LA PRIMAVERA DE FRESA

Jack Piesligeros

Esta mañana vi las dos palabras en el periódico y, Dios mío, cómo me hacen remontar al pasado. Todo eso ocurrió hace casi exactamente ocho años. Una vez, mientras sucedía, me vi en un programa nacional de TV: el Informe de Walter Cronkite. Sólo un rostro en segundo plano, detrás del periodista, pero mi familia me identificó enseguida. Me telefonearon desde el otro extremo del país. Mi padre me preguntó qué opinaba de la situación. Pura pomposidad y cordialidad y camaradería. Mi madre sólo me pidió que volviera a casa. Pero yo no quería volver. Estaba entusiasmado.

Entusiasmado por esa oscura y brumosa primavera de fresa, y por la sombra de muerte violenta que la recorría en aquellas noches de hace ocho años. La sombra de Jack Piesligeros.

En Nueva Inglaterra la llaman primavera de fresa. Nadie sabe por qué. Es sólo una frase que emplean los veteranos. Dicen que se presenta cada ocho o diez años. Lo que sucedió en el New Sharon Teacher's College en aquella primavera de fresa específica…, es posible que eso también se ajuste a un ciclo, pero si alguien lo ha descubierto nunca lo ha dicho.

En New Sharon, la primavera de fresa comenzó el 16 de marzo de 1968. Ese día se interrumpió el invierno más frío de los últimos veinte años. Llovió y se podía oler el mar a treinta kilómetros al oeste de las playas. La nieve, que en algunos lugares alcanzaba casi un metro de profundidad, empezó a derretirse, y los senderos del campus se llenaron de lodo. Los muñecos de nieve de la Feria de Invierno, que se habían mantenido nítidos y estilizados durante dos meses gracias a las temperaturas bajo cero, por fin empezaron a ablandarse y encorvarse. La caricatura de Lyndon Johnson que se alzaba frente a la fraternidad Tep lloró lágrimas derretidas. La paloma esculpida frente a Prashner Hall perdió sus plumas heladas, y en algunos lugares dejaba entrever penosamente su esqueleto de madera.

Y junto con la noche llegaba la bruma, que se deslizaba, callada y blanca, por las angostas avenidas y arterias de la Universidad. Los pinos del paseo asomaban entre ella como dedos, y flotaba, lerda como el humo de un cigarrillo, bajo el puentecito contiguo a los cañones de la Guerra Civil. Hacía que las cosas parecieran desquiciadas, extravagantes, mágicas. El viajero inadvertido salía de la confusión brillantemente iluminada del Grinder, donde retumbaba la música del tocadiscos automático, y esperaba zambullirse en el crudo brillo de las estrellas invernales…, pero en cambio se encontraba sumergido en un mundo silencioso y embozado de blanca niebla movediza, y sólo oía sus propias pisadas y el quedo goteo del agua de los viejos canalones. Uno casi esperaba ver pasar un duende a la carrera, o descubrir, al volverse, que el Grinder había desaparecido, se había esfumado, y que lo había remplazado un brumoso panorama de brezales y tejos y quizás un círculo druida o una rutilante ronda de hadas.

Ese año el tocadiscos automático tocaba Love Is Blue. Tocaba Hey, Jude, una y otra vez. Tocaba Scarborough Fair.

Y esa noche, a las once y diez, un alumno de primer año llamado John Dancey que se encaminaba hacia su residencia empezó a gritar en la niebla, y dejó caer sus libros sobre y entre las piernas abiertas de la chica muerta que yacía en el ángulo sombrío del aparcamiento de Ciencias Zoológicas, con un tajo que le cercenaba el cuello de oreja a oreja pero con los ojos abiertos y casi centelleantes como si ella acabara de hacer el chiste más gracioso de su vida. Y Dancey gritó y gritó y gritó.

El día siguiente amaneció encapotado y lúgubre, y concurrimos a clase repitiendo una avalancha de preguntas ansiosas: ¿Quién? ¿Por qué? ¿Cuándo crees que lo atraparán? Y siempre la misma pregunta final, emocionada: ¿La conocías? ¿La conocías?

Si, seguía un curso de arte con ella.

Sí, uno de los amigos de mi compañero de habitación salió con ella el año pasado.

Sí, una vez me pidió fuego en el Grinder. Estaba en la mesa vecina. Sí.

Sí, yo

Sí… sí… oh, sí, yo

Todos la conocíamos. Se llamaba Gale Cerman (pronunciado Kerrman) y estudiaba arte. Usaba gafas de armazón metálica, como las de una abuelita, y tenía un lindo cuerpo. Todos la querían pero sus compañeras de habitación la odiaban. Nunca salía mucho aunque era una de las chicas más promiscuas del campus. Era fea pero atractiva. Se trataba de una chica vivaz que hablaba poco y casi nunca sonreía. Estaba embarazada y tenía leucemia. Era lesbiana y la había asesinado el chico con el que estaba liada. Era una primavera de fresa y el 17 de marzo por la mañana todos conocíamos a Gale Cerman.

Media docena de coches patrulla de la Policía del Estado entraron lentamente en el campus y la mayoría de ellos aparcaron frente al Judith Franklin Hall, donde había vivido la muchacha. Cuando pasé por allí, rumbo a la clase de las diez me pidieron que mostrara mi carnet de estudiante. Fui astuto. Exhibí aquel en el que no aparezco con colmillos de fiera.

—¿Lleva un cuchillo encima? —me preguntó el policía inteligentemente.

—¿Se trata de Gale Cerman? —inquirí, después de haber explicado que lo más letal que llevaba encima era mi llavero con la pata de conejo.

—¿Por qué lo pregunta? —quiso saber. Llegué a clase con cinco minutos de retraso. Era la primavera de fresa y esa noche nadie caminó solo por el campus mitad académico, mitad fantástico.

De nuevo flotaba la bruma impregnada de olor a mar, silenciosa y espesa. Aproximadamente a las nueve irrumpió en el cuarto mi compañero de habitación. Yo estaba allí desde las siete, devanándome los sesos con un ensayo sobre Milton.

—Lo han cogido —exclamó—. Lo he oído en el «Grinder».

—¿Quién te lo ha dicho?

—No lo sé. Un tipo. La mató su amiguito. Se llama Carl Amalara.

Me arrellané en la silla, aliviado y desilusionado. Con semejante nombre tenía que ser verdad. Un crimen pasional, letal y sórdido.

—Está bien —asentí—. Me alegro.

Salió del cuarto para divulgar la noticia por el pasillo. Releí el ensayo sobre Milton, no entendí lo que había querido decir, lo rompí y empecé a redactarlo de nuevo.

Al día siguiente apareció en los periódicos. Éstos reproducían una foto incongruentemente nítida de Amalara —quizá la de su graduación en la escuela secundaria— y la imagen era la de un chico de talante un poco triste, de cutis de color oliváceo, ojos oscuros y marcas de viruela en la nariz. El muchacho aún no había confesado, pero las pruebas eran contundentes. Él y Gale Cerman habían discutido mucho durante el último mes y habían roto sus relaciones la semana anterior. El compañero de habitación de Amalara dijo que lo había visto «abatido». En un cofre que había bajo su cama, la Policía encontró un cuchillo con una hoja de dieciocho centímetros, y una foto de la chica que aparentemente había sido cortada con unas cizallas.

Junto a la foto de Amalara se reproducía otra de Gale Cerman, en la que aparecían un perro borroso, un flamenco de jardín despeluchado, y una rubia bastante vulgar con gafas. Una sonrisa nerviosa le había levantado las comisuras de los labios y tenía los ojos estrábicos. Una de sus manos descansaba sobre la cabeza del perro. De modo que era verdad. Tenía que ser verdad.

Esa noche volvió la niebla, que se desplegó con insolente sigilo. Yo salí a caminar. Me dolía la cabeza y caminé para respirar, inhalando el aroma húmedo y brumoso de la primavera que barría lentamente la nieve que se resistía a desaparecer, dejando al descubierto manchones muertos de la hierba del año pasado, parecidos a la cabeza de una vieja abuela suspirando.

Ésa fue para mí una de las noches más bellas que recuerdo. Las personas con las que me cruzaba bajo los faroles aureolados eran sombras susurrantes, y todas parecían estar enamoradas y caminar cogiéndose con las manos y los ojos. La nieve derretida goteaba y corría, goteaba y corría, y de todas las bocas de alcantarillas brotaba el rumor del mar, de un oscuro mar invernal que ahora refluía vigorosamente.

Estuve caminando casi hasta la medianoche, hasta que me empapó el rocío, y me crucé con muchas sombras, oí muchas pisadas que repicaban como en sueños por los senderos sinuosos. ¿Quién podría decir que una de esas sombras no pertenecía al hombre o el ente que se hizo famoso con el apodo de Jack Piesligeros? Yo no, porque me crucé con muchas sombras pero en medio de la niebla no vi ninguna cara.

A la mañana siguiente me despertó el clamor que venía del pasillo. Salí con paso inseguro para preguntar a quién le había llegado la cédula de reclutamiento, mientras me alisaba el cabello con ambas manos y ahuyentaba a la oruga peluda que había remplazado taimadamente a la lengua sobre mi paladar seco.

—Volvió a suceder —me dijo alguien, pálido por la excitación—. Tuvieron que soltarlo.

—¿A quién soltaron?

—¡A Amalara! —exclamó algún otro alegremente—. Estaba sentado en su celda cuando ocurrió.

—¿Cuándo ocurrió qué? —pregunté pacientemente. Tarde o temprano me lo dirían. Estaba seguro de eso.

—El tipo mató a otra chica anoche. Y ahora la están buscando por todas partes.

—¿Qué buscan? El rostro pálido volvió a fluctuar frente a mí.

—Su cabeza. El que la mató se llevó la cabeza consigo.

En la actualidad New Sharon no es una Universidad grande, y entonces era aún más pequeña: una de esas instituciones que los agentes de relaciones públicas se complacen en llamar «Universidades comunitarias». Y parecía realmente una minúscula comunidad, por lo menos en aquellos tiempos. Uno y sus amigos conocía por lo menos de vista a todos los demás y sus amigos. Gale Cerman era una de esas chicas a las que saludabas con una inclinación de cabeza, mientras pensabas que la habías visto en alguna parte.

Todos conocíamos a Ann Bray. El año anterior había sido la primera animadora en la fiesta de Miss Nueva Inglaterra y su talento consistía en hacer girar por el aire un bastón encendido al son de Hey Look Me Over. También tenía talento: hasta el momento de su muerte había sido directora del periódico universitario (un pasquín semanal con muchas caricaturas políticas y cartas ampulosas), miembro de la Sociedad Estudiantil de Arte Dramático, y presidente de la sección local de la Fraternidad Femenina de Servicios Nacionales. Empujado por los vehementes arrebatos de mi temprana juventud había propuesto escribir una columna para el periódico y le había pedido una cita a ella…, en ambos casos sin éxito.

Y ahora estaba muerta… peor que muerta.

Fui a mis clases vespertinas como todo el mundo, saludando a las personas que conocía y diciendo «hola» con un poco más de fervor que de costumbre, como si esto pudiera justificar la atención con que estudiaba los rostros. La misma atención con que los demás estudiaban el mío. Entre nosotros había alguien siniestro, tan siniestro como los senderos que zigzagueaban por el paseo o se enroscaban entre los robles centenarios en el cuadrilátero de detrás del gimnasio. Nos mirábamos los unos a los otros en el intento de descifrar las tinieblas que se ocultaban detrás de cada semblante.

Esta vez la Policía no arrestó a nadie. Los coches azules patrullaron el campus incesantemente en las caliginosas noches primaverales del 18, el 19 y el 20 y los focos escudriñaban los rincones y recovecos oscuros con errática avidez. La administración impuso un toque de queda obligatorio a las nueve. Una temeraria pareja que se estaba magreando entre los bien cuidados arbustos que se extendían al norte del Tate Alumni Building fue conducida a la comisaría de New Sharon donde la interrogaron despiadadamente durante tres horas.

El día 20 hubo una falsa alarma histérica cuando un chico apareció desvanecido en el mismo aparcamiento donde habían encontrado el cuerpo de Gale Cerman. Un balbuceante policía del campus lo cargó en el asiento posterior de su coche patrulla y le cubrió la cara con un mapa del condado sin molestarse en tomarle el pulso y enfiló hacia el hospital local, haciendo ulular la sirena a través del campus desierto con la estridencia de un seminario de almas en pena.

A mitad de trayecto el «cadáver» del asiento posterior se incorporó y preguntó con voz cavernosa: «¿Dónde diablos estoy?». El policía lanzó un alarido y tras detener el automóvil echó a correr por la carretera. El «muerto» resultó ser un estudiante llamado Donald Morris que había pasado los últimos dos días en cama, con una fuerte gripe. ¿Aquel año era asiática? No lo recuerdo. Sea como fuere, se desmayó en el aparcamiento cuando se encaminaba hacia el «Grinder» para comer un plato de sopa y unas tostadas.

Los días siguieron siendo calurosos, con el cielo encapotado. La gente se congregaba en pequeños grupos que se disolvían y se recomponían con asombrosa rapidez. Si mirabas las mismas caras durante mucho tiempo empezabas a concebir ideas raras acerca de alguna de ellas. Y pronto los rumores comenzaron a circular de un extremo a otro del campus a la velocidad de la luz. Habían oído que un simpático profesor de historia reía y lloraba alternadamente junto al puentecito; Gale Cerman había escrito con su propia sangre un críptico mensaje de dos palabras sobre el asfalto del aparcamiento de Ciencias Zoológicas; ambos asesinatos habían sido en realidad crímenes políticos, rituales, perpetrados por una fracción de la Sociedad de Estudiantes Democráticos como protesta contra la guerra. Esto era realmente absurdo. La SED de New Sharon contaba con siete miembros. Si se hubiera escindido una fracción importante, la organización habría desaparecido simplemente. Este detalle avivó aún más la imaginación de los sectores reaccionarios del campus: agitadores externos. De modo que durante esos extraños días de calor todos estuvimos alertas para descubrirlos.

La Prensa, siempre veleidosa, hizo caso omiso de la marcada semejanza que existía entre nuestro asesino y Jack el Destripador, y se remontó aún más lejos, hasta 1819. A Ann Bray la habían encontrado en un terreno lodoso a unos cuatro metros de la acera más próxima, y sin embargo no había ninguna pisada. Ni siquiera las de ella. Un fantasioso periodista de New Hampshire apasionado por lo arcano bautizó al asesino con el apodo de Jack Piesligeros, en homenaje al infame doctor John Hawkins de Bristol, que había matado a cinco de sus esposas con extraños ingredientes farmacéuticos. Y el nombre perduró, probablemente en razón de aquel terreno fangoso pero desprovisto de huellas.

El 21 volvió a llover, y el paseo y el cuadrilátero se convirtieron en ciénagas. La Policía anunció que infiltraría detectives vestidos de paisano, hombres y mujeres, y retiró la mitad de sus coches patrulla.

El periódico del campus publicó un editorial de protesta muy indignado, aunque un poco incoherente, contra estas medidas. Su argumento parecía consistir en que, con toda clase de policías disfrazados de estudiantes, sería imposible distinguir a un auténtico agitador externo de otro falso.

Llegó el crepúsculo, y junto con él la bruma, que se levantó lenta, casi reflexivamente, en las avenidas bordeadas de árboles, ocultando uno tras otro a todos los edificios. Era tenue e insustancial, pero al mismo tiempo implacable y amenazadora. Nadie parecía dudar de que Jack Piesligeros era un hombre, pero la bruma era su cómplice y era de sexo femenino…, o por lo menos eso me parecía. Era como si nuestra pequeña Universidad estuviera atrapada entre el uno y la otra, estrujada por un abrazo de amantes locos, comprometida en una boda que se había consumado con sangre. Me quedé fumando y mirando cómo las luces se encendían en la creciente oscuridad, y me pregunté si todo había terminado. Mi compañero de habitación entró y cerró la puerta quedamente a sus espaldas.

—Pronto comenzará a nevar —anunció. Me volví y lo miré.

—¿Lo han dicho por la radio?

—No —respondió—. ¿Quién necesita un meteorólogo? ¿Nunca has oído hablar de la primavera de fresa?

—Quizá sí —asentí—. Hace mucho tiempo. Es un tema de conversación de las abuelas, ¿verdad?

Se detuvo junto a mí, mirando la noche cada vez más oscura.

—La primavera de fresa es como el veranillo de San Martín —explicó—, pero mucho más esporádica. En esta comarca un buen veranillo de San Martín cada dos o tres años. Pero un cambio de temperatura como el que está ocurriendo ahora sólo se produce cada ocho o diez. Es una falsa primavera, una primavera engañosa, así como el veranillo de San Martín es un falso verano. Mi propia abuela acostumbraba a decir que la primavera de fresa significa que aún no ha pasado la peor borrasca, y que cuanto más dura tanto más fuerte es la tempestad.

—Son leyendas —comenté—. No creo una palabra. —Lo miré—. Pero estoy nervioso. ¿Y tú?

Sonrió con expresión benévola y sacó uno de mis cigarrillos del paquete que descansaba sobre el antepecho de la ventana.

—Sospecho de todos menos de mí y de ti —dijo, y después su sonrisa se diluyó un poco—. Y a veces dudo de ti. ¿Quieres que vayamos a la sala de juegos a jugar una partida de billar?

—La semana próxima tengo un preliminar de trigonometría. Me quedaré aquí con un rotulador y un montón de notas.

Ya hacía un largo rato que se había ido y yo sólo atinaba a mirar por la ventana. Incluso después de abrir el libro y de enfrascarme en el tema, una parte de mi ser continuaba fuera, caminando por las sombras donde ahora imperaba algo tenebroso.

Esa noche fue asesinada Adelle Parkins. Seis coches patrulla y diecisiete detectives con aspecto de estudiantes universitarios (incluidos ocho mujeres que habían llegado desde Boston) vigilaban el campus. Pero Jack Piesligeros la mató de todos modos, eligiendo certeramente a una de las nuestras. La falsa primavera engañosa, lo ayudó y lo instigó: la asesinó y la dejó apuntalada por el volante de su «Dodge 1964» donde la encontraron a la mañana siguiente, y una parte de ella apareció en el asiento posterior y otra parte apareció en el maletero. Y sobre el parabrisas había dos palabras escritas con sangre: ¡JA! ¡JA! Esta vez fue un hecho real, no un rumor. A partir de entonces el campus enloqueció un poco: todos habíamos conocido a Adelle Parkins, y nadie la había conocido. Era una de esas mujeres anónimas, ajetreadas, que se deslomaban trabajando en el «Grinder» de seis a once de la noche, enfrentándose con hordas de estudiantes ávidos de hamburguesas que interrumpían brevemente sus estudios en la biblioteca de enfrente. Esas tres últimas noches caliginosas de su vida debió de pasarlas bastante descansada: todos respetaban estrictamente el toque de queda, y después de las nueve de la noche los únicos clientes del «Grinder» eran los polis hambrientos y los bedeles felices…, cuyo mal humor habitual se había atemperado considerablemente ahora que los edificios estaban vacíos.

Es poco lo que queda por contar. La Policía, tan proclive a la histeria como cualquier ser humano que se siente acorralado, arrestó a un inocuo homosexual llamado Hanson Gray, estudiante graduado de sociología, quien arguyó que «no podía recordar» dónde había pasado varias de las noches letales. Lo inculparon, lo procesaron y lo dejaron partir de prisa a su ciudad natal de New Hampshire después de la última noche nefasta de la primavera de fresa, cuando Marsha Curran fue descuartizada en el paseo.

Nadie sabrá nunca por qué estaba fuera y sola. Era una muchacha regordeta, de melancólica belleza, que vivía en un apartamento de la ciudad con tres compañeras. Se había introducido en el campus tan silenciosa y distraídamente como el mismo Jack Piesligeros. ¿Qué la había empujado? Quizá su anhelo era tan profundo e incontrolable como el de su asesino, e igualmente incomprensible. Quizás había sentido la necesidad de entablar un único romance vehemente y apasionado con la noche cálida, la bruma tibia, el olor del mar y el cuchillo glacial.

Eso ocurrió el 23. El 24, el rector de la Universidad anunció que esa primavera las vacaciones se adelantarían una semana, y nos dispersamos, no jubilosamente sino como ovejas temerosas en vísperas de una tormenta, y dejamos el campus vacío y acechado por la Policía y por un tenebroso espectro.

Yo tenía mi propio coche en el campus y llevé conmigo a seis personas hasta el otro extremo del Estado, con su equipaje caóticamente comprimido. No fue un viaje agradable. Nadie estaba seguro de que Jack Piesligeros no se hallaba en el coche con nosotros.

Esa noche el termómetro bajó quince grados y todo el norte de Nueva Inglaterra fue azotado por un cierzo ululante que empezó con escarcha y terminó con treinta centímetros de nieve. Hubo tantos viejos inservibles como siempre que sufrieron ataques cardíacos mientras la despejaban con sus palas… Y entonces, como por arte de magia, llegó abril. Limpios chaparrones y noches estrelladas.

La llaman primavera de fresa, Dios sabe por qué, y es un período nefasto, engañoso, que sólo tiene lugar una vez cada ocho o diez años. Jack Piesligeros partió junto con la bruma, y a comienzos de junio las conversaciones del campus se habían desviado hacia una serie de protestas contra el reclutamiento militar y hacia una sentada en el edificio donde un conocido fabricante de napalm seleccionaba a su personal.

En junio casi todos evitaban abordar el tema de Jack Piesligeros…, por lo menos en voz alta. Sospecho que había muchos que le daban vueltas y vueltas en privado, buscando la única fisura del huevo compacto de la demencia, la única fisura que permitiría encontrar una explicación racional.

Ése fue el año en que me gradué, y el siguiente fue el año en que me casé. Conseguí un buen empleo en una empresa editora local. En 1971 tuvimos un hijo que ya casi ha alcanzado la edad escolar. Un niño simpático y curioso con mis ojos y la boca de mi esposa.

Por fin, el periódico de hoy.

Claro que sabía que estaba allí. Lo supe ayer por la mañana cuando me levanté y oí el murmullo misterioso de la nieve derretida que corría por los canalones, y olí el aroma del mar desde nuestro porche, situado a catorce kilómetros de la playa más próxima. Anoche me di cuenta de que había vuelto la primavera de fresa cuando salí del trabajo y emprendí el regreso a casa y tuve que encender los faros para penetrar la bruma que ya había empezado a desprenderse de los campos y los huecos, desdibujando los edificios y circundando los faroles con aureolas mágicas.

El periódico de esta mañana dice que han asesinado a una chica en el campus de New Sharon, cerca de los cañones de la Guerra Civil. La asesinaron anoche y la encontraron en un montículo de nieve derretida. No estaba… no estaba toda allí.

Mi esposa está alterada. Quiere saber dónde estuve anoche. No puedo decírselo porque no lo recuerdo. Recuerdo que salí del trabajo y emprendí el regreso a casa, y recuerdo que encendí los faros para encontrar el rumbo entre la maravillosa niebla incipiente, pero eso es lo único que recuerdo.

He estado pensando en aquella noche brumosa en que me dolía la cabeza y salí a respirar y me crucé con todas las bellas sombras sin rostro ni sustancias. Y he estado pensando en el maletero de mi coche, preguntándome por qué demonios tengo miedo de abrirlo.

Mientras escribo estas líneas oigo que mi esposa llora en la habitación vecina. Sospecha que anoche estuve con otra mujer. Ay, Dios mío, yo sospecho lo mismo.