Jane recorrió el pueblo a la carrera, presa de un pánico ciego, empujando a la gente, chocando contra las paredes, tropezando y cayendo y volviendo a levantarse y jadeando y lanzando quejidos, todo al mismo tiempo. —¡Tiene que estar bien! —se repetía, como si fuera una letanía, pero de todas maneras su cerebro no dejaba de preguntarse: ¿Y por qué no se despertó Chantal? y ¿Qué le habrá hecho Anatoly? y ¿Estará herida mi hija?
Entró dando traspiés en el patio de su casa y subió los escalones de dos en dos hasta llegar a la azotea. Cayó de rodillas y arrancó de un tirón la sábana que cubría el colchoncito. Chantal tenía los ojos cerrados. ¿Respirará? —se preguntó Jane— ¿Respirará? En ese momento el bebé abrió los ojos, miró a su madre y, por primera vez en su vida, sonrió.
Jane la alzó y la abrazó casi con rudeza, con la sensación de que se le iba a reventar el corazón. Ante el súbito apretujón Chantal se echó a llorar y Jane también lloró, sobrecogida por el gozo y el alivio que le producía que su hija estuviera todavía allí, todavía viva, calentita y berreando, y porque acababa de esbozar su primera sonrisa.
Después de un rato Jane logró calmarse y Chantal, sintiendo el cambio que se había operado en su madre, también dejó de llorar. Jane la meció, le palmeó la espalda rítmicamente y le besó la parte superior de la suave y peluda cabecita. Al rato recordó que había otra gente en el mundo y se preguntó qué les habría sucedido a los pobladores en la mezquita y si estarían bien. Bajó al patio y allí se encontró con Fara. Observó un momento a la muchacha: Fara, la silenciosa, la ansiosa, la tímida, la que se escandalizaba con tanta facilidad; ¿de dónde habría sacado el coraje, la presencia de ánimo y la sangre fría necesarias para ocultar a Chantal debajo de una sábana arrugada mientras aterrizaban los helicópteros rusos y los soldados disparaban sus rifles a pocos metros de distancia?
—La salvaste le comunicó Jane.
Fara la miró atemorizada, como si se tratara de una acusación.
Jane apoyó a Chantal sobre su cadera izquierda y abrazó a Fara con el brazo derecho.
—¡Salvaste a mi hijita! —exclamó—. ¡Gracias! ¡Gracias!
El rostro de Fara resplandeció de alegría durante un momento, después rompió en llanto.
Jane la tranquilizó palmeándole la espalda, lo mismo que había palmeado la de Chantal. En cuanto Fara se calmó, Jane preguntó:
—¿Qué sucedió en la mezquita? ¿Qué hicieron? ¿Hirieron a alguien?
—Sí —contestó la muchacha, como aturdida.
Jane sonrió: era imposible hacerle a Fara tres preguntas una detrás de la otra y esperar una respuesta sensata.
—¿Qué sucedió cuando entraron en la mezquita? —Preguntaron dónde estaba el norteamericano. —¿A quién se lo preguntaron?
—A todos. Pero nadie lo sabía. El doctor me preguntó dónde estaban usted y la pequeña, pero yo le dije que no lo sabía. Después eligieron a tres de los hombres: primero a mi tío Shahazai, después al mullah y después a Alishan Karim, el hermano del mullah. Les volvieron a preguntar lo mismo, pero no hubo caso, porque los hombres no sabían adónde se había ido el norteamericano. Así que los azotaron.
—¿Los lastimaron mucho?
—Simplemente los azotaron.
—Les echaré una mirada. — Jane recordó con ansiedad que Alishan sufría del corazón—. ¿Dónde están ahora?
—Siguen en la mezquita.
—Acompáñame. — Jane entró en la casa y Fara la siguió. En la habitación delantera encontró su maletín de enfermera sobre el mostrador del almacén. A los medicamentos que llevaba habitualmente agregó algunas pastillas de nitroglicerina y volvió a salir. Mientras se encaminaba a la mezquita, todavía estrechamente abrazada a Chantal, le preguntó a Fara:
—¿A ti también te lastimaron?
—No, el doctor parecía muy enojado, pero no me azotaron.
Jane se preguntó si Jean-Pierre estaría enojado porque sospechaba que ella había pasado la noche con Ellis. Se le ocurrió que todo el pueblo estaría haciendo conjeturas sobre lo mismo. Se preguntó cómo reaccionarían. Esta podría ser la prueba de que ella era la Prostituta de Babilonia.
Sin embargo, todavía no le harían ningún desaire, por lo menos mientras la necesitaran para atender a los heridos. Llegó a la mezquita y entró en el patio. En cuanto la vio, la esposa de Abdullah se le acercó dándose aires de importancia y la condujo adonde estaba su marido, tendido en el suelo. A primera vista el mullah parecía estar bien y Jane estaba preocupada por el corazón de Alishan, así que, a pesar de las indignadas protestas de la esposa, abandonó al mullah y se acercó a Alishan, quien permanecía tendido a corta distancia.
Tenía el rostro gris y respiraba con dificultad, y se había apoyado una mano en el pecho: tal como Jane temía, el castigo le había producido un ataque de angina de pecho. Le administró una tableta.
—Mastícala, no la tragues —advirtió.
Puso a Chantal en brazos de Fara y examinó rápidamente a Alishan. Estaba bastante lastimado, pero no tenía ningún hueso roto.
—¿Con qué te pegaron? —preguntó.
—Con los rifles —contestó él con voz ronca.
Ella asintió. Alishan había tenido suerte ya que el único daño real que le causaron fue someterlo al estrés que tanto mal le hacía al corazón, y de eso ya se estaba recuperando. Desinfectó sus heridas con yodo y le recomendó que permaneciera inmóvil por lo menos durante una hora.
Regresó junto a Abdullah. Sin embargo, al verla aproximarse, el mullah la alejó lanzando un rugido y con un gesto brusco. Ella sabía de memoria lo que lo había enfurecido: creía tener derecho a un tratamiento prioritario y se sentía insultado al ver que había atendido primero a Alishan. Jane no pensaba pedir disculpas. Ya le había advertido varias veces que trataba a los heridos dando prioridad a los más graves y no por su categoría. Por lo tanto se volvió. No tenía sentido que insistiera en examinar al viejo idiota. Si se encontraba lo suficientemente sano como para aullarle, sobreviviría.
Se acercó a Shahazai, el viejo guerrero lleno de cicatrices. Ya había sido examinado por su hermana Rabia, la partera, quien le estaba lavando las heridas. Los aceite vegetales de Rabia no eran todo lo antisépticos que sería de desear, pero haciendo un balance Jane consideraba que éstos les hacían más bien que mal a los heridos, así que ella se contentó con pedirle que moviera los dedos de los pies y de las manos. No tenía problemas.
Tuvimos suerte, pensó Jane. Vinieron los rusos, pero escapamos con daños menores. Gracias a Dios. Tal vez ahora podamos esperar que nos dejen en paz durante un tiempo: tal vez hasta que se vuelva a abrir la ruta del paso de Khyber:
—¿El doctor es ruso? —preguntó Rabia, de pronto.
—No. —Por primera vez Jane se preguntó exactamente qué habría estado pensando Jean-Pierre. Si me hubiera encontrado —pensó— ¿qué me habría dicho?—. No, Rabia, no es ruso. Pero por lo visto se ha unido a ese bando.
—Así que es un traidor.
—Sí, supongo que lo es.
Ahora Jane se preguntó adónde quería ir a parar la anciana con sus preguntas.
—¿Las cristianas pueden divorciarse de sus maridos si son traidores?
En Europa uno puede divorciarse por cosas mucho menores, pensó Jane, así que contestó:
—Sí.
—¿Y es por eso que ahora te has casado con el norteamericano?
En ese momento Jane comprendió lo que pensaba Rabia. El hecho de que hubiera pasado la noche con Ellis en la ladera de la montaña, sin duda confirmaba la teoría de Abdullah de que ella era una prostituta occidental. Rabia, que desde hacía tiempo era el principal apoyo que Jane tenía en el pueblo, planeaba contradecir esa afirmación con una interpretación alternativa, de acuerdo a la cual Jane se había divorciado rápidamente del traidor en virtud de extrañas leyes desconocidas para los Verdaderos Creyentes y, bajo esas mismas leyes, estaba ahora casada con Ellis. Así sea, pensó Jane.
—Sí —contestó—, por eso me casé con el norteamericano.
Rabia asintió, satisfecha.
Jane casi sentía que existía algo de verdad en los epítetos del mullah. Después de todo, se había mudado de la cama de un hombre a la de otro con indecente rapidez. Se sintió un poco avergonzada, pero en seguida se frenó: jamás permitió que su comportamiento le fuese impuesto por las expectativas de otra gente. Que piensen lo que quieran, se dijo para sus adentros.
No se consideraba casada con Ellis. ¿Me siento divorciada de Jean-Pierre?, se preguntó. La respuesta era que no. Sin embargo, lo que sí sentía era que sus obligaciones hacia él habían terminado. Después de lo que ha hecho, ya no le debo nada, pensó. Eso tendría que haberle producido una especie de alivio, pero en realidad simplemente la entristecía.
Sus meditaciones fueron interrumpidas. Hubo un movimiento de agitación en la entrada de la mezquita, y cuando Jane se volvió vio entrar a Ellis con algo en los brazos. A medida que se iba acercando comprobó que en el rostro de su amante había una máscara de ira y por su mente cruzó como un relámpago el pensamiento de que una vez anteriormente lo había visto así: cuando un taxista imprudente giró repentinamente y atropelló a un jovencito que viajaba en motocicleta, hiriéndole de gravedad. Ellis y Jane fueron testigos del accidente y llamaron a la ambulancia —en esa época ella no sabía nada de medicina— y Ellis no hacía más que repetir una y otra vez:
—¡Fue tan innecesario! ¡Tan innecesario!
Ella comprendió lo que Ellis llevaba en brazos: era una criatura, y se dio cuenta por la expresión de él que el chico estaba muerto. Su primera y vergonzosa reacción fue pensar: ¡Gracias a Dios que no es mi hijita!, pero al mirarlo de cerca comprendió que era la única otra criatura del pueblo a quien a veces consideraba casi propia: Mousa, el manco cuya vida había salvado. Sintió la espantosa sensación de desilusión y de pérdida que la embargaba cuando moría un paciente después de que ella y Jean-Pierre habían luchado durante largo tiempo y con todas sus fuerzas por salvarle la vida. Pero esto le resultaba especialmente doloroso, porque Mousa afrontó su invalidez con valentía y decisión y su padre estaba tremendamente orgulloso de él. ¿Por qué él? —pensó Jane, con los ojos llenos de lágrimas—. ¿Por qué él?
Los pobladores rodearon a Ellis, pero él miró a Jane.
—Están todos muertos —informó en dari para que los demás también lo comprendieran.
Algunas de las mujeres empezaron a llorar. —¿Cómo fue? —preguntó Jane.
—Los rusos les pegaron un tiro a cada uno.
—¡Oh Dios! —La noche anterior ella había afirmado: Ninguno de ellos morirá, de sus heridas, por supuesto, pero sin embargo previó que todos mejorarían, con mayor o menor rapidez y que gracias a sus cuidados recobrarían plenamente la salud y las fuerzas. Y ahora, todos muertos.
—¿Por qué mataron al chico? —preguntó.
—Creo que les causó problemas.
Jane frunció el entrecejo, intrigada.
Ellis movió un poco el cuerpo para que todos vieran la mano de Mousa. Sus deditos aferraban rígidamente el mango del cuchillo que su padre le había regalado. La hoja estaba ensangrentada.
De repente se oyó un fuerte aullido y Halima se abrió paso entre la multitud. Le quitó a Ellis el cuerpo de su hijo y se dejó caer al suelo con la criatura muerta entre sus brazos, llamándolo a gritos. Las mujeres se reunieron a su alrededor. Jane se volvió.
Después de hacerle una seña a Fara para que la siguiera con Chantal, Jane abandonó la mezquita y caminó lentamente hasta su casa. Ahora habían muerto siete hombres y un muchachito. A Jane no le quedaban lágrimas porque había llorado demasiado: simplemente se sentía debilitada por el dolor.
Entró en la casa y se sentó a amamantar a Chantal.
—¡Qué paciente has sido, hijita! —exclamó al acercar a la pequeña a su pecho.
Algunos minutos después entró Ellis. Se inclinó sobre ella y la besó. Después la observó un momento antes de hablar.
—Pareces enojada conmigo.
Jane se dio cuenta de que lo estaba.
—¡Los hombres sois tan sanguinarios! —exclamó con amargura—. Ese chico evidentemente trató de atacar a los soldados rusos con su cuchillo de caza: ¿quién le enseñó a ser tan audaz? ¿Quién le dijo que su papel en la vida consistía en matar rusos? Cuando se arrojó contra el hombre del Kalashnikov, ¿quién era su modelo? Por cierto que su madre no. Era su padre. Ha muerto por culpa de Mohammed, por culpa de Mohammed y tuya.
Ellis estaba estupefacto.
—¿Y por qué mía?
Ella sabía que le estaba hablando con demasiada dureza, pero no podía detenerse.
—Los rusos castigaron a Abdullah, a Alishan y a Shahazai para tratar de que le dijeran dónde estabas —explicó—. Te buscaban a ti. se fue el objeto de la incursión.
—Ya lo sé. ¿Y por eso crees que fue por culpa mía que mataron de un tiro a ese muchachito?
—Sucedió porque tú estás aquí, en un lugar que no te corresponde.
—Tal vez. De todos modos, creo que tengo una solución para ese problema. Me voy. Como tú bien señalas, mi presencia produce violencia y derramamiento de sangre. Si me quedo, no sólo es posible que me capturen (porque no podemos negar que anoche tuvimos mucha suerte), sino que mi frágil plan de conseguir que estas tribus empiecen a trabajar en conjunto contra el enemigo común puede fracasar. En realidad puede suceder algo peor que eso. Los rusos tratarían de obtener la máxima propaganda posible sometiéndome a juicio. Comprueben hasta qué punto intenta la CÍA explotar los problemas internos de un país del Tercer Mundo. Y cosas por el estilo.
—Realmente eres un pez gordo, ¿no es cierto? —Le parecía extraño que lo que sucediera allí, en el valle, entre ese pequeño grupito de gente, pudiera tener consecuencias mundiales de tal magnitud—. Pero no podrás irte. La ruta al paso de Khyber está bloqueada.
—Existe otro camino: la ruta de la mantequilla.
—Oh, Ellis, ese camino es muy duro, y peligroso. —Pensó en él trepando a esos altos pasos de montaña en medio de los fuertes temporales de viento. Corría el riesgo de perderse y morir congelado en la nieve, o de ser asaltado y asesinado por los bandidos—. ¡Por favor, no hagas eso!
—Si me quedara otra posibilidad, la elegiría.
Así que volvería a perderlo nuevamente, y quedaría sola. Pensar en ello la hizo sentir terriblemente desgraciada. Eso era sorprendente. Sólo había pasado una noche con él. ¿Y qué esperaba? No estaba segura. Pero sin duda algo más que esa separación tan abrupta. —No creí que te volvería a perder tan pronto —confesó.
Pasó a Chantal al otro pecho.
El se arrodilló frente a ella y le tomó la mano.
—Tú no has analizado esta situación a fondo —reflexionó—. Piensa en Jean-Pierre. ¿No sabes que desea volver a tenerte a su lado?
Jane lo meditó. Ellis tenía razón. En esos momentos Jean-Pierre debía de sentirse humillado y ofendido: lo único que podría cicatrizar sus heridas sería volver a tenerla a su lado, en su cama y en su poder.
—Pero ¿qué crees que haría conmigo? —preguntó.
—Querrá que tú y Chantal paséis el resto de vuestras vidas en alguna ciudad minera de Siberia, mientras él ejerce su oficio de espía en Europa y os visita cada dos o tres años entre una misión y otra.
—¿Y si yo me negara?
—Te obligaría. Hasta podría llegar a matarte.
Jane recordó que Jean-Pierre le había pegado. Sintió náuseas. —¿Crees que los rusos lo ayudarán a buscarme? —preguntó. —Sí.
—Pero, ¿por qué? ¿Qué les importo yo?
—Primero, porque están en deuda con él. Segundo, porque suponen que lo mantendrás feliz. Tercero, porque sabes demasiado. Conoces íntimamente a Jean-Pierre y has visto a Anatoly; podrías proporcionar excelentes descripciones de ambos a la computadora de la CÍA, siempre que lograras regresar a Europa.
Así que habrá más derramamiento de sangre —pensó Jane—; los rusos atacarían los pueblos, atacarían a la gente, y los azotarían y torturarían para averiguar dónde estaba ella.
—Ese oficial ruso, ese Anatoly, El vio a Chantal. —Al recordar esos instantes terribles, Jane abrazó a su hija con más fuerza—. Creí que se la iba a llevar. ¿No se dio cuenta de que si se hubiese apoderado de ella yo me habría entregado nada más que para que no nos separaran?
Ellis asintió.
—En ese momento, eso me intrigó. Pero para ellos yo soy más importante que tú, y creo que decidió que aunque eventualmente quiera capturarte, mientras tanto piensa utilizarle para otro fin.
—¿Para qué? ¿Qué puede querer que haga?
—Lograr que mi huida sea más lenta.
—¿Obligándote a quedarte aquí? —No, viniendo conmigo.
En cuanto él lo dijo, ella se dio cuenta de que tenía razón y la embargó la sensación de estar ya condenada. Ella y su hija tendrían que ir con él, no les quedaba otra alternativa. Si morimos, moriremos —Pensó con fatalismo—. Que así sea.
—Supongo que mis posibilidades de huir de aquí contigo son mayores que las que tendría huyendo sola de Siberia —dijo.
Ellis asintíó.
—Creo que eso resume bien la situación.
—Empezaré a empaquetar las cosas —decidió ella. No había tiempo que perder—. Supongo que nos convendrá salir mañana al amanecer.
Ellis negó con la cabeza.
—Quiero salir de aquí dentro de una hora.
Jane fue presa del pánico. Planeaba irse, por supuesto, pero no tan de repente, y ahora sentía que no tenía tiempo de pensar. Empezó a precipitarse por la casita arrojando indiscriminadamente ropa, comida y medicamentos en una serie de bolsos, aterrorizada ante la posibilidad de olvidar algo indispensable, pero demasiado apurada para hacer el equipaje con sensatez.
Ellis comprendió su estado de ánimo y la detuvo. La sujetó por los hombros, la besó en la frente y le habló con tranquilidad.
—Dime algo. ¿Por casualidad sabes cuál es la montaña más alta de Gran Bretaña? —preguntó.
Ella se preguntó si se habría vuelto loco.
—El Ben Nevis —contestó—. Está en Escocia. —¿Y qué altura tiene?
—Más de mil doscientos metros.
—Algunos de los pasos que debemos atravesar están a cuatro mil ochocientos metros, es decir que son cuatro veces más altos que la montaña más elevada de Gran Bretaña. Y aunque la distancia que vamos a recorrer no es más que doscientos veinticinco kilómetros tardaremos por lo menos dos semanas en llegar. Así que te recomiendo que te tranquilices, que pienses y que planees. Si tardas algo más de una hora en hacer el equipaje, no importa. Será mejor eso que viajar sin antibióticos, por ejemplo.
Ella asintió, respiró profundamente y volvió a empezar.
Tenía dos alforjas que podían doblarse y convertirse en mochilas. Llenó una de ropa: los pañales de Chantal, un cambio de ropa interior para todos, la chaqueta acolchada de Ellis. y el impermeable forrado de piel, con capucha, que ella había comprado en París. Utilizó la otra alforja para medicamentos, comida y raciones de hierro para el caso de alguna emergencia. No tenían pastel de menta, por supuesto, pero Jane había descubierto un sustituto local, una torta de moras y nueces, casi imposible de digerir pero llena de energía concentrada. También tenía abundante arroz y un trozo de queso duro. El único recuerdo que Jane llevaba era su colección de fotografías Polaroid de los habitantes del pueblo. También llevaban sus sacos de dormir, una sartén y la bolsa militar de Ellis que contenía algunos explosivos y equipos detonadores: las únicas armas con que contaban. Ellis cargó todo el equipaje sobre Maggie, la yegua unidireccional.
Sus apresuradas despedidas estuvieron regadas de lágrimas. Jane fue abrazada por Zahara, por Rabia, la anciana partera, y hasta por Halima, la esposa de Mohammed. La nota disonante y amarga la dio Abdullah, que pasó por allí justo antes de que partieran y al verlos escupió en el suelo, arreando a su familia para que se alejara con rapidez. Sin embargo, pocos segundos después regresó su esposa, con aspecto asustado pero decidido, y puso en manos de Jane un regalo para Chantal, una primitiva muñeca de trapo con pañoleta y velo en miniatura.
Jane abrazó y besó a Fara que estaba inconsolable. La chica había cumplido trece años: pronto tendría un marido a quien adorar. En un año o dos se casaría y mudaría a la casa de sus suegros. Tendría ocho o diez hijos y tal vez la mitad de ellos viviría algo más de cinco años. Sus hijas se casarían y abandonarían el hogar paterno. Y aquellos de sus hijos que sobrevivieran a la lucha también se casarían y llevarían a sus esposas al hogar paterno. Con el tiempo, cuando la familia fuese demasiado numerosa, los hijos y las nueras y los nietos empezarían a mudarse para iniciar grandes núcleos familiares propios. Entonces Fara se convertiría en partera, lo mismo que la abuela Rabia. Espero que recuerde alguna de las lecciones que le enseñé, pensó Jane.
Alishan y Shahazai abrazaron a Ellis y entonces partieron seguidos de gritos de ¡Que Dios os acompañe¡. Los chicos del pueblo los siguieron hasta la curva del río. Jane se detuvo y miró hacia atrás, para contemplar por última vez el pequeño racimo de casas de tono barroso que había sido su hogar durante un año. Sabía que jamás regresaría, pero estaba segura de que, si lograba sobrevivir al viaje, les contaría historias de Banda a sus nietos.
Caminaron ágilmente a lo largo de la orilla del río. Jane se dio cuenta de que aguzaba el oído por si oía motores de helicópteros. ¿Cuándo empezarían a buscarlos los rusos? ¿Enviarían unos cuantos helicópteros más o menos a la ventura para tratar de encontrarlos, o se tomarían el tiempo necesario para organizar una búsqueda realmente concienzuda? Jane no sabía cuál de las dos posibilidades les convendría más.
Les costó menos de una hora llegar a Dasht-i-Rewat. La Planicie con un Fuerte era un pueblo agradable donde las casitas con sus patios sombreados se esparcían a lo largo de la ribera norte del río. Allí llegaba a su fin el sendero para carros, ese sendero serpenteante que por momentos se distinguía en el camino de tierra y por momentos no. Cualquier vehículo de ruedas lo suficientemente fuerte como para resistir el camino, debía detenerse allí, así que en el pueblo se negociaba un poco con caballos. El fuerte que mencionaba el nombre del pueblo se encontraba en la parte superior del valle y los guerrilleros lo habían convertido en una prisión donde mantenían encarcelados a algunos soldados del gobierno, a un par de rusos, y a algún ladrón ocasional. Jane lo había visitado una vez para curar a un nómada miserable, quien, después de haber sido reclutado por el ejército regular, contrajo neumonía en el frío invierno de Kabul y desertó. Allí lo reeducaban antes de permitir que se uniera a los guerrilleros.
Era mediodía, pero ninguno de los dos quiso detenerse para almorzar. Antes del anochecer esperaban poder llegar a Sainz, a quince kilómetros de distancia, en la cabecera del valle. Y aunque quince kilómetros no fuera una gran distancia para recorrer en terreno llano, en esa tierra tan quebrada el recorrido podría llevarles muchas horas.
El último tramo serpenteaba por entre las casas de la orilla norte del camino. La orilla sur estaba formada por un risco de seiscientos metros de altura. Ellis conducía la yegua. Jane llevaba a Chantal en esa especie de cabestrillo que había inventado y que le permitía alimentar a la chiquilla sin detenerse. El pueblo finalizaba junto a un molino, cerca de la entrada al valle llamada Riwat, que conducía a la prisión. Después de haber llegado a ese punto ya no les fue posible caminar con tanta rapidez. El terreno empezaba a ascender, al principio gradualmente y cada vez con mayor rapidez. Treparon bajo el sol ardiente sin detenerse. Jane se cubrió la cabeza con su pattu, la manta de tono pardo que llevaban todos los viajeros. Chantal recibía la sombra del cabestrillo. Ellis llevaba puesto su gorro chitralí, un regalo de Mohammed.
Al llegar al punto más alto del paso ella notó, con cierta satisfacción, que ni siquiera respiraba agitadamente. jamás en su vida había disfrutado de un estado de salud más apto, y probablemente nunca más lo disfrutaría. observó que Ellis no sólo jadeaba sino que sudaba. El estaba en un estado físico bastante bueno, pero no se encontraba tan entrenado como ella para largas horas de caminatas. Todo eso la llenó de bastante orgullo, hasta que recordó que él había sufrido dos heridas de bala nueve días antes.
El terreno todavía era ascendente, pero la cuesta ya se notaba más suave, así que les permitía una marcha más rápida. Aproximadamente cada kilómetro y medio se veía demorada por los afluentes del río, que desde los valles próximos iban a desembocar en él. El camino se interrumpía en un puente de madera o en un vado y Ellis se veía obligado a arrastrar a la renuente Maggie dentro del agua mientras Jane chillaba y le arrojaba piedras desde atrás.
A lo largo del desfiladero corría un canal de irrigación sobre la ladera del risco, a mucha mayor altura que el río. Había sido construido para aumentar la zona cultivable de la planicie. Jane se preguntó cuánto tiempo habría transcurrido desde que el valle tuvo tiempos hombres y paz suficiente para llevar a cabo un proyecto de ingeniería tan importante: cientos de años, quizá.
La garganta se hizo más angosta y, debajo, el río se veía cubierto de rocas. En los riscos había abundantes cuevas: Jane tomó nota de ellas como posibles escondrijos. El paisaje adquirió un aspecto desolado y sombrío y Jane se estremeció a pesar del sol. El terreno rocoso y los riscos que caían a pico eran ideales para los pájaros: se veían cantidades de urracas asiáticas.
Por fin la garganta se convirtió en otra planicie. Lejos, hacia el este, Jane podía ver una hilera de montes y detrás de ellos se vislumbraban las blancas montañas de Nuristán. Oh Dios, hacia allá nos dirigimos, penso Jane; y sintió miedo.
En la planicie se alzaba un pequeño racimo de casitas humildes. —Supongo que es aquí —comentó Ellis—. Bienvenida a Saniz. Entraron en la planicie, buscando una mezquita o alguna de las chozas de piedra para los viajeros. Al llegar a la altura de la primera de las casas, salió de ella un hombre en quien Jane reconoció al apuesto Mohammed. El se sorprendió al verla. Pero en ella, la sorpresa cedió paso al horror cuando comprendió que iba a tener que decirle que habían matado a su hijo.
Ellis le dio tiempo a pensar, preguntando en dari: —¿Por qué estás aquí?
—Porque aquí está Masud —contestó Mohammed. Jane comprendió que ése debía de ser uno de los escondrijos de los guerrilleros—. Pero ¿qué os trae a vosotros por aquí? —preguntó Mohammed.
—Viajamos rumbo a Pakistán.
—¿Por este camino? —En el rostro de Mohammed apareció una expresión grave—. ¿Qué ha sucedido?
Jane sabía que era ella quien debía decírselo, porque hacía más tiempo que lo conocía.
—Traemos malas noticias, amigo Mohammed. Los rusos hicieron una incursión en Banda. Mataron a siete hombres y a una criatura, —En ese momento él adivinó lo que ella estaba a punto de decir y la expresión de dolor que se pintó en su rostro produjo a Jane ganas de llorar—. El chico era Mousa.
Mohammed recuperó su compostura con rigidez.
—¿Cómo murió mi hijo? —preguntó.
—Lo encontró Ellis —dijo Jane.
Luchando por encontrar las palabras en dari que le hacían falta.
Ellis explicó:
—Murió, cuchillo en mano, y con el cuchillo ensangrentado.
Mohammed abrió los ojos sorprendido.
—Cuéntamelo todo —pidió.
Jane tomó la palabra porque ella hablaba mejor el idioma.
—Los rusos llegaron al amanecer —empezó a decir—. Nos buscaban a Ellis y a mí. Nosotros estábamos arriba, en la ladera de la montaña, así que no nos encontraron. Azotaron a Alishan, a Abdullah, y a Shahazai, pero no los mataron. Entonces encontraron la cueva. Allí estaban los siete guerrilleros y Mousa se había quedado con ellos, para correr al pueblo en caso de que necesitaran ayuda durante la noche. Cuando los rusos se marcharon, Ellis fue a la cueva. Todos los hombres habían sido asesinados y Mousa también…
—¿Cómo? —interrumpió Mohammed—. ¿Cómo lo mataron? Jane miró a Ellis.
Kalashnikov —dijo Ellis, utilizando una palabra que no necesitaba traducción. Se señaló el corazón para indicar el lugar en que el chiquillo había sido herido.
—Debe de haber tratado de defender a los heridos —agregó Jane—, porque había sangre en la punta de la hoja de su cuchillo.
A pesar de tener los ojos llenos de lágrimas, Mohammed se hinchó de orgullo.
—¡Los atacó! ¡A ellos, adultos armados con armas de fuego! ¡Los atacó con su cuchillo! ¡El cuchillo que le regaló su padre! El muchachito manco se encuentra sin duda en el paraíso de los guerreros.
Jane recordó que morir en una guerra santa era el honor más grande que podía caberle a un musulmán. El pequeño Mousa probablemente se convertiría en un santito. Se alegró de que Mohammed tuviera por lo menos ese consuelo, pero no pudo dejar de pensar únicamente: ésta es la forma en que los guerreros alivian su conciencia: hablando de la gloria.
Ellis abrazó solemnemente a Mohammed, sin pronunciar una sola palabra.
De repente, Jane recordó su colección de fotografías. Tenía varias de Mousa. A los afganos les encantaban las fotos y a Mohammed le llenaría de gozo tener una de su hijo. Abrió una de las alforjas cargadas sobre el lomo de Maggie y revolvió las cajas de medicamentos hasta encontrar las de la Polaroid. Localizó una fotografía de Mousa, la separó y volvió a cerrar la bolsa. Entonces entregó la fotografía a Mohammed.
Jamás en su vida había visto a un afgano tan profundamente conmovido. Ni siquiera podía hablar. Por un instante dio la sensación de que se echaría a llorar. Se volvió, tratando de controlarse. Cuando los miró nuevamente, tenía el rostro sereno, pero humedecido por las lágrimas.
—Venid conmigo —dijo.
Lo siguieron a lo largo del pueblo hasta la orilla del río, donde un grupo de quince o veinte guerrilleros estaban sentados alrededor de una fogata, cocinando. Mohammed se introdujo en el grupo y sin preámbulo alguno empezó a contar la historia de la muerte de Mousa, entre lágrimas y gesticulaciones.
Jane se volvió. Ya había presenciado demasiado dolor.
Miró a su alrededor con ansiedad. ¿Hacia dónde huiremos si llegan a venir los rusos¿, se preguntó. Allí no había más que praderas, el río y algunos cobertizos. Pero Masud parecía pensar que era un lugar seguro. Tal vez el pueblo fuese demasiado pequeño para atraer la atención del ejército.
No tuvo bastantes energías para seguir preocupándose. Se sentó en el suelo con la espalda apoyada contra el tronco de un árbol, agradecida por poder dar un descanso a sus piernas, y empezó a amamantar a Chantal. Ellis quitó la carga a Maggie, la ató por el cabestro y la yegua comenzó a pastar junto al río. Ha sido un día largo —pensó Jane—, y un día terrible. Y anoche no dormí demasiado. Sonrió en silencio al recordar lo sucedido la noche anterior.
Ellis sacó los mapas de Jean-Pierre y se sentó junto a Jane para estudiarlos a la luz del crepúsculo que se iba apagando rápidamente. Jane miraba por encima de su hombro. La ruta que pensaban seguir continuaba subiendo por el valle hasta un pueblo llamado Comar, lo mismo que el primer paso de gran altura que debían franquear. Allí empieza el frío. —anunció Ellis, señalando el paso—.
—Cuatro mil quinientos metros
Jane se estremeció.
Cuando Chantal terminó de mamar, Jane le cambió el pañal y lavó el sucio en el río. A su regreso encontró a Ellis enfrascado en una profunda conversación con Masud. Se instaló junto a ambos.
—Has tomado una decisión acertada —decía Masud—. Debes llegar a Afganistán con nuestro tratado en el bolsillo. Si los rusos llegan a capturarte, todo se habrá perdido.
Ellis asintió, demostrando que estaba de acuerdo. Jane pensó: jamás he visto actuar así a Ellis: trata a Masud con deferencia. Masud continuaba hablando.
—Sin embargo, es un trayecto extraordinariamente difícil. Gran parte del camino corre por encima de las nieves perpetuas. A veces, en la nieve, resulta difícil encontrar el sendero y si uno llega a perderse allí, muere indefectiblemente.
Jane se preguntó adónde conducía todo eso. Le pareció ominoso que Masud se dirigiera cuidadosamente a Ellis, no a ella.
—Yo te puedo ayudar —continuó diciendo Masud—, pero lo mismo que tú quiero hacer un trato.
—Continúa —dijo Ellis.
—Te cederé a Mohammed como guía para que te conduzca a través de Nuristán y te introduzca en Pakistán.
El corazón de Jane dio un salto de alegría. El hecho de tener a Mohammed por guía establecería una enorme diferencia en el viaje. —¿Y cuál sería parte en el trato? —preguntó Ellis.
—Qué vayas solo. La esposa del doctor y la chiquilla se quedarán aquí.
Jane, con dolorosa claridad, vio que tenía que aceptar esa condición. Era una soberana estupidez que los dos trataran de hacer el viaje solos: lo más probable era que murieran ambos. De esa manera, ella por lo menos podía salvar la vida de Ellis.
—Debes aceptar —dijo.
Ellis le sonrió antes de mirar a Masud.
—Eso está fuera de la cuestión —afirmó.
Masud se levantó, visiblemente ofendido, y volvió al círculo de los guerrilleros.
—Oh, Ellis, ¿te parece prudente lo que acabas de hacer?
—No —contestó él. Y le tomó la mano—. Pero no estoy dispuesto a dejarte ir con tanta facilidad.
Ella le apretó la mano.
—Yo no, no te he hecho ninguna promesa.
—Ya lo sé —contestó Ellis—. Cuando lleguemos a la civilización, quedarás en libertad para hacer lo que quieras, Hasta para vivir con Jean-Pierre si es eso lo que deseas, y siempre que logres encontrarlo. Si no me queda más remedio, me conformaré con tenerte los próximos quince días. De todos modos, este la posibilidad de que no vivamos tanto tiempo.
Eso era cierto. ¿Por qué angustiarnos por el futuro, cuando lo más probable es que no tengamos un futuro?, pensó ella.
Masud volvió, de nuevo sonriente.
—No soy un buen negociador —confesó—. De todos modos os cederé a Mohammed como guía.