Jean-Pierre caminaba sin rumbo a lo largo de las praderas iluminadas por la luna en medio de la más negra de las depresiones. Una semana antes se había sentido realizado y feliz, dueño de la situación, haciendo un trabajo útil mientras esperaba la llegada de su gran oportunidad. Ahora todo había terminado; se sentía un inútil, un fracasado.
No tenía salida. Repasó una y otra vez las posibilidades, pero siempre terminaba llegando a la misma conclusión: tenía que abandonar Afganistán.
Su utilidad como espía había llegado a su fin. No tenía medios para ponerse en contacto con Anatoly; y aún en el caso de que Jane no hubiese destrozado la radio, no podría alejarse del pueblo para encontrarse con él porque Jane se daría cuenta inmediatamente de lo que iba a hacer y se lo diría a Ellis. Tal vez podría haber silenciado a Jane de alguna manera (No lo pienses, ni siquiera lo pienses), pero si algo le llegara a suceder a ella, Ellis querría saber por qué. Todo desembocaba en Ellis. Me gustaría matarlo —pensó—, si tuviera valor. Pero ¿cómo? No tengo revólver. ¿Qué puedo hacer? ¿Cortarle el cuello con un bisturí? Es mucho más fuerte que yo, nunca lograría vencerlo.
Pensó por qué razón se habría estropeado todo. Tanto él como Anatoly tuvieron un descuido. Tendrían que haberse encontrado en algún lugar desde el que se vislumbrasen todos los caminos de acceso, para poder saber de antemano si alguien se acercaba. ¿Por qué iba a pensar que Jane lo seguiría? Había sido víctima de la más espantosa racha de mala suerte: que el muchacho herido fuese alérgico a la penicilina; que Jane hubiera oído hablar a Anatoly; que fuese capaz de reconocer su acento ruso y que se hubiera presentado Ellis, para darle coraje. Era el colmo de la mala suerte. Pero los libros de historia no recuerdan a los hombres que casi habían adquirido la grandeza. Yo hice todo lo que pude, papá, pensó; y le pareció oír la respuesta de su padre: No me interesa que hayas hecho todo lo que pudiste, quiero saber si triunfaste o fracasaste.
Se estaba acercando al pueblo. Decidió que se acostaría. Dormía mal, pero aparte de acostarse, no había otra cosa que hacer. Se encaminó hacia su casa.
De alguna manera seguir teniendo a Jane no le consolaba demasiado. El hecho de que ella hubiera descubierto su secreto, en lugar de proporcionarle mayor intimidad, se la quitaba. Entre ambos se abría una nueva distancia, aunque planearan regresar juntos a Europa y hasta hablaran sobre la nueva vida que llevarían allí.
Por lo menos, durante la noche, todavía dormían abrazados en la cama. Aún había algo entre ellos.
Entró en la casa del tendero. Esperaba encontrar a Jane, ya acostada, pero para su sorpresa seguía levantada. Se dirigió a él en cuanto lo vio entrar.
—Vino a buscarte un mensajero de parte de Masud. Tienes que ir a Astana. Ellis está herido.
Ellis herido. El corazón de Jean-Pierre empezó a latir aceleradamente.
—¿Cómo fue?
—No se trata de nada grave. Tiene una bala en la nalga.
—Iré a primera hora de la mañana.
Jane asintió.
—El mensajero irá contigo. Podrás estar de vuelta al crepúsculo.
—Comprendo. — Jane se estaba asegurando de que no tuviera oportunidad de encontrarse con Anatoly. Su preocupación era innecesaria: Jean-Pierre no tenía ningún medio de arreglar un encuentro. Por otra parte, su mujer se ponía en guardia contra un peligro menor y pasaba por alto el más importante: Ellis estaba herido. Eso lo convertía en una persona vulnerable. Cosa que lo modificaba todo.
Ahora, Jean-Pierre se encontraba en condiciones de matarlo.
Jean-Pierre permaneció despierto durante toda la noche, pensando en el asunto. Imaginó a Ellis tendido en un colchón bajo una higuera, apretando los dientes por el dolor que le causaba un hueso destrozado, o tal vez pálido y débil por la pérdida de sangre. Se vio a sí mismo preparando una inyección. Este es un antibiótico para impedir que se te infecte la herida, explicaría, y después le inyectaría una sobredosis de digital, para provocarle un paro cardíaco.
Un paro cardíaco natural no era cosa probable, pero de ninguna manera imposible, en un hombre de treinta y cuatro años, sobre todo si éste se había estado ejercitando de manera extenuante después de un largo período de trabajo relativamente sedentario. De todos modos, allí no habría ninguna investigación, ni autopsia, ni sospechas: en occidente no pondrían en duda que Ellis había sido herido en acción y que después había muerto a causa de esas heridas. Y allí, en el valle, todos aceptarían el diagnóstico de Jean-Pierre. Confiaban en él tanto como confiaban en cualquiera de los lugartenientes más cercanos de Masud: y era natural que así fuese, porque él se había sacrificado por la causa tanto como cualquiera de ellos. No, la única que dudaría sería Jane. Y ella, ¿qué podía hacer?
El no estaba seguro. Jane, respaldada por Ellis, era un adversario formidable; pero sola, no lo era. Jean-Pierre tal vez lograra persuadirla de que se quedara en el valle durante otro año: le podía prometer que él no traicionaría más la ruta de las caravanas, después buscaría la forma de restablecer contacto con Anatoly y simplemente esperaría a que se presentara la oportunidad de fijar con precisión el paradero de Masud para que los rusos lo apresaran.
A las dos de la madrugada le dio el biberón a Chantal, y después regresó a la cama. Ni siquiera intentó dormir. Estaba demasiado ansioso, demasiado excitado y demasiado asustado. Mientras permanecía allí tendido, esperando que saliera el sol, imaginó todas las cosas que podían salir mal: Ellis podía negarse a recibir el tratamiento, él, Jean-Pierre, podía calcular mal la dosis, Ellis podía haber sufrido apenas un rasguño y tal vez lo encontrara caminando normalmente por todas partes, y hasta cabía la posibilidad de que Ellis y Masud ya se hubiesen marchado de Astana.
El sueño de Jane era inquieto; tenía pesadillas. Se movía y se agitaba a su lado y de vez en cuando murmuraba palabras ininteligibles. La única que dormía profundamente era Chantal.
Jean-Pierre se levantó justo antes del amanecer, encendió el fuego y fue al río a bañarse. Cuando volvió, el mensajero ya estaba en el patio, bebiendo té preparado por Fara y comiendo los restos del pan del día anterior. Jean-Pierre bebió un poco de té, pero no pudo comer nada.
En la azotea, Jane amamantaba a Chantal. Jean-Pierre subió para darles un beso de despedida. Cada vez que tocaba a Jane recordaba cómo le había pegado y todo su ser se estremecía de vergüenza. Por lo visto ella lo había perdonado, pero a él le resultaba imposible perdonarse.
Cruzó el pueblo con la vieja yegua y bajó hasta la orilla del río; desde allí, con el mensajero a su lado, se encaminó río abajo. Entre Banda y Astana había una carretera, o lo que en el Valle de los Cinco Leones era llamado carretera: una franja de tierra rocosa de dos o tres metros de ancho y más o menos llana, apta para la circulación de carros de madera o de jeeps del ejército, pero que destruiría en pocos minutos un automóvil común. El valle estaba compuesto por una serie de gargantas o desfiladeros que se ensanchaban a intervalos y formaban pequeñas planicies cultivadas, de un kilómetro y medio a tres de largo y de menos de un kilómetro y medio de ancho, donde los habitantes conseguían arrancar su sustento a una tierra poco fértil, gracias a un duro trabajo y a una ingeniosa irrigación. El camino era lo suficientemente bueno como para permitir que Jean-Pierre montara su yegua en los trechos descendentes. (El animal no era lo suficientemente bueno como para que él lo montara cuesta arriba.)
En una época este valle debió de ser un lugar idílico, pensó Jean-Pierre mientras cabalgaba hacia el sur bajo el resplandeciente sol matinal. Regado por el río de los Cinco Leones, defendido por sus altas paredes de piedra, organizado de acuerdo a antiguas tradiciones y jamás perturbado, salvo por algunos portadores de manteca de Nuristán y el ocasional vendedor de mercería de Kabul, debió de ser como un retroceso a la Edad Media. Ahora, el siglo XX se vengaba de él. Casi todos los pueblos habían sido dañados por los bombardeos: un molino de viento destruido, una pradera sembrada de cráteres, un antiguo acueducto de madera hecho astillas, un puente de piedra y argamasa reducido a algunas rocas sobre las que se podía vaciar la rápida corriente del río. Bajo el escrutinio cuidadoso de Jean-Pierre el efecto de todo esto sobre la vida económica del valle era evidente. Esa casa era una carnicería, pero el mostrador de madera del frente no exhibía ya carne. Ese recuadro lleno de ortigas, en una época había sido un huerto, pero su propietario huyó a Pakistán. Allá había un huerto con fruta que se pudría en el suelo, cuando debía estar secándose en alguna azotea, lista para ser almacenada para el largo y crudo invierno: la mujer y los niños que en un tiempo atendían el huerto estaban muertos y el marido dedicaba ahora todas las horas de su vida a la guerrilla. Ese montón de tierra y piedras había sido una mezquita, y los habitantes decidieron no reedificarla porque posiblemente volvería a ser bombardeada. Y todo ese desperdicio y esa destrucción tenían lugar porque individuos como Masud trataban de resistirse al curso de la historia y engañaban a los ignorantes campesinos para que les apoyaran. Todo eso terminaría cuando Masud desapareciera.
Y una vez que Ellis fuera eliminado, Jean-Pierre podría encargarse de Masud.
Cuando, cerca del mediodía, se aproximaban a Astana, se preguntó si le resultaría difícil clavar la aguja. La idea de matar a un paciente le resultaba tan grotesca que ignoraba cómo reaccionaría. Por supuesto que había visto morir a algunos de sus pacientes, pero aún en esos casos lo consumía la pena de no haber podido salvarlos. Cuando tuviera a Ellis indefenso, y él estuviera con la aguja en la mano, ¿se sentiría torturado por las dudas, como Machbeth, o vacilante, como Raskolnikov en Crimen y castigo?
Cruzaron Sangana, con su cementerio y su playa de arena, y después siguieron por el camino que seguía el recodo del río. Frente a ellos se extendía un terreno cultivado y un grupo de casas construidas sobre la ladera de la montaña. Unos minutos después se les acercó por el campo un chico de once o doce años y los condujo, no hacia el pueblo que se erguía sobre la montaña, sino a una gran casa, en un extremo del campo cultivado.
Por el momento, Jean-Pierre no sentía dudas ni vacilaciones; sólo una especie de aprensión llena de ansiedad, como la que uno padece la hora anterior a un examen importante.
Desató su maletín de la yegua, entregó las riendas al muchacho y entró en el patio de la granja.
Allí vio diseminados a más de veinte guerrilleros, en cuclillas y con la mirada perdida en el espacio, esperando con paciencia de aborígenes. Al mirar a su alrededor, Jean-Pierre notó que Masud no se encontraba allí, aunque sí dos de sus lugartenientes más cercanos. Ellis estaba en un rincón sombreado, tendido sobre una manta.
Jean-Pierre se arrodilló a su lado. Era evidente que a Ellis la bala le provocaba dolor. Estaba acostado boca abajo. Tenía el rostro tenso y los dientes apretados. Estaba muy pálido y había gotas de sudor en su frente. Respiraba agitadamente.
—Duele, ¿verdad? —preguntó Jean-Pierre en inglés.
—Acertaste. Bien por el diagnóstico,— contestó Ellis con los dientes apretados.
Jean-Pierre retiró la sábana que lo cubría. Los guerrilleros le habían cortado la ropa para colocarle un vendaje casero sobre la herida. Jean-Pierre se lo quitó. Inmediatamente notó que la herida no era grave. Ellis había sangrado mucho y la bala, todavía alojada en el músculo, sin duda le dolía endiabladamente, pero se encontraba lejos de los huesos y de las arterias principales, se curaría con rapidez.
No, no se curará —se recordó Jean-Pierre—. No se curará nunca.
—Primero te daré algo para aliviarte el dolor —anunció.
—Te lo agradecería —contestó Ellis fervorosamente.
Jean-Pierre levantó la manta. En la espalda de Ellis había una enorme cicatriz, en forma de cruz. Jean-Pierre se preguntó cómo se habría hecho esa herida.
Nunca lo sabré, pensó.
Abrió el maletín. Ahora voy a matar a Ellis —pensó—. Nunca he matado a nadie, ni siquiera por accidente. ¿Cómo será convertirse en un asesino? En el mundo la gente lo hace todos los días: hay hombres que matan a sus mujeres, mujeres que matan a sus hijos, asesinos que matan a los políticos, ladrones que matan a los propietarios de las casas que van a asaltar, verdugos que ejecutan a asesinos. Tomó una jeringa grande y empezó a llenarla de digitoxina: la droga venía en envases pequeños y tuvo que vaciar cuatro para obtener una dosis letal.
¿Cómo resultaría ver morir a Ellis? El primer efecto de la droga le aumentaría el ritmo cardíaco. El lo percibiría y se pondría ansioso e incómodo. Entonces, a medida que el veneno afectara el ritmo de su corazón, aparecerían latidos extras, uno pequeño después de cada uno de los normales. En ese momento se sentiría terriblemente descompuesto. Por fin los latidos de su corazón se volverían totalmente irregulares, las aurículas y los ventrículos empezarían a latir independientemente y Ellis moriría en medio de la agonía y el terror. ¿Y qué haré yo —pensó Jean-Pierre— cuando grite de dolor y me pida a mí, el médico, que lo ayude? ¿Le haré saber que quiero que muera? ¿Adivinará que lo he envenenado? ¿Pronunciaré palabras tranquilizantes, con mis mejores modales de médico de cabecera y trataré de lograr que su muerte sea más fácil? «Relájate, todo esto es un efecto normal del calmante, no te preocupes que todo saldrá bien.» La inyección estaba lista.
Puedo hacerlo —se dijo Jean-Pierre convencido—. Puedo matarlo. Lo único que no sé es lo que me sucederá a mí después. Arremangó la camisa de Ellis y por simple costumbre le pasó un algodón con alcohol por el brazo.
En ese momento llegó Masud.
Jean-Pierre no lo oyó acercarse, así que pareció surgir de la nada e hizo que Jean-Pierre se sobresaltara. Masud le apoyó una mano en el brazo.
—Te asusté, monsieur le docteur —dijo. Se arrodilló junto a la cabeza de Ellis—. He considerado la propuesta del gobierno norteamericano —le comunicó a Ellis en francés.
Jean-Pierre permaneció allí arrodillado, como petrificado, con la jeringa en la mano derecha. ¿Qué propuesta? ¿Qué mierda era todo eso? Masud hablaba abiertamente como si Jean-Pierre fuese uno más entre sus camaradas —cosa que en cierto sentido era cierta—, pero Ellis, Ellis podía sugerirle que hablara en privado.
Haciendo un esfuerzo, Ellis se apoyó sobre un codo. Jean-Pierre contuvo el aliento. Pero lo único que Ellis dijo fue:
—¡Sigue!
Está demasiado extenuado —pensó Jean-Pierre— y tiene demasiado dolor para pensar en complicadas precauciones de seguridad, y además no tiene motivos para sospechar de mí, así como tampoco los tiene Masud.
—Es buena —siguió diciendo Masud—. Pero he estado pensando cómo voy a lograr cumplir con mi parte del trato.
¡Por supuesto! —pensó Jean-Pierre—. Los norteamericanos no han enviado a un agente tan importante de la CÍA hasta aquí simplemente para enseñarles a unos pocos guerrilleros cómo volar puentes y túneles. ¡Ellis ha venido a hacer un trato!
Pero Masud continuaba hablando.
—Este plan para entrenar guerrilleros de otras zonas debe ser explicado a los demás jefes. Será difícil. Ellos sospecharán, especialmente si soy yo quien presenta la propuesta. Creo que debes ser tú el que lo proponga, y creo que tienes que decirles personalmente lo que tu gobierno les ofrece.
Jean-Pierre no podía pensar en otra cosa. ¡Un plan para entrenar guerrilleros de otras zonas! ¿Qué diablos era eso?
Ellis contestó con cierta dificultad.
—Lo haré con gusto. Pero tú tendrás que reunirlos a todos.
—Sí —contestó Masud, sonriendo—. Convocaré una conferencia de todos los líderes de la Resistencia, a realizarse aquí, en el Valle de los Cinco Leones, en el pueblo de Darg, dentro de ocho días. Hoy mismo enviaré mensajeros con la noticia de que un representante del gobierno de Estados Unidos ha llegado para conversar con nosotros sobre la provisión de armamentos.
¡Una conferencia! ¡Provisión de armamentos! A Jean-Pierre se le iban clarificando las bases del tratado. Pero, ¿qué debía hacer al respecto?
—¿Y vendrán? —preguntó Ellis.
—Vendrán muchos —respondió Masud—. No vendrán nuestros camaradas de los desiertos del oeste, ya que están demasiado lejos y no nos conocen.
—Y los dos que nosotros deseamos especialmente que asistan: ¿Kamil y Azizi?
Masud se encogió de hombros.
—Eso está en manos de Dios —contestó.
Jean-Pierre temblaba de excitación. Ese sería el acontecimiento más importante de la historia de la Resistencia afgana.
Ellis buscaba algo dentro de su bolsa, que estaba en el suelo cerca de su cabeza.
—Es posible que yo pueda ayudarte a persuadir a Kamil y a Azizi —dijo. Sacó de la bolsa dos paquetitos y abrió uno de ellos. Contenía un trozo chato y rectangular de metal amarillo—. Oro —informó Ellis—. Cada uno de éstos vale alrededor de cinco mil dólares.
Era una fortuna: cinco mil dólares equivalía a más de dos años de sueldo del afgano medio.
Masud tomó el trozo de oro y lo sopesó en su mano.
—¿Y eso qué es? —preguntó, señalando una figura grabada en el centro del rectángulo.
—El sello del presidente de Estados Unidos —explicó Ellis.
Inteligente —pensó Jean-Pierre—. Era justo el detalle que podía impresionar a los líderes tribales al mismo tiempo que les provocaba una irresistible curiosidad por conocer a Ellis.
—¿Ayudará eso a persuadir a Kamil y a Azizi? —preguntó Ellis.
Masud asintió.
—Creo que vendrán.
Puedes apostar tu vida a que vendrán, pensó Jean-Pierre.
Y de repente supo exactamente lo que tenía que hacer. En ocho días, Masud, Kamil y Azizi, los tres grandes líderes de la Resistencia, se encontrarían juntos en el pueblo de Darg.
Tenía que decírselo a Anatoly.
Entonces Anatoly podría matarlos a todos.
Esto es —pensó Jean-Pierre—; éste es el momento que he estado esperando desde que llegué al valle. Tengo a Masud donde lo necesito, y también a los otros dos rebeldes. Pero ¿cómo aviso a Anatoly? Ha de haber algún medio.
—Una reunión cumbre —dijo Masud mientras sonreía con bastante orgullo—. Será un buen comienzo para la nueva unidad de la Resistencia, ¿no te parece?
Será eso —pensó Jean-Pierre—, o el principio del fin. Bajó su mano, colocó la punta de la aguja en dirección al suelo y oprimió el de la jeringa, vaciándola totalmente. Observó que el veneno desaparecía en la tierra polvorienta. Un nuevo comienzo o el principio del fin.
Jean-Pierre administró a Ellis un anestésico, le extrajo la bala, limpió la herida, la volvió a vendar y le inyectó antibiótico para impedir una infección. Después atendió a los dos guerrilleros que también habían recibido heridas de poca importancia en la refriega. Cuando se corrió por el pueblo la voz de que el doctor se encontraba allí, en el patio de la granja se reunió un pequeño grupo de pacientes. Jean-Pierre asistió a un bebé con bronquitis, tres infecciones de poca importancia y a un mullah con parásitos. Después almorzó. A media tarde volvió a meter el instrumental en el maletín y montó a Maggie para regresar a su casa.
Ellis se quedó en Astana. Se pondría mucho mejor si descansaba allí unos días; la herida cicatrizaría con más rapidez si permanecía inmóvil. Y, paradójicamente, ahora Jean-Pierre estaba ansioso de que Ellis recuperara la salud, porque sabía que si llegaba a morir la conferencia se cancelaría.
Mientras conducía la vieja yegua en su ascensión hacia el valle, se estrujaba el cerebro para encontrar la manera de ponerse en contacto con Anatoly. Por supuesto que podía simplemente cambiar de rumbo, cabalgar hacia Rokha y entregarse a los rusos. En cuestión de instantes estaría en presencia de Anatoly siempre que no le pegaran un tiro en cuanto lo vieran. Pero entonces Jane se daría cuenta de lo que había hecho y se lo diría a Ellis, y Ellis modificaría el lugar y la fecha de la conferencia.
De alguna manera tendría que enviarle una carta a Anatoly. Pero, ¿quién se la entregaría?
Un constante flujo de personas atravesaba el valle camino a Charikar, la ciudad ocupada por los rusos que se encontraba a noventa o cien kilómetros de distancia, en el llano, o a Kabul, la ciudad capital, a ciento cincuenta kilómetros de distancia. Eran los granjeros de Nuristán que transportaban su mantequilla y sus quesos; comerciantes viajeros que vendían ollas y cacerolas; pastores que conducían pequeños rebaños de ovejas al mercado y familias nómadas en el trayecto de sus misteriosos viajes. Cualquiera de ellos podía ser sobornado para que llevara una carta a una oficina de correos, o simplemente para que la pusiera en manos de algún soldado ruso. Kabul se encontraba a tres días de viaje. Charikar, a dos. Koukha, donde había tropas rusas, aunque carecía de oficina de correos, quedaba solamente a un día de distancia. Jean-Pierre estaba bastante seguro de poder encontrar a alguien que aceptara el encargo. Por supuesto que siempre existía el riesgo de que la carta fuese abierta y leída, y en ese caso él sería descubierto, torturado y muerto. Tenía que correr el riesgo. Pero existía otro problema. Después de haber aceptado el dinero: ¿entregaría el mensajero la carta? No había nada que pudiera impedirle perderla en el camino. Jean-Pierre podía no enterarse nunca de lo sucedido. Ese plan era demasiado inseguro.
Todavía no había resuelto el problema al anochecer cuando llegó a Banda. Jane estaba en la azotea, gozando de la brisa de la tarde, con Chantal sobre sus rodillas. Jean-Pierre las saludó con la mano, entró en la casa y depositó el maletín sobre el mostrador de azulejos. Mientras lo vaciaba vio de repente las píldoras de diamorfina y comprendió que había una persona a quien podría confiar la carta que escribiría a Anatoly.
Buscó un lápiz en el maletín. Tomó el papel en que venía envuelto el algodón y cortó un gran rectángulo: en el valle no había papel para escribir. Escribió en francés.
Para el coronel Anatoly de la K.G.B..
Sonaba extrañamente melodramático, pero no sabía de qué otra manera encabezar la carta. No conocía el nombre completo de Anatoly, y tampoco su dirección.
Continuó escribiendo:
Masud ha convocado una reunión de líderes rebeldes. El encuentro se efectuará dentro de ocho días, el jueves 27 de altar, en Darg, el pueblo al sur de Banda. Probablemente esa noche todos dormirán en la mezquita y permanecerán juntos el viernes, sagrado para ellos, La conferencia ha sido organizada por un agente de la CÍA a quien yo conozco por el nombre de Ellis Thaler que llegó al valle hace una semana.
¡Esta es nuestra oportunidad!
Agregó la fecha y firmó Simplex.
No tenía sobre, y tampoco había visto uno desde que abandonó Europa. Se preguntó cuál sería la mejor manera de cerrar la carta. Al mirar a su alrededor vio la caja de envases plásticos para entregar tabletas a los pacientes. Estos traían etiquetas autoadhesivas que Jean-Pierre nunca utilizaba porque no sabía escribir en caracteres persas. Enrolló el papel escrito para convertirlo en un cilindro y lo metió en uno de los envases.
Se preguntó cómo dirigirlo. En algún lugar del camino el paquete caería en manos de algún ruso. Jean-Pierre imaginó a un empleado ansioso y con gafas en una fría oficina, o tal vez a algún estúpido centinela junto a la alambrada. Sin duda el arte del contrabando estaría bien desarrollado en el ejército ruso como lo estaba en el francés en la época en que Jean-Pierre realizó su servicio militar. Consideró cómo podría lograr que el envase pareciera lo suficientemente importante como para merecer ser entregado a un oficial superior. No tenía sentido escribir Importante o K.G.B., o algo en francés, inglés y ni siquiera en dari, porque el soldado no sabría leer la escritura europea o persa. Y Jean-Pierre por su parte no sabía escribir en caracteres rusos. Resultaba irónico que la mujer que estaba en la azotea, y cuya voz oía en ese momento entonando una canción de cuna, hablara el ruso con fluidez, y de haberlo querido podría haberle indicado cómo escribir cualquier cosa. Por fin escribió Anatoly-K.G.B. en letras europeas, pegó la etiqueta en el envase y después lo colocó en una caja vacía que tenía escrita la palabra ¡Veneno! en quince idiomas y tres símbolos internacionales. Ató la caja con un bramante.
Moviéndose con rapidez, volvió a colocarlo todo en su maletín y reemplazó el instrumental que había usado en Astana. Tomó un Puñado de tabletas de diamorfina y se las metió en el bolsillo de la camisa. Por fin envolvió la caja que decía ¡Veneno! en una toalla.
Salió de la casa.
—Voy hasta el río a lavarme —informó a Jane.
—Muy bien.
Atravesó rápidamente el pueblo, saludando apenas a una o dos personas a su paso, y se encaminó hacia los campos. Se sentía desbordante de optimismo. Su plan estaba sujeto a toda clase de riesgos, pero una vez más podía abrigar la esperanza de obtener un gran triunfo. Sorteó un campo de trébol que pertenecía al mullah y bajó por una serie de terrazas.
Aproximadamente a un kilómetro del pueblo, sobre un saliente rocoso de la montaña, se erguían los restos de una choza solitaria que había sido bombardeada. Ya oscurecía cuando Jean-Pierre se acercó. Caminó lentamente hacia allí, cuidando sus pasos en el terreno desigual y lamentando no haber llevado consigo una linterna.
Se detuvo ante el montón de escombros que en una época había sido la fachada de la casa. Pensó en la posibilidad de entrar, pero el mal olor y la oscuridad lo disuadieron.
—¡Eh! —llamó.
Una figura informe surgió del suelo a sus pies, y lo sobresaltó. Jean-Pierre dio un salto hacia atrás, lanzando una maldición.
El malang se puso en pie.
Jean-Pierre observó la cara esquelética y la barba enmarañada del loco. Una vez que recobró su compostura, le habló en dari.
—Que Dios sea contigo, hombre santo.
—Y contigo, doctor.
Jean-Pierre lo había sorprendido en un estado de ánimo coherente. Por suerte.
—¿Cómo está tu estómago?
El hombre hizo toda clase de gestos para expresar un dolor de estómago: como siempre, quería drogas. Jean-Pierre le entregó unas pastillas de diamorfina permitiéndole ver que tenía más, y después volvió a metérselas en el bolsillo.
El malang devoró su heroína.
—¡Quiero más! —dijo.
—Puedo darte más prometió Jean-Pierre—. Muchas más.
El loco extendió la mano.
—Pero a cambio tú tendrás que hacer algo por mí —exclamó Jean-Pierre.
El malang asintió ansiosamente.
—Tienes que ir hasta Charikar y entregar esto a algún soldado ruso.
Jean-Pierre se había decidido por Charikar, a pesar de la jornada extra de viaje que ésta significaba, porque temía que Rokha, que era una ciudad rebelde temporalmente ocupada por los rusos, posiblemente estuviera sumida en un estado de confusión, con lo cual el paquete podía perderse. En cambio Charikar se encontraba en territorio ruso permanente. Y se decidió por un soldado, en lugar de una oficina de correos, porque el malang tal vez no fuera capaz de comprar un sello y despachar el paquete.
Observó cuidadosamente la cara sucia del loco. Se había estado preguntando si el tipo llegaría a comprender sus instrucciones, a pesar de ser tan simples, pero al ver la expresión de temor que se pintaba en su rostro ante la mención de un soldado ruso, Jean-Pierre comprendió que había entendido perfectamente.
Ahora bien, ¿existía alguna manera en que Jean-Pierre pudiera asegurarse de que el malang había seguido sus instrucciones? El también podía tirar el paquete y regresar jurando que había llevado a cabo su tarea, porque si era lo bastante inteligente como para entender lo que tenía que hacer, también sería capaz de mentir al respecto.
A Jean-Pierre se le ocurrió una idea.
—Y compra un paquete de cigarrillos rusos —indicó.
El malang le tendió sus manos vacías.
—No tener dinero.
Jean-Pierre sabía que no tenía dinero. Le entregó cien afganis. Eso debería tranquilizarlo con respecto a que realmente iría a Charikar. ¿Existía alguna manera de obligarlo a entregar el paquete?
—Si haces lo que te pido, te daré todas las pastillas que quieras. Pero no me engañes, porque en ese caso me enteraré y nunca más te daré una sola pastilla y tu dolor de estómago será cada vez más fuerte y te hincharás y después explotarás como una granada y morirás en medio de horribles dolores. ¿Has comprendido?
—Sí.
Jean-Pierre lo miró fijamente a la débil luz del crepúsculo. El blanco de sus ojos de loco resplandecía. Parecía aterrorizado. Jean-Pierre le entregó el resto de las tabletas de diamorfina.
—Toma una cada mañana hasta que regreses a Banda. El asintió vigorosamente.
—Ahora vete y no trates de engañarme.
El hombre se volvió y empezó a correr por el sendero, con su andar extraño, parecido al de un animal. Al verlo desaparecer en la oscuridad, Jean-Pierre pensó: El futuro de este país está en tus inmundas manos, pobre loco. Que Dios te acompañe.
Una semana después, el malang aún no había regresado.
El miércoles, el día antes de la conferencia, Jean-Pierre estaba completamente angustiado. Se repetía a cada hora que el loco podría volver dentro de la hora siguiente. Y al finalizar cada día, se decía que regresaría al día siguiente.
Como para aumentar las preocupaciones de Jean—Pierre, la actividad de los aviones en el valle se había incrementado. Durante toda la semana los reactores pasaron rugiendo al ir a bombardear distintos pueblos. Banda tuvo suerte: allí sólo cayó una bomba que cayó en el campo de trébol del mullah, donde abrió un enorme cráter, pero el ruido constante y el peligro irritaban a todo el mundo. En el consultorio de Jean-Pierre la tensión produjo un previsible aumento de pacientes: síntomas de estrés; abortos; accidentes domésticos; vómitos inexplicables y dolores de cabeza. Los que sufrían de dolores de cabeza eran los niños. En Europa, Jean-Pierre les habría recomendado un tratamiento psiquiátrico. En cambio allí se los enviaba al mullah. Ni la psiquiatría ni el Islam podían hacerles demasiado bien, porque lo que dañaba a los chicos era la guerra.
Atendió mecánicamente a los pacientes de la mañana, haciendo sus preguntas de rutina en dari, anunciando su diagnóstico en francés a Jane, vendando heridas, poniendo inyecciones y entregando frasquitos de plástico que contenían tabletas o botellas de medicamentos coloreados. El malang debió de tardar dos días en llegar a Charikar. Se le podía conceder un día más para que se decidiera acercarse a un soldado ruso y después una noche para reponerse. De haber salido a la mañana siguiente, emplearía otros dos días en el viaje de regreso. Eso significaba que hacía dos días que ya debía estar allí. ¿Qué le habría sucedido? ¿Habría perdido el paquete y entonces no regresaba por temor? ¿Habría tomado todas las pastillas juntas, enfermándose? ¿Se habría caído en el maldito río, ahogándose? ¿Lo habrían utilizado los rusos como blanco para sus prácticas de tiro?
Jean-Pierre consultó su reloj de pulsera. Eran las diez y media.
Ahora el malang podía llegar en cualquier momento con el paquete de cigarrillos rusos como prueba de que había estado en Charikar.
Jean-Pierre se preguntó fugazmente cómo le explicaría a Jane el asunto de los cigarrillos, porque él no fumaba. Decidió que no hacía falta ninguna explicación para los actos de un loco.
Estaba vendando a un chiquillo del valle vecino que se había quemado una mano cuando oyó fuera pasos apresurados y el sonido de saludos, señal de que alguien había llegado. Jean-Pierre contuvo su ansiedad y siguió vendando la mano del chico. Al oír hablar a Jane miró a su alrededor, y para su inmensa desilusión comprobó que no se trataba del malang sino de dos desconocidos.
—Que Dios sea contigo doctor —dijo el primero de ellos.
—Y contigo —contestó Jean-Pierre. Y para impedir una larga retahíla de saludos, agregó—: ¿Qué sucede?
—Ha habido un bombardeo terrible en Skabun. ¡Hay muchos muertos y muchísimos heridos!
Jean-Pierre miró a Jane. Continuaba sin poder abandonar Banda sin su consentimiento, porque ella temía que de alguna manera se pusiera en contacto con los rusos. Pero era evidente que él no tenía nada que ver con esa llamada.
—¿Te parece que vaya? —preguntó en francés—. ¿O quieres ir tú?
En realidad él no tenía ganas de ir, porque probablemente tendría que pasar allí la noche y estaba desesperado por ver al malang.
Jane vaciló. Jean-Pierre sabía que estaba pensando que, de ir, tendría que llevar a Chantal.
Además, ella sabía que no era capaz de curar heridas graves.
—Tú decides —agregó Jean-Pierre.
—Ve tú —dijo ella.
—Muy bien —Skabun quedaba a un par de horas de camino. Si trabajaba con rapidez y no había demasiados heridos, conseguiría estar de vuelta al anochecer—. Trataré de volver esta noche —dijo en voz alta.
Ella se acercó y lo besó en la mejilla.
—Gracias —dijo.
Jean-Pierre revisó rápidamente su maletín: morfina, contra el dolor, penicilina para impedir que las heridas se infectaran, aguja e hilo para suturar, vendas en abundancia. Se puso una gorra y se echó una manta sobre los hombros.
—No llevaré a Maggie —informó—. Skabun queda cerca y el sendero es pésimo. —Besó de nuevo a su mujer y después se volvió hacia Los dos emisarios—. Vamos —dijo.
Descendieron hacia el río, lo cruzaron y después subieron la abrupta pendiente del lado opuesto. Jean-Pierre pensaba en los besos que le acababa de dar a Jane. Si su plan tenía éxito y los rusos mataban a Masud, ¿cómo reaccionaría ella? Sabría que él estaba detrás del asunto. Pero estaba convencido de que no lo traicionaría. ¿Seguiría amándolo? El la deseaba. Desde que estaban juntos él sufría cada vez menos las negras depresiones que antes lo asaltaban regularmente. Por el simple hecho de amarlo ella lo hacía sentirse bien. Y él deseaba eso. Pero también quería tener éxito en su misión. Supongo que debo desear más el éxito que la felicidad, y es por eso que estoy dispuesto a perder a Jane con tal de que maten Masud pensó.
Los tres caminaban hacia el sudoeste por el sendero que corría en lo alto del risco, con el sonido de la corriente del río retumbándoles en los oídos.
—¿Cuántos muertos calculáis? —preguntó Jean-Pierre. —Muchos —dijo uno de los emisarios.
Jean-Pierre estaba acostumbrado a ese tipo de respuestas.
—¿Cinco? ¿Diez? ¿Veinte? ¿Cuarenta? —preguntó pacientemente.
—Cien.
Jean-Pierre no le creyó. Skabun no tenía cien habitantes.
—¿Y cuántos heridos habrá?
—Doscientos.
¡Era absurdo! Este hombre no sabe lo que dice, pensó Jean-Pierre. ¿O exageraba por temor a que si decía que eran menos el doctor daría media vuelta y regresaría a Banda? Tal vez el problema fuera que no sabía contar más allá de diez.
—¿Qué clase de heridas tienen? —preguntó Jean-Pierre.
—Agujeros y cortes y sangran.
Esas más bien parecían heridas recibidas en una batalla. Los bombardeos producían contusiones, quemaduras y roturas de huesos por las caídas de edificios. Obviamente este individuo era un testigo que no valía mucho. No tenía sentido seguir interrogándole.
A tres kilómetros de Banda se alejaron del sendero del risco y se dirigieron hacia el norte, por un camino desconocido para Jean-Pierre.
—¿Este camino lleva a Skabun? —preguntó.
—Sí.
Sin duda se trataba de un atajo que él no había descubierto. Evidentemente caminaban en la dirección correcta.
Pocos minutos después vieron una de las pequeñas chozas de piedra donde los viajeros podían descansar o pasar la noche. Para sorpresa de Jean-Pierre, los emisarios se encaminaron hacia allí.
—No tenemos tiempo para descansar —les dijo con irritación. Los heridos me esperan.
Entonces vio que Anatoly salía de la choza.
Jean-Pierre estaba estupefacto. No sabía si alegrarse porque ahora podría hablar personalmente con Anatoly sobre la conferencia, o dar rienda suelta a su temor de que los afganos mataran al ruso.
—No te preocupes —lo tranquilizó Anatoly, al ver su expresión—. Son soldados del ejército regular afgano. Yo los mandé a buscarte.
—¡Dios mío! —Era brillante. No había habido ningún bombardeo en Skabun era todo un invento concebido por Anatoly para que Jean-Pierre fuera a encontrarse con él—. Mañana —anunció Jean-Pierre, presa de enorme excitación—, mañana sucederá algo terriblemente importante.
—Ya sé, ya sé, recibí tu mensaje. Por eso estoy aquí.
—Así que atraparéis a Masud.
Anatoly sonrió sin la menor expresión de alegría, dejando al descubierto sus dientes manchados por el tabaco.
—Atraparemos a Masud. Cálmate.
Jean-Pierre se dio cuenta de que se estaba portando como un chico excitado en época de Navidad. Hizo un esfuerzo por reprimir su entusiasmo.
—Al ver que el malang no volvía, pensé que…
—No llegó a Charikar hasta ayer —explicó Anatoly—. Sólo Dios sabe lo que sucedió en el camino. ¿Por qué no usaste tu radio?
—Porque se rompió —contestó Jean-Pierre. En ese momento no quería dar explicaciones con respecto a Jane—. El malang es capaz de hacer cualquier cosa por mí porque es un adicto y lo abastezco de heroína.
Anatoly miró fijamente a Jean-Pierre durante un instante, y en sus ojos había algo parecido a la admiración.
—Me alegro de tenerte en mi bando —resumió. Jean-Pierre sonrió.
—Quiero que me des más detalles —dijo Anatoly, rodeando con un brazo los hombros de Jean-Pierre y conduciéndolo al interior de la choza. Se sentaron en el suelo de tierra y Anatoly encendió un cigarrillo—. ¿Cómo te enteraste de lo de la conferencia? —preguntó.
Jean-Pierre le habló de Ellis, de su herida de bala, de la conversación mantenida por Ellis y Masud cuando él estaba a punto de ponerle una inyección, de las barras de oro, del plan de entrenamiento y de las armas prometidas.
—¡Esto es fantástico! —exclamó Anatoly—. ¿Y donde está Masud ahora?
—No sé, pero es probable que llegue hoy mismo a Darg. A más tardar llegará mañana.
—¿Cómo sabes que vendrá?
—El ha convocado la reunión, ¿cómo no va a asistir?
Anatoly asintió.
—Descríbeme al hombre de la CÍA.
—Bueno, medirá un metro setenta y cinco y pesará setenta y cinco kilos; pelo rubio, ojos azules, treinta y cuatro años de edad aunque representa un poco más, educación universitaria.
—Pondré eso en la computadora.
Anatoly se levantó y salió. Jean-Pierre lo siguió.
Anatoly sacó de su bolsillo un pequeño transmisor de radio.
Extendió la antena telescópica, oprimió un botón y habló en ruso. Después se volvió hacia Jean-Pierre.
—Amigo mío, has triunfado en tu misión —anunció.
Es cierto —pensó Jean-Pierre—. He triunfado.
—¿Cuándo atacaréis? —preguntó.
—Mañana, por supuesto.
Mañana. Jean-Pierre sintió una oleada de júbilo salvaje. Mañana.
Los otros miraban hacia arriba. El los imitó y vio descender un helicóptero: sin duda Anatoly lo había llamado por medio de su transmisor. En ese momento el ruso había dejado a un lado toda precaución: el juego prácticamente había llegado a su fin, ésa era la última jugada y la cautela y los disfraces debían ser reemplazados por la audaz rapidez. El aparato tomó tierra con dificultad sobre un pequeño terreno llano a cien metros de distancia.
Jean-Pierre acompañó a los otros tres hasta el helicóptero. Se preguntó adónde iría cuando ellos se fueran. No tenía nada que hacer en Skabun, pero no podía volver en seguida a Banda sin revelar que no había encontrado heridos a quienes curar. Decidió que lo mejor sería sentarse durante algunas horas en la cabaña de piedra y luego volver a su casa.
Extendió la mano para estrechar la de Anatoly.
—Au revoir.
—Sube.
—¿Qué?
—Sube al helicóptero.
Jean-Pierre no salía de su asombro
—¿Por qué?
—Porque vendrás con nosotros.
—¿Adónde? ¿A Bagram? ¿A territorio ruso?
—Sí.
—Pero no puedo…
—Deja de tartamudear y escucha —explicó Anatoly con paciencia—. En primer lugar, tu trabajo ha terminado. Tu tarea en Afganistán ha llegado a su fin. Has logrado tu objetivo. Mañana capturaremos a Masud y podrás volver a tu casa. En segundo lugar, en este momento eres un riesgo para nuestra seguridad. Estás enterado de lo que haremos mañana. Así que para conservar el secreto, es necesario que no permanezcas en territorio rebelde.
—¡Pero yo no se lo diría a nadie!
—¿Y si te torturaran? ¿Y si torturaran a tu mujer delante de ti? Imagínate si destrozaran a tu hijita, hueso por hueso, frente a tu mujer.
—Pero, ¿qué les sucederá a ellas, si yo te acompaño?
—Mañana, durante el ataque, las capturaremos y las llevaremos a reunirse contigo.
—Esto es algo que me resulta increíble. — Jean-Pierre sabía que Anatoly tenía razón, pero la sola idea de no regresar a Banda era tan inesperada que lo desorientaba.
¿Estarían a salvo Jane y Chantal? ¿Realmente las rescatarían los rusos? ¿Permitiría Anatoly que los tres volvieran a París? ¿Cuándo podrían partir?
—Sube —repitió Anatoly.
Los dos emisarios afganos estaban de pie, uno a cada lado de Jean-Pierre, y él se dio cuenta de que no le quedaba otra alternativa: si se negaba a subir, lo meterían en el helicóptero por la fuerza.
Entró en el aparato.
Anatoly y los afganos subieron inmediatamente después y el helicóptero se elevó. Nadie cerró la puerta.
A medida que ascendían, Jean-Pierre contempló por primera vez una vista aérea del Valle de los Cinco Leones. El río blanco que zigzagueaba a lo largo de la tierra de tonalidades grisáceas, le recordó la cicatriz de una antigua herida de arma blanca que tenía en la frente Shahazai Gul, el hermano de la partera. Podía ver el pueblo de Banda con sus campos sembrados de tonalidades amarillas y verdes. Estudió con detenimiento la cima del monte, donde se encontraban las cuevas, pero no pudo ver ninguna señal de que estuvieran ocupadas. Los pobladores habían elegido bien su escondrijo. El helicóptero tomó altura y giró, y Banda desapareció de su campo de visión. Buscó en la tierra otros puntos que le resultaran conocidos. He pasado aquí un año de vida —pensó—, y nunca más volveré a ver este lugar. Identificó el pueblo de Darg, con su mezquita, que estaba destinada a ser destruida. Este valle ha sido la plaza fuerte de la Resistencia —pensó—. Mañana se convertirá en el recuerdo de una rebelión frustrada. Y todo gracias a mí.
De repente el helicóptero giró hacia el sur y cruzó la montaña, y en pocos segundos el valle se perdió de vista.