam explicó que el sendero había sido lavado por una tormenta de lluvia y que tendrían que esperar al amanecer para encontrar la manera de sortear los obstáculos.
Ellis no estaba dispuesto a perder tiempo. Se quitó las botas y los pantalones y se internó en el agua helada. En la parte más profunda sólo le llegaba a la cintura y llegó con facilidad a la otra orilla. Regresó y volvió a cruzarlo con Maggie de la brida; después volvió nuevamente sobre sus pasos en busca de Jane y Chantal. Halam los siguió por fin, pero aún en la oscuridad la modestia le impidió desvestirse, así que no tuvo más remedio que proseguir la marcha con los pantalones empapados, cosa que empeoró aún más su humor.
Atravesaron un pueblo en la oscuridad, donde fueron seguidos durante un breve trecho por un par de perros sarnosos que les ladraron desde una prudente distancia. Poco después el alba empezó a colorear el cielo del este y Halam apagó la lámpara.
Tuvieron que cruzar el río varias veces más en lugares donde el sendero había sido lavado o bloqueado por algún deslizamiento de tierra. Halamá se dio por vencido y se arremangó los holgados pantalones por encima de las rodillas. En uno de esos cruces se encontraron con un viajero que venía en dirección opuesta, un individuo bajo y esquelético que conducía una oveja gorda a la que llevó en brazos para cruzar el río. Halam mantuvo con él una larga conversación en algún idioma nuristaní, y por la manera en que ambos movían los brazos, Ellis sospechó que hablaban sobre las distintas rutas que cruzaban las montañas. Después que se separaron del viajero, Ellis le hizo a Halam una advertencia en dari.
—No le digas a la gente hacia dónde nos dirigimos.
Halamá simuló no comprender.
Jane le repitió lo que Ellis le acababa de decir. Ella hablaba dari con mayor fluidez y utilizaba gestos y asentimientos enfáticos, lo mismo que los hombres afganos.
—Los rusos interrogarán a todos los viajeros —explicó.
Halam pareció comprender, pero hizo exactamente lo mismo con el siguiente viajero con quien se toparon, un joven de aspecto peligroso que llevaba un venerable rifle Lee-Enfleld. Durante la conversación, a Ellis le pareció que Halam decía Kantiwar, el nombre del paso al que se encaminaban, e instantes después, el viajero repitió la palabra. Ellis se enojó. Halam ponía en peligro sus vidas por una tontería. Pero el daño ya estaba hecho, así que sofocó sus ganas de intervenir y esperó pacientemente hasta que volvieron a ponerse en marcha.
En cuanto el joven desapareció en la distancia, decidió hablar.
—Te dije que no debías informar a la gente hacia dónde nos dirigimos.
Esta vez Halam no simuló no comprender.
—¡Yo no dije nada! —exclamó indignado.
—¡Por supuesto que lo hiciste! —aseguró Ellis enfáticamente—. De ahora en adelante no hablarás con los viajeros con quienes nos crucemos.
Halam permaneció mudo.
—No hablarás con otros viajeros, ¿lo has comprendido? —repitió Jane.
—Sí —admitió Halam a regañadientes.
Ellis tenía la sensación de que era importante hacerlo callar. Adivinaba los motivos por los que Halam quería conversar sobre las rutas con otra gente: ellos podían estar enterados de factores tales como desprendimientos de tierra, nevadas o inundaciones que podían bloquear el paso por algún valle y hacer preferible el paso por otro. Halam no había comprendido realmente que Ellis y Jane huían de los rusos. La existencia de rutas alternativas era prácticamente el único factor que los fugitivos tenían a su favor, porque a los rusos no les quedaría más remedio que revisar toda ruta posible. Y se afanarían mucho por poder eliminar alguna de esas rutas interrogando a la gente, especialmente a los viajeros. Cuando menos información obtuvieran por esa vía, más difícil y larga sería la búsqueda y mayores las posibilidades que tendrían ellos de evadirse.
Poco después se toparon con un mullah de blancas vestiduras y barba teñida de rojo y, para frustración de Ellis, Halam inmediatamente inició una conversación con él, idéntica a la que había mantenido con los dos viajeros anteriores.
Ellis sólo vaciló un instante. Se acercó a Halam, lo aferró con un doloroso doble gancho de sus brazos y lo obligó a seguir caminando.
Halam luchó brevemente, pero pronto el dolor lo obligó a detenerse. Gritó algo, pero el mullah simplemente se quedó mirándolo con la boca abierta, sin hacer nada. Al mirar hacia atrás, Ellis vio que Jane había tomado las riendas y los seguía con Maggie.
Después de recorrer algunos metros, Ellis soltó a Halam.
—Si los rusos me encuentran, me matarán —explicó—. Por eso no debes conversar con nadie.
Halam no contestó, pero adoptó una expresión sumamente malhumorada.
Después de haber caminado un rato, Jane expresó su preocupación.
—Me temo que nos hará pagar por eso —dijo.
—Supongo que sí —contestó Ellis—. Pero de alguna manera tenía que hacerlo callar.
—Simplemente creo que podrías haber encontrado un modo mejor de hacerlo.
Ellis sofocó un impulso de irritación. Tuvo ganas de preguntar: ¿Y por qué no lo hiciste tú, ya que eres tan inteligente¿, pero ése no era momento para pelear. Halam pasó junto al siguiente viajero sólo con un saludo brevísimo y formal y Ellis pensó: Por lo menos mi técnica fue eficaz.
Al principio la marcha fue mucho más lenta de lo que Ellis suponía que sería. Los meandros del sendero, el terreno desigual, el hecho de estar ascendiendo y los continuos encuentros con otros viajeros significó que a media mañana sólo habían conseguido recorrer el equivalente a seis o siete kilómetros en línea recta. Sin embargo, después el trayecto se tornó más fácil y el camino atravesaba los bosques a gran altura por encima del río.
Todavía había un pueblo o villorrio, a cada kilómetro y medio, pero en lugar de ser casitas de madera construidas en la ladera de la montaña como sillas plegables amontonadas al azar, eran viviendas de forma cuadrada, edificadas utilizando la misma piedra de los riscos en cuyas laderas se erguían precariamente, como nidos de gaviotas.
A mediodía pasaron por un pueblo y Halamá consiguió que los invitaran a entrar en una casa y les ofrecieran té. Era una construcción de dos pisos donde, por lo visto, la planta baja servía como almacén, igual que en las casas inglesas medievales que Ellis recordaba haber visto en sus libros de historia de noveno grado. Jane le regaló a la dueña de casa una botellita de un jarabe rosado para combatir los parásitos intestinales de sus hijos y a cambio recibió pan recién horneado y un delicioso queso de leche de cabra. Se sentaron sobre alfombras en el suelo, alrededor de una fogata, con las vigas de madera y la paja del techo a la vista por encima de sus cabezas. No existía chimenea, así que el humo —subía hasta el techo y poco a poco se colaba hacia el exterior. Ellis supo que era por eso que las casas carecían de cielos rasos.
Le hubiera gustado permitir que Jane descansara después de comer, pero no se atrevió a correr el riesgo, porque ignoraba a qué distancia los seguían los rusos. Ella tenía aspecto de cansada, pero estaba bien. Y el hecho de partir inmediatamente tenía, además, la ventaja de impedir que Halam entrara en conversaciones con los habitantes del pueblo.
Sin embargo, Ellis observó cuidadosamente a Jane mientras continuaban subiendo por el valle. Le pidió que condujera a la yegua por la rienda, mientras él se hacía cargo de Chantal, porque juzgó que llevar en brazos a la pequeña debía de ser más agotador.
Cada vez que llegaban a un valle lateral que conducía al este, Halamá se detenía y lo estudiaba cuidadosamente, después meneaba la cabeza y proseguía la marcha. Resultaba evidente que no estaba seguro del camino, aunque lo negó enfáticamente cuando Jane se lo preguntó. Esto era endurecedor, especialmente porque Ellis tenía una impaciencia enorme por salir del valle de Nuristán, pero le consolaba la idea de que si Halam no se sentía seguro de cuál valle tomar, los rusos tendrían menos posibilidades de saber cuál había sido el camino escogido por los fugitivos.
Empezaba a preguntarse si Halam habría pasado por alto el lugar donde debían doblar, cuando el muchacho se detuvo junto a un arroyo cantarín que desembocaba en el río Nuristán y anunció que la ruta que debían seguir quedaba en ese valle. Parecía deseoso de detenerse a descansar un rato, como si se mostrara renuente a abandonar el territorio que le resultaba familiar, pero Ellis lo obligó a proseguir el mismo ritmo de marcha.
Pronto se encontraron subiendo por un bosque de abedules plateados y el valle principal se perdió de vista a sus espaldas. Frente a ellos podían ver la cadena de montañas que debían cruzar, un inmenso muro cubierto de nieve que ocupaba una cuarta parte del cielo. Ellis pensaba incesantemente: ¿Aún en el caso de que logremos escapar de los rusos, cómo lograremos escalar esas montañas? Jane tropezó un par de veces y lanzó maldiciones, cosa que Ellis atribuyó a que se estaba cansando con rapidez, aunque no se quejara.
A la caída del sol salieron del bosque y se encontraron en un terreno desnudo, deshabitado y yermo. Ellis pensó que posiblemente en un territorio así no encontrarían dónde guarecerse, así que sugirió que pasaran la noche en una choza de piedra deshabitada por la que habían pasado hacía más o menos media hora. Jane y Halam estuvieron de acuerdo, así que volvieron sobre sus pasos.
Ellis insistió en que Halam encendiera el fuego dentro de la choza para que las llamas no se vieran desde el aire y tampoco los denunciara una columna de humo. Su cautela resultó lógica después, cuando oyeron el motor de un helicóptero sobre sus cabezas. Supuso que eso significaba que los rusos no andaban lejos, pero en ese país lo que para un helicóptero era una distancia corta, podía llegar a resultar un trayecto imposible a pie. Los rusos podían estar al otro lado de una montaña infranqueable de cruzar, o a sólo un par de kilómetros de distancia por el camino. Era una suerte que el paisaje fuese tan salvaje y el sendero demasiado difícil de discernir desde el aire, porque así resultaba imposible buscarlos con helicópteros.
Ellis proporcionó una ración de grano a la yegua. Jane alimentó y cambió a Chantal y después se quedó inmediatamente dormida. Ellis la despertó para cerrar el saco de dormir, después llevó el pañal de Chantal al arroyo para lavarlo y finalmente lo colgó junto al fuego para que se secara. Se acostó al lado de Jane durante un rato, contemplándole el rostro a la temblorosa luz del fuego mientras Halam roncaba en el otro extremo de la choza. Parecía completamente extenuada, con la cara delgada y tensa, el pelo sucio, las mejillas manchadas de tierra. Dormía inquieta, haciendo gestos y moviendo la boca como si hablase en silencio. Ellis se preguntó cuánto tiempo más resistiría. Lo que la estaba matando era la rapidez de la marcha. Si pudieran avanzar con más lentitud, Jane estaría bien. Si sólo los rusos abandonaran la búsqueda o fuesen llamados a participar en alguna batalla que se librara en otra parte de ese maldito país…
Le intrigó el helicóptero que acababan de oír. Tal vez cumpliera una misión que no tuviera nada que ver con él. Pero eso parecía poco probable. En cambio, si formaba parte de la patrulla que los buscaba, significaba que Mohammed había tenido un éxito muy relativo.
Empezó a pensar en lo que sucedería si fuesen capturados. A él lo someterían a un juicio teatral en el cual los rusos demostrarían a los escépticos países no alineados que los rebeldes afganos no eran más que secuaces de la CÍA. El convenio entre Masud, Kamil y Azizi se desbarataría. No habría armas norteamericanas para los rebeldes. Con el ánimo por el suelo, la Resistencia se iría debilitando y era posible que no llegara a durar otro verano.
Después del juicio, Ellis sería interrogado por la K.G.B.. Al principio haría el teatro de resistir la tortura, después se desmoronaría y simularía decirles todo; pero en realidad diría sólo mentiras. Ellos estarían preparados para eso, por supuesto, y seguirían torturándolo; esta vez Ellis simularía un desmoronamiento mucho más convincente y les contaría una mezcla de realidades y de ficciones que a ellos les resultarían muy difíciles de constatar. De esa manera esperaba poder sobrevivir. Si lo lograba, lo enviarían a Siberia. Después de algunos años, podía llegar a abrigar la esperanza de ser intercambiado por algún espía soviético capturado en Estados Unidos. En caso contrario, moriría en algún campo de concentración.
Lo que más le apenaría sería tener que separarse de Jane. La había encontrado, después la perdió y luego volvió a encontrarla: un golpe de buena suerte que todavía lo emocionaba. Pero perderla por segunda vez le resultaría insoportable, completamente insoportable. Se quedó mirándola fijo durante largo tiempo, tratando de no dormirse por temor de que ella no estuviera allí cuando él se despertara.
Jane soñó que estaba en el Hotel Jorge V de Peshawar, en Pakistán. El Jorge V era un hotel de París, por supuesto, pero en sueños no notó ese extravagante detalle. Ordenaba por teléfono que le subieran a la habitación un filete poco hecho con puré de patatas y una botella de Château Ausone de la cosecha de 1971. Tenía un hambre espantosa, pero no conseguía recordar por qué había esperado tanto tiempo antes de ordenar la comida. Decidió darse un baño mientras esperaba que la sirvieran. El baño estaba alfombrado y calentito. Abrió el grifo, vertió las sales de baño en la bañera y el ambiente se llenó de un vapor fragante. No podía comprender cómo era posible que hubiera llegado a estar tan sucia: era un milagro que la hubiesen admitido en el hotel. Estaba por meterse en la bañera cuando oyó que alguien la llamaba. Debe ser el camarero —pensó—; ¡qué enojoso! Ahora tendría que comer sin haberse bañado, porque en caso contrario se le enfriaría la cena. Se sintió tentada de meterse en el agua caliente e ignorar la llamada. De todos modos era una grosería que la llamaran Jane, cuando deberían dirigirse a ella como Madame. Pero la voz era insistente y de alguna manera le resultaba familiar. En realidad no se trataba del camarero sino de Ellis, que le sacudía el hombro. Con una desilusión espantosa comprendió que el Jorge V no era más que un sueño y que en realidad se encontraba en una fría choza de piedra de Nuristán, a miles de kilómetros de un baño caliente.
Abrió los ojos y vio el rostro de Ellis. —Tienes que despertarte —la urgía él. Jane se sentía casi paralizada por el letargo. —¿Ya es de mañana?
—No, estamos en plena noche.
—¿Qué hora es?
—La una y media.
—¡Mierda! —Se enfureció con él por haberla despertado—. ¿Por qué me has despertado? —preguntó irritada.
—Halamá se ha ido.
—¿Se ha ido? —Todavía estaba medio dormida y confusa—. ¿Dónde? ¿Por qué? ¿Volverá?
—No me dijo nada. Me desperté y descubrí que no estaba.
—¿Crees que nos ha abandonado?
—Sí.
—¡Oh Dios! ¿Y cómo encontraremos el camino sin un guía?
Para Jane la posibilidad de perderse en la nieve con Chantal en brazos era una pesadilla.
—Creo que puede ser peor que eso —contestó Ellis.
—¿Qué quieres decir?
—Tú misma dijiste que nos castigaría por haberlo humillado frente al mullah. Tal vez el hecho de abandonarnos le resulte una venganza suficiente. Espero que sí. Pero supongo que ha vuelto por el mismo camino que recorrimos al venir. Es posible que se tope con los rusos. Y no creo que les tome demasiado tiempo persuadirlo a contarles exactamente dónde nos dejó.
—¡Esto ya es demasiado! —exclamó Jane, sintiendo que el dolor hacía presa de ella en una forma casi física. Era como si una deidad maligna conspirara contra ellos—. Estoy demasiado cansada —confesó—. Me voy a acostar aquí y dormiré hasta que lleguen los rusos y me tomen prisionera.
Chantal se había estado moviendo inquieta pero silenciosamente, y en ese momento empezó a llorar. Jane se sentó y la tomó en brazos. —Si salimos en seguida, tal vez todavía podamos escapar —dijo Ellis—. Yo cargaré la yegua mientras tú alimentas a la chiquilla.
—Muy bien —aceptó Jane y luego ofreció el pecho a Chantal.
Ellis la observó un instante, sonriendo levemente, y después salió a la oscuridad. Jane pensó que les resultaría mucho más fácil escapar si no tuvieran a Chantal. Pensó qué sentiría Ellis al respecto. Después de todo, era la hija de otro hombre. Pero a él parecía no importarle. Veía a Chantal como parte de Jane. ¿O estaría ocultando cierto resentimiento?
¿Le gustaría ser un padre para Chantal¿, se preguntó. Miró la carita de la niña y ella le devolvió la mirada con sus ojos de un azul profundo. ¿Quién podía no querer a esa chiquilla tan indefensa?
De repente se sintió completamente insegura con respecto a todo. No sabía con seguridad hasta qué punto amaba a Ellis; no sabía lo que sentía con respecto a Jean-Pierre, el marido que intentaba darle caza; ignoraba con seguridad cuál sería su deber respecto a su hijita. La nieve, las montañas y los rusos la llenaban de pavor y ya hacía demasiado tiempo que estaba cansada, tensa y muerta de frío.
Automáticamente cambió a Chantal, utilizando el pañal seco que encontró junto al fuego. No recordaba haberla cambiado la noche anterior. Tenía la sensación de haberse quedado dormida en seguida de amamantarla. Frunció el entrecejo, dudando de su memoria, después recordó que Ellis la despertó un momento para cerrarle el saco de dormir. Sin duda después debió de llevar el pañal sucio al arroyo, lo lavó, lo retorció y lo colgó de un palo junto al fuego para que se secara. Jane empezó a llorar.
Se sentía espantosamente tonta, pero le resultaba imposible parar, así que siguió vistiendo a Chantal mientras las lágrimas le corrían por el rostro. Cuando Ellis volvió a entrar en la choza, estaba colocando a la pequeña en el cabestrillo que usaban para transportarla.
—Esa maldita yegua tampoco quería despertarse —comentó él; pero en seguida vio su cara y preguntó—: ¿Qué te pasa?
—No sé por qué te dejé alguna vez —contestó ella—. Eres el mejor hombre que he conocido en mi vida y nunca dejé de amarte. Por favor, perdóname.
El las rodeó a ella y a Chantal con sus brazos.
—Simplemente no lo vuelvas a hacer, y ya está —contestó.
Se quedaron así durante algunos instantes.
—Estoy lista —informó Jane al rato. —¡Perfecto! Vamos, entonces.
Salieron e iniciaron la marcha ascendente por el bosque cada vez más ralo. Halamá se había llevado la lámpara, pero había luna y podían ver con claridad. El aire era tan frío que dolía respirar. Jane se preocupó por Chantal. La pequeña estaba de nuevo dentro de la chaqueta forrada de piel de Jane, y ella abrigaba la esperanza de que su cuerpo calentara el aire que Chantal respiraba. ¿Perjudicaría a una bebé respirar aire tan frío? Jane no tenía la menor idea.
Delante tenían el paso de Kantiwar, a cuatro mil quinientos metros de altura, bastante más alto que el último paso, el Aryu. Jane sabía que tendría más frío y se sentiría más cansada que nunca en su vida y que también estaría más asustada que nunca, pero estaba animosa. Tenía la sensación de haber resuelto algo muy profundo dentro de sí misma. Si logro sobrevivir —pensó—, quiero vivir con Ellis. Uno de estos días le confesaré que todo se debió a que lavara un pañal sucio.
Pronto dejaron atrás los árboles y empezaron a cruzar un altiplano que parecía un paisaje lunar, con enormes rocas, cráteres y extraños parches de nieve. Siguieron una línea de rocas planas semejantes a las pisadas de un gigante. Todavía seguían ascendiendo, aunque en ese momento la cuesta era menos empinada; la temperatura también iba bajando sin cesar y los trozos nevados fueron aumentando hasta que el terreno se convirtió en un inmenso tablero de ajedrez.
La energía que le producían los nervios mantuvo a Jane en marcha durante aproximadamente una hora, pero entonces, cuando se acostumbró al tren de marcha, el cansancio volvió a sobrecogerla. Tenía ganas de preguntar ¿Cuánto falta? y ¿llegaremos pronto? como preguntaba cuando era niña desde el asiento trasero del coche de su padre.
En algún momento de esa pendiente, cruzaron la línea del hielo. Jane tomó conciencia del nuevo peligro cuando la yegua patinó, lanzó un relincho de miedo, estuvo a punto de caer y recobró el equilibrio. Entonces notó que la luz de la luna se reflejaba sobre las rocas como si éstas fueran de vidrio; parecían diamantes: frías, duras y resplandecientes. Sus botas se aferraban al suelo mejor que los cascos de Maggie, pero aún así, Jane resbaló poco después y casi cayó. De allí en adelante tuvo terror de caer y aplastar a Chantal y empezó a caminar con un cuidado tremendo, y con los nervios tan tensos que sentía que en cualquier momento se le destrozarían.
Después de poco más de dos horas de marcha llegaron al otro extremo del altiplano y se encontraron frente a un sendero cubierto de nieve que ascendía casi verticalmente la ladera de la montaña. Ellis abría la marcha tirando de las riendas de Maggie. Jane lo seguía a prudente distancia, por si la yegua llegaba a resbalar hacia atrás. Treparon la montaña en zigzag.
El sendero no estaba marcado con claridad. Supusieron que se encontraría en un terreno más bajo que en las zonas adyacentes. Jane estaba deseando encontrar una señal más segura de que seguían la buena senda; los restos de una fogata, algunos huesos de pollo, aunque fuera una caja de fósforos vacía, cualquier cosa que indicara que alguna vez habían pasado seres humanos por allí. Obsesivamente empezó a imaginar que estaban completamente perdidos, lejos del sendero, y que vagaban sin rumbo a través de las nieves perpetuas, y que continuarían así durante días, hasta que se les acabaran las provisiones, la energía y la fuerza de voluntad y que, en ese momento, los tres se acostarían en la nieve a morir juntos congelados.
Le dolía insoportablemente la espalda. Con mucha renuencia entregó a Chantal a Ellis, mientras se hacía cargo de las riendas de la yegua, para trasladar su cansancio a un grupo distinto de músculos. El maldito animal tropezaba constantemente. En un momento resbaló sobre una roca cubierta de hielo y cayó. Jane tuvo que tirar cruelmente de las riendas para conseguir que se levantara. Cuando por fin la yegua se puso en pie, Jane vio una mancha oscura en el lugar donde había caído su rodilla izquierda. La herida no parecía grave, así que obligó a Maggie a seguir caminando.
Ahora que ella era quien abría la marcha, tenía que decidir por dónde corría el sendero y ante cada duda la asaltaba la pesadilla de perderse inexorablemente en medio de la nieve. Por momentos el no parecía dividirse en dos y tenía que adivinar: ¿tomaría hacia la derecha o hacia la izquierda? A menudo el terreno era más o menos uniformemente parejo, así que seguía caminando en línea recta hasta que reaparecía algo parecido a un sendero. En una ocasión se encontró hundida en un pozo de nieve y Ellis tuvo que sacarla con ayuda de la yegua.
Poco a poco el sendero los condujo a un saliente que iba trepando serpenteante por la ladera de la montaña. Se encontraban a gran altura: si Jane miraba hacia atrás, el altiplano que quedaba tanto más abajo le producía una leve sensación de mareo. Sin duda no debían de hallarse lejos del paso.
El saliente era muy inclinado, estaba cubierto de hielo y era tremendamente angosto. De un lado tenía un precipicio. Jane caminaba con más cuidado que nunca, pero de todos modos tropezó varias veces y en una ocasión cayó de rodillas, lastimándoselas. Todo el cuerpo le dolía tanto que casi no notó esos nuevos dolores. Maggie resbalaba tanto, que Jane ya ni se molestaba en mirar hacia atrás cuando oía que sus cascos patinaban, sino que simplemente se contentaba con tirar de las riendas con más fuerza. Le habría gustado reacondicionar la carga de la yegua, para que las bolsas más pesadas estuvieran delante, cosa que habría proporcionado más estabilidad al animal en la subida, pero en el saliente no había lugar para esas tareas y además temía que si se detenía no podría reanudar la marcha por falta de fuerzas.
El saliente se hacía aún más angosto y serpenteaba alrededor de una serie de riscos. Jane dio unos pasos cuidadosos por la parte más angosta pero a pesar de su cautela —o precisamente porque estaba tan nerviosa— resbaló. Durante un segundo espantoso pensó que iba a caer al precipicio pero cayó sobre sus rodillas y logró recobrar el equilibrio apoyándose en ambas manos. De reojo podía ver la cuesta nevada, cientos de metros más abajo. Empezó a temblar y tuvo que hacer un tremendo esfuerzo por controlarse.
Se puso lentamente en pie y se volvió. Había dejado caer las riendas que se balanceaban sobre el vacío. La yegua la observaba, temblorosa y, con las patas tiesas, evidentemente aterrorizada. Cuando ella hizo un movimiento para volver a apoderarse de las riendas, el animal, presa del pánico, retrocedió.
—¡Quieta! —exclamó Jane, y después se obligó a hablar con voz tranquila—. No hagas eso. Acércate. No te pasará nada.
Ellis le habló desde el otro lado del recodo.
—No hables —contestó ella en un tono de voz muy suave—. Maggie está asustada. Quédate donde estás. —Estaba terriblemente consciente de que Ellis llevaba en brazos a Chantal. Continuó murmurándole palabras tranquilizadoras a la yegua mientras se le acercaba lentamente. El animal la miraba fijamente, con los ojos muy abiertos y el aliento surgía como humo de sus belfos. Cuando tuvo las riendas al alcance de la mano, Jane estiró el brazo para apoderarse de ellas.
La yegua dio un cabezazo, retrocedió, resbaló y perdió el equilibrio.
Cuando el animal echó atrás la cabeza, Jane consiguió apoderarse de las riendas, pero Maggie resbaló, cayó hacia la derecha, las riendas volaron de las manos de Jane y, ante su indescriptible horror, el caballo se deslizó lentamente sobre el lomo hasta el borde del saliente y cayó al abismo, relinchando de terror.
En ese momento apareció Ellis.
—¡Cállate! —gritó. Y entonces Jane se dio cuenta de que estaba gritando. Cerró la boca de repente. Ellis se arrodilló y miró por el borde del precipicio, sin dejar de sujetar a Chantal a quien llevaba debajo del abrigo. Jane controló su histeria y se arrodilló a su lado.
Esperaba ver el cadáver de la yegua cubierto de nieve, cientos de metros más abajo. En realidad el animal se había detenido en otro saliente a sólo un metro y medio de distancia y permanecía tumbada de lado, con las patas extendidas sobre el abismo.
—¡Todavía está viva! —exclamó Jane—. ¡Gracias a Dios!
—Y nuestros abastecimientos siguen intactos —agregó Ellis con muy poco sentimentalismo.
—Pero, ¿cómo conseguiremos volver a subirla hasta aquí?
Ellis la miró y no contestó.
Jane comprendió que les resultaría completamente imposible volver a subir a la yegua al sendero.
—¡Pero no podemos dejarla allí para que muera congelada! exclamó Jane.
—Lo siento —dijo Ellis.
—¡Oh, Dios, esto es intolerable!
Ellis se abrió el abrigo y descolgó el cabestrillo en que llevaba a Chantal. Jane se hizo cargo de ella y la colocó dentro de su propia chaqueta.
—Ante todo, buscaré comida —informó Ellis.
Se tumbó boca abajo a lo largo del borde del saliente y después dejó caer las piernas. La nieve suelta se desparramó sobre el animal postrado. Ellis fue bajando muy lentamente, mientras con los pies iba buscando el saliente inferior. Al tocar suelo firme, se soltó del saliente superior y giró lentamente sobre sí mismo.
Jane lo observaba, petríficada. Entre el borde del risco y el cuerpo de la yegua no había lugar suficiente para que Ellis apoyara ambos pies a la vez, tenía que apoyarse en un pie y después en el otro, como una de esas figuras de los antiguos murales egipcios. Dobló las rodillas y siempre con gran lentitud se puso en cuclillas y estiró la mano para aferrar el complejo nudo de tiras de cuero que sostenían la bolsa de las raciones de emergencia.
En ese momento, la yegua decidió levantarse.
Dobló las manos y de alguna manera logró ponerlas debajo de sus cuartos delanteros, después con ese movimiento serpenteante tan familiar de los caballos al ponerse en pie, levantó su cuarto trasero y trató de volver a apoyar las patas sobre el saliente.
Casi lo consiguió.
Cuando le resbalaron las patas, perdió el equilibrio y su grupa cayó hacia un costado. Ellis aferró la bolsa de comida. La yegua fue resbalándose, centímetro a centímetro, sin dejar de patear y de luchar. Jane estaba aterrorizada ante la posibilidad de que pudiera llegar a lastimar a Ellis. Inexorablemente, el animal fue resbalando por el borde. Ellis le pegó un tirón a la bolsa que contenía la comida, sin tratar ya de salvar al animal, sino abrigando sólo la esperanza de que se rompieran las tiras de cuero para poder quedarse así con los alimentos. Se le veía tan decidido que Jane temió que permitiría que el caballo lo arrastrara con su caída. El animal empezó a deslizarse con más rapidez, arrastrando a Ellis hasta el borde. En el último minuto, él soltó la bolsa con un grito de frustración y, lanzando un relincho que más bien parecía un aullido, la yegua cayó, girando y volviendo a girar sobre sí misma en el vacío, llevándose consigo toda la comida, los medicamentos, el saco de dormir y el pañal extra de Chantal.
Jane estalló en sollozos.
Pocos instantes después Ellis trepó al saliente y estuvo a su lado. La abrazó y se arrodilló junto a ella durante algunos instantes, mientras Jane lloraba por la yegua, por las provisiones, por sus piernas doloridas y por sus pies helados. Después él se puso en pie, y con suavidad la ayudó a levantarse.
—No debemos detenernos —dijo.
—Pero, ¿cómo vamos a seguir? —preguntó ella—. No tenemos qué comer, no podemos hervir agua, hemos perdido la bolsa de dormir, los medicamentos…
—Pero nos tenemos el uno al otro —interrumpió él.
Ella lo abrazó con fuerza al recordar lo cerca que había estado del precipicio cuando resbaló. Si sobrevivimos a todo esto —pensó—, y logramos escapar de los rusos y volver a Europa juntos, jamás dejaré que se aleje de mi vista. Lo juro.
—Camina tú delante —indicó él, desembarazándose de su abrazo—. Quiero tenerte frente a mis ojos.
Le pegó un pequeño empujoncito y automáticamente ella empezó a subir por la montaña. Poco a poco la desesperación que la embargaba, fue pasando a segundo plano. Decidió que su meta consistiría simplemente en seguir caminando hasta que cayera muerta. Después de un rato, Chantal empezó a llorar. Al principio Jane la ignoró, pero llegó el momento en que se detuvo.
Más tarde, no supo cuándo —pudo haber sido minutos u horas después porque había perdido la noción del tiempo—, al doblar un recodo del camino, Ellis la detuvo poniéndole una mano en su brazo.
—Mira —exclamó, señalando algo delante de sí.
El sendero conducía hacia abajo a una vasta cuenca de colinas orladas por montañas de picos nevados. Al principio no comprendió por qué Ellis le acababa de decir Mira, pero en seguida comprendió que el sendero empezaba a descender.
—¿Ya hemos llegado a la cima? —preguntó, atontada.
—Así es —contestó él—. Este es el paso de Kantiwar. Hemos recorrido el peor trecho del viaje. Durante los próximos dos días el camino bajará y el tiempo será cada vez más cálido.
Jane se sentó sobre una roca cubierta de hielo. ¡Lo logré! —pensó—. ¡Lo logré!
Mientras los dos contemplaban la negra serranía, el cielo detrás de las montañas se tornó de un tono gris perla a un rosado polvoriento. Amanecía. A medida que la luz iba tiñendo lentamente el firmamento, también un rayo de esperanza fue deslizándose de nuevo en el corazón de Jane. Descenso —pensó—, y clima más cálido. Tal vez logremos escapar.
Chantal volvió a llorar. Bueno, por lo menos su abastecimiento de comida no había desaparecido con Maggie. Jane le amamantó sentada en esa roca helada del techo del mundo, mientras Ellis derretía nieve entre sus manos para que ella bebiera.
El descenso al valle de Kantiwar fue relativamente suave, pero al principio muy lleno de hielo. Sin embargo, resultaba menos inquietante hacer el trayecto sin tener que preocuparse por la yegua. Ellis, que no había resbalado ni una vez durante todo el ascenso, llevaba a Chantal.
Delante de ellos, el cielo de la mañana se volvió rojo como una llamarada, como si más allá de las montañas, el mundo fuese un gigantesco incendio. Jane seguía todavía con los pies insensibles de frío, pero la nariz se le había descongelado. De repente se dio cuenta de que tenía un hambre espantosa. Simplemente tendrían que seguir caminando hasta que se cruzaran con alguien. Y ahora lo único que les quedaba para comerciar era el TNT que Ellis llevaba en los bolsillos. Cuando eso hubiera desaparecido, tendrían que confiar en la tradicional hospitalidad de los afganos.
Tampoco tenían en qué dormir. Tendrían que hacerlo envueltos en sus abrigos y con las botas puestas. Pero de alguna manera, Jane tenía la sensación de que lograrían resolver todos sus problemas. En ese momento hasta resultaba fácil encontrar el sendero, porque las paredes de piedra que se erguían a ambos lados del valle eran una guía constante y limitaban la distancia en que podrían llegar a perderse. Pronto encontraron un pequeño arroyo rumoroso que burbujeaba junto a ellos: estaban de nuevo por debajo de la línea del hielo. El camino era bastante parejo y, de haber tenido la yegua, hubiesen podido montarla.
Después de otras dos horas de marcha hicieron una pausa para descansar en la entrada de un desfiladero, y Jane tomó a Chantal de brazos de Ellis. Delante de ellos el descenso se hacía duro e inclinado, pero estando por debajo de la línea del hielo, las rocas ya no eran resbaladizas. El desfiladero era bastante angosto y no era difícil que quedara bloqueado.
—Espero que allá abajo no encontremos ningún deslizamiento de tierra —deseó Jane.
Ellis estaba mirando hacia atrás. De repente se Sobresaltó. —¡Dios Santo! —exclamó.
—¿Qué diablos pasa? —preguntó Jane.
Se volvió para seguir la mirada de Ellis y en ese momento sintió que se le caía el corazón a los pies. Detrás de ellos, en lo alto, a aproximadamente un kilómetro y medio de distancia vio a una media docena de hombres y un caballo: la patrulla que los buscaba.
Después de todo eso —pensó Jane—, después de todo lo que hemos pasado, han conseguido alcanzarnos. Se sentía demasiado desgraciada incluso para llorar. Ellis le aferró el brazo.
—¡Rápido, tenemos que movernos! —exclamó.
Y empezó a caminar apresuradamente hacia el desfiladero, arrastrándola detrás de sí.
—¿Qué sentido tiene? —preguntó Jane con cansancio—. No cabe la menor duda de que nos alcanzarán.
—Nos queda una posibilidad.
A medida que caminaban, Ellis estudiaba las abruptas paredes rocosas del desfiladero.
—¿Cuál?
—Una avalancha de rocas.
—Encontrarán la manera de subir a ellas o de rodearlas.
—No, si quedan enterrados debajo.
Se detuvo en un lugar donde el suelo de la garganta tenía menos de un metro de ancho y una de las paredes era inusitadamente inclinada y alta.
—¡Este lugar es perfecto! —exclamó.
Sacó del bolsillo de su chaqueta un bloque de TNT, un rollo de cable detonador con la marca Primacord, un pequeño objeto de metal del tamaño aproximado de la tapa de una estilográfica y algo parecido a una jeringuilla de metal, sólo que en el extremo romo tenía un aro para tirar en lugar de un inyector. Colocó los objetos en el suelo.
Jane observaba como aturdida. No se atrevía a abrigar esperanzas.
Unió el pequeño objeto metálico a uno de los extremos del Primacord, apretándolo con los dientes; después lo aseguró al extremo afilado de la jeringa. Se lo entregó a Jane.
—Te explicaré lo que tienes que hacer. Camina hacia aquel extremo del desfiladero extendiendo el cable. Trata de que quede oculto. No importa si tienes que meterlo en el arroyo, esto arde debajo del agua. Cuando toda la extensión del cable quede tensa, saca los pernos de seguridad de esta manera. —Le mostró algo parecido a dos alfileres pinchados al cuerpo de la jeringa. Los extrajo y volvió a ponerlos en su lugar—. Después no me pierdas de vista. Espera hasta que yo te haga señas con los brazos en alto, así. —Le demostró con gestos la señal que le haría—. Entonces tira de la anilla. Si hacemos esto en el momento justo, es posible que los matemos a todos. ¡Adelante!
Jane siguió las órdenes que acababa de darle sin pensar, como un autómata. Caminó hasta el extremo del desfiladero, extendiendo el cable. Al principio lo ocultó detrás de una fila de arbustos bajos, después lo tendió sobre el lecho del arroyo. Chantal dormía en el cabestrillo, meciéndose suavemente a medida que Jane caminaba, y le dejaba los dos brazos libres.
Después de un minuto, miró hacia atrás. Ellis colocaba el TNT dentro de la fisura de una roca. Jane siempre había creído que los explosivos estallaban espontáneamente si uno los trataba con descuido; obviamente ése era un concepto equivocado.
Siguió caminando hasta que sintió el cable tenso en la mano, y entonces se volvió. Ellis escalaba la pared del desfiladero, sin duda buscando la mejor posición para poder observar a los rusos cuando se introdujeran en la trampa.
Se sentó junto al arroyo. El pequeño cuerpecito de Chantal descansaba en su regazo liberando de su peso la espalda de Jane. Las palabras de Ellis seguían resonando en su cabeza: Si hacemos esto en el momento justo, es posible que los matemos a todos. ¿Podrá dar resultado? —se preguntó—. ¿Morirán todos?
En ese caso, ¿que harían los demás rusos? La mente de Jane empezó a aclararse y consideró las posibles consecuencias. En el término de una hora o dos alguien notaría que esa patrulla hacía rato que no se comunicaba con ellos y tratarían de llamarlos por radio. Al no poder obtener respuesta, supondrían que se encontraban en un desfiladero profundo, o que se les había estropeado la radio. Después de otro par de horas sin contacto, enviarían un helicóptero en su busca, presuponiendo que el oficial al mando tendría el sentido común necesario para encender una fogata o tomar alguna otra medida para ser claramente visibles desde el aire. Cuando también eso fracasara, la gente del cuartel general empezaría a preocuparse. En algún momento tendrían que enviar otra patrulla para buscar a la perdida. Y el nuevo grupo tendría que recorrer el mismo camino que el anterior. Decididamente no completaría el trayecto durante el día, y les resultaría imposible buscarlos por la noche. Cuando por fin encontraran los cadáveres, Ellis y Jane les habrían sacado por lo menos un día y medio de ventaja, posiblemente más. Tal vez sea bastante, pensó Jane; para entonces ellos habrían pasado por tantos desvíos, valles laterales y rutas alternativas, que sería imposible seguirles el rastro. Me pregunto —pensó con cansancio—, me pregunto si esto podrá ser el final. ¡Ojalá se dieran prisa esos soldados! No soporto la espera. ¡Tengo tanto miedo!
Podía ver a Ellis con claridad: se arrastraba sobre pies y manos a lo largo de la parte superior del risco. También divisaba a la patrulla, que marchaba por el valle. Aún a esa distancia se los notaba sucios, y por sus hombros caídos y la forma en que arrastraban los pies era evidente que estaban cansados y desalentados. Todavía no la habían visto; ella se confundía con el paisaje.
Ellis se agazapó detrás de una roca y desde allí espió a los soldados que se acercaban. Era visible desde donde estaba Jane, pero se encontraba oculto de las miradas de los rusos. En cambio él veía con claridad el lugar donde acababa de colocar los explosivos.
Los soldados llegaron a la entrada del desfiladero y empezaron el descenso. Uno de ellos montaba a caballo y tenía bigote: presumiblemente se trataba de un oficial. Otro tenía puesto un gorro chitralí. Ese es Halam —pensó Jane—, el traidor. Después de lo que había hecho Jean-Pierre, la traición le parecía un crimen imperdonable. Había otros cinco más y todos tenían el pelo muy corto, cubierto por gorras de uniforme, y sus rostros eran juveniles y bien afeitados. Dos hombres y cinco muchachos, pensó ella.
Observó a Ellis. En cualquier momento le haría la señal convenida. Le empezó a doler el cuello por la tensión de mirar permanentemente hacia arriba. Los soldados todavía no la habían visto: tenía la atención fija en el terreno rocoso y desigual. Por fin Ellis se volvió hacia ella y en un ademán lento y deliberado, alzó ambas manos por encima de su cabeza.
Jane volvió a mirar a los soldados. Uno de ellos estiró el brazo y tomó la bridas del caballo para ayudarlo a caminar sobre el terreno desigual. Jane sostenía en la mano izquierda el artefacto parecido a una jeringa, y con la derecha apretaba la anilla de la que debía tirar. Un solo tirón haría detonar el TNT y desmoronaría el risco sobre sus perseguidores. Cinco muchachos —pensó—. Que entraron en el ejército porque eran pobres o tontos, o ambas cosas, o tal vez porque fueron reclutados. Obligados a vivir en un país frío y poco hospitalario, donde la gente los odia. A quienes se ordena cruzar un desierto montañoso y helado. Enterrados por un deslizamiento de tierra y de rocas, las cabezas destrozadas, los pulmones ahogados por la tierra, las columnas vertebrales rotas y los pechos hundidos, gritando, sofocándose y sangrando hasta morir en medio del terror y de dolores espantosos. Cinco cartas que serían dirigidas a orgullosos padres y ansiosas madres: lamentamos informar, muerto en acción, histórica lucha contra las fuerzas de la reacción, acto de heroísmo, medalla póstuma, profundas condolencias. ¡Profundas condolencias! El desprecio de la madre ante esas palabras, tan cuidadosamente elegidas, al recordar el momento en que dio a luz a su hijo en medio del dolor y del miedo, en que lo alimentó en las épocas fáciles y difíciles, en que le enseñó a caminar erguido, a lavarse las manos y a deletrear su nombre, en que lo envió a la escuela; al recordar cómo lo observó crecer y crecer hasta que fue casi tan alto como ella y después aún más alto, hasta que estuvo en condiciones de ganarse la vida y de casarse con una muchacha sana, fundar una familia propia y darle nietos. La angustia de la madre al darse cuenta de que todo eso, todo lo que había hecho, el dolor, el trabajo y las preocupaciones había sido en balde: ese milagro, su hombre-niño acababa de ser destruido por hombres bravucones en una guerra estúpida e inútil. La sensación de pérdida.
Jane oyó gritar a Ellis. Levantó la mirada. Estaba de pie, ya no le importaba que lo vieran, le hacía gestos con la mano y gritaba:
—¡Hazlo ahora! ¡Hazlo ya!
Con todo cuidado, ella depositó el detonador en el suelo junto al arroyo caudaloso.
Los soldados ya los habían visto a ambos. Dos de ellos empezaron a subir por el muro del desfiladero, dirigiéndose al lugar donde se encontraba Ellis. Los demás rodearon a Jane, apuntándola a ella y a su hijita con sus rifles, con aspecto de sentirse tontos y avergonzados. Ella los ignoró y observó a Ellis, que bajaba por el muro del desfiladero. Los hombres que subían dirigiéndose hacia él, se detuvieron y esperaron para ver qué iba a hacer.
Ellis llegó al terreno llano y caminó lentamente hacia Jane. Se plantó frente a ella.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué no lo hiciste?
Porque son tan jóvenes —pensó ella—; porque son jóvenes e inocentes y no quieren matarme. Porque habría sido un asesinato.
Pero sobre todo.
—Porque tienen madres —contestó.
Jean-Pierre abrió los ojos. La figura rolliza de Anatoly estaba agazapada junto al lecho de campaña. A espaldas de Anatoly, el sol brillante se filtraba por la abertura de la tienda. Jean-Pierre tuvo un momento de pánico, sin saber por qué había dormido hasta tan tarde ni qué se habría perdido; después, como en un relámpago, recordó los acontecimientos de la noche anterior.
Anatoly y él habían acampado en la entrada del paso de Kantiwar. Fueron despertados alrededor de las ocho y media de la madrugada por el capitán a cargo de la patrulla de búsqueda, quien a su vez había sido despertado por el centinela. El capitán informó que acababa de llegar vacilante al campamento un joven afgano llamado Halam. Utilizando una mezcla de pashto, inglés y ruso, Halam declaró que había sido el guía de los norteamericanos prófugos, pero que lo habían insultado hasta el punto que decidió abandonarlos. Cuando se le preguntó dónde se encontraban los norteamericanos en ese momento, se ofreció a conducir a los rusos a la choza de piedra donde en esos momentos dormía la pareja sin sospechar lo que sucedía.
Jean-Pierre insistió en que debían subir a un helicóptero y partir de inmediato. Anatoly fue más circunspecto.
—En Mongolia tenemos un dicho: Que no se te endurezca el pene hasta que la puta abra las piernas —recitó—. Halam puede estar mintiendo. Pero aún en el caso de que diga la verdad, es posible que no pueda encontrar la choza, sobre todo de noche y desde el aire. Y aunque la encuentre, pueden haberse ido.
—Entonces, ¿qué crees que debemos hacer?
—Enviar una patrulla de avanzada: un capitán, cinco soldados y un caballo, acompañados por este Halam, por supuesto. Pueden partir inmediatamente. Y nosotros descansaremos hasta que ellos hayan encontrado a los prófugos.
Su cautela resultó acertada. A las tres y media de la madrugada, la patrulla de avanzada se comunicó con ellos por radio para informar que la choza estaba desierta. Sin embargo, agregaron que había un fuego todavía encendido, así que era probable que Halam dijera la verdad.
Anatoly y Jean-Pierre dedujeron que sin duda Ellis y Jane, despertaron en plena noche y al descubrir la ausencia de Halam, decidieron huir. Anatoly ordenó a la patrulla que los siguiera, confiando en que Halam les indicaría la ruta más probable.
Llegado a ese punto, Jean-Pierre volvió a acostarse y cayó en un sueño pesado, motivo por el que no se despertó al amanecer. En ese momento miró confuso a Anatoly y preguntó:
—¿Qué hora es?
—Las ocho. Y los hemos apresado.
El corazón de Jean-Pierre le dio un salto dentro del pecho, pero en seguida recordó que ya había tenido antes esa misma sensación, sólo para sentirse frustrado después.
—¿Estás seguro? —preguntó.
—En cuanto te pongas los pantalones podemos ir a constatarlo.
Fue prácticamente así de rápido. justo antes de que partieran llegó un helicóptero de abastecimiento y Anatoly juzgó que era prudente perder algunos minutos mientras les llenaban los tanques, así que Jean-Pierre se vio obligado a contener un poco más la impaciencia que lo consumía.
Despegaron algunos instantes después. Jean-Pierre observó el paisaje por la puerta abierta. Mientras se elevaron por encima de las montañas se dio cuenta de que ése era el territorio más inhóspito, gris y duro que había visto en Afganistán. ¿Había Jane realmente cruzado ese paisaje lunar desierto, cruel y gélido con un bebé en brazos? Debe de odiarme muchísimo para haber sido capaz de sufrir tanto con tal de alejarse de mí —pensó Jean-Pierre—. Pero ahora se enterará de que todo fue en vano. Me pertenece para siempre.
Pero, ¿la habrían capturado? Le aterrorizaba la posibilidad de sufrir otra desilusión. ¿Cuando aterrizaran descubriría que la patrulla de avanzada había capturado a otra pareja de hippies, o a dos alpinistas fanáticos o hasta a una pareja de nómadas con un aspecto vagamente europeo?
Cuando lo sobrevolaron, Anatoly le señaló el paso de Kantiwar. —Por lo visto perdieron el caballo —agregó, gritando junto a la oreja de Jean-Pierre para que lo oyera por encima del ruido de los motores y el aullido del viento. Jean-Pierre distinguió la figura de un caballo muerto en la nieve. Se preguntó si sería Maggie. De alguna manera esperaba que fuesen los restos de esa bestia testaruda.
Volaron a lo largo del valle de Kantiwar, observando cuidadosamente el terreno, en busca de la patrulla de avanzada. Al rato vieron humo: alguien había encendido una fogata para guiarlos. Descendieron en dirección a un terreno plano junto a la entrada de un desfiladero. Jean-Pierre escrutó el lugar a medida que iban bajando: vio a tres o cuatro soldados de uniforme, pero no consiguió identificar a Jane.
El helicóptero aterrizó. Jean-Pierre tenía el corazón en la boca. Saltó a tierra, presa de una enfermiza sensación de tensión. Anatoly también descendió de un salto. El capitán los condujo al desfiladero.
Y allí estaban.
Jean-Pierre se sintió como alguien que había sido torturado y que ahora tenía al torturador en su poder. Jane estaba sentada en el suelo junto a un pequeño arroyo, con Chantal en el regazo. Ellis permanecía de pie detrás de ella. Los dos parecían extenuados, vencidos y desmoralizados. Jean-Pierre se detuvo.
—Ven acá —ordenó a Jane.
Ella se puso en pie y se le acercó. El notó que llevaba a Chantal en una especie de cabestrillo que colgaba de su cuello y que le dejaba libres ambas manos. Ellis empezó a seguirla.
—¡Tú no! —ordenó Jean-Pierre.
Y Ellis se detuvo.
Jane se quedó de pie frente a Jean-Pierre y levantó la vista para mirarlo. El levantó la mano derecha y le pegó una bofetada en la mejilla con todas sus fuerzas. Fue la bofetada más satisfactoria que había pegado en su vida. Ella giró sobre sí misma y retrocedió trastabillando, hasta el punto de que él pensó que caería; pero consiguió recuperar el equilibrio y se quedó mirándolo fijo con aire desafiante, mientras lágrimas de dolor le mojaban el rostro. Por encima del hombro de Jane, Jean-Pierre vio que de repente Ellis daba un paso adelante y que después se contenía. Jean-Pierre se sintió un poco frustrado: si Ellis hubiera intentado hacerle algo, los soldados se le hubieran abalanzado y le habrían propinado una paliza. No importaba: muy pronto recibiría su dosis de azotes.
Jean-Pierre alzó la mano para volver a pegarle a Jane. Ella hizo una mueca de dolor a la vez que cubría a Chantal protectoramente con sus brazos. Jean-Pierre cambió de idea.
—Ya habrá tiempo para eso más adelante —dijo, bajando la mano—. Tiempo más que suficiente.
Jean-Pierre giró sobre sus talones y volvió caminando al helicóptero. Jane miró a Chantal. La pequeña le devolvió la mirada, despierta pero no hambrienta. Jane la abrazó como si fuera la chiquilla quien necesitara consuelo. De alguna manera, a pesar de que la cara todavía le ardía de dolor y de humillación, se alegraba de que Jean-Pierre le hubiera pegado. Ese golpe fue como un decreto absoluto de divorcio: significaba que su matrimonio había terminado definitiva y oficialmente y que ella ya no tenía más responsabilidades con él. En cambio si él hubiera llorado, le hubiera pedido perdón, o le hubiese suplicado que no lo odiara por lo que había hecho, ella se habría sentido culpable. Pero la bofetada terminó con todo eso. Ya no le quedaba ningún sentimiento hacia él: ni una pizca de amor, ni de respeto, ni siquiera de compasión. Pensó que era una ironía que se sintiera tan completamente liberada, justamente en el momento en que él, por fin, había logrado capturarla.
Hasta ese momento, el capitán, el que montaba a caballo, había estado a cargo de todo, pero de allí en adelante Anatoly asumía la responsabilidad total. Mientras lo oía dar órdenes, Jane se dio cuenta de que comprendía todo lo que él decía. Hacía más de un año que no oía hablar ruso y al principio le pareció un galimatías, pero ahora que se le había acostumbrado el oído, entendía cada palabra. En ese momento le ordenaba a un soldado que le atara las manos a Ellis. El soldado, que por lo visto esperaba recibir esa orden, sacó un par de esposas. Ellis, en un gesto de cooperación, tendió las manos hacia delante y el soldado se las esposó.
Ellis parecía intimidado y abatido. Al verlo encadenado y vencido, Jane se sintió invadida por una oleada de pena y angustia, y se le llenaron los ojos de lágrimas.
El soldado preguntó si debía esposar también a Jane.
—No —contestó Anatoly—. Ella tiene el bebé.
Los llevaron hasta el helicóptero.
—Lo siento —dijo Ellis—. Me refiero a lo de Jean-Pierre. No pude impedir…
Ella movió la cabeza para indicarle que no hacía falta que se disculpara, pero le resultó imposible articular palabra. La absoluta sumisión de Ellis la enfurecía, no con él sino con todos los demás, por haberlo reducido a ese estado. Estaba furiosa con Jean-Pierre, con Anatoly, con Halam y con los rusos en general. Casi llegó a desear haber hecho detonar los explosivos.
Ellis saltó al helicóptero y después se inclinó para ayudarla a subir. Sostuvo a Chantal con el brazo izquierdo para que no se balanceara el cabestrillo y le tendió a ella la mano derecha. La izó de un tirón. En el momento en que la tuvo más cerca murmuró:
—En cuanto despeguemos, pégale una bofetada a Jean-Pierre.
Jane estaba demasiado escandalizada para reaccionar, cosa que probablemente fue una suerte. Nadie más parecía haber escuchado las palabras de Ellis, pero de todos modos, ninguno de ellos hablaba demasiado inglés. Ella hizo un esfuerzo por conservar una expresión normal.
La cabina de pasajeros era pequeña, con un techo tan bajo que los hombres tenían que permanecer inclinados. No tenía más comodidades que un pequeño estante, asegurado al fuselaje frente a la puerta y que hacía las veces de asiento. Jane se sentó agradecida. Desde allí veía la cabina del piloto. El asiento del piloto estaba elevado unos setenta centímetros del suelo con un escalón al lado para subir a él. El piloto se encontraba en su puesto —la tripulación no había desembarcado— y la hélice giraba. El ruido era muy fuerte.
Ellis se instaló en el suelo junto a Jane, entre el banco y el asiento del piloto.
Anatoly subió a bordo con un soldado a quien habló mientras señalaba a Ellis. Jane no podía oír lo que decían, pero por la actitud del soldado dedujo que se le había ordenado custodiar a Ellis: el muchacho descolgó el rifle que llevaba al hombro y lo sostuvo descuidadamente en sus manos.
Jean-Pierre fue el último en subir. Mientras el helicóptero alzaba el vuelo, se quedó junto a la puerta abierta contemplando el paisaje. Jane se sintió presa del pánico. Estaba muy bien que Ellis le dijera que abofeteara a Jean-Pierre en el momento de despegar, pero ¿cómo iba a hacerlo? En ese instante Jean-Pierre le daba la espalda y seguía de pie junto a la puerta abierta: si ella intentaba pegarle, probablemente perdería el equilibrio y caería al vacío. Miró a Ellis con la esperanza de que la guiara. El tenía una expresión tensa en el rostro, pero rehuyó su mirada.
El helicóptero se alzó hasta una altura aproximada de tres metros, después efectuó una especie de descenso, cobró velocidad y empezó a ascender nuevamente.
Jean-Pierre se volvió de espaldas a la puerta, cruzó la cabina y comprobó que no tenía donde sentarse. Vaciló. Jane sabía que debía levantarse y abofetearle —aunque ignoraba por qué—, pero estaba como petrificada en su asiento, paralizada por el pánico. Entonces Jean-Pierre le hizo señas con el pulgar, indicándole que debía ponerse de pie.
Allí fue donde ella perdió los estribos.
Estaba cansada y se sentía miserable, dolorida y hambrienta, y él quería que se levantara soportando el peso de la hijita de ambos, para que él pudiera sentarse. Ese movimiento despectivo del pulgar le pareció la síntesis de toda su crueldad, maldad y traiciones, y la enfureció. Se puso en pie, con Chantal colgada del cuello, y acercó su cara a la de él, gritando:
—¡Cretino! ¡Bastardo! —Sus palabras se perdieron entre el rugir de los motores y el aullido del viento, pero por lo visto la expresión de Jane lo impresionó, porque él retrocedió un paso—. ¡Te odio! —gritó ella, y después se abalanzó contra él con los brazos extendidos y lo empujó violentamente hacia atrás, hacia la puerta abierta.
Los rusos habían cometido un error. Era un error pequeñísimo, pero era todo lo que Ellis tenía a su favor y estaba decidido a sacarle el mayor partido posible. El error consistía en haberlo esposado con las manos al frente en lugar de hacerlo a la espalda.
Al principio abrigó la esperanza de que no lo esposaran; por eso, con un esfuerzo sobrehumano, no hizo nada cuando Jean-Pierre abofeteó a Jane. Existía la posibilidad de que le dejaran los brazos libres: después de todo estaba desarmado y solo. Pero, por lo visto, Anatoly era un hombre precavido.
Por suerte no fue él quien lo esposó, sino un simple soldado. Los soldados sabían que los prisioneros que tenían las manos atadas delante eran mucho más fáciles de manejar: era menos probable que cayeran y podían subir y bajar de camiones y helicópteros sin ayuda. Así que cuando Ellis sumisamente le tendió las manos al frente, el soldado no lo pensó dos veces.
Sin ayuda era imposible que Ellis venciera a tres hombres, sobre todo cuando por lo menos uno de ellos estaba armado. Sus posibilidades en una lucha directa eran nulas. Su única esperanza consistía en hacer que el helicóptero se estrellara.
Durante un instante el tiempo quedó como detenido, mientras Jane permanecía de pie frente a la puerta abierta con la pequeña balanceándose de su cuello, y miraba con expresión horrorizada a Jean-Pierre que caía al vacío; y en ese instante Ellis pensó: Estamos a cuatro o cinco metros de altura y ese cretino posiblemente sobrevivirá. ¡Qué pena! Pero en ese instante Anatoly se puso en pie y aferró los brazos de Jane desde atrás. Anatoly y Jane separaban a Ellis del soldado que se había quedado del otro lado de la cabina.
Ellis giró sobre sí mismo, se puso en pie de un salto junto al asiento del piloto, pasó sus manos esposadas por encima de la cabeza del hombre, le clavó la cadena de las esposas en el cuello y tiró.
El piloto no perdió la serenidad.
Mantuvo los pies sobre los pedales y el brazo izquierdo sobre la palanca de mando, levantó la mano derecha y agarró las muñecas de Ellis.
Ellis tuvo un momento de pánico. Esa era su última oportunidad y sólo le quedaban un par de segundos. El soldado al principio tendría miedo a usar el rifle por temor de herir al piloto, y Anatoly, en el caso de estar armado, compartiría el mismo temor, pero en cualquier momento uno de ellos comprendería que no tenía nada que perder, porque si no disparaban sobre Ellis en pocos instantes más el helicóptero se estrellaría, de manera que correrían el riesgo.
Alguien aferró los hombros de Ellis desde atrás. Al ver de reojo la manga gris oscura, se dio cuenta de que era Anatoly. En el morro del helicóptero, el artillero se volvió, vio lo que estaba sucediendo y empezó a levantarse de su asiento. Ellis pegó un tirón salvaje a la cadena. El dolor fue demasiado intenso para el piloto que levantó ambas manos y abandonó su asiento.
En cuanto las manos y los pies del piloto soltaron los controles, el helicóptero empezó a corcovear y a brincar en el aire. Ellis estaba preparado para eso y mantuvo el equilibrio apoyándose contra el asiento del piloto, pero a sus espaldas, Anatoly perdió el equilibrio y lo soltó.
Ellis arrojó al piloto al suelo y después se apoderó de los controles y empujó la palanca hacia abajo.
El helicóptero cayó como una piedra.
Ellis se volvió y se preparó para el impacto.
El piloto estaba a sus pies, tendido sobre el suelo de la cabina, aferrándose el cuello. Anatoly había caído cuan largo era en el centro de la cabina. Jane se encontraba agazapada en un rincón, protegiendo a Chantal con ambos brazos. El soldado también había caído, pero recuperó el equilibrio y en ese momento estaba apoyado sobre una rodilla y apuntaba a Ellis con su Kalashnikov.
Apretó el gatillo en el momento en que las ruedas del helicóptero golpeaban sobre tierra firme. El impacto hizo caer a Ellis de rodillas, pero lo esperaba y consiguió mantener el equilibrio. El soldado tropezó hacia un costado y sus disparos atravesaron el fuselaje a poca distancia de la cabeza de Ellis, después cayó hacia delante soltando el arma y extendiendo las manos para amortiguar el golpe. Ellis se inclinó, le arrebató el rifle y lo sostuvo incómodamente entre sus manos esposadas.
Vivió un momento de la más pura euforia.
Estaba luchando de nuevo. Se había escapado, después de haber sido capturado y humillado, de sufrir frío, hambre y miedo, y de tener que permanecer inmóvil mientras abofeteaban a Jane, pero en ese momento, por fin, se le volvía a presentar la oportunidad de ponerse en pie y luchar.
Apoyó el dedo en el gatillo. Tenía las manos esposadas demasiado juntas para poder sostener el Kalashnikov en la posición normal, pero pudo aferrar el cañón en una postura no convencional, utilizando la mano izquierda para sostener el cargador que sobresalía justo frente al gatillo.
El motor del helicóptero se detuvo y la hélice empezó a girar con más lentitud. Ellis miró de reojo la cabina del piloto y vio que el artillero saltaba a tierra por la portezuela lateral. Era necesario que controlara la situación con rapidez, antes de que los rusos que se encontraban fuera reaccionaran de su sorpresa.
Se movió para que Anatoly, que seguía tendido en el suelo, quedara situado entre él y la puerta. Después apoyó el cañón del rifle sobre la mejilla del ruso. El soldado, atemorizado, lo miró fijo.
—¡Salta a tierra! —ordenó Ellis, haciéndole señas con la cabeza.
El soldado comprendió y le obedeció.
El piloto seguía en el suelo; por lo visto le costaba respirar. Ellis lo pateó para conseguir que le prestara atención, y después le ordenó que también saltara. El hombre se puso en pie con dificultad, sin dejar de aferrarse el cuello, y salió por la portezuela.
—Dile a este tipo que salga del helicóptero pero que se quede de pie bien cerca dándome la espalda. ¡Rápido! ¡Rápido! —indicó Ellis a Jane.
Jane le gritó unas cuantas frases a Anatoly. El ruso se puso en pie, dirigió una mirada de profundo odio a Ellis y lentamente descendió del helicóptero.
Ellis apoyó el cañón del rifle sobre la parte posterior del cuello de Anatoly.
—¡Dile que les ordene a los demás que no se muevan!
Jane volvió a hablar en ruso y Anatoly dio una orden. Ellis miró a su alrededor. El piloto, el artillero y el soldado que estaban en el helicóptero se encontraban en las cercanías. justo detrás de ellos vio a Jean-Pierre, sentado en el suelo y sosteniéndose el tobillo: Debe de haber caído bien —pensó Ellis—; no tiene ninguna herida seria. Un poco más lejos se encontraban tres soldados más, el capitán, el caballo y Halam.
—Dile a Anatoly que se desabroche la chaqueta, que se saque lentamente su arma y que te la entregue.
Jane tradujo. Ellis hundió más el cañón del rifle en la carne de Anatoly mientras el ruso sacaba la pistola y la tendía hacia atrás.
Jane se la quitó de las manos.
—¿Es una Makarov? —preguntó Ellis—. Sí. Verás que tiene un seguro en el lado izquierdo. Muévelo hasta que cubra el punto colorado. Para disparar la pistola primero tienes que tirar hacia atrás la parte superior, y después debes apretar el gatillo. ¿Comprendido?
—Comprendido —contestó ella.
Estaba temblorosa y blanca como el papel, pero en su boca había un gesto decidido.
—Dile que ordene a los soldados que vayan trayendo sus armas aquí, uno por uno, y que las arrojen dentro del helicóptero.
Jane tradujo y Anatoly dio la orden.
—Apúntales con la pistola a medida que se vayan acercando —agregó Ellis.
Uno a uno los soldados se acercaron y fueron quedando desarmados.
—Cinco muchachos —dijo Jane.
—¿De qué estás hablando?
—Había un capitán, Halam y cinco muchachos. Sólo veo cuatro. —Dile a Anatoly que si quiere vivir, tiene que encontrar al quinto. Jane le gritó a Anatoly y Ellis se sorprendió ante la vehemencia de su voz. Anatoly parecía asustado cuando gritó una orden. Un momento después el quinto soldado apareció junto a la cola del helicóptero y entregó su rifle, lo mismo que los demás.
—¡Te felicito! —exclamó Ellis—. Este podía haberlo arruinado todo. Ahora diles que se tiendan en el suelo.
Un minuto después estaban todos de bruces en tierra.
—Tendrás que sacarme las esposas de un tiro —instruyó Ellis. Depositó el rifle y se puso en pie con los brazos extendidos hacia la puerta. Jane echó hacia atrás el percutor de la pistola y después apoyó el cañón contra la cadena. Se situaron de manera que la bala saliera por la puerta del helicóptero.
—Espero que no me rompa la maldita muñeca —deseó Ellis. Jane cerró los ojos y apretó el gatillo.
Ellis lanzó un rugido.
—¡Mierda! —Al principio las muñecas le dolieron endiabladamente. Entonces, pasado un momento, comprendió que no se le habían roto, aunque sí la cadena.
Tomó el rifle.
—Ahora quiero que me entreguen la radio.
Obedeciendo una orden de Anatoly, el capitán empezó a desatar una caja del lomo del caballo.
Ellis se preguntó si el helicóptero volvería a volar. El tren de aterrizaje sin duda habría quedado destruido, por supuesto, y la panza de la máquina podía tener toda clase de averías, pero el motor y las principales líneas de control se encontraban en la parte superior del aparato. Recordó que durante la batalla de Darg había visto a un Hind idéntico a ése que se precipitó a tierra desde una altura de nueve metros y después volvió a levantar el vuelo. Si ése pudo volar, también debería volar éste —pensó—. En caso contrario. En caso contrario no sabía lo que haría.
El capitán se acercó con la radio y la colocó dentro del helicóptero, después volvió a alejarse.
Ellis gozó de un momento de alivio. En tanto él tuviera la radio los rusos no podrían ponerse en contacto con la base. Eso significaba que no podrían conseguir refuerzos, ni alertar a nadie. Si conseguía que el helicóptero se elevara, estaría a salvo de toda persecución.
—No dejes de apuntar a Anatoly con tu arma —le pidió a Jane—. Yo iré a ver si este aparato despega.
A Jane el arma le pareció sorprendentemente pesada. Para apuntar a Anatoly, mantuvo durante un rato el brazo extendido, pero pronto lo tuvo que bajar para descansar. Con la mano izquierda palmeaba la espalda de Chantal. La pequeña había llorado intensamente durante los últimos minutos, pero en ese momento estaba callada.
El motor del helicóptero se puso en marcha, dio una serie de sacudidas y vaciló. ¡Oh, por favor, arranca! —rezó Jane—; ¡por favor! El motor rugió, recobrando la vida, y ella vio que la hélice giraba.
Jean-Pierre levantó la vista.
¡No te atrevas! —pensó ella—. ¡No te muevas!
Jean-Pierre se irguió, la miró y después se puso dolorosamente en pie.
Jane le apuntó con la pistola.
El empezó a caminar hacia el helicóptero.
—¡No me obligues a dispararte! —aulló ella, pero su voz fue ahogada por el sonido cada vez más fuerte de los motores.
Anatoly debió de ver a Jean-Pierre, porque giró sobre sí mismo y se sentó. Jane le apuntó con el arma. El levantó los brazos en un gesto de rendición. Jane volvió a dirigir el arma hacia Jean-Pierre. Este seguía acercándose.
Jane sintió que el helicóptero se estremecía e intentaba alzar el vuelo.
En ese momento Jean-Pierre se encontraba muy cerca. Le veía el rostro con claridad. Tenía las manos extendidas en un gesto de súplica, pero en sus ojos había una expresión de locura. Ha perdido la razón —pensó ella—. Pero tal vez eso hubiera sucedido mucho tiempo antes.
—¡Lo haré! —aulló, a pesar de saber que él no podía oírla—. ¡Dispararé!
El helicóptero despegó.
Jean-Pierre empezó a correr.
Mientras el aparato alzaba el vuelo, pegó un salto y aterrizó en la cabina. Jane tuvo la esperanza de que volviera a caer, pero él consiguió recuperar el equilibrio. La miró con ojos llenos de odio y se preparó para saltar sobre ella.
Jane cerró los ojos y apretó el gatillo.
La pistola se disparó con un fuerte retroceso.
Ella volvió a abrir los ojos. Jean-Pierre todavía seguía allí, de pie, con una expresión de estupefacción en el rostro. En la chaqueta tenía una mancha oscura que se iba extendiendo. Presa del pánico Jane volvió a apretar el gatillo una vez y otra vez y después una tercera. Erró los dos primeros disparos, pero tuvo la sensación de que el tercero le daba en el hombro. Jean-Pierre giró sobre sí mismo, quedó de cara hacia afuera y después cayó hacia delante y se desplomó en el vacío a través de la puerta.
Entonces desapareció.
Lo maté, pensó ella.
Al principio se sintió invadida por una especie de júbilo salvaje. El había tratado de capturarla, de aprisionarla y de convertirla en una esclava. Trató de darle caza como si fuese un animal. La traicionó y le pegó. Y ahora ella le había dado muerte.
Después se sintió sobrecogida por el dolor. Se sentó en la cabina y sollozó. Chantal también empezó a llorar y Jane comenzó a mecer a su hijita mientras ambas sollozaban juntas.
No supo cuánto tiempo permanecieron allí. Pero en algún momento se levantó y se dirigió a la cabina del piloto, quedando junto al asiento de éste.
—¿Estás bien? —preguntó Ellis a gritos.
Ella asintió y ensayó una débil sonrisa.
Ellis le devolvió la sonrisa, señaló uno de los indicadores y gritó:
—¡Mira: tenemos los tanques llenos de combustible!
Ella lo besó en la mejilla. Algún día le contaría que había matado a Jean-Pierre a tiros, pero ahora no.
—¿A qué distancia de la frontera estamos? —preguntó.
—A menos de una hora. Y no pueden mandar a nadie a perseguirnos porque tenemos la radio.
Jane miró a través del parabrisas. Directamente delante de sí podía ver las montañas de blancos picos que hubiesen tenido que escalar para poder huir. No creo que hubiera podido hacerlo —se dijo para sí—. Creo que me habría acostado en la nieve para morir. Ellis tenía una expresión nostálgica en el rostro.
—¿En qué estás pensando? —preguntó ella.
—Pensaba en lo que me gustaría comer un sándwich de carne asada con lechuga, tomate y mayonesa, hecho de pan integral —contestó él, y Jane sonrió.
Chantal se movió inquieta y lloró. Ellis retiró una mano de los controles para acariciarle la mejilla sonrosada.
—Tiene hambre —advirtió.
—Iré a la cabina y la alimentaré —contestó Jane.
Regresó a la cabina de pasajeros y se instaló sobre el banco. Se desabrochó la chaqueta y la blusa y alimentó a su hijita, mientras el helicóptero volaba hacia el sol naciente.