SÉ LO QUE NECESITAS

—Sé lo que necesitas.

Elizabeth levantó la mirada de su texto de sociología, sobresaltada, y vio a un joven de aspecto vulgar, vestido con una guerrera verde de campaña. Al principio le pareció vagamente familiar, como si lo hubiera visto antes. La sensación fue análoga a la del deja vu. Después se extinguió. Era aproximadamente de su misma estatura, flaco y… convulsivo. Ésa era la palabra. No se movía, pero parecía estar convulsionado debajo de la piel, justo donde ella no lo veía. Su cabello era negro y desaliñado. Usaba unas gruesas gafas con armazón de hueso que le agrandaban los ojos marrones oscuros, y los cristales parecían sucios. No, estaba muy segura de no haberlo visto antes.

—Dudo que lo sepas —respondió ella.

—Necesitas un cucurucho doble de helado de fresa, ¿no es cierto?

Lo miró parpadeando, sinceramente azorada. En el fondo de su inconsciente había estado pensando en la posibilidad de descansar un rato para tomar un helado. Estudiaba para los exámenes finales en uno de los salones del tercer piso de la residencia de estudiantes, y todavía estaba muy retrasada.

—¿No es cierto? —repitió él, y sonrió. La sonrisa transformó su rostro de algo paroxístico y casi feo en algo distinto, curiosamente atractivo. Se le ocurrió la palabra «lindo», y no le pareció la más adecuada para definir a un muchacho, pero eso era cuando sonreía. Le devolvió la sonrisa antes de poder evitarla. Era el momento menos oportuno para lidiar con un chalado que pretendía impresionarla. Aún tenía que abrirse paso a lo largo de dieciséis capítulos de introducción a la sociología.

—No, gracias —dijo Elizabeth.

—Vamos, si continúas a este ritmo lo único que conseguirás será una jaqueca. Hace dos horas que estudias sin interrupción.

—¿Cómo lo sabes?

—Te he estado observando —se apresuró a contestar, pero esta vez su sonrisa ingenua ya no la impresionó. Efectivamente, tenía jaqueca.

—Pues puedes dejar de hacerlo —exclamó Elizabeth, con más vehemencia de la deseada—. No me gusta que la gente me mire.

—Lo siento.

Se apiadó un poco de él, como a veces se apiadaba de los perros vagabundos. Parecía flotar en su guerrera verde de campaña y… sí, sus calcetines eran de distintos colores, uno negro, otro marrón. Estuvo a punto de sonreír otra vez, pero se contuvo.

—Se acercan los exámenes finales —dijo Elizabeth con tono afable.

—Sí —asintió él—. De acuerdo.

Lo siguió un momento con la mirada, pensativamente. Después bajó la vista hacia el libro, pero perduró la imagen del encuentro: un cucurucho doble de fresa.

Cuando volvió a la residencia eran las 11.15 de la noche y Alice estaba estirada sobre la cama, escuchando a Neil Diamond y leyendo Historia de O.

—No sabía que ésta era una de las lecturas del curso —comentó Elizabeth. Alice se incorporó.

—Estoy ensanchando mis horizontes, cariño. Desplegando mis alas intelectuales. Elevando mi… ¿Liz?

—¿Humm?

—¿Me has oído?

—No, disculpa, yo…

—Pareces hipnotizada, nena.

—Esta noche he conocido a un tipo. Un tipo raro, en verdad.

—Oh. Debe de ser alguien especial si ha conseguido desconectar a la gran Rogan de sus amados libros de texto.

—Se llama Edward Jackson Hamner. Junior, nada menos. Bajo. Esmirriado. Da la impresión de que se lavó el pelo por última vez para el cumpleaños de Washington. Oh, y usa calcetines de distintos colores. Uno negro, otro marrón.

—Pensé que preferías a los chicos de las sociedades de alumnos.

—No se trata de eso, Alice. Yo estaba estudiando en el tercer piso de la residencia de estudiantes, en el Trust de Cerebros, y me invitó a comer un cucurucho de helado en el «Grinder». Le contesté que no y se fue medio abatido. Pero cuando me metió en la cabeza la idea del helado, ya no pude pensar en otra cosa. Había decidido darme por vencida y tomarme un descanso cuando él reapareció, con un gran cucurucho chorreante de fresa en cada mano.

—Estoy ansiosa por oír el desenlace. Elizabeth bufó.

—Bien, sinceramente no pude decirle que no. De modo que se sentó junto a mí y resultó que había estudiado sociología con el profesor Branner, el año pasado.

—¿Es que nunca se agotarán los milagros. Dios bendito?

—Escucha, esto es realmente asombroso. Tú sabes cuánto me ha hecho sufrir este curso.

—Sí. Hablas de él incluso en sueños.

—Tengo setenta y ocho de promedio. Necesito sumar ochenta para conservar la beca, y eso significa que debo obtener por lo menos ochenta y cuatro puntos en el examen final. Bien, Ed Hamner dice que Branner repite prácticamente las mismas preguntas todos los años. Y Ed es eidético.

—¿Eso significa que tiene una… cómo es… una memoria fotográfica?

—Sí. Mira esto. —Abrió el libro de sociología y extrajo tres hojas arrancadas de una libreta y cubiertas de escritura.

Alice las cogió.

—Parece un cuestionario de alternativas múltiples.

—Lo es. Ed dice que es el cuestionario que Branner empleó en el examen final del año pasado, palabra por palabra.

—No lo creo —respondió Alice categóricamente.

—¡Pero abarca todo el programa!

—A pesar de ello no lo creo. —Le devolvió las hojas—. Sólo porque este mamarracho…

—No es un mamarracho. No lo llames así.

—Muy bien. ¿Este tipejo no te habrá inducido a aprender esto de memoria y a olvidarte del resto, verdad?

—No, claro que no —contestó Elizabeth, inquieta.

—Y aunque éste fuera el texto del examen, ¿te parece realmente ético?

La cólera la cogió por sorpresa y se le disparó de la lengua antes de que pudiera controlarla.

—Claro, para ti es muy fácil. Figuras todos los semestres en el Cuadro de Honor y tus padres te pagan los estudios. No eres… Eh, lo siento. No debería haber dicho esto.

Alice se encogió de hombros y volvió a abrir Historia de O, con expresión cuidadosamente neutral.

—No. Tienes razón. No es nada de mi incumbencia. ¿Pero por qué no estudias también el contenido del libro… para estar más segura?

—Por supuesto que lo haré.

Pero estudió sobre todo el cuestionario que le había suministrado Edward Jackson Hamner, Jr.

Cuando salió de la sala de conferencias después del examen, él la aguardaba sentado en el vestíbulo, flotando dentro de su guerrera verde de campaña. Le sonrió tímidamente y se levantó.

—¿Cómo te fue?

Elizabeth le besó impulsivamente la mejilla. No recordaba haber experimentado antes semejante sensación bienaventurada de alivio.

—Creo que obtendré un sobresaliente.

—¿De veras? Estupendo. ¿Quieres una hamburguesa?

—Me encantaría —respondió ella distraídamente. Aún pensaba en el examen. El cuestionario había sido el mismo que le había dado Ed casi al pie de la letra, y lo había contestado sin errores.

Mientras comían sus hamburguesas, le preguntó cómo marchaban los exámenes de él.

—No tengo que hacer ninguno. Me he eximido, y no debo hacerlos a menos que quiera.

—¿Entonces por qué estás todavía aquí?

—Tenía que saber cómo te iba a ti, ¿no te parece?

—Ed, no es posible. Eres un encanto, pero… —La expresión desembozada de sus ojos la turbó. Ya la había visto antes. Era una chica guapa.

—Sí —dijo él en voz baja—. Es posible.

—Te lo agradezco de todo corazón. Pero tengo novio, ¿sabes?

—¿Es una relación seria? —preguntó él, esforzándose en vano por parecer despreocupado.

—Muy seria —contestó Elizabeth, con el mismo tono que él—. Estamos casi comprometidos.

—¿Sabe que es muy afortunado? ¿Lo sabe?

—Yo también soy la afortunada —murmuró Elizabeth, pensando en Tony Lombard.

—Beth —dijo él de pronto.

—¿Cómo? —exclamó ella, sorprendida.

—¿Nadie te llama así, verdad?

—Oh… no. No, nadie.

—¿Ni siquiera ese individuo?

—No… —Tony la llamaba Liz. A veces Lizzie, lo que era aún peor. Ed se inclinó hacia delante.

—Pero Beth te gusta más, ¿no es cierto? Ella rió para disimular su turbación.

—Qué es lo que…

—No importa. —Él exhibió su sonrisa infantil—. Te llamaré Beth. Es mejor. Ahora come tu hamburguesa.

Entonces concluyó su penúltimo año de estudios y se despidió de Alice. Sus relaciones eran un poco frías y Elizabeth lo lamentaba. Presuntamente ella tenía la culpa: se había jactado más de lo tolerable cuando se hicieron públicas las calificaciones del examen de sociología. Había obtenido noventa y siete…, la puntuación más alta de su clase.

Bueno, se dijo mientras esperaba en el aeropuerto que anunciaran el número de su vuelo, eso no había sido menos ético que el aprendizaje de memoria al que se había resignado en la sala del tercer piso. Aprender de memoria no era en absoluto estudiar: sólo era un acto mecánico cuyo frutos se disipaban apenas terminaba el examen.

Acarició el sobre que asomaba en su bolso. Le comunicaban el monto de su beca para el último año de estudios: dos mil dólares. Ese verano ella y Tony trabajarían juntos en Boothbay, Maine, y el dinero que ganaría le serviría para cubrir sus necesidades. Y gracias a Ed Hamner, ése sería un verano maravilloso. A toda vela y sin contratiempos.

Pero fue el verano más desgraciado de su vida.

El mes de julio fue lluvioso, la escasez de gasolina perjudicó el turismo, y las propinas que recaudaba en la «Boothbay Inn» eran mediocres. Peor aún, Tony la urgía a casarse. Dijo que él podría conseguir un empleo en el campus o cerca de éste, y que ella podría graduarse sin problemas con su subvención. A Elizabeth la sorprendió descubrir que el proyecto le producía más miedo que placer.

Algo andaba mal.

Algo faltaba, algo estaba descentrado, descompaginado, aunque no sabía qué era. Una noche de julio se asustó cuando tuvo un acceso de llanto histérico en su apartamento. Lo único positivo fue que su compañera de habitación, una jovencita insignificante llamada Sandra Ackerman, había salido con un amigo.

A comienzos de agosto tuvo la pesadilla. Elizabeth descansaba en el fondo de una tumba abierta, sin poder moverse. La lluvia caía de un cielo blanco sobre su rostro vuelto hacia arriba. Entonces Tony apareció encima de ella, usando su sólido casco protector amarillo.

—Cásate conmigo, Liz —dijo, mientras la miraba impasiblemente—. Cásate conmigo o…

Ella intentó hablarle, acceder. Haría cualquier cosa a cambio de que la sacara de esa horrible fosa llena de lodo. Pero estaba paralizada.

—Muy bien —prosiguió él—. No me dejas otra alternativa.

Tony se alejó. Ella luchó para salir de la parálisis, pero fue inútil.

Entonces oyó el ruido de la niveladora.

Un momento después la vio: era un alto monstruo amarillo, que empuja un montículo de tierra húmeda con la reja. El rostro implacable de Tony la miraba desde la cabina abierta.

Iba a enterrarla viva.

Atrapada en su cuerpo inmovilizado, mudo, sólo atinaba a mirar despavorida. La tierra empezó a caer por el borde de la fosa…

Una voz familiar gritó:

—¡Vete! ¡Déjala ya! ¡Vete! Tony bajó torpemente de la niveladora y echó a correr. Se sintió inmensamente aliviada. Si hubiera podido, habría llorado. Y entonces apareció su salvador, erguido como un sepulturero al pie de la tumba abierta. Era Ed Hamner, que flotaba dentro de su guerrera verde de campaña, con el pelo alborotado y la armazón de hueso de las gafas sostenida por el abultamiento de la punta de su nariz, hasta donde había resbalado. Le tendió la mano.

—Levántate —dijo afablemente—. Sé lo que necesitas. Levántate, Beth.

Y ella pudo levantarse. Dejó escapar un sollozo de alivio. Intentó darle las gracias y las palabras se le atropellaron. Y Ed se limitó a sonreír plácidamente y a hacer ademanes de asentimiento con la cabeza. Ella le cogió la mano y bajó la vista para mirar dónde pisaba. Cuando volvió a levantarla, se encontró cogiendo la zarpa de un enorme lobo babeante con ojos rojos como fanales y fauces de gruesos dientes puntiagudos listos para morder.

Se despertó erguida en la cama, con el camisón empapado en sudor. Su cuerpo temblaba incontrolablemente. Y ni siquiera después de darse una ducha tibia y de beber un vaso de leche pudo soportar la oscuridad. Durmió con la luz encendida.

Una semana más tarde Tony estaba muerto.

Abrió la puerta con la bata puesta, esperando ver a Tony, pero era Danny Kilmer, uno de los compañeros de trabajo de Tony. Danny era un chico risueño, y ella y Tony habían salido con él y su amiga un par de veces. Pero allí, en la puerta de su apartamento del segundo piso, Danny tenía un talante no sólo serio sino también enfermo.

—¿Danny? —exclamó ella—. Qué…

—Liz —respondió él—. Liz, debes juntar fuerzas. Has… ¡Dios mío! —Golpeó la jamba de la puerta con una mano sucia, de grandes nudillos, y Elizabeth vio que lloraba.

—¿Se trata de Tony? Algo…

—Tony ha muerto —dijo Danny—. Estaba… —Pero le hablaba al aire. Elizabeth se había desmayado.

La semana siguiente transcurrió en medio de una especie de sueño. La noticia penosamente breve que publicó el periódico y lo que Danny le contó frente a una cerveza en la «Harbor Inn» le permitieron recomponer la historia de lo que había sucedido.

Estaban reparando las alcantarillas de desagüe de la Carretera 16. Habían levantado una parte del pavimento y Tony desviaba el tráfico. Un muchacho que conducía un «Fiat» rojo bajó por la pendiente. Tony le hizo seña pero el muchacho ni siquiera disminuyó la marcha. Tony se hallaba junto al volquete, sin espacio para retroceder. El conductor del «Fiat» salió con laceraciones en la cabeza y un brazo roto: estaba histérico y al mismo tiempo absolutamente sereno. La Policía descubrió varias perforaciones en los frenos, como si éstos se hubieran recalentado y fundido. Sus antecedentes de conductor eran impecables; sencillamente no había podido frenar. Tony había sido la víctima de uno de los percances automovilísticos más raros: un accidente fortuito.

Los remordimientos aumentaron su conmoción y su depresión. El destino le había quitado de las manos la decisión de lo que debía hacer con Tony. Y una zona recóndita, enferma, de su ser, se alegró de que así fuera. Porque no quería casarse con Tony… no desde la noche de la pesadilla.

Entró en crisis un día antes de volver a casa. Estaba sentada en un promontorio rocoso, sola, y después de más o menos una hora prorrumpió en llanto. La sorprendió que éste fuera tan copioso y vehemente. Lloro hasta que le dolieron el estómago y la cabeza, y cuando se le agotaron las lágrimas no se sintió mejor pero sí, por lo menos, desahogada y vacía. Y fue entonces cuando Ed Hamner dijo:

—¿Beth?

Se volvió sobresaltada, con la boca impregnada por el sabor cobrizo del miedo, casi esperando ver al lobo feroz de su sueño. Pero era sólo Ed Hamner, moreno y extrañamente indefenso sin su guerrera de campaña y sus vaqueros. Usaba unos shorts rojos que terminaban un poco por encima de sus rodillas huesudas, y una camiseta blanca que se ondulaba sobre su pecho esmirriado como una vela a merced del viento, y sandalias de goma. No sonreía, y el intenso reflejo del sol sobre sus gafas no permitía verle los ojos.

—¿Ed? —murmuró ella cautelosamente, casi convencida de que ésa era una alucinación engendrada por el dolor—. ¿Eres realmente…?

—Sí, soy yo.

—¿Cómo…?

—Estaba trabajando en el «Lakewood Theater» de Skowhegan. Me encontré con tu compañera de habitación… ¿se llama Alice, verdad?

—Sí.

—Ella me contó lo que había sucedido. He venido inmediatamente. Pobre Beth.

Movió la cabeza, sólo un centímetro, pero el reflejo desapareció de las gafas y ella no vio nada lobuno, nada voraz, sino sólo una expresión de serena y cálida comprensión.

Se echó a llorar nuevamente y la inesperada impetuosidad de su reacción la azoró un poco. Entonces él la abrazó y todo volvió a la normalidad.

Comieron en el «Silent Woman» de Waterville, que estaba a casi cuarenta kilómetros de allí. Quizá la distancia exacta que ella necesitaba. Fueron en el coche de Ed, un «Corvette» nuevo, y él conducía bien…, ni con ostentación ni con miedo, como ella temía. Elizabeth no quería hablar ni que la reconfortaran. Él parecía saberlo y buscó una melodía suave en la radio del coche.

Y ordenó la comida sin consultarla: pescados y mariscos. Elizabeth creía haber perdido el apetito, pero al fin lo devoró todo.

Cuando levantó la vista del plato y lo vio vacío, lanzó una risa nerviosa. Ed fumaba un cigarrillo y la observaba.

—La desconsolada damisela se ha atiborrado —murmuró ella—. Debes pensar que soy abominable.

—No —respondió él—. Has sufrido mucho y necesitas recuperar fuerzas. Es como estar enfermo, ¿verdad?

—Sí, precisamente.

Él le cogió la mano, sobre la mesa, la apretó brevemente y después la soltó.

—Pero ha llegado el momento de recuperarse, Beth.

—¿De veras? ¿Ha llegado realmente?

—Sí. De modo que dime cuáles son tus planes.

—Mañana regresaré a casa. No sé qué haré después.

—Volverás a la Universidad, ¿no es cierto?

—No lo sé. Después de esto parece tan… tan trivial. Siento que se han perdido muchas de mis metas. Y toda la alegría.

—Eso volverá. Ahora es difícil admitirlo, pero es cierto. Inténtalo durante seis semanas y verás. No tienes nada mejor que hacer. —Esto último sonó como una pregunta.

—Supongo que tienes razón. Pero… ¿Me das un cigarrillo?

—Sí. Pero son mentolados. Lo siento. Cogió uno.

—¿Cómo sabes que no me gustan los cigarrillos mentolados? Ed se encogió de hombros.

—Supongo que se te refleja en la cara. Elizabeth sonrió.

—Eres raro, ¿lo sabes? Él también sonrió, de una forma un tanto neutra.

—Te lo digo en serio —insistió Elizabeth—. Pensar que tuviste que aparecer tú… Creía que no deseaba ver a nadie. Pero me alegra que hayas venido, Ed.

—A veces es reconfortante estar con alguien con quien no tienes compromisos sentimentales.

—Sí, supongo que sí. —Hizo una pausa—. ¿Quién eres, Ed, además de ser mi padrino mágico? ¿Quién eres, en verdad? —Súbitamente le pareció importante averiguarlo. Él volvió a encogerse de hombros.

—Nadie importante. Sólo uno de esos individuos de aspecto extravagante que se ven rondando por el campus con un montón de libros bajo el brazo…

—Ed, tú no tienes aspecto extravagante.

—Claro que sí —respondió, y sonrió—. Nunca me libré totalmente del acné de la adolescencia, ninguna sociedad estudiantil famosa intentó reclutarme, nunca levanté olas en el torbellino de la vida social. Sólo soy una rata de biblioteca con notas sobresalientes. Cuando las grandes corporaciones organicen entrevistas en el campus la próxima primavera, probablemente me enrolaré en una de ellas y Ed Hamner desaparecerá para siempre.

—Eso suena muy lamentable —dijo Elizabeth con tono dulce. La sonrisa de él fue muy peculiar. Casi amarga.

—¿Y tu familia? —insistió Elizabeth—. Dónde vives, qué te gusta hacer…

—Otro día —dijo él—. Ahora quiero llevarte de regreso. Mañana te espera un largo viaje en avión y mucho ajetreo.

Por la tarde se sintió relajada por primera vez desde la muerte de Tony, sin la sensación de que dentro de ella estaban tensando y tensando un muelle hasta el punto de ruptura. Pensó que se dormiría enseguida, pero no fue así.

La hostigaban pequeñas dudas.

Alice me dijo… pobre Beth.

Pero Alice estaba veraneando en Kittery, a ciento veinte kilómetros de Skowhegan. Tal vez había ido a ver una obra de teatro en el «Lakewood».

El «Corvette» último modelo. Costoso. No habría podido comprárselo trabajando como tramoyista en el «Lakewood». ¿Acaso sus padres eran ricos?

Había elegido el plato que habría pedido ella. Quizás el único del menú que ella habría comido hasta el punto de darse cuenta de que tenía apetito.

Los cigarrillos mentolados, el beso de despedida, que era exactamente el que ella deseaba. Y…

Mañana te espera un largo viaje en avión.

Sabía que ella volvía a su casa, porque se lo había dicho. ¿Pero cómo se había enterado de que viajaría en avión? ¿O de que el viaje era largo?

Eso la preocupaba. La preocupaba porque estaba a punto de enamorarse de Ed Hamner.

Sé lo que necesitas.

Las palabras con que él se había presentado la acompañaron mientras se dormía como la voz del capitán de un submarino al descontar brazas.

No fue a despedirla al pequeño aeródromo de Augusta, y mientras esperaba el avión Elizabeth se sintió sorprendida por su propio desencanto. Pensó que uno puede acostumbrarse a depender, insensiblemente, de otra persona, como el toxicómano de la droga. El adicto se engaña diciéndose que es libre de consumirla o no, cuando en realidad…

—Elizabeth Rogan —rugió el altavoz—. Por favor acuda al teléfono blanco de la compañía. Se encaminó de prisa hacia el aparato.

—¿Beth? —dijo la voz de Ed.

—¡Ed! ¡Cuánto me alegra de oírte! Pensé que tal vez…

—¿Qué iría a despedirme de ti? —Se rió—. No me necesitas para eso. Eres una chica fuerte y robusta. Bella, además. Puedes apañarte sola. ¿Te veré en la Universidad?

—Sí… creo que sí.

—Estupendo. —Hubo una pausa. Entonces él dijo—: Porque te amo. Desde la primera vez que te vi.

Se le trabó la lengua. No pudo contestar. Mil ideas se arremolinaron en su cabeza.

Él volvió a reír, plácidamente.

—No, no digas nada. Ahora no. Cuando nos veamos tendremos tiempo. Todo el tiempo del mundo. Buen viaje, Beth. Adiós.

Y cortó, dejándola con el teléfono en la mano y con sus propios pensamientos e interrogantes caóticos.

Septiembre.

Elizabeth reanudó el antiguo ritmo de la Universidad y las clases como si la hubieran interrumpido mientras tejía. Por supuesto, compartía la habitación con Alice. Eran compañeras de cuarto desde el primer año, cuando la computadora de la residencia había dictaminado que eran compatibles. Siempre se habían llevado bien, no obstante sus diferencias de gusto y de personalidad. Alice era la estudiosa, y había llegado al último año de la carrera de química con un promedio de 36. Elizabeth era más sociable, menos amante de los libros y estudiaba simultáneamente educación y matemáticas.

Seguían llevándose bien, pero durante el verano se había gestado entre ellas una pizca de frialdad. Elizabeth la atribuyó a sus diferencias de criterio acerca del examen final, y no habló del asunto.

Los acontecimientos del verano empezaron a parecer nebulosos. Curiosamente, a veces recordaba a Tony como un chico al que había conocido en la escuela secundaria. Aún le dolía pensar en él, y eludía el tema con Alice, pero su dolor era la palpitación de una vieja magulladura y no el agudo tormento de una herida abierta.

Lo que más la hacía sufrir era la falta de noticias de Ed Hamner.

Pasó una semana, después pasaron dos, y por fin llegó octubre. Solicitó en la residencia de estudiantes una guía de alumnos y buscó su nombre. Fue inútil; después del nombre sólo figuraban las palabras «Mill Street». Y Mill era una calle muy larga, en verdad. De modo que decidió esperar, y cuando la invitaban a salir, cosa que sucedía a menudo, rechazaba las invitaciones. Alice arqueaba las cejas pero no hacía ningún comentario: estaba sepultada viva en un programa de bioquímica de seis semanas y pasaba casi todas las tardes en la biblioteca. Elizabeth veía los largos sobres blancos que su compañera de cuarto recibía por correo una o dos veces por semana, puesto que generalmente ella era la primera en volver de clase, pero no les prestaba atención. La agencia de detectives privados era discreta: no ponía las señas del remitente en su correspondencia.

Cuando sonó el interfono, Alice estaba estudiando. —Atiende tú, Liz. De todos modos es probable que sea para ti. Elizabeth cogió el aparato.

—¿Sí?

—Un visitante en la puerta, Liz. Dios mío.

—¿Quién es? —pregunta fastidiada, y hurgó en su trajinado archivo de excusas. Una jaqueca. No había recurrido a ella esa semana.

La chica de la recepción anunció divertida:

—Se llama Edward Jackson Hamner. Junior, nada menos. —Bajó la voz—. Usa calcetines de distintos colores.

Elizabeth se llevó la mano al cuello de la bata.

—Oh, Dios. Dile que bajaré enseguida. No, dile que tardaré un minuto. No, un par de minutos, ¿de acuerdo?

—Claro que sí —respondió la voz con tono dubitativo—. No te desangres.

Elizabeth sacó unos pantalones deportivos del armario. Después sacó una falda corta de tela de vaqueros. Palpó los rizadores de su pelo y gimió. Empezó a arrancárselos.

Alice contempló la escena serenamente, sin hablar, pero cuando Elizabeth hubo salido miró la puerta durante un largo rato con expresión cavilosa.

Era el mismo de siempre. No había cambiado ni un ápice. Vestía su guerrera verde de campaña, que seguía pareciendo dos números más holgada de lo debido. Una de las patillas de sus gafas con montura de hueso había sido reparada con esparadrapo. Sus vaqueros parecían nuevos y tiesos, y estaban en las antípodas de aquel aspecto flexible y terso que Tony había logrado sin ningún esfuerzo. Uno de sus calcetines era verde y el otro marrón.

Y Elizabeth sabía que lo amaba.

—¿Por qué no me telefoneaste antes? —preguntó, acercándose a él.

Ed metió las manos en los bolsillos de la guerrera y sonrió tímidamente.

—Quise darte tiempo para que salieras con otros chicos. Para que conocieras a otros hombres. Para que pusieras en orden tus ideas.

—Creo que ya están en orden.

—Excelente. ¿Quieres ir al cine?

—A cualquier parte —dijo ella—. A cualquier parte.

A medida que transcurrían los días ella comenzó a pensar que nunca había conocido a nadie, varón o mujer, que pareciera entender tan bien, y sin palabras, sus estados de ánimos y sus necesidades. Sus gustos coincidían. En tanto que a Tony lo habían entusiasmado las películas violentas como El padrino, Ed parecía preferir la comedia o los dramas pacíficos. Una noche, cuando ella se sentía deprimida, la llevó al circo, y se divirtieron muchísimo. Cuando se ponían de acuerdo para estudiar juntos eso era lo que hacían, en lugar de utilizar el encuentro como una excusa para magrearse en el tercer piso de la residencia de estudiantes. Él la llevaba a bailar y parecía sobresalir en los viejos ritmos, que eran los que a ella le gustaban. Ganaron un trofeo de «stroll» de los años cincuenta en el «Homecoming Nostalgia Dance», sobre todo, Ed parecía intuir cuándo ella deseaba mostrarse apasionada. No la obligaba ni la apremiaba. Con él nunca experimentaba la sensación que había experimentado con otros muchachos, o sea, que existía una especie de escala cronológica intrínseca para la vida sexual, que empezaba con un beso de despedida en la primera cita y terminaba con una noche en el apartamento de un amigo en la décima. Ed vivía solo en su apartamento de Mill Street, situado en un tercer piso sin ascensor. Se reunían allí a menudo y Elizabeth iba sin la sensación de que lo que visitaba era el antro de iniquidades de un Don Juan en pequeña escala. Él no la hostigaba. Parecía desear sinceramente lo mismo que ella, y junto con ella. Y sus relaciones progresaban.

Cuando se reanudaron las clases después del receso del primer semestre, le pareció que Alice estaba extrañamente preocupada. Esa tarde, antes de que Ed fuera a buscarla —saldrían a cenar juntos—, Elizabeth observó que su compañera de cuarto miraba con el ceño fruncido el gran sobre de papel marrón que descansaba sobre su mesa. Elizabeth estuvo a punto de preguntarle qué contenía, y después desistió. Probablemente, se trataba de un nuevo programa de estudios.

Nevaba copiosamente cuando Ed la llevó de vuelta a la residencia.

—¿Mañana? —preguntó él—. ¿En mi apartamento?

—Sí. Prepararé unas palomitas de maíz.

—Estupendo —asintió Ed, y la besó—. Te amo, Beth.

—Yo también te amo.

—¿Querrás quedarte? —inquirió Ed con tono afable—. ¿Mañana por la noche?

—De acuerdo, Ed. —Ella lo miró a los ojos—. Lo que tú quieras.

—Magnífico —dijo él plácidamente—. Que descanses bien, cariño.

—Y tú también.

Esperaba encontrar dormida a Alice y entró en silencio en la habitación, pero ella estaba instalada frente al escritorio.

—¿Te sientes bien, Alice?

—Tengo que hablar contigo, Liz. Sobre Ed.

—¿De qué se trata?

—Sospecho que cuando termine esta conversación habremos dejado de ser amigas —manifestó Alice—. Para mí, eso significa renunciar a algo muy valioso. De modo que quiero que me escuches con atención.

—Tal vez será mejor que no me digas nada.

—Debo intentarlo.

Elizabeth sintió que su curiosidad inicial se trocaba en cólera.

—¿Has estado entrometiéndote en la vida de Ed? Alice se limitó a mirarla.

—¿Estás celosa de él?

—No. Si hubiera estado celosa de tí y de tus amigos me habría mudado hace dos años.

Elizabeth la estudió, perpleja. Sabía que Alice no mentía. Y de pronto sintió miedo.

—Dos cosas me hicieron desconfiar de Ed Hamner —prosiguió Alice—. Primero, me escribiste acerca de la muerte de Tony y me dijiste que había sido una circunstancia muy afortunada que yo hubiera visto a Ed en el «Lakewood Theater»…, porque él había ido inmediatamente a Boothbay y te había ayudado mucho. Pero yo no lo vi allí, Liz. Ese verano ni siquiera me acerqué al «Lakewood Theater».

—Pero…

—¿Pero entonces cómo se enteró de que Tony había muerto? No tengo ni la más remota idea. Sólo sé que no se lo dije yo. Lo segundo fue el asunto de la memoria eidética. Dios mío, Liz, ¡ni siquiera recuerda de qué color son los calcetines que lleva puestos!

—Eso es totalmente distinto —respondió Elizabeth secamente—. Es…

—El verano pasado Ed Hamner estuvo en Las Vegas —murmuró Alice con voz queda—. Volvió a mediados de julio y ocupó una habitación en un motel de Pemaquid. O sea del otro lado del límite urbano, en Boothbay Harbor. Fue casi como si estuviera esperando que lo necesitases.

—¡Qué disparate! ¿Y cómo sabes que Ed estuvo en Las Vegas?

—Poco antes de que empezaran las clases me encontré con Shirley D'Antonio. Trabajó en el «Pines Restaurant», que está justo enfrente del teatro. Dijo que nunca vio a nadie que se pareciera a Ed Hamner. Así me enteré de que te mentía sobre muchas cosas. De modo que fui a hablar con mi padre y le conté lo que pasaba y él me dio el visto bueno.

—¿Para qué? —inquirió Elizabeth, atónita.

—Para contratar los servicios de una agencia de detectives privados. Elizabeth se levantó.

—Basta, Alice. Esto es el colmo. —Cogería el autobús para ir a la ciudad y pasaría la noche en el apartamento de Ed. Al fin y al cabo sólo había estado esperando que se lo pidiera.

—Por lo menos debes saberlo —exclamó Alice—. Después decidirás lo que se te antoje.

—No tengo que saber nada, excepto que es dulce y bueno y…

—¿El amor es ciego, eh? —la interrumpió Alice, y sonrió con amargura—. Bien, quizá yo también te amo un poco, Liz. ¿Nunca se te ocurrió pensarlo?

Elizabeth se volvió y la miró durante largo rato.

—Si me amas, tienes una manera muy rara de demostrarlo —dictaminó—. Continúa, entonces. Quizá tienes razón. Quizás esto es lo menos que puedo hacer por ti. Continúa.

—Hace mucho tiempo que lo conoces —dijo Alice serenamente.

—Yo… ¿cómo?

—La escuela primaria 119, Bridgeport, Connecticut. Elizabeth se quedó muda. Ella y sus padres habían vivido seis años en Bridgeport, y se habían mudado a su actual domicilio después de que ella terminará el segundo grado. Había ido a la escuela primaria 119, pero…

—¿Estás segura, Alice?

—¿Lo recuerdas?

—¡No, claro que no! —Pero recordaba la sensación que había experimentado al ver a Ed por primera vez… la sensación de deja vu.

—Supongo que las niñas bonitas nunca recuerdan a los patitos feos. Quizá se enamoró de ti. Estuvisteis juntos en primer grado, Liz. Quizás él se sentaba en el fondo del aula y sólo…, te miraba. O en el campo de juegos. Un chiquillo insignificante que ya entonces usaba gafas y probablemente un aparato de ortodoncia y tú ni siquiera podías recordarlo. Pero apuesto a que él te recordó a ti.

—¿Qué más?

—La agencia lo rastreó utilizando las impresiones digitales de la escuela. Después sólo fue cuestión de encontrar testigos y hablar con ellos. El detective al que le asignaron el trabajo dijo que no entendía algunas de las informaciones que recogía. Yo tampoco las entiendo. Algunas son terroríficas.

—Ojalá lo sean —murmuró Elizabeth hoscamente.

—Ed Hamner, padre, era un jugador empedernido. Trabajaba para una agencia de publicidad de primera línea, de Nueva York, y después se mudó a Bridgeport, casi como un fugitivo. El investigador dice que casi todos los tahúres e intermediarios de juego importantes de la ciudad tenían pagarés suyos.

Elizabeth cerró los ojos.

—La agencia procuró darte la mayor cantidad posible de basura a cambio de tu dinero, ¿no es cierto?

—Quizá sí. Sea como fuere, el padre de Ed se metió en más aprietos en Bridgeport. Nuevamente por cuestiones de juego, pero esta vez contrajo compromisos con un prestamista de alto vuelo. De alguna manera terminó con una pierna y un brazo rotos. El detective no cree que se tratara de un accidente.

—¿Algo más? —preguntó Elizabeth—. ¿Malos tratos a niños? ¿Desfalcos?

—En 1961 consiguió trabajo en una agencia de publicidad de mala muerte, en Los Ángeles. Estaba demasiado cerca de Las Vegas. Pasaba sus fines de semana allí, jugando mucho… y perdiendo. Hasta que empezó a llevar al pequeño Ed consigo. Y empezó a ganar.

—Estás inventando esta historia. No hay otra explicación.

Alice dio unos golpecitos con el dedo sobre el informe que tenía frente a ella.

—Está todo aquí, Liz. Un tribunal no admitiría algunos de estos materiales como pruebas, pero el detective afirma que ninguna de las personas con las que habló tenía motivos para mentir. El padre de Ed decía que su hijo era su «amuleto». Al principio nadie objetó la presencia del niño, aunque era ilegal que entrara en los casinos. Su padre era un pez gordo. Pero entonces el padre empezó a circunscribirse a la ruleta, jugando sólo a pares e impares y a rojo y negro. A fin de año al niño se le había prohibido la entrada en todos los casinos de la comarca. Y su padre cambio de juego.

—¿Cómo dices?

—La Bolsa. Cuando los Hamner se mudaron a Los Ángeles a mediados de 1961, vivían en una ratonera de noventa dólares por mes y el señor Hamner conducía un «Chevrolet 52». A fines de 1962, dieciséis meses más tarde, él había renunciado a su empleo y vivían en su propia casa, en San José. El señor Hamner conducía un «Thunderbird» flamante y la señora Hamner tenía un «Volkswagen». Verás, la ley prohíbe que un niño entre en los casinos de Nevada, pero nadie puede quitarle la página de cotizaciones de Bolsa.

—¿Insinúas que Ed… que él podía…? ¡Alice, te has vuelto loca!

—Yo no insinúo nada. Sólo que tal vez sabía lo que necesitaba su padre.

Se lo que necesitas.

—La señora Hamner pasó los seis años siguientes entrando y saliendo de varios institutos psiquiátricos. Presuntamente sufría alteraciones nerviosas, pero el detective habló con un enfermo que dijo que era casi psicótica. La mujer juraba que su hijo era el ayudante del diablo. En 1964 le clavó unas tijeras. Intentó matarlo. Ella… ¿Liz? ¿Qué te sucede Liz?

—La cicatriz —murmuró—. Hace aproximadamente un mes fuimos a nadar una noche en la piscina de la Universidad. Tiene una herida profunda, con un hoyuelo, en el hombro… aquí. —Apoyó la mano sobre su pecho izquierdo—. Dijo… —Una náusea intentó trepar por su garganta y tuvo que esperar que desapareciera antes de poder continuar—. Dijo que cuando era pequeño se cayó sobre una verja puntiaguda.

—¿Quieres que prosiga?

—Termina, ¿por qué no? ¿Qué daño mayor me puedes producir ahora?

—En 1968 dieron de alta a su madre en un instituto psiquiátrico de mucha categoría, situado en San Joaquín Valley. Los tres salieron de vacaciones juntos. Se detuvieron en un camping situado cerca de la Carretera 101. El chico estaba recogiendo leña cuando ella condujo el coche hasta el borde del acantilado que hay allí y se precipitó al océano, junto con su marido. Tal vez fue un intento de arrollar a Ed. Entonces éste ya tenía casi dieciocho años. Su padre le dejó un millón de dólares en acciones. Al año siguiente Ed vino aquí y se inscribió en esta Universidad. Punto final.

—¿No hay más ropa sucia en el armario?

—¿No te parece bastante, Liz? Elizabeth se levantó.

—Ahora comprendo por qué nunca quiere hablar de su familia. Pero tú tuviste que hurgar en la herida, ¿no es cierto?

—Eres ciega —murmuró Alice. Elizabeth se estaba poniendo el abrigo—. Supongo que ahora vas a reunirte con él.

—Exactamente.

—Porque lo amas.

—Exactamente.

Alice atravesó la habitación y la cogió por el brazo.

—¡Borra por un segundo de tu cara esa expresión hosca y petulante, y piensa un poco! Ed Hamner es capaz de hacer cosas con las que los demás sólo nos atrevemos a soñar. Logró que su padre acumulará capital en la ruleta y después lo enriqueció jugando a la Bolsa. Parece tener el don de ganar con su sola fuerza de voluntad. Quizás es un parapsicólogo de baja estofa. Quizá tiene poderes de precognición. No lo sé. Hay personas que parecen disfrutar de tales facultades. Liz, ¿nunca se te ha ocurrido pensar que tal vez te ha obligado a amarlo?

Liz se volvió lentamente hacia ella.

—Es la primera vez en mi vida que oigo algo tan ridículo.

—¿Te parece? ¡Te dio aquel cuestionario de sociología tal como le dio a su padre el lado ganador del tapete de la ruleta! Nunca estuvo inscrito en el curso de sociología. Lo sé porque lo he averiguado. ¡Te ayudó porque sólo así podría conseguir que lo tomases en serio!

—¡Basta! —aulló Liz. Se tapó los oídos con las manos.

—¡Conocía el cuestionario, y supo que había muerto Tony, y supo que volverías a casa en avión! Incluso supo cuál era el momento psicológico ideal para reaparecer en tu vida, en el pasado mes de octubre.

Elizabeth se zafó de ella y abrió la puerta.

—Por favor —dijo Alice—. Por favor, Liz, escucha. No sé cómo puede realizar estos portentos. No creo que él mismo lo sepa. Quizá no quiere hacerte daño, pero ya te lo ha hecho. Para obligarte a amarlo ha explorado todas tus necesidades y todos tus deseos secretos, y eso no es amor. Es una violación.

Elizabeth dio un portazo y se lanzó escaleras abajo.

Cogió el último autobús de la noche que iba a la ciudad. Nevaba más copiosamente que antes y el autobús se zarandeaba como un escarabajo cojo entre los montículos que el viento había atravesado sobre la carretera. Elizabeth viajaba sentada atrás, en compañía de sólo seis o siete pasajeros, y mil pensamientos bullían en su cabeza.

Los cigarrillos mentolados. La Bolsa. Había sabido que a la madre de ella la apodaban Deedee. Un chiquillo sentado en el fondo del aula del primer grado, haciéndole monerías a una niña vivaz que era demasiado pequeña para comprender que…

Se lo que necesitas.

No. No. No. ¡Lo amo!

¿Lo amaba de veras? ¿O sólo la complacía estar con alguien que siempre pedía lo apropiado, que la llevaba a ver las películas que le gustaban, y que no quería ir a ninguna parte ni hacer nada que pudiera contrariarla a ella? ¿Él era sólo una especie de espejo psíquico, que sólo le mostraba lo que ella deseaba ver? Los regalos que le hacía eran siempre los adecuados. Cuando la temperatura había bajado súbitamente y ella anhelaba tener un secador de pelo, ¿quién se lo había comprado? Ed Hamner, por supuesto, casualmente había visto que había uno rebajado en «Day's» le había dicho. Y ella, desde luego, había quedado complacida.

£50 no es amor. Es una violación.

El viento le arañó la cara cuando se apeó en la intersección de Main y Mill, y respingó al sentir su azote cuando el autobús arrancó con un gruñido de su motor diesel. Sus luces traseras titilaron brevemente en la noche nevada y desaparecieron.

Nunca se había sentido tan sola en su vida.

Ed no estaba en casa.

Esperó frente a su puerta, perpleja, después de golpear durante cinco minutos. Se dio cuenta de que ignoraba lo que hacía Ed y con quién se veía cuando no estaba con ella. Nunca habían abordado ese tema.

Quizás está ganando lo necesario para comprar otro secador de pelo, en un garito.

Con súbito ímpetu se alzó sobre las puntas de los pies y palpó el borde superior del dintel, donde sabía que él siempre dejaba una llave. Sus dedos tropezaron con ella y cayó con un ruido metálico sobre el piso del rellano.

La cogió y la hizo girar en la cerradura.

El apartamento tenía un aire distinto en ausencia de Ed: artificial, como el escenario de un teatro. A menudo la había divertido que alguien que se preocupaba tan poco por su aspecto personal tuviera un domicilio tan pulcro, que parecía sacado de la ilustración de un libro. Casi como si lo hubiera decorado para ella y no para él. Pero por supuesto eso era absurdo, ¿verdad?

Pensó de nuevo, como si ésa fuera la primera vez, que le gustaba mucho la silla donde se sentaba cuando estudiaban o veían la TV. Era perfecta, como la silla del osezno había sido perfecta para Ricillos de Oro. Ni demasiado dura ni demasiado blanda. Ideal. Como todo lo que estaba asociado a Ed.

En la sala había dos puertas. Una comunicaba con la cocina. La otra con el dormitorio de Ed.

El viento soplaba fuera y hacía crujir la vieja casa de apartamentos.

En el dormitorio, miró la cama de bronce. No parecía demasiado dura ni demasiado blanda. Justo como debía ser. Una voz insidiosa se burló: ¿Es casi demasiado perfecta, no te parece?

Se acercó a la biblioteca y sus ojos recorrieron los títulos al azar. Uno de ellos le llamó la atención y cogió el volumen: Bailes de moda en los años 50. La páginas se abrieron espontáneamente en un lugar situado una cuarta parte antes del final. Una sección titulada «El stroll» había sido circundada con el grueso trazo de un rotulador rojo, y la palabra BETH había sido escrita sobre el margen con letras grandes, casi acusatorias.

Ya debería irme, se dijo. Aún podría rescatar algo. Si él volviera ahora nunca podría volver a mirarlo a la cara y Alice habría triunfado. Entonces sí que ella habría hecho una buena inversión, al contratar la agencia de detectives.

Pero no podía detenerse, y lo sabía. Había llegado a un punto sin retomo.

Se acercó al armario e hizo girar el pomo de la puerta, pero no cedió. Cerrado con llave.

Por si acaso, volvió a alzarse sobre las puntas de los pies y palpó a lo largo del marco superior de la puerta. Y sus dedos tocaron una llave. La cogió y dentro de ella una voz dijo muy claramente: No lo hagas. Pensó en la esposa de Barba Azul y en lo que había encontrado al abrir la puerta prohibida. Pero en realidad ya era demasiado tarde: si no lo hacía ahora, la duda la corroería durante el resto de su vida.

Abrió el armario.

Y experimentó la extrañísima sensación de que era allí donde el auténtico Ed Hamner, Jr. había estado oculto siempre.

Dentro del armario reinaba el caos: un revoltijo de ropas, libros, una raqueta de tenis con las cuerdas flojas, un par de zapatillas de tenis estropeadas, viejos apuntes desparramados sin ton ni son, un saquito de tabaco «Borkum Riff» cuyo contenido se había derramado. La guerrera verde de campaña se hallaba arrumbada en un rincón.

Cogió uno de los libros y parpadeó al ver el título. La rama dorada. Otro. Ritos antiguos, misterios modernos. Otro más. Vudú haitiano. Y un último volumen, encuadernado en cuero viejo y resquebrajado, con el título casi borrado por el excesivo manoseo, un volumen, en fin, del cual se desprendía un vago olor a pescado podrido: el Necronomicon. Lo abrió al azar, resolló, y lo arrojó lejos, sin poder borrar esa obscenidad de su retina.

Para recuperar la compostura, más que por cualquier otro motivo, estiró la mano hacia la guerrera verde de campaña, sin confesarse que tenía la intención de registrar los bolsillos. Pero al levantarla vio algo más. Una pequeña caja de hojalata…

La alzó, con curiosidad, y la hizo girar entre las manos oyendo que algo se zarandeaba en el interior. Era una de esas cajas donde los niños acostumbran a guardar sus tesoros. En el fondo de hojalata estaban estampadas, en altorrelieve, las palabras: «Bridgeport Candy Co». La abrió.

La muñeca estaba arriba. La efigie de Elizabeth.

La miró y empezó a temblar.

La muñeca estaba vestida con un jirón de nylon rojo, parte de un pañuelo de cabeza que había perdido hacía dos o tres meses. Mientras estaba en el cine con Ed. Los brazos eran escobillas para limpiar pipas y estaban recubiertos con una sustancia que parecía moho azul. Moho de una tumba, quizá. La cabeza de la muñeca tenía pelo, pero ahí había un error. Eran delicadas hebras blancas como el lino, pegadas a la cabeza confeccionada con una goma de borrar rosada. Su propio cabello tenía un color arenoso y era más áspero. Su cabello había sido así…

Cuando ella era pequeña.

Tragó saliva y su garganta produjo un chasquido. ¿Acaso cuando estaban en primer grado no les habían facilitado unas tijeras de hojas romas, adecuadas para las manos infantiles? ¿Era posible que hacía tanto tiempo un chiquillo se hubiera aproximado a ella por atrás, quizá mientras dormía la siesta, y…?

Elizabeth dejó la muñeca a un lado y volvió a mirar en el interior de la caja. Vio una ficha azul de póquer sobre la que habían dibujado con tinta roja una extraña figura hexagonal. Una manoseada nota necrológica: Edward Hamner y señora. Los dos sonreían absurdamente desde la foto adjunta, y ella vio que esa misma figura hexagonal había sido trazada sobre sus rostros, esta vez con tinta negra, como si fuera un paño mortuorio. Otros dos muñecos, uno de sexo masculino y otro femenino. El parecido con las fotos de la nota necrológica era atroz, inconfundible.

Y algo más.

Lo sacó torpemente, y sus dedos temblaban tanto que casi lo dejó caer. Lanzó una exclamación ahogada.

Era un pequeño coche de juguete, de esos que los niños compran en los drugstores y en las tiendas de hobbies para armar con cola de aviación. Éste era un «Fiat». Había sido pintado de rojo. Le habían pegado a la parrilla del radiador un trozo de algo que parecía ser una de las camisas de Tony.

Invirtió el cochecito. Alguien había abollado el chasis con un martillo.

—De modo que lo has encontrado, perra desagradecida.

Elizabeth lanzó un alarido y dejó caer la caja y el cochecito. Los tesoros abyectos se desparramaron por el suelo.

Él estaba en la puerta, mirándola. Elizabeth nunca había visto semejante expresión de odio en un rostro humano.

—Tú mataste a Tony —dijo ella. Ed sonrió aviesamente.

—¿Crees que podrías demostrarlo?

—No importa —respondió ella, sorprendida por la firmeza de su voz—. Yo lo sé. Y no quiero volver a verte. Y si le haces… algo… a alguien, lo sabré. Y te lo haré pagar. De alguna manera.

Las facciones de Ed se convulsionaron.

—Así es como me lo agradeces. Te he dado todo lo que deseabas. Lo que nadie más podría tener. Confiésalo. Te he hecho absolutamente feliz.

—¡Mataste a Tony! —le gritó ella. Ed dio un paso firme hacia el interior de la habitación.

—Sí, y lo hice por tí. ¿Y tú qué eres, Beth? No sabes lo que es el amor. Yo te he amado desde la primera vez que te vi hace más de diecisiete años. ¿Tony podría haber dicho lo mismo? Todo te ha resultado siempre fácil. Eres hermosa. Nunca has tenido que preocuparte por tus deseos o necesidades, ni porque estabas sola. Nunca has tenido que buscar…, otros medios para conseguir lo que te hacía falta. Siempre había un Tony que te lo daba. Te bastaba con sonreír y decir «por favor». —El timbre de su voz se hizo más agudo—. Yo nunca he podido obtener así lo que anhelaba. ¿No crees que lo intenté? No lo logré con mi padre. Él sólo quería más y más. Ni siquiera me dio un beso por la noche o un abrazo hasta que lo hice rico. Y mi madre era igual a él. Salvé su matrimonio, ¿pero acaso eso la conformó? ¡Me aborrecía! ¡No quería acercarse a mí! ¡Decía que yo era anormal! Le hacía regalos hermosos pero… ¡No hagas eso, Beth! No… noooo

Pisó su propia efigie y la aplastó, pulverizándola con el tacón. Algo se retorció dentro de ella, y después el dolor se disipó. Ahora no lo temía. No era más que un chiquillo insignificante y esmirriado, con cuerpo de hombre. Y sus calcetines eran de colores distintos.

—No creo que puedas hacerme daño ahora, Ed —le dijo—. Ahora no. ¿Me equivoco? Él le volvió la espalda.

—Vamos —murmuró débilmente—. Vete. Pero déjame la caja. Por lo menos déjame eso.

—Te dejaré la caja. Pero no su contenido. Elizabeth pasó de largo junto a él. Los hombros de Ed se convulsionaron, como si se dispusiera a volverse y abalanzarse sobre ella, pero después se encorvaron nuevamente.

Cuando Elizabeth llegó al rellano del segundo piso, él se asomó por la baranda y le gritó con voz chillona:

—¡Vete, pues! ¡Pero después de haber estado conmigo no te sentirás satisfecha con ningún hombre! ¡Y cuando envejezcas y los hombres dejen de darte todo lo que deseas, me echarás de menos! ¡Pensarás en lo que despreciaste!

Elizabeth bajó por la escalera y salió a la calle nevada. El embate frío contra la cara le produjo una sensación agradable. Tendría que caminar tres kilómetros hasta el campus, pero no le importaba. Quería caminar, quería sentir frío, quería que éste la limpiara.

Él le inspiraba una extraña y retorcida compasión: un niño con poderes extraordinarios dentro de un espíritu enano. Un niño que pretendía lograr que los seres humanos se comportaran como soldaditos de juguete y que después los aplastaba en un acceso de irá cuando se resistían o cuando descubrían la verdad.

¿Y qué era ella? ¡Había sido agraciada con todas las virtudes de las que carecía Ed, pero no por culpa de éste ni por mérito de ella! Recordó cómo había reaccionado ante Alice, empeñándose ciega y celosamente en conservar algo que era más fácil que bueno, sin preocuparse por otra cosa, sin preocuparse.

¡Cuando envejezca y los hombres dejen de darte todo lo que deseas, me echarás de menos…! Sé lo que necesitas.

¿Pero ella era tan pequeña que necesitaba realmente tan poco?

Por favor, Dios mío, que no sea así.

Se detuvo en el puente que separaba el campus de la ciudad, y arrojó por encima del parapeto los amuletos mágicos de Ed Hamner, uno por uno. El último fue el «Fiat» de juguete, que dio una serie de volteretas entre las ráfagas de nieve hasta perderse de vista. Después siguió caminando.