Un vuelo con incidentes
—¡Ígneo Resplandor! —se dijo Tasslehoff a sí mismo en cuanto Caramon y Tanis desaparecieron de su vista.
Girando sobre sus talones, el kender emprendió una carrera hacia el confín meridional de la urbe donde, a juzgar por la humareda y el griterío, la lucha era más encarnizada. «Lo más probable —razonó— es que los dragones también batallen en esa zona».
De repente, en plena marcha, el hombrecillo descubrió una laguna en su proyecto, una imprevisión hija de la prisa. Se detuvo y, atisbando el cielo abarrotado de reptiles que, con inusitada fiereza, hincaban las zarpas en las escamas de los adversarios, mordían las partes más blandas o les arrojaban sus abrasadoras llamaradas, farfulló:
—¡Qué fastidio! ¿Cómo voy a reconocerle en ese revoltillo?
Tragó aire en una honda, exasperada inhalación, y le sobrevino un espasmo de tos. Estudió entonces los contornos, y comprobó que el ambiente estaba en extremo viciado a la vez que las alturas, antes pintadas de gris bajo el tamiz impuesto al alba por los nubarrones, se había investido ahora de fulgores encarnados. Palanthas ardía.
—No es éste un lugar seguro donde refugiarse —musitó—. Tanis me ha recomendado que busque un escondrijo que ofrezca garantías, y yo sólo me sentiría a salvo junto a ellos, mis amigos. Dado que ahora se encuentran en la ciudadela y que, por añadidura, se habrán metido en un sinfín de enredos, lo que he de hacer es volar a su lado. ¡No soporto la idea de quedar acorralado en una ciudad incendiada, hervidero de pillajes y otros desafueros!
Meditó con ahínco, y al rato halló una respuesta.
—¡Ya lo tengo! —exclamó—. Rezaré a Fizban. Escuchó mis preces en un par de ocasiones y, aunque su sistema no es del todo ortodoxo, nada pierdo intentándolo.
Al distinguir a una patrulla de draconianos al fondo de la avenida, Tas se internó en una calleja lateral y se agazapó detrás de un montículo de escombros no por temor sino, según él mismo susurró, porque no deseaba ser interrumpido. Así resguardado, alzó los ojos a la bóveda celeste y recitó esta plegaria:
—Fizban, préstame mucha atención. «Si no salimos del apuro, ya podemos tirar la plata al pozo y unirnos a las gallinas». Mi madre solía utilizar este viejo axioma y, pese a que no acabo de comprender a qué se refería, no me negarás que lo de la joya y la volatería suena a ruina absoluta. Necesito desplazarme junto a Tanis y Caramón, quienes, como sabes, no podrán arreglárselas sin mí. Y para ir hasta ellos, he de rogarte que pongas a mi disposición uno de esos reptiles alados. No te quejes, no es mucho pedirle a alguien con tus recursos. Estarías en tu derecho a disgustarte si solicitara que me propulses mediante un colosal salto, pero he preferido mostrarme comedido. Mándame un dragón, uno de los múltiples que debes de gobernar. Nada más.
Aguardó unos instantes. Al ver que nada ocurría, espió el cielo en actitud inquisitiva y esperó un poco más. Siguió sin obrarse el milagro.
—De acuerdo, pactaremos —propuso y, en un acto de humildad, confesó—: Admito que me apetece mucho visitar la ciudadela, incluso renunciaría para hacerlo al contenido de un saquillo… o de dos. Ya te he revelado toda la verdad y, por otra parte, te recuerdo que siempre era yo quien te restituía el sombrero cuando lo extraviabas.
A despecho de su magnánimo gesto, y de haber refrescado la memoria del extravagante mago, no se personó ningún dragón. El hombrecillo resolvió desistir. De modo que, tras cerciorarse de que la patrulla enemiga había pasado de largo, salió de su parapeto de inmundicia y del callejón para situarse de nuevo en la ancha avenida.
—Supongo, Fizban —hizo una última tentativa—, que estás muy atareado y…
En aquel preciso momento, el suelo se convulsionó bajo sus pies e invadió el aire un aluvión de rocas y adoquines fragmentados, a la par que un fragor semejante a un trueno removía los cimientos mismos de las casas. Pero tan pronto como empezó el ensordecedor estruendo se acalló, sumiendo la avenida en un silencio sepulcral.
Después de recomponerse, de desempolvar sus calzones, Tasslehoff trató de penetrar el velo de humo y partículas para averiguar lo sucedido. Aventuró que quizá se había desmoronado un edificio sobre él, como en Tarsis pero no tardó en averiguar que no era tal el caso.
El causante de la conmoción era un Dragón Broncíneo, que yacía boca arriba sobre la calzada. Estaba bañado en sangre: sus alas, extendidas sobre dos manzanas de viviendas, habían derruido las paredes maestras y la larga cola, también desplegada, sepultó en la caída otros varios habitáculos. El animal tenía los párpados entornados, surcaban sus flancos llagas socarradas y ningún bombeo en el pecho anunciaba que respirase.
—No era esto, te has equivocado —imprecó el kender al excéntrico Fizban—. ¿De qué me sirven unos despojos?
Pero cejó en sus reconvenciones, porque el reptil dio señales de vida. En efecto, abrió un ojo y, a pesar de su aturdimiento, dirigió al kender una de esas miradas que sólo se dedican a los antiguos conocidos.
—¡Ígneo Resplandor! —le identificó Tas, y se encaramó por una de sus patas para asomarse a la gigantesca pupila—. ¡Es maravilloso! ¡Hace unos minutos recorría la ciudad con el propósito de localizarte! ¿Estás malherido?
El joven dragón hizo ademán de contestar, pero enmudeció al cubrirles a ambos una oscura sombra. Khirsah la contempló excitado, emitió un amortiguado rugido y estiró el cuello, en un ímprobo esfuerzo que se reveló excesivo. Hubo de recostarse de nuevo mientras Tas, alerta al fenómeno, comprobaba que lo originaba otro dragón, éste de escamas negras, que tras abatir a su víctima planeaba en su derredor para rematarla.
—¡No lo hagas! —imploró—. Ésta criatura me pertenece. Me la ha enviado Fizban. ¿Cómo se combate contra uno de su especie? —agregó en voz baja.
Revisó en su mente las leyendas acerca de Huma, protagonista de innumerables lides de aquella naturaleza. Pero no le sugirieron ninguna iniciativa, porque, a diferencia del caballero, él carecía de la valiosa Dragonlance y hasta de una espada corriente. Al evocar tales armas, desenvainó su cuchillo pero le bastó con una breve ojeada. Convencido de su inutilidad, volvió a ajustarlo a su cinto y se decidió por otra acción. Lo primero que debía hacer era dar instrucciones a su lisiado compañero.
—Ígneo Resplandor —le invocó, erguido ahora sobre su córneo estómago—. Procura quedarte donde estás sin hacer el menor movimiento. ¿Crees que serás capaz? Y no me vengas con sermones acerca de la muerte honorable, en valiente pugna contra el rival, pues los he oído incontables veces en boca de un heroico amigo, ya fallecido, que era miembro de la hermandad solámnica. Al igual que le opondría a él, he de informarte que en las presentes circunstancias tan nobles sentimientos son del todo superfluos. ¿Te preguntas el motivo? Muy sencillo, porque otros dos seres a los que estimo profundamente, y que ahora gozan del don de la vida, podrían morir de forma atroz si tú y yo no vamos en su auxilio. Si a eso sumamos el hecho de que esta misma mañana te he salvado la vida, aunque no te resulte obvio, convendrás conmigo en que me debes fidelidad.
Nunca habría de saber el locuaz orador si Khirsah había comprendido y obedecía órdenes o si, simplemente, se desmayó. Sea como fuere, no tenía tiempo para preocuparse de tales banalidades. Erguido sobre el vientre del gigantesco reptil, el hombrecillo registró a fondo una de sus bolsas a la búsqueda del objeto que posibilitaría la ejecución de sus designios. Entre todos, eligió el argénteo brazalete de Tanis.
—¡Cuan descuidado es este semielfo! —comentó, y acomodó la alhaja a su brazo—. Debe de haberse deslizado de su talle cuando atendía al pobre Caramon. Ha sido una suerte que yo lo recogiera.
Tranquilizada su conciencia, o persuadido de que su historia se ceñía a la verdad, olvidó el incidente para encararse con el Dragón Negro. Señalando en postura retadora a aquel monstruo que les acechaba con las mandíbulas separadas, a punto de vomitar el letal ácido sobre el postrado, exigió:
—¡Refrena tu ímpetu! Éste cadáver es mío. Yo he dado con él y reclamo su propiedad. O sería más adecuado decir —se corrigió— que él me ha encontrado a mí, ya que casi ha cavado mi tumba. Poco importa, lo que has de hacer es esfumarte y no destrozarle con esas corrosivas llamas de los de tu especie.
El dragón, perplejo, bajó la mirada. Era en realidad una soberbia hembra que, en esporádicos alardes de generosidad, había cedido algún trofeo a los draconianos o los goblins, pero nunca a un kender. También ella había sufrido heridas en la lucha, y a consecuencia de la pérdida de sangre y un brutal golpe en el hocico sentía un ligero vahído, lo que no fue óbice para que algo en su interior le avisara de que su oponente quería engañarla. No podía ser de los suyos, jamás se había tropezado con un miembro de esta tribu entre las hordas perversas. No obstante, siempre existían excepciones y era indudable que aquella criatura portaba una pulsera donada por un practicante de la nigromancia. Notaba cómo las virtudes del objeto neutralizaban sus hechizos.
—¿Tienes la más mínima noción de lo que, en los tiempos que corren, me pagarán en Sanction por unos dientes de dragón? —argumentó Tasslehoff—. ¡Y me abstengo de mencionar las zarpas! Un mago de esa ciudad recompensaría con treinta monedas de cobre a quienquiera que le facilitara uno solo de estos apéndices.
La hembra reptiliana rezongó algo ininteligible. Estaba sosteniendo una conversación ridícula con aquel mequetrefe en lugar de reintegrarse a la reyerta u ocuparse del dolor que contorsionaba su cuerpo, de manera que, furiosa, determinó destruir al irritante hombrecillo, que además era su enemigo. Abrió la bocaza… y otro Dragón Broncíneo la embistió por la espalda. Tras exhalar un alarido, el negro animal abandonó a su presa en aras de su propia supervivencia y acometió la huida, volando en un desesperado aleteo aunque sin agrandar apenas la distancia respecto a su perseguidor.
Con un satisfecho suspiro, Tas se sentó en el abultado cuerpo de Khirsah.
—Por un momento temí no poder contarlo —masculló, quitándose el brazalete y embutiéndolo en la bolsa.
El reptil se agitó. Al percibirlo, el kender descendió suavemente por su costado. Tras posarse en tierra, le consultó:
—¿Cómo estás, Ígneo Resplandor? Ignoro el tratamiento que hay que aplicar a los dragones, pero puedo traerte un clérigo para sanarte. El único problema es que en este caos, quizá me cueste un poco hallar a uno disponible.
—No te molestes, no preciso ninguna ayuda —repuso Khirsah con ronco acento, y torció su interminable cuello para examinar al hombrecillo—. Estoy vivo gracias a ti —declaró, prendidas de aquel diminuto ser unas pupilas dilatadas por el asombro.
—Sí —ratificó éste—, y por dos veces en el día de hoy. La primera fue esta mañana —le indicó, jubiloso—, cuando Soth atravesó las puertas. Verás, mi amigo Caramon se ha apoderado de un libro en el que se relata lo que va a acontecer en el futuro o, más concretamente, lo que no va a acontecer, puesto que lo estamos alterando. De no haberlo impedido yo al requisar esta alhaja, Tanis y tú os habrías enfrentado al caballero espectral. La muerte era el destino que os deparaba tal desafío. Ambos habríais fenecido. He entrado en escena —insistió—, y no has sido aniquilado.
—Cierto.
Reclinándose sobre un costado, el inmenso dragón desdobló una de sus membranosas alas en el túrbido aire y la escudriñó de una punta a otra. El miembro exhibía cortes y coágulos sanguinolentos, pero no había desgarros. Repitió la operación con la segunda extremidad, mientras Tas le contemplaba absorto, ensimismado.
—Me encantaría ser como tú —dijo.
—Naturalmente —apuntó Khirsah y, dándose impulso, irguió su portentosa estructura sobre las garras, no sin antes liberar su cola de los restos de la casa que había echado abajo—. Somos los escogidos de los dioses —continuó sin jactancia, con perfecta naturalidad—. Nuestros índices de vida son tan prolongados que los elfos, tan longevos para vosotros, se nos antojan efímeros pabilos de candela y, en cuanto a humanos y kenders, os consideramos estrellas fugaces. Nuestro aliento transmite muerte, nuestra magia posee tan inconmensurable poder que sólo los más insignes hechiceros nos superan.
—Tenía noticia de vuestras prerrogativas —le atajó Tasslehoff, que comenzaba a impacientarse—. ¿Estás seguro de que no hay nada seriamente dañado en tu organismo?
—Lo estoy, amigo mío —aseveró Khirsah, disimulando una sonrisa con escasa fortuna—. Todo funciona, como tú dirías salvo que la cabeza todavía me da vueltas. Pero cambiemos de tema. Justo es que, si tú me has salvado de perecer…
—Por partida doble —puntualizó el otro.
—Por partida doble —subrayó el dragón—. Justo es —concluyó— que te rinda un servicio. ¿Qué deseas que haga?
—Transportarme a la ciudadela flotante —se sinceró Tas sin remilgos.
Inició el ascenso a la grupa del animal, pero Ígneo Resplandor le agarró por el cuello de la camisola, que quedó colgado de la ganchuda uña, y le izó. —Aunque agradezco tu colaboración, podría haber subido solo —gruñó.
Sin embargo, no fue depositado en el lomo del reptil sino en la cavidad que formaba el nacimiento del hocico. Así, los ojillos del kender toparon casi con unos iris que más se asemejaban a las aguas negruzcas de un gran lago.
—Una expedición a ese castillo sería muy arriesgada, acaso desastrosa, para ti —vaticinó Khirsah con firmeza—. No puedo tolerar que te pase nada, y menos aún a sabiendas de los peligros que corres. Te conduciré junto a los Caballeros de Solamnia, que se han congregado en la Torre del Sumo Sacerdote.
—¡Ya he estado allí! —se rebeló el hombrecillo—. Tengo que ir a la ciudadela y socorrer a Tanis el Semielfo o, hablando con propiedad —rectificó al distinguir un amago de desconfianza en aquellas pupilas tan próximas—, comunicarle ciertas nuevas. Antes de partir hacia la plataforma, el héroe me encomendó la misión de permanecer en Palanthas para recabar ciertos datos de la mayor importancia. Si no los pongo en su conocimiento, de nada…
—Dime a mí de qué se trata —le urgió su interlocutor—, y me encargaré personalmente de informarle.
—N… no puede ser —balbuceó el otro, devanándose los sesos para elaborar un pretexto—. El mensaje que he de transmitir a Tanis me ha sido dado en dialecto kender, y bajo ningún concepto debe traducirse a lengua común. Tú no hablas mi idioma natal ¿verdad, Ígneo Resplandor? —inquirió con resquemor.
—¡Desde luego! —iba a regañarle el dragón, pero, conmovido por la esperanza que se leía en la mirada del kender, que animaba sus rasgos, determinó no decepcionarle—. ¡Desde luego que no! —se enmendó, y lo hizo con fingido desdén. Despacio, amoroso, colocó al hombrecillo entre sus alas—. Te llevaré junto al semielfo, si tal es tu anhelo… tu deber. Como no estaba previsto que me montase más jinete que él en esta conflagración, no luzco silla ni arreos. Acomódate y aferra mi crin.
—Así lo haré —se avino Tas y, gozoso, distribuyó sus saquillos y asió la broncínea crin de Khirsah con ambas manos. Una súbita aprensión, no obstante, le obligó a indagar—: Espero que no entrará en tus planes realizar piruetas azarosas, como trazar círculos en vertical o lanzarte en picado hasta rozar el suelo. No es que me disgusten, al contrario, me parecen de lo más emocionantes, pero temo que me resulten incómodas al no poder atarme ninguna cincha.
—No padezcas, mi intención es que nos traslademos sin demora para reanudar cuanto antes la batalla —le calmó el reptil.
—¡Estoy listo! —vociferó el hombrecillo, y azuzó a su cabalgadura en los flancos para que emprendiese el vuelo.
Ígneo Resplandor se elevó en el aire y, beneficiándose de las fuertes ráfagas de viento, pronto navegó muy por encima de Palanthas.
No fue una excursión placentera. Al otear el panorama el kender tuvo que contener el resuello, ya que, para empezar, la Ciudad Nueva se había convertido en una gran hoguera. Como había sido evacuada, los draconianos la devastaban a capricho, prendiendo fuego y saqueando a su pleno albedrío. Por otra parte, la zona antigua, aunque en mejor estado, no auguraba un final más feliz. Era cierto que los Dragones del Bien había obstaculizado los afanes destructivos de sus adversarios Negros y Azules, de tal modo que éstos no la habían arrasado al igual que hicieran en Tarsis, y que las guarniciones pedestres resistían valientemente las embestidas de aquellos engendros mitad hombres y mitad reptiles pero las huestes de Soth habían hecho estragos. Tasslehoff avistó, desde su atalaya, a decena de cadáveres de caballeros diseminados junto a sus corceles a lo largo de las calles, cual si se tratara de soldaditos de plomo que hubiera despedazado un niño de instintos vengativos. Y, recreándose frente al dantesco espectáculo, el espectro se silueteaba incólume en una aura de vapores mientras sus sanguinarios guerreros asesinaban a todo ente vivo que se cruzase en su camino y las elfas, en su eterno luto, entonaban lúgubres cánticos a fin de acallar los estertores de los moribundos.
—¿Y si fuera yo el responsable? —se torturó el hombrecillo, deprimido—. Después de todo, Caramon se detuvo en la lectura de las Crónicas y sólo me basé en presentimientos, en conjeturas, para actuar como lo hice. ¡No seas necio, Burrfoot! —se amonestó él mismo—. De no haber salvaguardado la integridad de Tanis, tu otro amigo habría expirado en el Robledal. Dado que todo esto es un gran embrollo, y que al menos tienes constancia de haber obrado acertadamente al rescatar a tus dos compañeros, debes descartar cualquier elucubración pesimista.
Resuelto a acatar su propio mandato, a desembarazarse de sus problemas mentales y de los sentimientos que le inspiraba la masacre de la ciudad, Tas espió las regiones donde ahora se hallaba. A pesar del denso humo, que se rizaba en volutas a su alrededor, su agudo sentido de la percepción le permitió columbrar una figura en movimiento a su espalda. Era el cuerpo de un Dragón Azul, un magnífico ejemplar que tomaba altura desde una avenida lindante con la espesura mágica de Shoikan. «¡El animal de Kitiara!», se alarmó ante la inconfundible, mortífera figura de Skie. Aguzó la vista en busca de la amazona, pero no había tal.
—¡Ígneo Resplandor! —previno a su reptil, pendiente de vigilar al adversario que, tras reparar a su vez en ellos, había girado para acometerles.
—Soy consciente de sus maniobras —murmuró Khirsah, impertérrito—. No te asustes, kender, estamos ya muy cerca de tu destino. Después de que descabalgues, dispensaré a mi enemigo el trato que merece.
En efecto, al enderezar el cuello, Tasslehoff verificó que la ciudadela flotante estaba casi a su alcance. La invocada imagen de Kitiara y la más real de su dragón se borraron del cerebro del hombrecillo por arte de encantamiento. El castillo poseía un embrujo mucho más estremecedor en primer plano que desde el suelo, con los nítidos perfiles de las rocas que, en un tiempo, configuraran el lecho sobre el que se asentaba la mole arrancados en forma de auténticas sierras colgantes.
Unas nubes arcanas bullían en su entorno, manteniéndola a flote, relámpagos de idéntico origen siseaban deslumbradores entre las torres. Al pequeño viajero no le pasaron inadvertidas las grietas que reptaban cual culebras en la maciza estructura, derivadas del tremendo impacto que debió de entrañar separar el edificio de la osamenta del mundo. Brillaban luces tras las ventanas de las tres tórrelas, y también surgía un poderoso haz del rastrillo levantado, pero no había otras señales externas de vida. De todos modos, al espectador no le cabía la menor duda de que dentro medraban las criaturas más variopintas.
—¿Dónde aterrizo? —preguntó Khirsah, cortés, aunque con una nota de apremio.
—Lo dejo a tu elección —concedió el kender, quien comprendía el ansia del animal por enzarzarse en una escaramuza contra Skie.
—Yo creo que no es aconsejable la entrada principal —ponderó el reptil, modificando abruptamente la trayectoria a fin de rodear la plataforma—. En la parte trasera no habrá centinelas.
Tasslehoff despegó los labios con el propósito de darle las gracias pero, por algún motivo que no atinaba a definir, tuvo la sensación de que el estómago le caía a peso hasta los pies, como si fuera atravesarlos y descolgarse en el vacío, a la par que el corazón le brincaba hasta la garganta. El hombrecillo rechazó de forma enérgica que le hubiera trastornado el repentino giro de Khirsah que, si bien les había ladeado a ambos a una vertiginosa velocidad, no duró más que unos segundos. El dragón se estabilizó sobre un patio desierto y, sin apenas batir las alas, se posó en el empedrado en una sutil maniobra, digna de su maestría.
Ocupado en reorganizar su revuelto sistema, el kender se deslizó como un autómata por el metálico flanco y cayó en el sombrío paraje sin intercambiar las fórmulas que le exigían sus modales. Una vez en terreno sólido, sin embargo, si así podía denominarse a un castillo suspendido en el aire, recobró el dominio de sí mismo.
—Adiós, Ígneo Resplandor —se despidió de su montura, ondeando la mano en apoyo a sus palabras—. Te estoy muy agradecido. ¡Buena suerte!
Si el aludido le oyó, no expresó reciprocidad. Había empezado a ascender en el espacio sin desperdiciar un solo instante, seguido por su rival, que, tan raudo que propagaba zumbidos al desplazar el aire, le acechaba con ojos enrojecidos, rebosantes de odio. Tas, resignado, se encogió de hombros y les dejó a sus auspicios. Dando media vuelta, exploró el paisaje circundante.
Se hallaba en la zona posterior de la antigua fortaleza, dentro de lo que podría describirse como un patio cercenado, ya que le faltaba, al menos, la mitad. Éste hecho se hacía ostensible en la ausencia de una tapia y en los cortes irregulares de los adoquines, que indujeron al kender a concluir que la otra porción se desgajó al ser arrastrada la mole. Incómodo frente a aquellos cantos quebrados que le invitaban a despeñarse, Tasslehoff se apresuró a visitar el interior del alcázar, sin incurrir, por ello, en negligencia. Avanzó despacio, arrimado a las sombras de los muros y con ese sigilo innato en los de su raza que les protege de inoportunos guardianes.
Hizo una pausa antes de internarse, incierto sobre la ruta idónea. Una puerta comunicaba el recinto con las dependencias, pero las hojas de madera estaban reforzadas mediante gruesas barras de hierro y, aunque exhibía el cerrojo de aspecto más sugerente en que el hombrecillo jamás hubiera insertado sus dedos, supuso que al otro lado debía de custodiarla un soldado no menos prometedor. Era preferible encaramarse a una ventana. Quiso la casualidad que se dibujara una, bien iluminada por añadidura, encima de él.
En el término «encima» estribaba, precisamente, la dificultad. El alféizar se hallaba a casi a un metro y medio del suelo lo que, para alguien de la estatura del kender, convertía la escalada en una ardua empresa. Sabedor de que era su única alternativa, Tasslehoff inspeccionó el patio y no tardó en divisar un bloque de roca suelto, roto. Tras una dura sesión de empellones y altos para allanar el camino, consiguió colocar el pedrusco debajo de su objetivo. Subió entonces hasta su cúspide y, cauteloso, se asomó al interior.
Dos draconianos yacían en una sala, convertidos en estatuas de piedra y con los cráneos aplastados como si los hubieran entrechocado. Un tercero, éste sin cabeza, se perfilaba en la retaguardia. Aparte de tales despojos, no había nadie en la cámara. Poniéndose de puntillas, el hombrecillo aplicó el oído y detectó un sonoro tintineo de acero coreado por gemidos y lamentos y también, durante un breve lapso, por rugidos ensordecedores.
—¡Es Caramon! —exclamó.
Gateó presto hasta la repisa, se afianzó y, de un salto, se introdujo en la habitación, no sin recapacitar que en la fortaleza reinaba una estupenda inmovilidad y bendecir su buena estrella. De haber viajado el edificio, se habría complicado su tránsito. Volvió a escuchar y, en sus finos tímpanos, los reniegos de Tanis vinieron a mezclarse a los familiares bramidos del guerrero.
—¡Cuan amables han sido! —se congratuló Tas, mientras recorría la estancia—. Han tenido la deferencia de aguardarme.
Salió a un pasillo de desnudas paredes y el kender echó una ojeada para orientarse. La pendencia se desarrollaba en una planta superior, así que, viendo una escalera en un rincón alumbrado por antorchas, corrió hacia ella. Desenvainó su cuchillo en anticipación de algún conflicto, pero mal había de suscitarse en aquella ala deshabitada del castillo.
«Aquí estaré mucho más a salvo —meditó al coronar un tramo de peldaños particularmente estrechos y empinados— que en la ciudad. Debo acordarme de mencionárselo a Tanis. Y, hablando del semielfo, ¿dónde se han metido Caramon y él? ¿Cómo llegaré junto a mis compañeros?».
Después de una odisea de más de diez minutos, convencido de hallarse en el umbral del cielo a tenor del esfuerzo que le exigían los altísimos escalones, Tas se concedió un descanso en uno de los angostos rellanos. Dedujo, dada la configuración redonda de los muros, que estaba en una de las torres de la ciudadela, adosada a la construcción misma. Los fragores de la reyerta, algo difuminados pero todavía audibles, indicaban que los héroes de la Lanza estaban en el lado opuesto, es decir, en el cuerpo compacto del alcázar. De haber podido cruzar la pared, seguramente habría ido a parar frente a ellos. Frustrado, doloridos los músculos de las piernas, se sumió en hondas deliberaciones.
«Se me ofrecen dos opciones —razonó—: hacer marcha atrás y, ya en la base, ensayar otro itinerario, o continuar. Bajar, aunque menos fatigoso para los pies, significa arriesgarme a tener que sortear multitudes. Lo contrario quizá me conduzca a la puerta de algún aposento secreto. ¿De qué serviría si no la escalera?».
Hallando esta vertiente de su lógica más atractiva, decidió escalar aquellos recovecos a pesar de que los clamores de los contendientes perdían definición a medida que se alejaba hacia la cumbre. De súbito, cuando empezaba a pensar que el artífice de tan descabellada obra de mampostería debió de ser un enano borrachín y con un retorcido sentido del humor, arribó a la cima y encontró su puerta.
—¡Ajá! Un cerrojo —se regocijó, frotándose las manos.
No había tenido oportunidad de forzar uno en mucho tiempo, y le inquietaba la perspectiva de oxidarse —él, no la pieza que debía trabajar—. Examinó con ojo experto el candado. Pero, antes de iniciar la tarea, apoyó delicadamente la palma de la mano encima del picaporte. ¡Cuál no sería su desencanto cuando la puerta cedió a la más mínima presión!
—De todos modos, carezco de herramientas —se consoló.
Empujó la puerta unos centímetros y, a través de la rendija, sus pupilas toparon con algo tan anodino como una barandilla. Osó abrir un poco más y, dando un paso adelante, se encontró en un balcón circular que jalonaba el perímetro interior de la torre.
Ahora los ecos del combate se tornaron diáfanos, rebotando contra la roca y despidiendo retumbos sordos, estentóreos. Tas se acercó a toda prisa a la baranda y sacó medio cuerpo en un intento de discernir la fuente de la batahola, que era una mescolanza de crujidos, estrépitos de acero, gritos y baques.
—¡Hola, Tanis! ¿Qué tal, Caramon? —llamó a sus amigos—. ¿Habéis encontrado un método para gobernar esta mole ambulante?