Despegaron media hora antes del amanecer. Uno a uno, los helicópteros alzaron el vuelo desde la pista de cemento y desaparecieron en el cielo de la noche, más allá de los reflectores. A su turno, el Hind en el que viajaban Jean-Pierre y Anatoly luchó por remontar el vuelo como un ave poco agraciada y se unió al grupo. Las luces de la base se perdieron de vista pronto y una vez más, Jean-Pierre y Anatoly volaron sobre la cima de las montañas, rumbo al Valle de los Cinco Leones.
Anatoly había hecho milagros. En menos de veinticuatro horas había montado lo que posiblemente fuese la mayor operación de la historia de la guerra de Afganistán, y él se encontraba al frente de las tropas.
Se había pasado casi todo el día anterior hablando por teléfono con Moscú. Tuvo que vencer la burocracia del ejército soviético explicando, primero a sus superiores de la K.G.B. y después a una serie de militares de alta graduación, lo importante que era apresar a Ellis Thaler. Jean-Pierre escuchaba sin comprender el significado de las palabras que se pronunciaban, pero admirado por la precisa combinación de autoridad, calma y urgencia que reflejaba el tono de voz de Anatoly.
Obtuvo el permiso formal a última hora de la tarde y entonces Anatoly tuvo que enfrentarse al desafío de llevarlo a la práctica. Para obtener el número de helicópteros deseado se vio obligado a suplicar favores, a recordar antiguas deudas, y dejó caer amenazas y promesas desde Jalalabad hasta Moscú. Cuando un general de Kabul se negó a entregarle sus aparatos sin una orden por escrito, Anatoly llamó por teléfono a la K.G.B. de Moscú y persuadió a un viejo amigo de que le echara una mirada en secreto a la carpeta privada del general, después de lo cual llamó y lo amenazó con cortarle el suministro de pornografía infantil que le enviaban desde Alemania.
Los soviéticos tenían seiscientos helicópteros en Afganistán. a las cinco de la madrugada quinientos de ellos se encontraban en los hangares de Bagram, a las órdenes de Anatoly.
Jean-Pierre y Anatoly se habían pasado la última hora inclinados sobre mapas, decidiendo la ruta que seguiría cada helicóptero e impartiendo las órdenes necesarias a un sinnúmero de oficiales. Las indicaciones eran precisas, gracias a la minuciosa atención que Anatoly prestaba a los detalles y al íntimo conocimiento del terreno que poseía Jean-Pierre.
Aunque Ellis y Jane no estaban en el pueblo el día anterior cuando Jean-Pierre y Anatoly fueron a buscarlos, era casi seguro que se habían enterado de la incursión y que en ese momento se encontraban ocultos. Sin duda no debían de encontrarse en Banda. Tal vez se alojaran en la mezquita de otro pueblo —los visitantes por lo general dormían en las mezquitas— o, en el caso de que tuvieran la sensación de que los pueblos eran poco seguros, tal vez se hubieran refugiado en algunas de las chozas de piedra construidas para los viajeros que pululaban por los alrededores. Podían encontrarse en cualquier lugar del valle, o bien en alguno de los numerosos y pequeños valles vecinos.
Anatoly cubrió todas esas posibilidades.
Los helicópteros aterrizarían en todos los pueblos del valle y en todos los caseríos de los valles adyacentes. Los pilotos sobrevolarían todos los caminos y senderos. Las tropas, más de mil hombres, tenían instrucciones de revisar todos los edificios, de mirar debajo de los árboles de gran follaje y dentro de las cuevas. Anatoly estaba decidido a no volver a fracasar. Ese mismo día encontrarían a Ellis.
Y a Jane.
El interior del Hind era estrecho y vacío. En la cabina de pasajeros no había más que un banco fijado al fuselaje frente a la puerta. Jean-Pierre lo compartió con Anatoly. Desde allí se veía la cabina del piloto. El asiento del piloto se encontraba a unos setenta centímetros del suelo con un escalón a un lado para acceder a él. Todo el dinero había sido gastado en los armamentos, en la velocidad y la maniobrabilidad del aparato, ahorrando en todo lo que se refiriera a confort.
Mientras volaban hacia el norte, Jean-Pierre cavilaba: Ellis simuló ser mi amigo y trabajó siempre para los norteamericanos. Utilizando esa amistad malogró mi plan para capturar a Masud, con lo cual me destruyó un año de cuidadoso trabajo. Y por fin —pensó Jean-Pierre—, sedujo a mi mujer.
Sus pensamientos empezaron a girar en un círculo que siempre terminaba en esa seducción. Clavó la mirada en la oscuridad, observando las luces de los otros helicópteros e imaginó a los dos amantes, tal como debieron de estar la noche anterior, tendidos sobre una manta, bajo las estrellas en alguna pradera, jugueteando uno con el cuerpo del otro mientras se susurraban palabras tiernas. Se preguntó si Ellis sería bueno en la cama. En una ocasión le preguntó a Jane cuál de los dos era mejor como amante, pero ella contestó que ninguno de los dos era mejor que el otro, que eran simplemente diferentes. ¿Sería eso lo que le dijo también a Ellis? O le habría murmurado: Tú eres el mejor, querido, el mejor de todos. Jean-Pierre empezaba a odiarla también a ella. ¿Cómo podía volver a un hombre que le llevaba nueve años, a un tosco norteamericano, a un espantoso agente de la CÍA?
Jean-Pierre miró a Anatoly. El ruso permanecía inmóvil y con el rostro inexpresivo, como la estatua de piedra de un mandarín chino. Había dormido muy poco durante las cuarenta y ocho horas anteriores, pero no parecía cansado, simplemente obstinado. Jean-Pierre estaba descubriendo una nueva faceta de ese individuo. Durante los encuentros de ambos del último año, Anatoly siempre se mostraba relajado y afable, en cambio ahora estaba tenso, inexpresivo e incansable, obligándose a sí mismo y a sus colegas a trabajar sin descanso. Estaba tranquilo, pero obsesionado.
Con las primeras luces del alba pudieron ver a los demás helicópteros; parecían una enorme nube de abejas gigantescas que se cernía sobre las montañas. En tierra, el rugir de los motores debía resultar ensordecedor.
A medida que se acercaban al valle empezaron a dividirse en grupos más pequeños. Jean-Pierre y Anatoly estaban entre los que se dirigían a Comar, en el extremo norte del valle. Durante el último tramo del trayecto siguieron el cauce del río. La luz cada vez más resplandeciente de la mañana les revelaba pequeñas hileras de gavillas en los campos de trigo; allí, en la parte superior del valle, los bombardeos no habían interrumpido por completo los trabajos de labranza.
Cuando descendieron en Comar tenían el sol de cara. El pueblo estaba constituido por un grupo de casas que se asomaban sobre un pesado muro de la ladera. A Jean-Pierre esto le recordó a los pueblecitos montañeses del sur de Francia y le hizo sentir una punzada de dolor y de necesidad de regresar a su patria. Sería maravilloso volver a su país y oír hablar francés correctamente, y alimentarse de pan fresco y comida sabrosa, ¡o meterse en un taxi e ir al cine!
Cambió de postura en el duro asiento. En ese momento ya le resultaría una maravilla poder bajar del helicóptero. Desde que había recibido ese duro castigo, no dejó nunca de tener algún dolor. Pero peor que el dolor era el recuerdo de la humillación, la manera en que gritó, Y sollozó y suplicó que tuvieran piedad de él: cada vez que lo recordaba le daban ganas de esconderse. Necesitaba vengarse de eso. Sentía que jamás podría volver a dormir en paz hasta que no se hubiese desquitado. Y existía solamente una manera de lograrlo. Quería ver a Ellis siendo azotado de la misma manera, por los mismos soldados brutales, hasta que lo hicieran llorar y aullar y pedir clemencia, pero con un refinamiento más: Jane sería testigo de esa escena.
A media tarde, el fracaso volvió a ensombrecer sus ánimos.
Habían revisado todo el pueblo de Comar, los villorrios de los alrededores, todos los valles adyacentes de la zona y cada una de las granjas de las tierras casi estériles al norte del pueblo. Anatoly estaba en constante contacto por radio con los comandantes de las otras escuadrillas. Ellos habían dirigido búsquedas igualmente cuidadosas a lo largo de todo el valle. Encontraron escondrijos de armas en algunas cuevas y casas; había tenido escaramuzas con varios grupos de hombres, presumiblemente guerrilleros, especialmente en las colinas de los alrededores de Saniz, pero esas escaramuzas sólo fueron notables por las bajas mayores a las normales sufridas por los rusos, debidas a los nuevos conocimientos que tenían los guerrilleros con respecto a explosivos. También examinaron a cara descubierta a todas las mujeres veladas y el color de la piel de todos los bebés, y sin embargo no encontraron a Ellis, a Jane ni a Chantal.
Jean-Pierre y Anatoly terminaron en unas caballerizas situadas en las colinas que rodeaban Comar. El lugar no tenía nombre: estaba formado por algunas casas de piedra desnuda y por un campo polvoriento donde caballos flacos se alimentaban de la escasa hierba. El único habitante de sexo masculino era, por lo visto, el comerciante de caballos, un hombre descalzo que usaba una larga camisa y una capucha para mantener alejadas a las moscas. También había un par de mujeres jóvenes y un puñado de niños atemorizados. No cabía duda de que los hombres jóvenes eran guerrilleros y que se habían alejado a alguna parte en compañía de Masud. No tardaron mucho en registrar el villorrio. Cuando terminaron, Anatoly se sentó en el suelo polvoriento con la espalda apoyada contra la pared de piedra y con aspecto pensativo. Jean-Pierre se instaló a su lado.
Más allá de las colinas podía distinguir el distante pico blanco de Mesmer, de casi seis mil metros de altura, que en otras épocas atraía a los alpinistas europeos.
—Intenta conseguir un poco de té —pidió Anatoly.
Jean-Pierre miró a su alrededor y vio al viejo de la capucha que andaba dando vueltas por ahí.
—¡Prepara té! —le pidió en dari. El hombre se alejó presuroso. Instantes después, Jean-Pierre lo oyó gritarles a las mujeres—. Ya viene el té —le anunció a Anatoly en francés.
Los hombres de Anatoly, al ver que permanecerían allí un rato, pararon los motores de sus helicópteros y se sentaron en el suelo a esperar pacientemente.
Anatoly clavó la mirada en la distancia. Una expresión de cansancio asomó en su cara achatada.
—Tenemos problemas —anunció.
A Jean-Pierre le pareció de mal agüero que hubiese utilizado el plural.
—En nuestra profesión —continuó diciendo Anatoly—, lo inteligente es minimizar la importancia de una misión hasta que uno está seguro del éxito; llegado a ese punto hay que empezar a exagerarla. En este caso, yo no pude actuar de esa manera. A fin de poder asegurarme el uso de quinientos helicópteros y de mil hombres, tuve que persuadir a mis superiores de la sobrecogedora importancia que tendría la captura de Ellis Thaler. Tuve que explicarles con mucha claridad los problemas que tendríamos si él llegara a escapar. Y logré convencerlos. Y la furia que les dará que yo no lo aprese, será ahora tanto mayor. Tu futuro, por supuesto, está unido al mío.
Hasta ese momento, Jean-Pierre no había pensado de esa manera.
—¿Qué medidas tomarán?
—Mi carrera simplemente llegará a su fin. Seguiré recibiendo el mismo sueldo, pero perderé todos los privilegios. No más whisky escocés, no más Rive Gauche para mi esposa, no más vacaciones familiares en el mar Negro, no más vaqueros norteamericanos y discos de los Rolling Stone para mis hijos, pero yo podría vivir sin todas esas cosas. Lo que me resultaría imposible de soportar sería el aburrimiento de la clase de trabajo que en mi profesión se les encarga a los fracasados. Me enviarían a alguna pequeña ciudad del Lejano Oriente donde no hubiera ninguna tarea de seguridad para llevar a cabo. Yo sé cómo pasan su tiempo y justifican su existencia nuestros hombres en lugares así. Es necesario congraciarse con gente medianamente descontenta, conseguir que confíen en uno y asentarlos para que hagan comentarios críticos con respecto al gobierno y al Partido, después arrestarlos por subversión. Es una pérdida tan grande de tiempo…
Se dio cuenta de que estaba divagando y se interrumpió.
—¿Y yo? —preguntó Jean-Pierre—. ¿Qué me sucederá a mí?
—Te convertirás en un don nadie —contestó Anatoly—. Ya no seguirás trabajando para nosotros. Tal vez te permitan quedarte en Moscú, pero lo más probable es que te manden de vuelta a París.
—Si Ellis llega a escapar, no podré volver nunca a Francia, me matarían.
—En Francia no has cometido ningún crimen.
—Mi padre tampoco, y sin embargo lo mataron.
—Tal vez puedas instalarte en algún país neutral, como Nicaragua o Egipto.
—¡Mierda!
—Pero no perdamos las esperanzas —agregó Anatoly, algo más animado—. Es imposible que la gente se esfume en el aire. Nuestros fugitivos están en alguna parte.
—Si no los podemos encontrar con mil hombres, supongo que tampoco los encontraremos con diez mil —exclamó Jean-Pierre, con pesimismo.
—No hablemos de diez mil, porque ni siquiera contamos con mil —recordó Anatoly—. De ahora en adelante tendremos que recurrir a nuestra inteligencia y a un mínimo de recursos. Hemos gastado todo el crédito que teníamos. Intentemos lograrlo por un camino distinto. Piensa: alguien tiene que haberlos ayudado a ocultarse. Eso significa que alguien sabe dónde están.
Jean-Pierre lo meditó.
—Si alguien los ayudó, probablemente fueron los guerrilleros, la gente menos indicada para que pretendamos que hablen con nosotros.
—Pero otros pueden estar enterados.
Tal vez. ¿Pero crees que lo dirían?
—Nuestros fugitivos deben de tener algún enemigo —insistió Anatoly.
Jean-Pierre hizo un movimiento negativo con la cabeza. —Ellis no ha estado aquí el tiempo suficiente como para granjearse enemigos y Jane es una heroína, la tratan como si fuera Juana de Arco. Nadie le tiene antipatía, John!
Mientras hablaba se dio cuenta de que eso no era cierto. —¿Y bien?
—¡El mullah!
—¡Aaah!
—De alguna manera, ella ha conseguido irritarlo más allá de toda lógica. En parte se debe a que sus curaciones fueron más eficaces que las de él, pero no se trata solamente de eso, porque las mías también lo eran y a mí nunca me tuvo una particular antipatía.
—Es probable que la considerara una prostituta occidental.
—¿Cómo lo adivinaste?
—Porque sucede siempre. ¿Y dónde vive ese mullah?
—Abdullah vive en Banda, en una casa en las afueras del pueblo, más o menos a medio kilómetro del centro.
—¿Crees que hablará?
—Es posible que odie a Jane lo suficiente como para denunciarla —contestó Jean-Pierre, reflexivamente—. Pero no lo podría hacer a la vista de nadie. Es imposible que aterricemos en el pueblo y lo recojamos, todo el mundo se enteraría de lo sucedido y él cerraría la boca. Yo tendría que buscar la manera de encontrarme con él en secreto, — Jean-Pierre se preguntó qué clase de peligros correría si continuaba pensando de esa manera. Pero en seguida recordó la humillación que había sufrido: la venganza bien valía correr cualquier riesgo—. Si me dejas cerca del pueblo, podría acercarme al sendero que corre entre el caserío y la casa del mullah y ocultarme allí hasta que él pase.
—¿Y si él llegara a no pasar en todo el día? —Sí…
—No tendremos más remedio que asegurarnos de que pase —Anatoly frunció el entrecejo—. Obligaremos a todos los pobladores a reunirse en la mezquita, lo mismo que hicimos la vez pasada, y después los dejaremos en libertad. Abdullah sin duda regresará a su casa.
—Pero ¿estará solo?
—Hum… Supongamos que dejemos ir antes a las mujeres y les ordenemos regresar a sus casas. Después, cuando los hombres queden en libertad, todos querrán saber el paradero de sus esposas. ¿Vive alguien más cerca de Abdullah?
—No.
—Entonces no cabe duda de que se apresurará a recorrer ese sendero completamente solo. Entonces tú sales de tu escondrijo, detrás de un arbusto…
—Y él me rebana el cuello, de oreja a oreja. —¿Suele llevar cuchillo?
—¿Has conocido a algún afgano que no lo lleve? Anatoly se encogió de hombros.
—Te puedo prestar mi pistola.
A pesar de no saber usar armas de fuego, Jean-Pierre se sintió agradablemente sorprendido al comprobar que el ruso confiaba en él hasta ese punto.
—Supongo que me puede servir para amenazarle —contestó ansiosamente—. Necesitaré vestirme como si fuera un afgano, simplemente por si me viera alguien aparte de Abdullah. ¿Y si llego a encontrarme con alguien que me reconozca? Tendré que cubrirme el rostro con una bufanda o algo así.
—Eso no es problema —contestó Anatoly. Gritó algo en ruso y tres de los soldados se pusieron en pie de un salto. Desaparecieron dentro de la casa y a los pocos instantes volvieron con el viejo comerciante de caballos—. Puedes ponerte la ropa de él —indicó Anatoly.
—Muy bien —aceptó Jean-Pierre—. La capucha me ocultará el rostro. —Entonces pasó del francés al dari y le habló a gritos al viejo—. Quítate la ropa —ordenó.
El hombre empezó a protestar: para los afganos la desnudez era una vergüenza espantosa. De repente Anatoly rugió una orden en ruso y los soldados arrojaron al hombre al suelo y le quitaron la camisa por la fuerza. Todos rieron a gritos al ver sus piernas flacas como palos que sobresalían de sus andrajosos calzoncillos. Lo soltaron y él huyó, cubriéndose los genitales con las manos, cosa que les provocó aún más hilaridad.
Jean-Pierre estaba demasiado nervioso para encontrar la escena graciosa. Se sacó su camisa y sus pantalones de estilo europeo y se puso el camisón con la capucha del viejo.
—Hueles a orines de caballo —comentó Anatoly.
—Desde dentro el olor es aún peor —respondió Jean-Pierre.
Subieron al helicóptero. Anatoly se puso los audífonos del piloto y habló largamente en ruso. Jean-Pierre estaba sumamente nervioso por lo que se proponía hacer. ¿Y si aparecían tres guerrilleros por la montaña y lo sorprendían amenazando a Abdullah con una pistola? Prácticamente todos los habitantes del valle lo conocían. Sin duda se habría corrido con rapidez la noticia de que había visitado Banda en compañía de los rusos. La mayoría de la gente ya estaría enterada de que era espía. Debía de haberse convertido en el Enemigo Público Número Uno. De encontrarlo, lo destrozarían.
Tal vez nos estemos pasando de inteligentes —pensó—. Quizá lo mejor sería que simplemente aterrizáramos, nos apoderáramos de Abdullah, y a fuerza de castigos le sacáramos la verdad.
No, ya lo intentamos ayer y no dio resultado. Esta es la única manera.
Anatoly devolvió los auriculares al piloto, que ocupó su lugar y empezó a calentar el motor del helicóptero. Mientras esperaban, Anatoly tomó su pistola y se la mostró a Jean-Pierre.
—Es una Makirov de nueve milímetros —explicó haciéndose oír por encima del rugido de los motores. Apretó el seguro de la culata y extrajo el cargador. Contenía ocho balas. Volvió a colocar el cargador en su lugar. Señaló otro botón en el costado izquierdo de la pistola—. Este es el seguro. Cuando cubre el punto colorado quiere decir que el seguro está puesto. —Sosteniendo la pistola en su mano izquierda utilizó la derecha para tirar el seguro hacia atrás—. Así la pistola está amartillada. Cuando dispares, aprieta el gatillo a fondo para volver a amartillarla.
Se la entregó a Jean-Pierre.
Realmente confía en mí, pensó Jean-Pierre, y durante un instante una sensación de enorme placer le borró todo el miedo que tenía.
Los helicópteros despegaron. Siguiendo el curso del río de los Cinco Leones rumbo al sudoeste. Jean-Pierre pensaba que él y Anatoly formaban un buen equipo. Anatoly le recordaba a su padre: un hombre inteligente, decidido y valiente, con un compromiso indeclinable hacia el comunismo mundial. Si tenemos esto aquí —pensaba Jean-Pierre—, probablemente podamos volver a trabajar juntos, en algún otro campo de batalla. El pensamiento le provocó una satisfacción poco común.
En Dasht-i-Rewat, donde comenzaba la parte baja del valle, el helicóptero giró hacia el sudeste, siguiendo el afluente Rewat en su curso ascendente hacia las colinas, a fin de acercarse a Banda desde detrás de las montañas.
Anatoly volvió a colocarse los auriculares del piloto, después se acercó a Jean-Pierre para hablarle a gritos junto al oído.
—Ya están todos en la mezquita. ¿Cuánto tiempo tardará la esposa del mullah en llegar a su casa?
—Unos cinco o diez minutos —contestó Jean-Pierre, también a gritos.
—¿Dónde quieres que te dejemos? Jean-Pierre lo pensó.
Todos los pobladores están en la mezquita, ¿verdad? —Sí.
—¿Revisaron las cuevas?
Anatoly volvió a la radio y lo preguntó.
—Sí, las revisaron —contestó a su regreso.
—Muy bien. Entonces dejadme allí.
—¿Cuánto tardarás en llegar a tu escondrijo?
—Concédeme diez minutos antes de soltar a las mujeres y a los niños. Después espera otros diez minutos y suelta a los hombres.
—De acuerdo.
El helicóptero descendió hacia la sombra de la montaña. La luz de la tarde ya disminuía, pero todavía quedaba alrededor de una hora antes de que cayera la noche. Aterrizaron detrás del cerro, a corta distancia de las cuevas.
—No bajes todavía —previno Anatoly a Jean-Pierre—. Permite que volvamos a revisar las cuevas.
A través de la puerta abierta, Jean-Pierre vio aterrizar otro Hind. Bajaron seis hombres y corrieron hacia las cuevas.
—¿Qué señal te puedo hacer para que bajes a recogerme cuando haya terminado? —preguntó Jean-Pierre.
—Te esperaremos aquí.
—¿Y qué harás si alguno de los pobladores sube hasta aquí antes de que yo regrese?
—Lo mataré.
ésa era otra cosa que Anatoly y su padre tenían en común: la crueldad.
La partida de reconocimiento regresó y uno de los hombres les hizo gestos con los brazos, indicando que no había nadie por los alrededores.
—Ahora baja —dijo Anatoly.
Jean-Pierre abrió la puerta y bajó del helicóptero de un salto, sosteniendo todavía en la mano la pistola de Anatoly. Con la cabeza inclinada se alejó presuroso de la hélice en marcha. Al llegar a la cima del cerro miró hacia atrás: ambos aparatos todavía estaban allí.
Cruzó el claro que tan familiar le resultaba, fue a la cueva donde atendía a sus pacientes y bajando la mirada contempló el pueblo. Sólo podía ver el patio de la mezquita. Le resultaba imposible identificar a las figuras que estaban allí, pero cabía la posibilidad de que alguno de ellos pudiera mirar hacia arriba en el momento menos indicado y lo viera —la vista de los pobladores podía ser mejor que la suya—, así que se puso la capucha para ocultar el rostro.
El corazón empezó a latirle con mayor rapidez a medida que se alejaba de la seguridad que le brindaban los helicópteros. Se apresuró a bajar la colina y a pasar junto a la casa del mullah. El valle parecía extrañamente silencioso, a pesar del rumor siempre presente del río y del distante susurro de las hélices de los helicópteros. De repente se dio cuenta de que lo que echaba en falta eran las voces de los niños. Dobló un recodo y se encontró fuera de la vista de la casa del mullah. junto al sendero había una mata de hierba alta y un arbusto de enebro. Se agazapó detrás. Estaba bien oculto y además tenía una clara visión del sendero. Se dispuso a esperar.
Empezó a planear lo que le diría a Abdullah. El mullah odiaba histéricamente a las mujeres. Tal vez ése fuese un aspecto de su personalidad que podría utilizar.
Una repentina explosión de voces agudas que le llegaban desde el pueblo indicó que Anatoly había dado instrucciones de que dejaran salir de la mezquita a las mujeres y a los niños. Los pobladores se estarían preguntando cuál sería la finalidad de esa incursión, pero la atribuirían a la notoria locura de todos los ejércitos en general.
A los pocos minutos apareció por el sendero la esposa del mullah con un bebé en brazos y seguida por los tres hijos mayores. Jean-Pierre se puso tenso: ¿estaría realmente bien oculto? ¿Saldrían del sendero los niños y lo verían detrás del arbusto? ¡Qué humillante le resultaría eso! ¡Ser desenmascarado por chicos! Recordó la pistola que tenía en la mano. ¿Sería capaz de matar a un grupo de niños¿, se preguntó.
Pero pasaron sin verlo por el sendero y doblaron el recodo hacia su casa.
Poco después los helicópteros rusos empezaron a elevarse desde el campo de trigo: eso significaba que los hombres habían sido puestos en libertad. Justo en el tiempo calculado llegó Abdullah jadeando; una figura regordete de turbante y chaqueta rayada de corte inglés. Debe de haber un enorme comercio de ropa usada entre Europa y Oriente, dedujo Jean-Pierre, porque mucha de esa gente usaba ropa que sin duda procedía de París o de Londres y que había sido desechada antes de gastarse demasiado, tal vez por estar pasada de moda. Ha llegado el momento —pensó Jean-Pierre mientras se le acercaba la cómica figura—; ese payaso vestido con la chaqueta de un corredor de bolsa puede tener en sus manos la llave de mi futuro. Se puso en pie y salió de su escondite.
El mullah se sobresaltó y lanzó un grito de miedo. Miró a Jean-Pierre y lo reconoció.
—¡Tú! —exclamó, llevándose la mano al cinturón. Jean-Pierre le mostró la pistola. El mullah parecía asustado. —No tengas miedo —lo tranquilizó Jean-Pierre en dari. Su voz temblorosa denunciaba lo nervioso que se encontraba y tuvo que hacer un esfuerzo para controlarla—. Nadie sabe que estoy aquí. Tu mujer y tus hijos pasaron sin verme. Están a salvo.
Abdullah se mostraba lleno de sospechas. —¿Qué quieres?
—Mi mujer es una adúltera —explicó Jean-Pierre, y aunque deliberadamente tratara de despertar los prejuicios del mullah, su enojo no era enteramente simulado—. Se ha llevado a mi hija y me ha dejado. Como buena puta que es, se ha ido con el norteamericano.
—Ya lo sé —contestó Abdullah y Jean-Pierre notó que empezaba a inflamarse con la indignación de los justos.
—La he estado buscando para volver a tenerla a mi lado y también para castigarla.
Abdullah asintió con entusiasmo y en sus ojos apareció una mirada maliciosa: le gustaba la idea de que una adúltera fuese castigada.
—Pero la pareja de malvados se ha escondido —continuó diciendo Jean-Pierre hablando con mucho cuidado y lentitud. En ese momento cada inflexión de la voz y cada implicación tenía su importancia—. Tú eres un hombre de Dios. Dime dónde se encuentran. Nadie sabrá jamás cómo lo averigüé, salvo Dios, tú y yo.
—Se han ido —dijo Abdullah, escupiendo las palabras, y la saliva humedeció su barba teñida de rojo.
—¿Hacia dónde? —volvió a preguntar Jean-Pierre, conteniendo el aliento.
—Han abandonado el valle.
—Pero, ¿adónde fueron?
—A Pakistán.
¿A Pakistán? ¿De qué hablaba ese viejo idiota?
—¡Si las rutas están cerradas! —aulló Jean-Pierre, exasperado. —La ruta de la mantequilla, no.
—Mon Dieu! —susurró Jean-Pierre en su lengua natal—. ¡La ruta de la mantequilla! —Estaba estupefacto por la valentía de la pareja, y al mismo tiempo amargamente desilusionado, porque ahora le resultaría imposible encontrarlos—. ¿Se llevaron a mi hija?
—Sí.
—Entonces nunca volveré a verla.
—Morirán todos en Nuristán —vaticinó Abdullah con satisfacción—. Es imposible que una mujer occidental y su hija sobrevivan en esos pasos altos, y el norteamericano morirá tratando de salvarla a ella. Así castiga Dios a los que logran evadir la justicia de los hombres.
Jean-Pierre se dio cuenta de que debía volver al helicóptero con la mayor rapidez posible.
—Ahora regresa a tu casa —ordenó a Abdullah.
—El tratado morirá con ellos, porque Ellis tiene el papel —agregó Abdullah—. Eso es una gran cosa. Aunque necesitemos las armas norteamericanas, es peligroso hacer pactos con infieles.
—Vete —volvió a ordenar Jean-Pierre—. Y si no quieres que tu familia me vea, oblígalos a quedarse dentro de la casa durante algunos minutos.
Abdullah tuvo un momento de indignación al ver que le daban órdenes, pero en seguida comprendió que no se encontraba en condiciones de protestar y partió presuroso.
Jean-Pierre se preguntó si todos morirían en Nuristán, como acababa de profetizar Abdullah con tanta satisfacción. Eso no era lo que él deseaba. No le proporcionaría venganza ni satisfacción. Quería recuperar a su hija. Quería volver a tener a Jane, viva y en su poder. Quería que Ellis sufriera dolores y humillaciones.
Le dio tiempo a Abdullah para llegar a su casa, después se cubrió la cabeza y parte del rostro con la capucha y empezó a caminar desconsolado hacia el helicóptero. Al pasar junto a la casa, miró hacia otro lado por si alguno de los niños llegaba a asomarse.
Anatoly lo esperaba en el claro, frente a las cuevas. Tendió la mano para que Jean-Pierre le devolviera la pistola.
—¿Y bien?
Jean-Pierre le devolvió el arma.
—Se nos han escapado —contestó el francés—. Han abandonado el valle.
—Es imposible que se hayan escapado —dijo Anatoly con furia—. ¿Adónde han ido?
—A Nuristán — Jean-Pierre señaló en dirección a los helicópteros—. ¿No sería mejor que nos fuésemos?
—En el helicóptero es imposible hablar.
—Pero si vienen los pobladores…
—¡A la mierda con los pobladores! ¡No sigas actuando como un tipo vencido! ¿Qué piensan hacer ellos en Nuristán?
—Se encaminan a Pakistán por un camino conocido como la ruta de la mantequilla.
—Si conocemos el camino que siguen, los podremos encontrar.
—No lo creo. La ruta es una, pero tiene distintos atajos.
—Los sobrevolaremos todos.
—Es imposible seguir esos senderos desde el aire. Apenas es posible seguirlos en tierra sin un guía del lugar.
—Podemos utilizar mapas…
—¿Qué mapas? —preguntó Jean-Pierre—. Conozco tus mapas y no son mejores que los míos norteamericanos, que son los más detallados que existen, y en ellos no figuran esos senderos ni esos pasos. ¿No sabes que hay regiones del mundo que nunca han sido cartográficamente bien evaluadas? ¡En este momento tienes que habértelas con una de ésas.
—¡Ya lo sé! ¿Te has olvidado que formo parte de la Inteligencia de mi país? —Anatoly bajó la voz—. Te descorazonas con demasiada facilidad, amigo mío. Piensa. Si Ellis puede encontrar un guía nativo que le enseñe el camino, yo puedo hacer lo mismo.
¿Será posible¿, se preguntó Jean-Pierre.
—Pero en la ruta de la mantequilla los caminos son muchos —objetó.
—Supongamos que haya diez variantes. Necesitaremos diez guías nativos para conducir a diez patrullas.
El entusiasmo de Jean-Pierre creció rápidamente al comprender que todavía cabía la posibilidad de que recuperara a Jane y a Chantal y pudiera ver entre rejas a Ellis.
—Tal vez ni siquiera haga falta tanto —dijo con entusiasmo—. Simplemente podemos ir haciendo preguntas durante el camino. Una vez que hayamos abandonado este valle dejado de la mano de Dios, tal vez la gente no tenga los labios tan sellados. Los nativos de Nuristán no se han involucrado tanto en la guerra como esta gente.
—Muy bien —dijo de repente Anatoly—. Está oscureciendo, y esta noche tenemos mucho que hacer. Saldremos a primera hora de la mañana. ¡Vámonos!