—¿Y adónde han ido los guerrilleros?. —preguntó Jane.
—Se dispersaron —contestó Ellis—. Esa es la táctica de Masud.
Desaparece en las montañas sin darles tiempo a los rusos a respirar. Es probable que vuelvan con refuerzos —en este mismo momento pueden estar en Darg—, pero no encontrarán con quién luchar. Todos los guerrilleros, salvo estos pocos, se han ido.
En la clínica de Jane había siete hombres heridos. Ninguno de ellos moriría. También atendió a otros doce con heridas de menor importancia, que siguieron su camino. Sólo dos guerrilleros habían muerto en el campo de batalla y por un descorazonante golpe de mala suerte, uno de ellos fue Yussuf. Zahara volvía a estar de luto, y de nuevo por culpa de Jean-Pierre.
A pesar de la euforia de Ellis, Jane estaba deprimida. No debo seguir cavilando —pensó—. Jean-Pierre se ha ido y no volver, y no tiene sentido que me amargue. Tengo que empezar a pensar de una manera positiva. Tengo que interesarme en la vida de los demás. —¿Y qué pasó con tu conferencia? —le preguntó a Ellis—. Si todos los guerrilleros se han ido.
—Estuvieron todos de acuerdo —contestó Ellis—. Después del éxito que tuvo la emboscada estaban todos tan eufóricos que habrían estado dispuestos a decir que sí a cualquier cosa. De alguna manera la emboscada demostró lo que algunos de ellos dudaban: que Masud es un líder brillante y que uniéndose bajo su mando puede lograr grandes victorias. También estableció mis credenciales de macho[3], cosa que me ayudó.
—Así que has triunfado.
—Sí, hasta tengo un tratado firmado por todos los líderes rebeldes y atestiguado por el mullah.
—Debes de sentirte orgulloso.
Alargó la mano para apretarle el brazo y en seguida la retiró con rapidez. Se alegraba tanto de que él estuviese allí para ayudarla a no sentirse sola que se sentía culpable por haber estado enojada con él durante tanto tiempo. Pero temía darle la accidental y errónea impresión de que todavía le importaba como antes, cosa que le resultaría incómoda.
Se volvió y recorrió con la mirada el interior de la cueva. Las vendas y las jeringas estaban en sus cajas y los medicamentos en el maletín. Los guerrilleros heridos estaban cómodos, tendidos sobre alfombras o mantas. Se quedarían a pasar la noche en la cueva, ya que era demasiado difícil llevarlos a todos al pueblo, montaña abajo. Tenían agua y un poco de pan y dos o tres de ellos estaban lo suficientemente bien como para levantarse y preparar el té. Mousa, el hijo de Mohammed, el que había perdido una mano, permanecía sentado en cuclillas a la entrada de la cueva, enfrascado en un misterioso juego en la tierra polvorienta con el cuchillo regalado por su padre: él se quedaría a acompañar a los heridos y en el caso poco probable de que alguno de ellos necesitara atención médica durante la noche, el muchacho correría al pueblo a buscar a Jane.
Todo estaba en orden. Jane les dio las buenas noches, acarició la cabeza de Mousa y salió. Ellis la siguió. Jane sintió un poco de frío en la brisa de la tarde. Era la primera señal del fin del verano, Ella alzó la mirada hacia las cimas distantes del Hindu Kush, desde donde llegaría el invierno. A la luz del crepúsculo los picos nevados adquirían un tono rosado. Ese era un hermoso país, cosa demasiado fácil de olvidar, especialmente en días de tanto trabajo. A pesar de las ganas que tengo de volver a casa, me alegro de haber conocido este lugar, pensó Jane.
Bajó el monte, con Ellis a su lado. De vez en cuando lo miraba de reojo. A la luz del crepúsculo su rostro parecía bronceado y áspero. Se dio cuenta de que probablemente él no hubiera dormido demasiado la noche anterior.
—Pareces cansado —comentó.
—Hacía mucho tiempo que no participaba en una verdadera batalla —contestó él—. La paz nos ablanda.
Lo dijo con mucha naturalidad. Por lo menos no se regodeaba en la matanza, como los afganos. Le contó el hecho concreto de que había hecho volar el puente de Darg, pero uno de los guerrilleros heridos le suministró todos los detalles, explicando que la exactitud del momento de la explosión había cambiado el curso de la batalla, y describiéndole gráficamente la carnicería que se había producido.
En el pueblo de Banda reinaba un clima de festejos. Hombres y mujeres permanecían conversando animadamente en grupos, en lugar de retirarse como siempre a los patios de sus casas. Los chicos inventaban ruidosos juegos de guerra, en los que tendían trampas a los rusos, imitando a sus hermanos mayores. En alguna parte, un hombre cantaba al compás de un tambor. Sólo pensar en pasar la noche sola le resultó de repente insoportable a Jane, y presa de un impulso le propuso a Ellis:
—¿Por qué no vienes a tomar el té conmigo? Siempre que no te importe que amamante a Chantal.
—Me encantaría —contestó él.
Cuando llegaron a la casa la pequeña estaba llorando y, como siempre, el cuerpo de Jane respondió al estímulo y de uno de sus pechos surgieron unas repentinas gotas de leche.
—Siéntate y Fara te traerá té —dijo ella apresuradamente.
Después corrió a la otra habitación antes de que Ellis viera la embarazosa mancha de su blusa.
Se desabrochó los botones con rapidez y tomó en brazos a la pequeña. Sintió los habituales instantes de pánico ciego mientras Chantal buscaba el pezón y en seguida su hija empezó a chupar, primero con fuerza dolorosa y después con mayor suavidad. A Jane la ponía incómoda la posibilidad de volver al otro cuarto. No seas tonta —se dijo—; se lo preguntaste y él dijo que estaba bien, y de cualquier manera, en otra época prácticamente pasabas todas las noches en su cama. Pero de todos modos sintió que se ruborizaba un poco al entrar en la otra habitación.
Ellis estaba examinando los mapas de Jean-Pierre.
—Esta fue su jugarreta más inteligente —comentó—. Conocía todas las rutas de las caravanas porque Mohammed siempre utilizaba sus mapas. —La miró, y al ver su expresión agregó apresuradamente—: Pero no hablemos de eso. ¿Qué piensas hacer ahora?
Jane se sentó sobre el almohadón, con la espalda apoyada contra la pared, su postura favorita para amamantar a Chantal. Ellis no parecía incómodo por su pecho desnudo, y ella empezó a sentirse más a sus anchas.
—Tendré que esperar —contestó—. En cuanto se abra la ruta a Pakistán y empiecen a viajar las caravanas, volveré a casa. ¿Y tú?
—Lo mismo. Mi trabajo aquí ha terminado. Por supuesto que será necesario supervisar el trabajo, pero la Agencia tiene gente en Pakistán que puede encargarse de eso.
Llegó Fara con el té. Jane se preguntó cuál sería la próxima tarea de Ellis: ¿planear un golpe en Nicaragua, chantajear a un diplomático soviético en Washington o tal vez asesinar a algún comunista africano. Mientras fueron amantes ella lo había interrogado acerca de su estancia en Vietnam, y él le había dicho que todo el mundo suponía que quería evitar el reclutamiento, pero que como él era un hijo de puta que siempre hacía lo contrario de lo que se esperaba, fue a Vietnam.
Jane no estaba segura de creer en esa explicación, pero aún en el caso de que fuese cierta, no se explicaba por qué había seguido en esa línea de trabajo tan violenta después de salir del ejército.
—¿Te dedicarás a planear maravillosas y sutiles maneras de matar a Castro?
—Se supone que la Agencia no debe cometer asesinatos —contestó él.
—Pero los comete.
—Existe un elemento lunático que nos da muy mala fama. Desgraciadamente, los presidentes no resisten la tentación de jugar a los agentes secretos, y eso alienta a la facción de locos.
—¿Y por qué no les das la espalda de una vez y te unes a la raza humana?
—Mira, Norteamérica está llena de gente que cree que, aparte del nuestro, hay otros países que tienen el derecho de ser urbes, pero pertenecen al tipo de gente que les da la espalda. En consecuencia, la Agencia emplea a demasiados psicópatas y a muy pocos ciudadanos decentes y compasivos. Después, cuando por un capricho del presidente, la Agencia provoca el derrocamiento de un gobierno extranjero, todos se preguntan cómo es posible que eso suceda. Y la respuesta es que sucede porque ellos lo permiten. Mi país es una democracia, así que cuando las cosas no están bien, no puedo culpar a nadie más que a mí mismo, y si hay que poner las cosas en su lugar lo tengo que hacer yo porque es mi responsabilidad.
Jane no estaba convencida.
—¿Dirías que la manera de reformar a la K.G.B. es unirte a ellos?
—No, porque en última instancia la K.G.B. no está controlada por el pueblo. En cambio la Agencia, sí.
—No es tan simple controlarla —contestó Jane—. La CÍA le miente al pueblo. Es imposible controlarlos si uno no tiene manera de saber lo que están haciendo.
—Pero en definitiva se trata de nuestra Agencia de Inteligencia y de nuestra responsabilidad.
—Podrías trabajar para abolirla, en lugar de unirte a ella.
—Pero lo cierto es que necesitamos una agencia central de inteligencia. Vivimos en un mundo hostil y necesitamos información acerca de nuestros enemigos.
Jane suspiró.
—Pero mira adonde nos lleva —contestó—. Estás planeando enviar más y mejores armamentos a Masud para que él pueda matar mayor cantidad de gente y con más rapidez. Y eso es lo que siempre termináis haciendo.
—No es para que pueda matar más gente y con mayor rapidez protestó Ellis—. Los afganos luchan por su libertad, están luchando contra un puñado de asesinos.
—Están luchando todos por su libertad —interrumpió Jane—. La O.L.P., los exiliados cubanos, el Ira, los blancos sudafricanos y el Ejército Libre de Gales.
—Algunos tienen razón y otros no. —¿Y la CÍA conoce la diferencia? —Debería conocerla.
—Pero la desconoce. ¿Por la libertad de quién lucha Masud? —Por la libertad de todos los afganos. —¡Eso no es más que basura! —exclamó Jane con furia—. Masud es un musulmán fundamentalista, y si alguna vez llega al poder, lo primero que hará será caer sobre las mujeres. jamás les permitirá votar, les quiere quitar los pocos derechos que ya tienen. ¿Y cómo crees que tratará a sus oponentes, dado que su héroe político es el ayatolah Jomeini? ¿Los científicos y los profesores gozarán de libertad académica? ¿Los homosexuales, los hombres y mujeres, gozarán de libertad sexual? ¿Qué sucederá con los hindúes, con los budistas, con la confraternidad de Plymouth?
—¿En serio crees que el régimen de Masud sería peor que el de los rusos? —preguntó Ellis.
Jane lo pensó durante algunos instantes.
—No sé. Lo único cierto es que el régimen de Masud sería una tiranía afgana, en lugar de ser una tiranía rusa. Y creo que no vale la pena matar gente para intercambiar un dictador extranjero por uno local.
—Sin embargo, por lo visto los afganos piensan que sí vale la pena.
—A la mayoría jamás se les ha preguntado.
—Sin embargo, creo que es obvio. De todas maneras, normalmente no me dedico a este tipo de trabajos. Por lo general me encuentro mejor dentro del tipo detectivesco.
Había algo que desde hacía un año despertaba la curiosidad de Jane.
—¿Cuál fue exactamente tu misión en París?
—¿Cuando espié a tus amigos? —Ellis esbozó una leve sonrisa—. ¿No te lo dijo Jean-Pierre?
Confesó que en realidad no lo sabía.
—Tal vez lo ignorara. Yo trataba de apresar terroristas.
—¿Entre nuestros amigos? —Allí por lo general es donde se los encuentra: entre los disidentes, los marginados y los criminales.
—¿Rahmi Coskun era terrorista?
Jean-Pierre afirmaba que Rahmi fue arrestado por culpa de Ellis.
—Sí. Fue el responsable de la bomba colocada en las Aerolíneas Turcas de la avenida Félix Faure.
—¿Rahmi? ¿Y cómo lo sabes?
—Porque él me lo dijo. Y cuando lo hice arrestar, planeaba colocar otra bomba.
—¿Y también te lo dijo?
—Me pidió que lo ayudara a fabricarla. —¡Dios mío!
El apuesto Rahmi con sus ojos rasgados y su odio apasionado contra el gobierno de su desgraciado país.
Pero Ellis aún no había terminado. —¿Recuerdas a Pepe Gozzi? Jane frunció el entrecejo.
—¿Te refieres a ese corso extraño que tenía un Rolls-Royce?
—Sí. El abastecía de armas Y explosivos a todos los locos de París. Se las vendía a todos los que estuvieran en condiciones de pagar el precio que pedía, pero se especializaba en clientes políticos. Jane no salía de su asombro. Suponía que Pepe no era trigo limpio, Simplemente por el hecho de ser rico y corso, pero en el peor de los casos consideraba que estaría involucrado en algún asunto turbio común, como el contrabando o el tráfico de drogas. ¡Y pensar que se dedicaba a vender armas a asesinos! Jane empezaba a sentir que había vivido en un sueño, mientras la intriga y la violencia eran el mundo real que la rodeaba por completo. ¿Sería tan cándida?, se preguntó.
Ellis continuó explicándole:
—También apresé a un ruso que había financiado asesinatos y secuestros. Después interrogaron a Pepe y él desenmascaró al cincuenta por ciento de los terroristas europeos.
—¿Y a eso te dedicabas durante toda la época en que fuimos amantes? –dijo Jane, con aire soñador. Recordó las fiestas, los conciertos de rock, las manifestaciones, las discusiones políticas en los Cafés, las incontables botellas de vino rouge ordinaire que bebían en los estudios de los áticos. Desde la ruptura de ambos, ella supuso vagamente que él se dedicaba a escribir pequeños informes sobre la juventud radicalizada, explicando quiénes tenían influencias, quiénes eran extremistas, quiénes contaban con dinero, quiénes con mayor ascendiente entre los estudiantes, quién mantenía conexiones con el Partido Comunista y así sucesivamente. Y ahora le resultaba difícil concebir que Ellis hubiera estado persiguiendo a verdaderos criminales y que realmente hubiera descubierto a algunos entre sus amigos.
—¡Me parece increíble! —exclamó, estupefacta.
—Si quieres saber la verdad, fue un gran triunfo.
—Probablemente no deberías estar contándomelo.
—Es cierto. Pero he lamentado muchísimo haberte mentido en el pasado, para decirlo sin exagerar.
Jane se sintió incómoda y no supo qué contestar. Pasó a Chantal a su pecho izquierdo y entonces, al ver la mirada de Ellis, se cubrió el derecho con la blusa. La conversación se estaba poniendo incómodamente personal, pero ella tenía una intensa curiosidad por saber más. Ahora comprendía cómo se justificaba Ellis —aunque ella no estuviera de acuerdo con él—, pero todavía le quedaban dudas acerca de sus motivaciones. Si no lo averiguo ahora —pensó—, es posible que jamás se me presente otra oportunidad.
—No comprendo lo que hace a un hombre pasarse la vida haciendo ese tipo de trabajo —dijo.
El miró para otro lado.
—Las hago bien, me parece que valen la pena y la paga es extraordinariamente buena.
—Y supongo que te gustaba el plan de jubilación y el menú de la cantina. Está bien, no tienes ninguna necesidad de darme explicaciones si no lo deseas.
El le dirigió una mirada dura, como si estuviera tratando de leerle el pensamiento.
—Estoy deseando explicártelo —confesó—. ¿Estás segura de querer oírlo?
—Sí. Por favor.
—Tiene que ver con la guerra —empezó, y de repente Jane se dio cuenta de que estaba por decirle algo que jamás le había confiado a nadie—. Una de las cosas terribles que tenía el hecho de volar en Vietnam, era lo difícil que resultaba distinguir a los vietcong de los civiles. Cada vez que, por ejemplo, proporcionábamos apoyo aéreo a las tropas de tierra, o mirábamos un sendero de la jungla, o declarábamos que una zona era de fuego libre (libre para el fuego), sabíamos que mataríamos más mujeres, niños y ancianos que guerrilleros. Acostumbrábamos a decir que habían estado protegiendo y amparando al enemigo, pero ¿quién sabe? ¿Y a quién le importaba? Los matábamos. En ese caso, los terroristas éramos nosotros. Y no hablo de casos aislados, aún lo peor. Hicimos todas esas cosas terribles en aras de una causa que terminó no siendo más que un cúmulo de mentiras, de corrupción y de autoengaño. Estábamos en el bando equivocado.
¿Y sabes? No había ninguna justificación; eso fue que también vi cometer atrocidades, me refiero a nuestras tácticas regulares y diarias.
—Tenía el rostro tenso y contraído, como si padeciera de algún dolor interno y persistente. A la luz inestable de la lámpara su piel se veía sombreada y cetrina—. Como verás, no hay excusa ni perdón.
Con suavidad, Jane lo alentó para que siguiera hablando. —¿Entonces por qué te quedaste? —preguntó—. ¿Por qué te ofreciste como voluntario para un segundo período?
—Porque en ese momento no veía las cosas con tanta claridad; porque estaba luchando por mi país y uno no puede darle la espalda a una guerra; porque era un buen oficial y si hubiese vuelto a casa mi lugar podría haber sido ocupado por algún botarate y mis hombres habrían muerto; y como, por supuesto, ninguna de esas razones era lo suficientemente buena, en algún momento me pregunté ¿Qué vas a hacer al respecto? Quería, en ese momento no lo sabía, pero quería hacer algo para redimirme. En la década de los sesenta se habría dicho que padecía un complejo de culpabilidad.
—Sí, pero —Ellis parecía tan inseguro y vulnerable que a ella le resultaba difícil hacerle preguntas directas, pero él necesitaba hablar y a ella le interesaba escucharlo, así que insistió—: Pero ¿por qué esto?
—Hacia el final de la guerra yo estaba en inteligencia, y me ofrecieron continuar en la misma línea de trabajo, pero dentro del mundo de los civiles. Me aseguraron que sería capaz de desenvolverme como espía porque tenía experiencia en ese medio. Verás, ellos conocían mi pasado radical. Y yo creí que capturando terroristas tal vez podría paliar algo del mal que había hecho. Así que me convertí en un experto antiterrorista. Cuando lo digo suena demasiado simple, pero te aseguro que he tenido éxito. La Agencia no me tiene simpatía porque a veces me niego a aceptar una misión, como la vez que mataron al presidente de Chile, y los agentes no deben negarse a cumplir las misiones que se les encomiendan; pero he sido responsable del encarcelamiento de gente muy peligrosa y me enorgullece.
Chantal se había quedado dormida. Jane la acostó en la caja que hacía las veces de cuna.
—Supongo que debería decirte que, que por lo visto te juzgué mal.
El sonrió.
—¡Gracias a Dios por haber oído eso!
Durante algunos instantes a Jane la sobrecogió la nostalgia al recordar la época —¿fue sólo un año y medio antes?— en que ambos eran felices y no había sucedido nada de eso: no existía la CÍA, ni Jean-Pierre, ni Afganistán.
—Sin embargo, es imposible borrarlo, ¿verdad? —preguntó—. Me refiero a todo lo que ha sucedido, tus mentiras, mi enojo.
—No. —Estaba sentado en un taburete mirándola y estudiándola con el alma en la mirada. De repente le tendió los brazos, vaciló y después apoyó las manos en las caderas de Jane, en un gesto que pudo haber sido de cariño fraternal, o de algo más. Entonces Chantal murmuró: Mmumumumurnmm. Jane se volvió para mirarla y Ellis dejó caer las manos. Chantal estaba completamente despierta y movía los bracitos y las piernas en el aire. Jane la levantó y la chiquilla eructó de inmediato.
Jane se volvió hacia Ellis. Él con los brazos cruzados, la observaba sonriendo. De repente ella no quiso que él se fuera. Siguiendo un impulso le hizo una invitación.
—¿Por qué no te quedas a comer conmigo? Pero te advierto que no hay más que pan y cuajada.
—Me parece perfecto.
Ella le tendió a Chantal.
—Iré a decírselo a Fara.
Ellis tomó a la pequeña en brazos y ella se dirigió al patio. Fara calentaba agua para el baño de Chantal. Jane probó la temperatura con el codo y la encontró ideal.
—Prepara pan para dos, por favor —le pidió en dari.
Fara abrió los ojos, sorprendida, y Jane se dio cuenta de que era un escándalo que una mujer sola invitara a un hombre a comer. ¡Al diablo con todo, pensó. Levantó la olla de agua caliente y la llevó a la casa.
Ellis estaba sentado en el almohadón grande, debajo de la lámpara de aceite, balanceando a Chantal sobre su rodilla mientras le recitaba un poema infantil en voz baja. Sus grandes manos velludas rodeaban el cuerpecito rosado de la chiquilla. Ella lo miraba, gorjeando feliz y dando pataditas con sus piececitos regordetes. Jane se detuvo en la puerta, transfigurada por la escena y, sin querer, pensó: Ellis debió haber sido el padre de Chantal.
¿Es cierto eso? —se preguntó al mirarlos—. ¿Realmente lo hubiera yo deseado? En ese momento Ellis terminó de recitar el poema, la miró y sonrió con algo de timidez, y ella pensó: Sí, me habría gustado que fuera el padre de Chantal.
A medianoche subieron por la ladera de la montaña, Jane delante, Ellis siguiéndola con un gran saco de dormir debajo del brazo. Habían bañado a Chantal, comido su escasa cena de pan y cuajada, vuelto a alimentar a Chantal e instalado a la pequeña por el resto de la noche en la azotea, donde estaba profundamente dormida junto a Fara, quien la protegería con su vida. Ellis quiso llevarse a Jane lejos de la casa donde había sido la mujer de otro y Jane sentía lo mismo.
—Conozco un lugar adonde podemos ir —dijo.
En ese momento abandonó el sendero montañoso y condujo a Ellis por el terreno pedregoso e inclinado hasta su secreto lugar de retiro, el saliente oculto donde tomaba sol desnuda y se untaba el vientre antes del nacimiento de Chantal. Lo encontró con facilidad a la luz de la luna. Miró hacia abajo, hacia el pueblo, donde los rescoldos de los fuegos todavía resplandecían en los patios y donde la luz de algunas lámparas todavía danzaba detrás de las ventanas sin vidrios. Apenas alcanzaba a distinguir la forma de su propia casa. Dentro de pocas horas, en cuanto empezara a nacer el día, podría distinguir las formas dormidas de Chantal y Fara en la azotea. Se alegraría de poder hacerlo: era la primera vez que dejaba sola a Chantal de noche.
Se volvió. Ellis acababa de abrir por completo el cierre del saco de dormir y lo extendía sobre el suelo como una manta. La oleada de calor y de lujuria que la sobrecogió en su casa cuando lo vio recitándole un poema infantil a su hija, había desaparecido. En ese momento renacieron todos sus antiguos sentimientos: la necesidad de tocarlo, el amor que despertaba en ella su forma de sonreír cuando se sentía consciente de sí mismo, la necesidad de sentir sus grandes manos apoyadas en su piel, el deseo obsesivo de verlo desnudo. Algunas semanas antes del nacimiento de Chantal, Jane perdió sus deseos sexuales y no los recobró hasta ese momento. Pero durante las horas sucesivas, ese estado de ánimo se fue disipando poco a poco mientras los dos hacían arreglos prácticos para poder estar solos, como un par de adolescentes que tratan de alejarse de sus padres para acariciarse libremente.
—Ven a sentarte —pidió Ellis.
Ella se instaló a su lado sobre el saco de dormir. Ambos miraron hacia el pueblo sumido en las tinieblas. No se tocaban. Hubo un momento de tenso silencio.
—Aquí nunca ha estado nadie más —comentó Jane.
—¿Y para qué lo utilizabas?
—Oh, simplemente para tenderme al sol y no pensar en nada —contestó. Pero en seguida pensó: ¡Oh, qué diablos! y agregó—: No, eso no es del todo cierto. También me masturbaba.
El lanzó una carcajada y después la abrazó.
—Me alegra comprobar que todavía no has aprendido a censurar tus palabras —dijo.
Ella se volvió para mirarlo de frente—. El la besó en la boca con suavidad. Le gusto por mis defectos —pensó Jane—: por mi falta de tacto, mi carácter rápidamente irritable, mi costumbre de maldecir, por ser una cabeza dura.
—No trates de cambiarme —decidió en voz alta.
—¡Oh, Jane, si supieras cómo te he echado de menos! —Ellis cerró los ojos y habló en un murmullo—. La mayor parte del tiempo ni siquiera me daba cuenta de ello.
Se tumbó y la atrajo hacia él, así que ella terminó encima de él. Jane se inclinó y le besó el rostro con suavidad. La sensación de incomodidad se le esfumaba rápidamente. Pensó: La última vez que lo besé no tenía barba. Sintió que las manos de él se movían: le estaba desabrochando la blusa. Ella no usaba sujetador —en realidad no tenía ninguno lo suficientemente grande— y sentía los pechos muy desnudos. Deslizó una mano dentro de la camisa de Ellis y le tocó los pelos largos del vello que rodeaba sus tetillas. Casi había olvidado lo que se sentía al tocar a un hombre. Durante largos meses su vida había estado llena de las voces suaves y los rostros tersos de mujeres y niños; y ahora de repente necesitaba sentir una piel áspera, unos muslos duros y unas mejillas peludas. Entrelazó los dedos en la barba de Ellis y le abrió la boca besándolo febrilmente. Las manos de él encontraron sus pechos turgentes y ella sintió una oleada de placer y entonces supo lo que iba a suceder y se sintió incapaz de evitarlo, porque aún cuando se alejó de él bruscamente, sintió que sus pezones derramaban un chorro de leche tibia sobre las manos de Ellis. Se ruborizó de vergüenza.
—¡Oh, Dios, lo siento! ¡Qué desagradable! Pero no lo puedo evitar. —se disculpó.
El la hizo callar colocándole un dedo sobre los labios.
—¡Está bien! —exclamó. Mientras hablaba le acariciaba y besaba sus pechos al grado que pronto estuvieron totalmente resbaladizos—. Es normal. Sucede siempre. Es sexual.
No puede serlo, pensó Jane. Pero él cambió de postura y bajó la cara hacia sus senos y comenzó a besárselos y a acariciarlos al mismo tiempo, y ella se fue relajando para disfrutar de aquella sensación. De pronto sintió otra punzada de placer cuando gotearon de nuevo, pero a ella no le importó esa vez. Ellis profirió un gemido y la áspera superficie de su lengua rozó los tiernos pezones y ella pensó que si él le chupaba los pechos ella se correría.
Fue como si Ellis le hubiera leído la mente. Rodeó con los labios uno de los largos pezones, lo atrajo dentro de su boca y lo chupó mientras sostenía el otro entre el pulgar y el índice, presionándolo gentil y rítmicamente. Sin poder impedirlo, Jane cedió a aquella sensación. Y mientras sus pechos chorreaban leche, uno en la mano y el otro dentro de la boca del hombre, la sensación resultó tan deliciosa que ella se estremeció de manera incontrolada.
—Oh, Dios, Dios, Dios, —gimió hasta que fue perdiendo el control y cayó encima de él.
Durante un rato, no hubo nada en la mente de Jane; sólo sensaciones: el aliento cálido de Ellis sobre sus senos, la barba que le rascaba la piel, el aire fresco de la noche rozándole las mejillas ardientes, el saco de dormir de nylon sobre el duro suelo.
—Me estoy ahogando —dijo la voz ahogada de Ellis al cabo de un momento.
Ella rodó, quitándose de encima de Ellis. —¿Somos raros? —preguntó ella. —Sí.
Ella rió a lo tonto.
—¿Habías hecho esto alguna vez?
—Sí —dijo, después de una vacilación.
—Qué, —Todavía se sentía algo avergonzada—. ¿Qué sabor tiene?
—Caliente y dulce. Como la leche condensada. ¿Te has corrido? —¿No lo has notado?
—No estaba seguro. Algunas veces con las chicas es difícil saberlo.
Jane lo besó.
Sí, me he corrido. No mucho, pero no hay duda de ello. Un orgasmo letal.
—Yo casi me he corrido.
—¿De verdad?
Jane deslizó su mano por encima del cuerpo de Ellis. El llevaba una camisa de algodón fino, parecida a la chaqueta del pijama y los pantalones que todos los afganos usaban. Jane notó sus costillas y los huesos de su cadera; Ellis había perdido la suave grasa que cubría la piel y que todos los occidentales, excepto los más delgados, tienen. Su mano encontró el miembro viril, erecto dentro de sus pantalones. Jane lo agarró.
—Ahhh —dijo—. Es agradable —añadió. —También para mí.
Jane deseaba darle tanto placer como él le había proporcionado a ella. Se sentó, erguida, desató la cinta de los pantalones y le sacó el pene. Acariciándolo con suavidad, se inclinó y lo besó en la punta. Después, la invadió una sensación de travesura.
—¿Cuántas chicas has tenido después de mí? —preguntó.
—Sigue con lo que estabas haciendo y te lo diré.
—Muy bien. —Reanudó sus caricias y besos. Ellis permanecía silencioso—. Bueno —dijo después de un minuto—, ¿cuántas?
—Espera, todavía estoy contando.
—¡Cabrón! —dijo ella, y le mordió el pene. –¡Up!. No muchas, en realidad, ¡lo juro! —¿Qué haces cuando no tienes una chica? —Te doy tres oportunidades para adivinar.
Ella no quería ser esquivada.
—¿Lo haces con tu propia mano?
—Oh, carajo, Miss Janey, es usted muy descarada. —Lo haces —dijo ella con acento triunfal—. ¿Y en qué piensas mientras lo estás haciendo?
—¿Creerías si digo que en la princesa Diana?
—No.
—Ahora soy yo quien siente vergüenza.
Jane estaba consumida por la curiosidad.
—Has de contarme la verdad.
—Pam Ewing.
—¿Quién diablos es ésa?
—Has estado fuera de la circulación. Es la mujer de Bobby Ewing, en Dallas.
Jane recordó la serie de la televisión y la actriz, y se quedó atónita.
—No puedes hablar en serio.
—Tú me has pedido la verdad.
—¡Pero ésa está hecha de plástico!
—Aquí estamos hablando de fantasía.
—¿No puedes fantasear con una mujer liberada?
—La fantasía no es el lugar apropiado para la política.
—Estoy asombrada —dijo vacilante—. ¿Cómo lo haces?
—¿El qué?
—Lo que haces. Con tu mano.
—Algo parecido a lo que tú me estás haciendo, pero con más energía.
—Demuéstramelo.
—Ya no me siento avergonzado —dijo Ellis—, sino humillado. —Por favor. Por favor, enséñamelo. Siempre he deseado ver a un hombre haciéndose eso. Nunca he tenido el suficiente valor de pedirlo antes, y si tú no quieres complacerme, quizá nunca lo sepa.
Jane le cogió la mano y la colocó allí donde había estado la de ella.
Al cabo de un momento, él comenzó a mover la mano con mala gana, y después realizó algunos movimientos con algo de lentitud.
suspiró, cerró los ojos y comenzó a agitarlo fuertemente.
—¡Lo haces con tanta brusquedad! —exclamó ella.
Ellis se paró.
—No puedo, a menos que tú colabores.
—Trato hecho —dijo ella con voz ansiosa.
Rápidamente se quitó los pantalones y las bragas. Se arrodilló junto a él y comenzó a acariciarse ella misma.
—Acércate más —pidió Ellis. Su voz sonó algo ronca—. No puedo verte.
Ellis se hallaba echado de espaldas. Jane se arrastró más cerca hasta quedar arrodillada junto a su cabeza; la luz de la luna hacía que le brillasen los pezones y el vello púbico. Ellis comenzó a frotarse el pene de nuevo, pero más aprisa esa vez, mientras contemplaba la mano de ella con fijeza, como si estuviera transfigurado viéndola acariciarse a sí misma.
—Oh, Jane —dijo Ellis.
Jane comenzó a experimentar los familiares dardos del placer esparciéndose por las puntas de sus dedos. Vio que los labios de Ellis comenzaban a moverse arriba y abajo, siguiendo el ritmo de su propia mano.
—Quiero que tengas tu orgasmo —dijo ella—. Quiero ver cómo eyaculas.
Parte de ella estaba asombrada ante su propio comportamiento, pero quedaba ahogada en la excitación y el deseo.
El gruñó. Jane le miró a la cara: tenía la boca abierta y respiraba pesadamente. La vista de Ellis permanecía fija en su sexo.
Ella se acariciaba los labios y el clítoris con su dedo medio. —Métete el dedo dentro —suspiró él—. Quiero ver cómo te metes el dedo.
Eso era algo que ella no solía hacer. Introdujo la punta del dedo. El tacto resultó ser suave y resbaladizo. Se lo introdujo por completo. Ellis dio un respingo y, al verle tan excitado por lo que ella estaba haciendo, Jane también se excitó. Dirigió su mirada al pene de Ellis. Las caderas de él se agitaban más aprisa mientras se masturbaba con la mano. Ella se metía y sacaba el dedo con un placer creciente. De pronto, Ellis arqueó la espalda, alzando la pelvis y gruñendo, mientras que un chorro de semen blanco brotaba de su pene.
—¡Oh, Dios mío! —gritó Jane de manera involuntaria.
Entonces, cuando contemplaba fascinada el diminuto agujero al extremo del órgano masculino, se produjo otro chorro, y otro, y un cuarto más que, lanzado al aire, y reluciente bajo la luz de la luna, salpicó el pecho de Ellis, el brazo de Jane y su cabello; y después, cuando él se dejó caer, ella misma se sintió agitada por espasmos encendidos de placer debidos a los rápidos movimientos de su dedo dentro de la vagina hasta que ella quedó exhausta también.
Jane se dejó caer al lado de Ellis sobre el saco de dormir con su cabeza sobre la cadera de él. Su verga tenía una erección todavía. Ella se inclinó débilmente y la besó. Pudo notar el sabor salado del semen en su extremo. Sintió que Ellis frotaba su cara entre las caderas de ella como respuesta.
Durante un rato permanecieron en silencio. Los únicos en el extremo más lejano del Valle. Jane miraba las estrellas. Brillaban mucho en un cielo despejado de nubes. El aire nocturno estaba refrescando. Tendremos que meternos dentro de este saco de dormir sin esperar demasiado, pensó ella. Estaba iluminada con la idea de quedarse dormida cerca de Ellis.
—¿Somos raros? —dijo Ellis.
—Oh, sí —respondió ella.
El pene de Ellis había caído a un lado, apoyándose sobre su vientre. Ella cosquilleo el pelo rojizo-dorado de su entrepierna con las puntas de los dedos. Ya casi había olvidado lo que era hacer el amor con Ellis. Resultaba tan distinto de Jean-Pierre.
A éste le agradaban los preparativos minuciosos: baño de aceite, perfume, luz de velas, vino, violines. Era un amante fastidioso. Le gustaba que ella se lavase antes de hacer el amor, y él corría siempre al cuarto de baño después de hacerlo. Nunca la tocaba mientras ella tenía la menstruación y, ciertamente, no hubiera chupado sus pechos y tragado la leche como Ellis había hecho. Ellis sería capaz de hacer cualquier cosa, pensó Jane, y cuanto más antihigiénico, tanto mejor. Sonrió maliciosamente en la oscuridad. Se le ocurrió pensar que nunca había estado completamente convencida del todo de que a Jean-Pierre le gustase verdaderamente el cunilinguo, aunque era muy bueno haciéndolo. Con Ellis no cabía ninguna duda.
Ese pensamiento le despertó deseos de que él lo hiciera. Abrió las piernas, invitándole. Sintió que él la besaba, rozando con sus labios el vello ensortijado, y después su lengua comenzó a intentar penetrar de forma lasciva entre los pliegues de sus labios vaginales. Al cabo de un momento, la hizo rodar tendida de espaldas, y se arrodilló entre sus muslos, colocándose las piernas por encima de sus hombros. Ella se sentía desnuda por completo, terriblemente abierta y vulnerable y, sin embargo, amada al máximo. La lengua de Ellis doblada formando una larga curva, se movía con lentitud, comenzando en la base de su espina dorsal. Oh, Dios mío, pensó Jane. Recuerdo cómo suele hacerlo. Después, fue lamiendo a lo largo del surco de las nalgas, deteniéndose para entrar profundamente en su vagina, subiendo después para cosquillear la sensible piel de los labios y del clítoris que temblaba entre ellos. Al cabo de siete u ocho largas lamidas, ella le sostuvo la cabeza sobre su clítoris, haciéndole concentrarse en eso, y ella comenzó a subir y bajar las caderas, indicándole a él, por la presión de las puntas de sus dedos en las sienes, que lamiera con más fuerza o más dulzura, más arriba o más abajo, más a la izquierda o más a la derecha. Sintió la mano de Ellis en su vagina, empujando hasta su interior más húmedo y adivinó lo que él iba a hacer: poco después, sacó la mano y le introdujo un dedo húmedo por el ano. Ella recordó cuánto se sorprendió la primera vez que se lo hizo, y con cuánta rapidez se había acostumbrado ella a encontrarle placer. Jean-Pierre nunca haría algo semejante ni en un millón de años. Mientras los músculos de su cuerpo comenzaban a tensarse para el orgasmo, Jane pensó que había echado de menos a Ellis mucho más de lo que ella misma había admitido; ciertamente, la razón de que hubiera permanecido enfadada con él durante tanto tiempo era porque continuaba amándolo, y lo amaba todavía; y al admitirlo, un peso terrible aligeró su mente y comenzó a sentir el comienzo del orgasmo, temblando como un árbol bajo una tempestad, y Ellis, sabiendo lo que eso la complacía, le introdujo Su lengua profundamente mientras ella agitaba su sexo frenéticamente contra la cara de él.
Parecía que no acabaría nunca. Cada vez que las sensaciones aflojaban, Ellis introducía más el dedo en el ano de Jane, o le lamía el clítoris, o mordía los labios de su vagina, y todo comenzaba de nuevo; hasta que Jane, por puro cansancio, le suplicó:
—Para, para, ya no me quedan energías, me matarás, me matarás. El alzó la cara de su vagina y le bajó las piernas hasta el suelo.
Se inclinó sobre ella, apoyando el peso de su cuerpo sobre sus propias manos, y la besó en la boca. El olor del sexo femenino había quedado en la barba de Ellis. Jane estaba tendida de espaldas, demasiado cansada incluso para devolverle el beso. Sentía la mano de él en su sexo separándolo, y después el pene de Ellis abriéndose camino en él.
Ha vuelto a endurecerse, pensó ella, había pasado tanto tiempo.
¡Oh, Dios mío¡, es un auténtico placer.
Ellis comenzó a entrar y salir, lentamente al principio y después más aprisa. Jane abrió los ojos. La cara de Ellis estaba encima de la suya y la estaba contemplando. Después, él torció el cuello y miró hacia abajo, donde sus cuerpos se unían. Abrió mucho los ojos y la boca al observar su miembro entrando y saliendo de la vagina de Jane, y ver aquello lo excitó tanto que Jane deseó poderlo ver también. De pronto, Ellis disminuyó el tempo, penetrando más profundamente, y ella recordó que solía hacerlo antes del clímax. Ellis la miró profundamente a los ojos.
—Bésame mientras me corro —pidió él, y bajó sus labios, que olían a sexo, hasta los de ella. Jane metió su lengua dentro de la boca de él. Le encantaba el momento del orgasmo de Ellis: arqueaba la espalda, alzaba la cabeza, y soltaba un grito como un animal salvaje, y sentía su miembro haciendo un esfuerzo supremo dentro de ella.
Cuando todo terminó, Ellis bajó la cabeza hasta el hombro y movió dulcemente los labios rozando la suave piel de su cuello, murmurando palabras que ella no podía entender. Después de uno o dos minutos, dio un suspiro de satisfacción, la besó en la boca, se puso de rodillas y le besó los senos, Después la besó en el sexo. El cuerpo de Jane respondió de inmediato y alzó las caderas para presionar contra los labios de Ellis. Sabiendo que ella, una vez más, estaba excitándose, Ellis comenzó a lamer, y, como siempre, pensar en él lamiéndola mientras su semen goteaba todavía, casi la enloquecía, y se corrió en seguida, gritando el nombre de Ellis hasta que el espasmo pasó.
Por fin se dejó caer a su lado. Automáticamente se colocaron en la posición que siempre adoptaban después de hacer el amor: él rodeándola con un brazo, ella, apoyándole la cabeza sobre el hombro y con un muslo sobre la cadera de Ellis. El lanzó un enorme bostezo y ella le respondió con una risita. Se tocaron mutuamente de una manera casi letárgica, ella jugueteando con el pene fláccido de Ellis, él metiendo y sacando sus dedos de su vagina empapada. Ella le lamió el pecho y en su piel percibió el gusto salado del sudor. Le observó el cuello. Los rayos de la luna iluminaban las líneas y las arrugas que traicionaban su edad. Me lleva diez años —pensó Jane—. Tal vez sea por eso que es un amante tan extraordinario: porque es mayor.
—¿Por qué eres tan buen amante? —preguntó en voz alta. Ellis no le contestó. Estaba dormido—. Te quiero, mi amor, que duermas bien —agregó ella y entonces cerró los ojos.
Después de pasar un año en el valle, Jean-Pierre encontró la ciudad de Kabul sorprendente y aterrorizante. Los edificios eran demasiado altos, los coches transitaban a velocidad excesiva y había demasiada gente. Tuvo que taparse los oídos cuando pasó un convoy de enormes camiones rusos. Todo le provocaba el asombro de lo nuevo: los edificios de apartamentos, las estudiantes de uniforme, las luces de las calles, los manteles, los ascensores y el sabor del vino. Después de veinticuatro horas todavía seguía nervioso. Era irónico; él, ¡un parisiense!
Le habían adjudicado una habitación en uno de los edificios para oficiales solteros. Le prometieron que conseguiría un apartamento en cuanto llegara Jane con Chantal. Mientras tanto tenía la sensación de estar viviendo en un hotel barato. Antes de la llegada de los rusos era probable que el edificio fuese un hotel. Si Jane llegara en ese momento —y la esperaba de un instante a otro— tendrían que arreglarse como pudieran por el resto de la noche. No me puedo quejar —pensó Jean-Pierre—. No soy un héroe… todavía.
Se quedó de pie junto a la ventana, observando Kabul de noche.
Durante un par de horas la ciudad estuvo a oscuras, presumiblemente debido a la acción de los aliados de Masud y de sus guerrilleros, pero desde hacía algunos minutos había vuelto la corriente y había un leve reflejo sobre el centro de la ciudad, que contaba con iluminación callejera. El ruido de los motores de los coches era lo único que quebraba el silencio, camiones y tanques del ejército que atravesaban la ciudad rumbo a sus misteriosos destinos. ¿Qué sería tan urgente, a medianoche, en Kabul? Jean-Pierre había cumplido el servicio militar y pensó que si el ejército ruso se parecía en algo al francés, la clase de tarea realizada en plena noche era parecida al hecho de mover quinientas sillas de una barraca a un salón en el extremo opuesto de la ciudad, para preparar un concierto que tendría lugar dos semanas más tarde y que probablemente sería cancelado.
No podía sentir el aire de la noche, porque su ventana estaba clavada. La puerta del cuarto no estaba cerrada con llave, pero un sargento ruso empuñando una pistola permanecía sentado con cara impávida en una silla de respaldo recto en el otro extremo del corredor, cerca del baño, y Jean-Pierre tenía la sensación de que si él quisiera salir de allí, el sargento probablemente se lo impediría.
¿Dónde estaría Jane? El ataque a Darg debió de haber terminado a la puesta del sol. Que un helicóptero viajara de Darg a Banda para recoger a Jane y a Chantal, era cosa de pocos minutos. El helicóptero podía llegar de Banda a Kabul en menos de una hora. Pero tal vez la fuerza atacante retornara a Bagram, la base aérea situada cerca de la entrada del valle, en cuyo caso posiblemente Jane se vería obligada a viajar de Bagram a Kabul en automóvil acompañada, sin duda, por Anatoly.
Se alegraría tanto de verlo que estaría dispuesta a olvidar su engaño, a considerar el asunto de Masud desde su punto de vista, y lo pasado, pasado, pensó Jean-Pierre. Durante un instante se preguntó si eso no sería más que una expresión de sus deseos. No, decidió; la conocía bastante bien y básicamente la tenía dominada.
Y además, lo sabría. Sólo unos compartirían el secreto y comprenderían la magnitud de sus éxitos: se alegraba de que Jane pudiera contarse entre ellos.
Esperaba que hubieran podido capturar a Masud en lugar de matarlo. En caso de haberlo capturado, los rusos podrían someterlo a juicio, y entonces todos los rebeldes sabrían con seguridad que el gran líder estaba acabado. Pero tenerlo muerto era casi lo mismo, siempre que conservaran el cadáver. De no haber cadáver, o si sólo quedaran de él restos irreconocibles, los propagandistas rebeldes de Peshawar publicarían informes de prensa declarando que Masud seguía con vida. Por supuesto que con el tiempo resultaría claro que estaba muerto, pero el impacto sería un poco más débil. Jean-Pierre esperaba que tuvieran el cuerpo.
Oyó pasos en el corredor. ¿Sería Anatoly, Jane, o ambos? Parecían pasos de hombre. Abrió la puerta y vio a dos soldados rusos altos junto con un tercero, de talla más pequeña y vistiendo uniforme de oficial. Sin duda estarían allí para llevarlo al lugar donde se encontraban Anatoly y Jane. Se sintió desilusionado. Dirigió una mirada interrogante al oficial que le hizo un gesto con la mano. Los dos soldados entraron al cuarto con rudeza. Jean-Pierre retrocedió un paso, a punto de protestar, pero antes de que pudiera pronunciar una sola palabra, uno de los soldados lo sujetó por la camisa y le propinó una feroz bofetada en la cara.
Jean-Pierre lanzó un aullido de dolor y de pánico. El otro soldado le pegó una patada en la entrepierna con su pesada bota. El dolor fue espantoso y Jean-Pierre cayó de rodillas, dándose cuenta de que había llegado el momento más terrible de su vida.
Entre ambos soldados lo obligaron a ponerse de pie y lo sostuvieron para que no cayera y el oficial entró en el cuarto. A través de la bruma de sus lágrimas, Jean-Pierre contempló a un hombre joven, de baja estatura, algo gordo, y con cierta deformidad en la cara: uno de sus lados estaba rojizo e hinchado, lo cual proporcionaba a su cara la expresión de una sonrisa permanente. En la mano enguantada tenía una porra.
Durante los cinco minutos siguientes, los dos soldados sostuvieron el cuerpo tembloroso y contorsionado de Jean-Pierre mientras el oficial le pegaba repetidos porrazos en la cara, los hombros, las rodillas, las espinillas, el vientre y la entrepierna, siempre en la entrepierna. Cada golpe era cuidadosamente estudiado y malvadamente asestado, y siempre había una pausa entre el uno y otro, para que el dolor del último desapareciera justo lo necesario para permitir que Jean-Pierre gozara de un instante de descanso para temer el siguiente antes de que éste se produjera. Cada golpe le hacía lanzar un grito de dolor y cada pausa lo hacía gritar de miedo al siguiente por anticipado. Por fin se produjo una pausa más larga y Jean-Pierre empezó a balbucear, sin saber si le entenderían o no.
—¡Por favor, no me peguen! ¡Por favor, no me vuelvan a pegar! Señor, haré cualquier cosa, ¿qué quiere que haga? ¡Pero por favor, no me siga pegando!
—¡Basta! —ordenó una voz en francés.
Jean-Pierre abrió los ojos y trató de ver a su salvador, a través de la sangre que le corría a raudales por la cara, a ese que había gritado ¡basta! Era Anatoly.
Los dos soldados permitieron que Jean-Pierre cayera lentamente al suelo. Sentía que todo su cuerpo era un fuego. Cualquier movimiento le producía un dolor agudísimo. Tenía la sensación de que le habían roto todos los huesos, aplastado los testículos, y tenía la cara desmesuradamente hinchada. Abrió la boca y vomitó sangre. Tragó y logró hablar a través de sus labios deshechos.
—¿Por qué? ¿Por qué me habéis hecho esto? —preguntó. —Tú sabes por qué —contestó Anatoly.
Jean-Pierre hizo un lento movimiento negativo con la cabeza y trató de no caer en un ataque de locura.
—Arriesgué mi vida por vosotros, os di todo lo que tenía, ¿por qué?
—Nos tendiste una trampa —contestó Anatoly—. Por tu culpa hoy han muerto ochenta y un soldados.
Jean-Pierre comprendió que el ataque había fracasado y que de alguna manera le echaban la culpa a él.
—No —dijo—, yo no.
—Tú esperabas estar a muchos kilómetros de distancia cuando la olla se destapara —continuó diciendo Anatoly—. Pero yo te sorprendí al obligarte a montar al helicóptero y volver conmigo. Así que estás aquí para recibir tu castigo, que será doloroso y muy, muy prolongado.
Se volvió para irse.
—¡No! –gritó Jean-Pierre—. ¡Espera!
Anatoly volvió a girar sobre sus talones.
Jean-Pierre luchó para poder pensar a pesar del dolor que lo agobiaba.
—Vine hasta aquí, arriesgué mi vida, te proporcioné información sobre las caravanas, tú las atacaste, les infligiste un daño mucho peor que la pérdida de ochenta hombres, no es lógico, no es lógico. —Juntó fuerzas para pronunciar una frase coherente—. ¡De haber sabido que se trataba de una trampa, te lo hubiese advertido ayer y te habría suplicado que tuvieras piedad de mí!
—Entonces, ¿cómo supieron que atacaríamos el pueblo? —preguntó Anatoly.
—Deben de haberlo adivinado.
—¿Cómo?
Jean-Pierre estrujó su cerebro confuso. —¿Skabun fue bombardeado? —preguntó. —Creo que no.
Eso ha sido –pensó Jean-Pierre—; alguien había averiguado que no hubo ningún bombardeo en Skabun. —Hubierais debido bombardearlo —dijo.
Anatoly parecía pensativo.
—Allí hay alguien muy listo para establecer conexiones.
Esa es Jane, pensó Jean-Pierre, y durante un instante la odió.
—¿Ellis Thaler tiene alguna señal distintiva? —preguntó Anatoly.
Jean-Pierre estaba punto de desmayarse, pero temía que en ese caso lo volverían a castigar.
—Sí —contestó con aire desgraciado—. Tiene una enorme cicatriz en forma de cruz en la espalda.
—Entonces se trata de él —dijo Anatoly, casi en un susurro.
—¿Quién?
—John Michael Ralcigh, treinta y cuatro años, nacido en Nueva jersey, el hijo mayor de un constructor. Abandonó sus estudios en la Universidad de California, en Berkeley, y fue capitán de la infantería de marina de Estados Unidos. Desde 1972 es agente de la CÍA. Estado civil: divorciado, una hija, el paradero de su familia es un secreto celosamente guardado. —Hizo un movimiento de manos, como para dejar de lado esos detalles—. No cabe duda de que ha sido él quien adivinó mis intenciones hoy en Darg. Es un individuo brillante y muy peligroso. Si yo pudiera elegir uno entre todos los agentes del mundo occidental a quien me gustaría apresar, lo escogería a él. En los últimos diez años nos ha provocado daños irreparables por lo menos en tres ocasiones. El año pasado en París destruyó una red que nos había costado siete u ocho años de paciente trabajo desarrollar. El año anterior desenmascaró a un agente que habíamos introducido en el Servicio Secreto en 1965, un individuo que algún día podría haber llegado a asesinar al presidente. Y ahora, ahora lo tenemos aquí.
Jean-Pierre, arrodillado en el suelo y abrazando su cuerpo deshecho, dejó caer la cabeza y cerró los ojos, desesperado. Durante todo ese tiempo había estado nadando en aguas profundas, sin hacer pie, poniéndose ciegamente en competencia con los grandes maestros de ese juego implacable, un niño desnudo en la cueva de los leones. ¡Y alentaba tantas esperanzas! El solo se encargaría de asestar a la Resistencia afgana un golpe del que jamás lograrían reponerse. Habría modificado el curso de la historia en esa parte del globo. Y así se habría vengado de los dirigentes occidentales; habría engañado y consternado a los poderes establecidos que traicionaron y mataron a su padre. Pero en lugar de obtener ese triunfo fue vencido. Y todo le había sido arrebatado en el último momento, por Ellis.
Escuchaba la voz de Anatoly como un murmullo lejano. —Podemos estar seguros de que ha logrado lo que quería con los rebeldes. No conocemos los detalles, pero el plan general ya es bastante explícito: un pacto de unidad entre los líderes guerrilleros a cambio de armas norteamericanas. Una cosa como ésa puede mantener viva la rebelión durante años. Es necesario impedir que empiecen a llevarla a cabo.
Jean-Pierre abrió los ojos y lo miró.
—¿Y cómo?
—Debemos apoderarnos de ese hombre antes de que logre regresar a Estados Unidos. De esa manera nadie se enterará de que llegó a concertar el acuerdo con los rebeldes; los guerrilleros no recibirán las armas y todo el asunto se desvanecerá.
A pesar de su dolor, Jean—Pierre escuchaba, fascinado. ¿Sería posible que todavía existiera una posibilidad de concretar su venganza?
—Apoderarse de él prácticamente nos resarcirá del hecho de haber perdido a Masud —continuó diciendo Anatoly, y el corazón de Jean-Pierre volvió a alentar esperanzas—. No sólo neutralizaríamos al agente más peligroso que poseen los imperialistas. Piensa en lo que sería: un verdadero agente de la CÍA apresado vivo aquí, en Afganistán. Durante tres años la maquinaria de propaganda norteamericana ha afirmado que los bandidos afganos son campeones de la libertad que luchan contra la Unión Soviética en una batalla desigual y heroica, al estilo de David y Goliat. Ahora tendríamos pruebas de lo que hemos estado diciendo todo el tiempo: que Masud y los demás no son más que satélites del imperialismo norteamericano. Podríamos someter a Ellis a juicio…
—Pero los diarios occidentales lo negarán todo —interpuso Jean-Pierre—. La prensa capitalista…
—¿A quién le importa occidente? Son los países No Alineados, los del Tercer Mundo y en el particular las naciones musulmanas a quienes queremos impresionar.
Todavía era posible convertir eso en un triunfo, pensó Jean-Pierre, y seguiría siendo un triunfo personal suyo, porque fue él quien alertó a los rusos con respecto de la presencia de un agente de la Cía en el Valle de los Cinco Leones.
—Veamos —continuó Anatoly—. ¿Dónde está Ellis esta noche?
—Se mueve de aquí para allá con Masud —contestó Jean-Pierre.
Apresar a Ellis era algo más fácil de decir que de hacer: Jean-Pierre había necesitado un año entero para conocer el paradero exacto de Masud en un día determinado.
—No sé por qué tiene que continuar con Masud —dedujo Anatoly—. ¿Utilizaba algún lugar como base de operaciones?
—Sí, teóricamente vivía en Banda con una familia. Pero casi nunca estaba allí.
—Sin embargo, ése es obviamente el lugar donde debemos empezar a buscarlo.
Sí, por supuesto –pensó Jean-Pierre—. Si Ellis no se encuentra en Banda alguien del pueblo puede saber dónde ha ido. Alguien como Jane.
Y si Anatoly viajaba a Banda en busca de Ellis, era probable que al mismo tiempo encontrara a Jane. Los dolores que padecía le parecieron menos fuertes cuando se dio cuenta de que podría lograr su venganza sobre los poderes instituidos, capturar a Ellis, que le había robado el triunfo, y además recuperar a Jane y a Chantal.
—¿Quieres que vaya contigo a Banda? —preguntó.
Anatoly lo pensó.
—Creo que sí. Conoces el pueblo y a la gente. Puede resultarnos útil tenerte a mano.
Jean-Pierre luchó por ponerse de pie, apretando los dientes para contrarrestar la tortura del dolor en la entrepierna.
—¿Cuándo salimos?
—Ahora —contestó Anatoly.