Cuando se enteró de que Jane y Jean-Pierre abandonarían el pueblo con la próxima caravana, Fara lloró un día entero. Estaba terriblemente apegada a Jane y quería muchísimo a Chantal. Jane se sintió conmovida e incómoda a la vez. Por momentos parecía preferirla a ella antes que a su propia madre. Sin embargo, Fara pareció acostumbrarse a la idea de que Jane se marchaba y al día siguiente estaba como siempre, cariñosa pero ya no triste.
Jane misma se sentía ansiosa por el viaje de regreso. Desde el valle hasta el paso de Khyber había doscientos veinticinco kilómetros. En su viaje de ida, había empleado catorce días en recorrer esa distancia. Ella había tenido ampollas y diarrea, así como los inevitables dolores del cuerpo y musculares. Y ahora tenía que emprender el viaje de vuelta llevando consigo a un bebé de dos meses. Habría caballos, pero durante gran parte del camino no sería prudente montarlos porque las caravanas viajaban a lo largo de los senderos de montaña más abruptos y angostos y a menudo lo hacían de noche.
Se fabricó una especie de hamaca de tela de algodón para colgársela alrededor del cuello y transportar a Chantal. Jean-Pierre tendría que ocuparse de transportar todas las cosas que necesitasen durante el día porque —como Jane aprendió en el viaje de ida— los hombres y los caballos marchaban a velocidad distinta: los caballos trepaban la montaña más rápido que los hombres y la bajaban con más lentitud, así que durante largos ratos ellos quedaban separados de su equipaje.
El problema que la preocupaba esa tarde, mientras Jean-Pierre se encontraba en Skabun, era decidir qué debían llevar. En primer lugar un botiquín básico —antibióticos, vendas, morfina— que Jean-Pierre prepararía. También necesitarían algo de comida. En el viaje de ida habían contado con raciones occidentales de altas energías, chocolate, paquetes de sopa y una torta de menta que era la favorita de los exploradores. Ahora sólo contarían con lo que pudieran encontrar en el valle: arroz, frutas secas, queso seco, pan duro y cualquier otra cosa que pudieran comprar en el camino. Era una gran cosa que no tuvieran que preocuparse por la comida de Chantal.
Sin embargo, el bebé presentaba otros problemas. En esas latitudes, las madres no utilizaban pañales sino que dejaban la mitad inferior del bebé al aire y lavaban la toalla sobre la que lo acostaban. Jane consideraba que ése era un sistema mucho más saludable que el occidental, pero no servía para viajar. Con unas toallas, Jane hizo tres pañales e improvisó un par de braguitas impermeables, utilizando los envoltorios de polietileno de los suministros médicos que recibía Jean-Pierre. Tendría que lavar un pañal por la noche —en agua fría, por supuesto— y tratar de que se secara antes del amanecer. En caso contrario tendría uno de repuesto, pues si ambos se hallaban húmedos Chantal se escocería. Pero ningún bebé moriría por rozaduras de los pañales, se dijo para consolarse. La caravana decididamente no se detendría para que la pequeña durmiera, fuese alimentada o cambiada, así que Chantal tendría que comer y dormir en movimiento y la cambiaría cuando se le presentara la oportunidad.
En algunos sentidos, Jane estaba más fuerte que hacía un año. La piel de sus pies era dura, y su estómago, resistente a las bacterias locales más comunes. Las piernas, que tanto le habían dolido durante el viaje de ida, ahora estaban acostumbradas a caminar muchos kilómetros. Pero después del embarazo muchas veces le dolía la espalda y le preocupaba la necesidad de llevar en brazos a la pequeña todo el día. Su cuerpo parecía haberse recuperado del trauma del parto. Tenía la sensación de que ya era capaz de hacer el amor, aunque todavía no se lo había dicho a Jean-Pierre, no sabía bien por qué.
A su llegada había sacado una gran cantidad de fotografías con su cámara Polaroid. Ahora dejaría la cámara en el pueblo —de todos modos era barata—, pero le gustaría llevarse la mayor cantidad posible de fotografías. Las revisó, preguntándose cuáles debía tirar. Tenía fotos de casi todos los habitantes de Banda.
Allí estaban los guerrilleros: Mohammed, Alishan, Kahmir y Matullah, adoptando poses heroicas y con expresión de fiereza. Y allí estaban las mujeres: la voluptuosa Zahara, la arrugada anciana Rabia, Halima, la de los ojos renegridos, todas riéndose como adolescentes. Y allí estaban también los chicos: las tres hijas de Mohammed; su hijo, Mousa; los chiquitines de Zahara de dos, tres, cuatro y cinco años de edad; y los cuatro hijos del mullah. No podía tirar ninguna; no tendría más remedio que llevárselas todas.
Empezó a meter ropa en una bolsa mientras Fara barría el suelo y Chantal dormía en el cuarto vecino. Habían bajado a las cuevas temprano para tener tiempo de prepararlo todo. Sin embargo, no había demasiado para empaquetar aparte de los pañales de Chantal, un par de bragas limpias para ella, un par de calzoncillos para Jean-Pierre, y un par de calcetines para cada uno de ellos. Ninguno de los dos llevaría ropa exterior de repuesto. De todos modos, Chantal no tenía ropa, vivía cubierta por una pañoleta o sin nada puesto. En cuanto a ella y Jean-Pierre, con un par de pantalones, una camisa, una bufanda y una manta tipo pattu para cada uno, bastaría para todo el viaje, y probablemente lo quemarían todo en algún hotel de Penshawar, celebrando su retorno a la civilización.
Ese pensamiento le daría fuerzas para el viaje. Recordaba vagamente que el Hotel Dean de Penshawar le había parecido primitivo, pero le resultaba difícil recordar qué le había encontrado de malo. ¿Sería posible que se hubiese quejado porque el acondicionador de aire era ruidoso? ¡Por amor de Dios! ¡Si en ese hotel hasta tenían duchas!
—¡Civilización! —exclamó en voz alta y Fara la miró intrigada. Jane le sonrió y dijo en dari—: Estoy contenta porque vuelvo a la gran ciudad.
—A mí me gusta la gran ciudad —aseguró Fara—. Una vez estuve en Rokha. —Continuó barriendo—. Mi hermano ha estado en Jalalabad —agregó con tono de envidia.
—¿Cuándo volverá tu hermano? —preguntó Jane, pero Fara estaba incómoda y avergonzada y después de algunos instantes Jane comprendió la causa: desde el patio llegaban un silbido y unos pasos de hombre.
Se oyó un golpe en la puerta y después la voz de Ellis Thaler. —¿Hay alguien en la casa? —preguntó.
—Entra —invitó Jane. El entró, cojeando. Aunque ya no le interesaba Ellis en un sentido romántico, a ella le preocupaba su herida. No lo había visto porque él se había quedado en Astana para recobrarse. Debía de haber vuelto ese mismo día.
—¿Cómo te sientes? —preguntó.
—Como un tonto —contestó Ellis con una sonrisa—. Es un lugar bastante embarazoso para que a uno le metan un tiro.
—Si lo único que sientes es un poco de vergüenza es señal de que está mucho mejor,
El asintió.
—¿Está el doctor?
—Ha ido a Skabun —informó Jane—. Hubo un bombardeo muy fuerte y lo mandaron buscar. ¿Puedo hacer algo por ti?
—No, sólo quería decirle que mi convalecencia ha terminado.
—Jean-Pierre estará de vuelta esta noche o mañana por la mañana. —Estaba observando la apariencia de Ellis: con su pelo largo y rubio y su barba rizada, parecía un león—. ¿Por qué no te cortas el pelo?
—Los guerrilleros me dijeron que me lo dejara crecer, y que no me afeitara.
—Es lo que siempre dicen. El objeto es que los occidentales llamen menos la atención. En tu caso el resultado obtenido es justamente el inverso.
—En este país siempre llamaré la atención, independientemente de mi corte de pelo.
—Es verdad.
De repente se le ocurrió que era la primera vez que ella y Ellis se encontraban solos sin la presencia de Jean-Pierre. Habían recobrado con mucha facilidad su antiguo estilo de conversación, Le resultaba difícil recordar lo terriblemente enojada que había estado con él.
El miraba con curiosidad el equipaje de Jane. —¿Y eso para qué es?
—Para el viaje de regreso a casa.
—¿Y cómo piensas viajar?
—Con una caravana, lo mismo que al venir.
—Durante los últimos días los rusos se han apoderado de mucho territorio —explicó él—. ¿No lo sabías?
Jane experimentó un estremecimiento de aprensión. —¿Qué estás diciendo?
—Los rusos han lanzado su ofensiva de verano. Han avanzado sobre grandes partes del país por las que por lo general circulan las caravanas.
—¿Me estás diciendo que la ruta a Pakistán está cerrada?
—La ruta habitual, sí, está cerrada. Es imposible llegar al paso de Khybcr desde aquí. Tal vez haya otras rutas.
Jane comprendió que su sueño de regresar a Europa se desvanecía.
—¡Nadie me lo dijo! —exclamó furiosa.
—Supongo que Jean-Pierre no está enterado. Yo he estado muchos días con Masud, así que estoy enterado de las noticias.
—Sí —contestó Jane, sin mirarlo.
Tal vez Jean-Pierre realmente ignoraba las novedades. O quizá las supiera y no se las había dicho porque de todos modos él no quería regresar a Europa. Pero de cualquier manera, ella no estaba dispuesta a aceptar esa situación. Primero averiguaría con seguridad si Ellis estaba en lo cierto. Después buscaría la manera de resolver el problema.
Se acercó al arcón de Jean-Pierre y sacó sus mapas norteamericanos de Afganistán. Estaban enrollados, formando un cilindro y sostenidos por una goma elástica. Tiró impaciente de ella y dejó caer los mapas al suelo. En el trasfondo de su mente, una voz interior le dijo: ésta quizá sea la única goma elástica existente en un radio de ciento cincuenta kilómetros.
Cálmate, se dijo.
Se arrodilló en el suelo y empezó a estudiar los mapas. Estaban dibujados en una escala muy grande, así que tuvo que unir varios para armar el territorio existente entre el valle y el paso de Khybcr. Ellis miraba por encima de su hombro.
—¡Esos mapas son excelentes! —exclamó—. ¿Dónde los conseguiste?
—Los compró Jean-Pierre en París.
—Son mejores que los que tiene Masud.
—Ya lo sé. Mohammed siempre los utiliza para planear la ruta de las caravanas. Muy bien. Muéstrame hasta dónde han avanzado los rusos.
Ellis se arrodilló sobre la alfombra, junto a ella, y trazó una línea con el dedo sobre el mapa.
Jane sintió que renacía en ella la esperanza.
Tengo la sensación de que el paso de Khyber no está cortado —insistió—. ¿Por qué no podemos llegar por aquí?
Trazó una línea imaginaria por el mapa, un poco al norte del frente ruso.
—No sé si ésa será una ruta —comentó Ellis—. Tal vez sea infranqueable; tendrías que preguntárselo a los guerrilleros. Pero, por otra parte, las informaciones le llegan a Masud por lo menos con un día o dos de retraso, y los rusos siguen avanzando. Un valle o un paso pueden encontrarse abiertos un día y cerrados al siguiente.
—¡Maldición! —No estaba dispuesta a dejarse vencer. Se inclinó sobre el mapa y observó de cerca la zona fronteriza—. ¡Mira! El paso de Khyber no es la única manera de cruzar.
—A lo largo de la frontera corre el valle de un río, con montañas por el lado afgano. Es posible que uno pueda llegar a esos otros pasos desde el sur, es decir, desde territorio ocupado por los rusos.
—No tiene sentido que sigamos especulando —decidió Jane. juntó los mapas y volvió a enrollarlos—. Alguien debe saberlo.
—Supongo que sí.
Ella se puso en pie.
—Este maldito país ha de tener más de una salida —afirmó.
Se metió los mapas debajo del brazo y salió, dejando a Ellis arrodillado sobre la alfombra.
Las mujeres y los niños habían regresado de las cuevas y el pueblo volvía a cobrar vida. El humo de las fogatas para cocinar se escapaba por los muros que protegían los patios. Frente a la mezquita, cinco chicos, sentados formando un círculo, estaban enfrascados en un juego que, sin razón aparente, se llamaba Melón. Consistía en que uno de los participantes iniciaba la narración de una historia y se interrumpía antes de llegar al final y el jugador siguiente debía continuarla. Jane vio a Mousa, el hijo de Mohammed sentado en el círculo, con el cuchillo de aspecto bastante amenazador que su padre le había regalado después del accidente con la mina metido en el cinturón. Mousa contaba la historia. Jane lo oyó decir: y el oso trató de arrancarle la mano de un mordisco al chico, pero el muchacho desenvainó el cuchillo.
Jane se encaminó hacia la casa de Mohammed. Tal vez encontrara al propio Mohammed —hacía tiempo que no lo veía—, pero el jefe guerrillero vivía con sus hermanos en la habitual casa familiar y ellos también eran guerrilleros —como todos los hombres jóvenes aptos—, así que si alguno se encontraba allí podrían proporcionarle información.
Frente a la casa, vaciló. Por costumbre, debía detenerse en el patio a hablar con las mujeres, que estarían preparando la comida de la noche; y después, una vez intercambiadas las cortesías de rigor, la mayor de las mujeres tal vez entrara a la casa para preguntar si alguno de los hombres estaba dispuesto a condescender en hablar con Jane. Oyó interiormente la voz de su madre que le decía: No te pongas en evidencia, hija. A lo que Jane contestó en voz alta:
—Vete al infierno, mamá.
Entró, ignorando a las mujeres del patio y marchó derecha hacia la puerta del frente de la casa: el lugar de reunión de los hombres.
Había tres allí reunidos: Kahmir Khan, el hermano menor de Mohammed, de dieciocho años, de rostro apuesto y barba rala; su cuñado Matullah, y el mismo Mohammed. Era poco usual que hubiera tantos guerrilleros en su casa. Al verla llegar, todos levantaron la vista, sobresaltados.
—Que Dios sea contigo, Mohammed Khan —dijo Jane. Sin hacer una pausa para permitirle contestar, continuó hablando—: ¿Cuándo regresaste?
—Hoy —replicó él automáticamente.
Ella se puso de cuclillas, adoptando la misma posición en que se encontraban ellos. Los hombres estaban demasiado asombrados para pronunciar palabra. Jane extendió los mapas en el suelo. Los tres hombres se inclinaron con expresión reflexiva para mirarlos. Ya se estaban olvidando de la falta de etiqueta de Jane.
—Mirad —indicó ella—, los rusos han avanzado hasta aquí. ¿Es así?
Volvió a trazar la línea que Ellis le había mostrado.
Mohammed asintió.
—Así que la ruta de las caravanas está cerrada.
Mohammed volvió a asentir.
—¿Y ahora cuál es el mejor camino de salida?
Una expresión dubitativa se pintó en el rostro de todos y movieron la cabeza. Eso era normal, cuando hablaban de dificultades les gustaba darse importancia. Jane creía que esto era porque sus conocimientos del país eran el único poder que tenían sobre los extranjeros como ella. Por eso se mostraba en general tolerante con ellos, pero ese día no tenía paciencia.
—¿Y por qué no por este camino? —preguntó con tono perentorio, mientras trazaba una línea paralela al frente ruso.
—Demasiado cerca de los rusos —opinó Mohammed. —Entonces por aquí.
Trazó una ruta más cuidadosa, siguiendo los contornos del territorio.
—No —repitió Mohammed.
—¿Por qué no?
—Porque aquí. —señaló un lugar en el mapa, entre dos valles, donde Jane había pasado su dedo sobre una cadena de montañas—. Aquí no hay montura.
Llamaban montura a los pasos. Jane delineó una ruta más al norte.
¿Y por aquí?
—Peor aún.
—Pero tiene que haber otro camino de salida —exclamó Jane. Tenía la sensación de que ellos disfrutaban de su frustración. Decidió decir algo un poco ofensivo, para picarlos un poco—. ¿Entonces este país es como una casa con una sola puerta, separado del resto del mundo simplemente porque uno no puede llegar al paso de Khybcr?
La frase casa con una sola puerta era el eufemismo que ellos utilizaban para referirse al excusado.
—Por supuesto que no —replicó Mohammed ofendido—. En verano también contamos con la ruta de la mantequilla.
—Muéstramela.
El dedo de Mohammed trazó una ruta compleja, que partiendo al este del valle cruzaba una serie de altos valles y de ríos secos y después giraba al norte hacia la cordillera del Himalaya y por fin cruzaba la frontera cerca de la entrada al deshabitado Waikhan antes de girar al sudeste rumbo a la ciudad pakistaní de Chitral.
—La gente de Nuristán transporta por aquí su mantequilla, yogur y su queso al mercado de Pakistán. —Sonrió y se tocó la gorra redonda—. Allí es donde conseguimos los gorros.
Jane recordó que se llamaban gorros chitralí.
—Muy bien —dijo Jane—. Volveremos a casa por esa ruta.
Mohammed hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—No podéis.
—¿Y por qué no?
Kahmir y Matullah esbozaron sonrisas de complicidad. Jane los ignoró. Después de un instante de silencio, Mohammed volvió a hablar.
—El primer problema es la altura. Esta ruta corre por encima de la línea del hielo. Eso significa que allí la nieve nunca se derrite y que el agua no corre, ni siquiera en verano. En segundo lugar, por el terreno. Los montes son muy escarpados y los senderos son estrechos y traicioneros. Es difícil encontrar el camino: hasta los guías locales se pierden. Pero el peor de todos los problemas reside en la gente. Esa región se llama Nuristán, pero antes se llamaba Kafiristán porque el pueblo era incrédulo y bebía vino. Ahora son verdaderos creyentes, pero todavía ponen trampas, roban y a veces asesinan a los viajeros. Esta ruta no es buena para los europeos y es imposible para las mujeres. Sólo puede ser utilizada por los hombres más jóvenes y más fuertes, y aún así muchos viajeros terminan siendo asesinados.
—¿Enviarás por allí las caravanas?
—No. Esperaremos hasta que se vuelva a abrir la ruta del sur.
Ella estudió el rostro apuesto de Mohammed. Comprendió que no exageraba: simplemente exponía razones concretas. Se puso en pie y empezó a enrollar los mapas. Estaba amargamente desilusionada. Debía posponer indefinidamente su regreso. De repente la tensión de la vida en el valle le resultó insoportable y tuvo ganas de llorar.
Enrolló los mapas formando un cilindro y se obligó a mostrarse amable.
—Estuviste ausente durante mucho tiempo —le comentó a Mohammed.
—Estuve en Faizabad.
—Un largo viaje. —Faizabad era una ciudad importante del lejano norte. Allí la resistencia era muy fuerte: el ejército se había amotinado y los rusos nunca pudieron recuperar el control—. ¿No estás cansado?
Era una pregunta formal, al estilo del ¿Cómo estás? en español, y Mohammed le dio la respuesta formal
—¡Sigo vivo!
Ella se puso el rollo de mapas debajo del brazo y salió.
Las mujeres del patio la miraron con aire temeroso cuando pasó junto a ellas. Le hizo un saludo con la cabeza a Hafima, la esposa de ojos renegridos de Mohammed, y como respuesta obtuvo de ella una sonrisa nerviosa.
Ultimamente los guerrilleros viajaban mucho. Mohammed estuvo en Faizabad, el hermano de Fara había ido a Jalalabad, Jane recordó que una de sus pacientes, una mujer de Dasht i Rewat, había comentado que su marido había sido enviado a Pagman, cerca de Kabul. Y Yussuf Gul, el cuñado de Zahara, hermano de su difunto esposo, había sido enviado al valle de Logar, más allá de Kabul. Esos cuatro lugares eran refugios de los rebeldes.
Algo estaba sucediendo.
Jane olvidó su desilusión durante un rato, mientras trataba de imaginar de qué se trataría. Masud había enviado emisarios a muchos, tal vez a todos, los otros jefes de la Resistencia. ¿Sería una coincidencia que eso sucediera justo después de la llegada de Ellis al valle? De ser así, ¿qué estaría tramando Ellis? Tal vez Estados Unidos colaboraran con Masud en la organización de una ofensiva conjunta. Si todos los rebeldes actuaran juntos, podrían lograr algo, era posible que hasta pudieran apoderarse de la ciudad de Kabul por algún tiempo.
Jane entró en su casa y dejó caer los mapas dentro del arcón. Chantal seguía dormida. Fara preparaba la comida para la noche: pan, yogur y manzanas.
—¿Para qué ha ido tu hermano a Jalalabad? —preguntó Jane. —Lo mandaron —contestó Fara con el aire de alguien que declara algo obvio.
—¿Quién lo mandó?
—Masud.
—¿Para qué?
—No sé.
Fara parecía sorprendida de que Jane le preguntara algo semejante: ¿quién podía ser tan tonta como para creer que un hombre le diría a su hermana el motivo de su viaje?
—¿Tenía algo que hacer allí, llevó un mensaje, o qué? —No sé —repitió Fara.
Empezaba a sentirse ansiosa.
—No tiene importancia —la tranquilizó Jane, con una sonrisa.
Entre todas las mujeres del pueblo Fara sería probablemente la última en enterarse de lo que sucedía. ¿Quién era la que tenia más posibilidades de estar enterada? Zahara, por supuesto.
Jane tomó una toalla y se encaminó al río.
Zahara ya no estaba de luto por su marido, aunque se mostraba mucho menos alegre que antes. Jane se preguntó cuánto tardaría en volver a casarse. Zahara y Ahmed eran la única pareja afgana que Jane conocía que daban la sensación de estar enamorados. Zahara era una mujer poderosamente sensual, a quien le costaría vivir mucho tiempo sin un hombre. Yussuf, el cantante, el hermano menor de Ahmed, vivía en la misma casa que Zahara y a los dieciocho años todavía era soltero: las mujeres del pueblo especulaban con la posibilidad de que Yussuf se casara con Zahara.
Allí, los hermanos vivían juntos; las hermanas siempre eran separadas. Por lo general la novia iba a vivir con su marido en la casa de los padres del novio. Era simplemente una manera más de las que tenían los hombres de ese país para oprimir a sus mujeres.
Jane caminó con rapidez por el sendero que atravesaba los campos sembrados. Algunos hombres trabajaban en la penumbra del anochecer. La cosecha ya iba llegando a su fin. De todos modos, pronto sería demasiado tarde para emprender la ruta de la mantequilla, pensó Jane. Mohammed aseguró que sólo se trataba de una ruta de verano.
Llegó a la playa de las mujeres. Ocho o diez de ellas se bañaban en el río o en los estanques que se formaban cerca de la orilla. Zahara estaba en medio del río, chapoteando mucho, como siempre, pero no reía ni hacía bromas.
Jane dejó caer la toalla y se metió en el agua. Decidió ser un poco menos directa con Zahara de lo que había sido con Fara, No podría engañar a Zahara, por supuesto, pero trataría de dar la impresión de que estaba intercambiando chismes, más que sometiéndola a un interrogatorio. No se acercó inmediatamente a ella. Cuando las demás mujeres salieron del agua, Jane las siguió después de un minuto o dos y se secó con la toalla en silencio. Sólo habló cuando las demás empezaron a regresar al pueblo.
—¿Cuándo volverá Yussuf? —le preguntó a Zahara en dari.
—Hoy o mañana. Fue al valle de Logar.
—Ya lo sé. ¿Fue solo?
—Sí, pero dijo que a lo mejor regresaba con alguien.
—¿Con quién?
Zahara se encogió de hombros.
—Una esposa, quizá.
Jane se distrajo momentáneamente. Zahara se mostraba demasiado fría e indiferente. Eso significaba que estaba preocupada: no quería que Yussuf volviera a su casa con una esposa. Por lo visto, los rumores que corrían por el pueblo eran ciertos. Jane esperaba que así fuese. Zahara necesitaba un hombre.
—No creo que haya ido a buscar una esposa —aseguró. —¿Por qué?
—Está sucediendo algo importante. Masud ha enviado muchos emisarios. No pueden haber viajado todos en busca de esposas.
Zahara continuó intentando parecer indiferente, pero Jane notó que estaba aliviada. Se preguntó si tendría algún significado que Yussuf pudiera haber ido al valle de Logar en busca de alguien.
Cuando llegaron al pueblo, anochecía. De la mezquita llegaba un cántico, el sonido aterrorizante de los rezos de los hombres más sedientos de sangre del mundo. Esas canciones siempre le recordaban a Josef, un joven soldado ruso que sobrevivió a la caída de su helicóptero justo sobre la montaña vecina a Banda. Algunas mujeres lo transportaron hasta la casa del tendero —fue en invierno, antes de que trasladaran el consultorio a la cueva— y Jane y Jean-Pierre le curaron las heridas, mientras partía un mensajero a preguntarle a Masud qué debían hacer. Jane se enteró de la respuesta de Masud una noche cuando Alishan Karim entró en la casa del tendero donde Josef permanecía cubierto de vendajes, apoyó el cañón del rifle en su oreja y le voló la cabeza. Había sido más o menos a esa misma hora y el sonido de los hombres que rezaban resonaban en el aire mientras Jane lavaba la sangre que cubría las paredes y recogía los restos del cerebro del muchacho.
Las mujeres subieron el último tramo de escalones que subía del río y se detuvieron frente a la mezquita, para terminar sus conversaciones antes de separarse y dirigirse a sus respectivos hogares. Jane observó de soslayo el interior de la mezquita. Los hombres oraban de rodillas, dirigidos por Abdullah, el mullah. Sus armas, esa mezcla habitual de rifles antiguos y modernas ametralladoras, estaban amontonadas en un rincón. Las oraciones finalizaban. Los hombres se pusieron en pie y Jane notó que había muchos desconocidos entre ellos.
—¿Quiénes son? —preguntó a Zahara.
—Por los turbantes, deben de ser del valle de Pich y de Jalalabad —contestó Zahara—. Son pushtuns, normalmente enemigos nuestros. ¿Por qué estarán aquí? —Mientras ella hablaba, un hombre muy alto, con un parche sobre un ojo se separó de la multitud—. ¡Ese debe de ser Jahan Kal, el gran enemigo de Masud!
—Pero aquí está Masud, conversando con él —dijo Jane, y agregó en inglés—: just fancy that![2]
Zahara la imitó.
—Jass fencey hat!
Era la primera broma que gastaba Zahara desde la muerte de su marido. Buena señal: se estaba recuperando.
Los hombres empezaron a salir de la mezquita y las mujeres corrieron a refugiarse en sus casas, todas salvo Jane. Ella pensó que empezaba a comprender lo que sucedía y deseaba confirmarlo. Al ver salir a Mohammed, se le acercó y le habló en francés.
—Me olvidé de preguntarte si tu viaje a Faizabad fue un éxito.
—Lo fue —respondió él sin detenerse.
No quería que sus camaradas ni los pushtuns lo vieran contestando a las preguntas de una mujer.
Jane corrió a su lado, mientras él se encaminaba a su casa. —¿Así que el jefe a Faizabad se encuentra aquí? —Sí.
Jane había adivinado la verdad. Masud invitó a todos los jefes rebeldes a una reunión.
—¿Y qué te parece esta idea? —preguntó.
Seguía buscando más detalles.
Mohammed puso cara pensativa y abandonó su expresión de altivez, cosa que siempre le sucedía cuando se interesaba en la conversación.
—Todo depende de lo que Ellis haga mañana —contestó—. Si los impresiona como hombre de honor y se gana el respeto de los jefes, creo que aceptaremos su plan.
—¿Y tú crees que su plan es bueno?
Obviamente sería bueno que la Resistencia se uniese y que Estados Unidos le proporcione armas.
¡Así que era eso! Armas norteamericanas para los rebeldes, con la condición de que lucharan juntos contra los rusos en lugar de pelear la mayor parte del tiempo unos contra otros.
Llegaron a la casa de Mohammed y Jane continuó su camino, después de saludarlo con la mano. Sentía los pechos rebosantes: era hora de amamantar a Chantal. El pecho derecho le pesaba un poquito más porque la última vez que alimentó a su hija había empezado por el izquierdo y Chantal siempre vaciaba el primero más a fondo.
Jane llegó a la casa y entró en el dormitorio. Chantal permanecía acostada, desnuda sobre una toalla doblada dentro de su cuna, que en realidad era una caja de cartón cortada por la mitad. No había ninguna necesidad de ponerle ropa en el aire cálido del verano de Afganistán. Por la noche, la cubría con una sábana y eso era todo. Los rebeldes, la guerra, Ellis, Mohammed y Masud, todos desaparecieron de sus pensamientos cuando Jane miró a su hija. Siempre había pensado que los bebés eran feos, pero Chantal le parecía sumamente bonita. Y mientras ella la observaba, Chantal se movió inquieta, abrió la boca y lloró. En respuesta, del pecho derecho de Jane inmediatamente empezó a manar leche y sobre su blusa se extendió una mancha húmeda y cálida. Desabrochó los botones y alzó a su hijita.
Jean-Pierre siempre le recomendaba que se lavara los pechos con desinfectante antes de alimentarla, pero ella jamás lo hacía porque estaba convencida de que Chantal reaccionaría ante el mal sabor de la droga. Se sentó sobre la alfombra, con la espalda apoyada en la pared, y colocó a Chantal sobre su brazo derecho. La pequeña movía los bracitos regordetes y la cabeza de un lado a otro, buscando frenéticamente su pecho con la boquita abierta. Jane la guió hasta el pezón. Las encías sin dientes se cerraron con fuerza y la niña empezó a chupar. Jane hizo un gesto de dolor ante el primer tirón y después ante el segundo. El tercero fue mucho más suave. Una manita gordezuela se alzó y tocó el pecho hinchado de Jane, apretándolo en una caricia ciega y torpe. Jane se relajó.
Alimentar a su hija la hacía sentir terriblemente tierna y protectora. Y, para su sorpresa, también le resultaba erótico. Al principio se había sentido culpable cuando percibió que la excitaba dar de mamar a Chantal, pero pronto decidió que si se trataba de algo natural, no podía ser malo y decidió disfrutarlo.
Estaba deseando exhibir a Chantal, si alguna vez volvía a Europa. La madre de Jean-Pierre sin duda le diría que estaba haciéndolo todo mal y su madre le pediría que bautizara a la pequeña, pero su padre, a través de su bruma alcohólica, adoraría a Chantal y su hermana se mostraría orgullosa y entusiasta. ¿Quién más? El padre de Jean-Pierre estaba muerto.
—¿Hay alguien en la casa? —preguntó una voz desde el patio.
Era Ellis.
—¡Entra! —gritó Jane.
No sintió la necesidad de cubrirse. Ellis no era afgano, y de todos modos en una época había sido su amante.
Entró y al ver que estaba alimentando a la pequeña se paró en seco.
—¿Quieres que me vaya?
Ella hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—Ya me has visto los pechos antes.
—Me parece que no —contestó él—. Los debes de haber cambiado.
Ella lanzó una carcajada.
—El embarazo nos proporciona pechos enormes. —Sabía que Ellis había estado casado y era padre, aunque tenía la impresión de que ya no veía más a la madre ni a su hijo. Era uno de los temas sobre los cuales él se mostraba renuente a hablar—. ¿No lo recuerdas en tu esposa cuando estaba embarazada?
—Me lo perdí —contestó él, con ese tono cortante que usaba cuando quería que uno se callara—. Estaba lejos.
Ella se sentía demasiado relajada para contestarle en el mismo tono. En realidad sentía lástima por él. Ellis había convertido su vida en un caos, pero la culpa no era toda suya; y decididamente había sido castigado por sus pecados, por ella misma, sin ir más lejos.
—Jean-Pierre no ha vuelto —comentó Ellis.
—No.
La chiquilla dejó de chupar al percibir que el pecho de Jane se encontraba vacío. Con suavidad ella le quitó el pezón de la boca y la alzó hasta apoyarla sobre el hombro, palmeándole la espalda para hacerla eructar.
—Masud quiere que le preste sus mapas —comunicó Ellis.
—Por supuesto. Ya sabes dónde están. —Chantal eructó con fuerza—. ¡Así me gusta! —exclamó Jane y colocó a la chiquilla contra su pecho izquierdo. Hambrienta de nuevo después del eructo, Chantal volvió a chupar. Cediendo a un impulso, Jane preguntó—: ¿Porqué no ves a tu hijo?
El sacó los mapas del arcón, cerró la tapa y se enderezó. —La veo —contestó—. Pero no muy a menudo. Jane se sintió escandalizada. Viví con él durante casi seis meses —pensó— y en realidad nunca lo conocí. —¿Es niño o niña?
—Niña.
—Debe de tener…
—Trece años.
—¡Dios mío! —¡Prácticamente era una adolescente! De repente Jane sintió una intensa curiosidad. ¿Por qué nunca le habría hecho preguntas acerca de todo eso? Tal vez el tema no le interesaba antes de tener una hija propia—. ¿Y dónde vive?
Él vaciló.
—No me lo digas —pidió ella. Leía con claridad la expresión de su rostro—. Ibas a mentirme.
—Tienes razón —contestó él—. Pero supongo que comprenderás por qué tengo que mentir acerca de eso.
Ella lo pensó durante algunos instantes.
—¿Tienes miedo de que tus enemigos la ataquen a ella?
—Sí.
—Es una buena razón.
—Gracias. Y gracias por esto.
La saludó con los mapas en la mano y salió.
Chantal se había quedado dormida con el pezón de Jane en la boca. Jane se lo quitó con suavidad y la alzó hasta la altura de su hombro. La pequeña eructó sin despertar. ¡Esa criatura era capaz de dormir bajo cualquier circunstancia!
Jane deseó que Jean-Pierre hubiese vuelto. Estaba convencida de que ya no podría causar ningún daño, pero de todos modos se hubiese sentido más segura de haberlo tenido a la vista. No se podía poner en contacto con los rusos porque ella le había destrozado la radio. No existía otro medio de comunicación entre Banda y el territorio ruso. Masud podía enviar mensajes por medio de emisarios, por supuesto, pero Jean-Pierre no tenía ninguno y de todos modos, de haber enviado a alguien, todo el pueblo se hubiese enterado. Lo único que podía haber hecho era caminar hasta Rokha, y para eso no tuvo tiempo.
Además de sentirse ansiosa, odiaba dormir sola. En Europa no le había importado, pero aquí la aterrorizaban los hombres de la tribu, imprevisibles y brutales, que pensaban que era tan natural que un hombre le pegara a su mujer como que una mujer le propinara un cachete a su hijo. Y a sus ojos, Jane no era una mujer cualquiera: con sus puntos de vista liberados, su mirada directa y su actitud altanera constituía el símbolo de las delicias sexuales prohibidas. Ella no se sometía a las convenciones del comportamiento sexual, y las únicas mujeres parecidas que ellos conocían eran las prostitutas.
Cuando Jean-Pierre se encontraba allí, ella siempre alargaba la mano para tocarlo justo antes de quedarse dormida. El siempre dormía en actitud fetal, dándole la espalda, y aunque se movía mucho en sueños jamás alargaba la mano para tocarla. El único hombre con quien Jane había compartido una cama durante mucho tiempo además de su marido era Ellis, y él era exactamente lo opuesto: se pasaba la noche entera tocándola, abrazándola, besándola, a veces entre sueños y a veces completamente dormido. En dos o tres ocasiones trató de hacerle el amor con rudeza, estando dormido: ella reía y trataba de acoplarse a él pero después de algunos instantes él se daba media vuelta y empezaba a roncar, y por la mañana no recordaba lo que había hecho. ¡Qué distinto era a Jean-Pierre! Ellis la acariciaba con un afecto torpe, como un chico jugando con un animalito querido, en cambio Jean-Pierre la tocaba como podía haber tocado su Stradivarius un violinista. La amaron de diferente manera, pero la traicionaron igual.
Chantal gorjeó. Estaba despierta. Jane la sentó en su regazo sosteniéndole la cabeza para que se pudieran mirar frente a frente y empezó a conversar con ella, en parte utilizando sílabas sin sentido, en parte usando palabras reales. A Chantal eso le encantaba. Después de un rato, a Jane se le acabó la inspiración y empezó a cantar. En plena canción de cuna, fue interrumpida por una voz.
—¡Adelante! —gritó. Después se dirigió a Chantal—. Tenemos visitas todo el tiempo, ¿verdad? Es como vivir en la National Gallery, ¿no te parece?
Se abrochó la blusa para cubrir su desnudez. Entró Mohammed y preguntó en dari: —¿Dónde está Jean-Pierre?
—Fue a Skabun. ¿Puedo ayudar en algo? —¿Cuándo volverá?
—Supongo que mañana. ¿Me dirás cuál es el problema o piensas seguir hablando como un policía de Kabul?
El le sonrió. Cuando Jane era irrespetuosa con él la encontraba sensual, cosa que no era precisamente el efecto que ella buscaba.
—Alishan ha llegado con Masud. Quiere más píldoras.
—Ah, sí. —Alishan Karim era hermano del mullah y padecía una angina de pecho. Por cierto que no estaba dispuesto a abandonar sus actividades guerrilleras, así que Jean-Pierre lo abastecía de píldoras de trinitrín para que tomara una inmediatamente ante, de una batalla o de algún otro esfuerzo.
—Yo te daré algunas.
Se levantó y dejó a Chantal en brazos de Mohammed.
Mohammed aceptó automáticamente a la pequeña y después pareció avergonzado. Jane le sonrió y se dirigió a la habitación delantera. Encontró las píldoras en un estante, debajo del mostrador del tendero. Colocó alrededor de cien pastillas en un frasquito y después volvió a la salita. Chantal miraba fascinada a Mohammed. Jane se hizo cargo del bebé y le entregó las píldoras.
—Dile a Alishan que descanse más —aconsejó. Mohammed movió la cabeza.
—A mí no me tiene miedo —contestó—. Díselo tú.
Jane rió. Viniendo de un afgano, la broma resultaba casi feminista.
—¿Por qué fue Jean-Pierre a Skabun? —preguntó Mohammed. —Por que esta mañana bombardearon al pueblo.
—Eso no es verdad.
—Por supuesto que…
Jane se detuvo bruscamente.
Mohammed se encogió de hombros.
—Yo estuve allí todo el día con Masud. Debes de estar equivocada.
Ella trató de mantener una expresión imperturbable. —Sí. Debo de haber oído mal.
—Gracias por las pastillas —dijo Mohammed, saliendo.
Jane se sentó pesadamente sobre un banco. No había habido ningún bombardeo en Skabun. Jean-Pierre había ido a encontrarse con Anatoly. No comprendía demasiado bien cómo consiguió arreglar la entrevista, pero no le cabía la menor duda de que eso era lo que había sucedido.
¿Qué debía hacer?
Si Jean-Pierre estaba enterado de la reunión del día siguiente, y pudo informar a los rusos, ellos atacarían.
En un solo día podrían hacer desaparecer a todos los líderes de la Resistencia afgana.
Tenía que ver a Ellis.
Envolvió a Chantal en un chal porque el aire ya era algo más fresco, y se encaminó hacia la mezquita. Ellis estaba en el patio con el resto de los hombres, estudiando los mapas de Jean-Pierre con Masud, Mohammed y el individuo del parche en el ojo. Algunos guerrilleros se iban pasando una hookah, la pipa turca, otros comían. La miraron sorprendidos al verla entrar con la pequeña sobre la cadera.
—Ellis —dijo ella. El alzó la mirada—. Necesito hablar contigo. ¿Podrías salir un momento?
Ellis se levantó y ambos pasaron por debajo de la arcada y permanecieron frente a la mezquita.
—¿Qué pasa? —preguntó él.
—¿ Jean-Pierre está enterado de esta reunión que tú has organizado con todos los líderes de la Resistencia?
—Sí; cuando Masud y yo hablamos del asunto por primera vez, él estaba presente, sacándome la bala de la nalga. ¿Por qué?
Jane sintió una enorme pesadez en el corazón. Su última esperanza era que Jean-Pierre pudiera no estar enterado. Ahora no le quedaba alternativa posible. Miró a su alrededor. No había nadie que los pudiera oír; y de todos modos estaban hablando en inglés.
—Tengo que decirte algo —informó—, pero quiero que me prometas que él no recibirá ningún daño.
El la miró fijo durante un instante.
—¡Oh, mierda! —exclamó, furioso—. ¡Trabaja para ellos, por supuesto! ¿Por qué no lo adiviné? ¡En París debe de haber llevado a esos hijos de puta a mi apartamento! ¡Y les ha estado dando informaciones sobre las caravanas, por eso perdieron tantas! ¡Ese bastardo! —De repente se detuvo y habló con más suavidad—. Debe de haber sido espantoso para ti.
—Sí —contestó ella.
No pudo resistirlo: los ojos se le llenaron de lágrimas y empezó a sollozar. Se sintió débil y tonta y avergonzada por su llanto, pero también sintió que se había sacado un enorme peso de encima.
Ellis rodeó con sus brazos a ella y a Chantal. —¡Pobrecita! —exclamó.
—Sí —sollozó Jane—. Fue espantoso. —¿Cuánto hace que lo sabes?
—Algunas semanas.
—¿Lo ignorabas cuando te casaste con él? —Sí.
—Los dos —concretó él—. Los dos te engañamos. —Sí.
—Te mezclaste con un grupo que no te merecía. —Sí.
Jane hundió el rostro en la camisa de Ellis y lloró sin disimular. Lloró por todas las mentiras y las traiciones, por el tiempo perdido y por el amor desperdiciado. Chantal también lloró. Ellis abrazó a Jane con fuerza y le acarició el pelo, hasta que ella dejó de temblar, empezó a calmarse y se limpió la nariz con la manga.
—Verás, yo le destrocé la radio —explicó—, y entonces creí que no tendría modo de ponerse en contacto con ellos; pero hoy vinieron a buscarlo para que fuese a Skabun a atender a los heridos del bombardeo, sólo que hoy no hubo ningún bombardeo en Skabun.
Mohammed salió de la mezquita. Ellis soltó a Jane con expresión incómoda.
—¿Qué sucede? —le preguntó a Mohammed en francés.
—Están discutiendo —contestó el—. Algunos dicen que el plan es bueno y que nos ayudará a vencer a los rusos. Otros preguntan por qué se considera que Masud es el único líder capaz y quién es Ellis Thaler para juzgar a los jefes afganos. Debes volver y hablar un poco más con ellos.
—Espera —contestó Ellis—. Me acabo de enterar de algo nuevo. Jane pensó: ¡Oh, Dios! Cuando se entere de esto, Mohammed matará a alguien.
—Ha habido una filtración.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Mohammed amenazador.
Ellis vaciló, como si temiera decir lo que sabía, y después decidió que no le quedaba otra alternativa.
—Es posible que los rusos estén enterados de la conferencia. —¿Quién? —exigió saber Mohammed—, ¿Quién es el traidor? —Posiblemente el doctor, pero…
Mohammed se volvió hacia Jane.
—¿Desde cuándo estás enterada de esto?
—¡Me harás el favor de hablarme amablemente o te callarás la boca! —contestó ella, con agresividad.
—¡Un momento! —exclamó Ellis. Jane no estaba dispuesta a permitir que Mohammed le hablara en ese tono de voz acusatorio.
—Yo te advertí, ¿no es cierto? Te dije que cambiaras la ruta de la caravana. SALVE tu maldita vida, así que no me apuntes con tu dedo acusador.
La furia de Mohammed se evaporó y adquirió un aire contrito. —¿Así que por eso modificaron la ruta? —preguntó Ellis. Miró a Jane con algo parecido a la admiración.
—¿Y él dónde está ahora? —preguntó Mohammed.
—No estamos seguros —contestó Ellis.
—Cuando vuelva, debemos matarlo —dictaminó Mohammed.
—¡No! —exclamó Jane.
Ellis puso una mano sobre su hombro para calmarla y se dirigió a Mohammed:
—¿Matarías a un hombre que ha salvado la vida a tantos de tus camaradas?
Debe enfrentarse a la justicia —insistió Mohammed.
Mohammed había hablado de la posibilidad de que él volviera, y Jane se dio cuenta de que ella daba por sentado que su marido regresaría. No sería capaz de abandonarlas a ella y a su hijita.
Ellis seguía hablando.
—Si es un traidor y ha tenido éxito y se ha puesto en contacto con los rusos, no cabe duda que les ha informado acerca de la reunión de mañana. Sin duda atacarán y tratarán de apoderarse de Masud.
—Esto es muy grave —dictaminó Mohammed—. Masud debe irse inmediatamente. Será necesario cancelar la conferencia.
—No necesariamente —contestó Ellis—. Piensa. Podríamos convertir esto en algo que nos beneficie.
—¿Cómo?
—En realidad, cuanto más lo pienso, más me gusta. Es posible que termine siendo lo mejor que podría habernos sucedido.