La esposa de Jim Norman le esperaba desde las dos, y cuando vio que el coche se detenía frente a la casa de apartamentos salió para recibirlo. Había ido a la tienda y había comprado los ingredientes para una comida de celebración: un par de filetes, una botella de Lancer's, una lechuga, y un aderezo Thousand Island. Ahora, al verle apearse del coche deseó desesperadamente (y no por primera vez en el día) que hubiera algo que festejar.
Jim avanzó por el camino particular, sosteniendo su portafolios nuevo en una mano y cuatro textos en la otra. Ella vio el título del primero: Introducción a la gramática. Le colocó las manos sobre los hombros y preguntó:
—¿Cómo te fue?
Y él sonrió.
Pero esa noche volvió a tener el viejo sueño por primera vez en mucho tiempo y se despertó sudando, con un grito a flor de labios.
Su entrevista había estado a cargo del director de la Harold Davis High School y por el supervisor del Departamento de Inglés. Había aflorado el tema de su crisis. Él había previsto que sucedería.
El director, un hombre calvo y cadavérico llamado Fenton, se repantigó y miró el cielo raso. Simmons, el supervisor de inglés, encendió su pipa.
—En esa época estaba sometido a una fuerte presión —explicó Jim Norman. Sus dedos ansiaban retorcerse sobre sus rodillas, pero él no permitió que lo hicieran.
—Creo que lo entendemos —asintió Fenton, sonriendo—. Y si bien no queremos entrometernos, estoy seguro de que todos estaremos de acuerdo en que la enseñanza es una actividad en la que son constantes las presiones, sobre todo en la escuela secundaria. Usted sale a escena en cinco de las siete horas y tiene el público más intolerante del mundo. Por eso —concluyó, con cierto orgullo—, las úlceras son más frecuentes entre los educadores que en cualquier otro grupo profesional, exceptuando los controladores de tráfico aéreo.
—Las presiones que influyeron sobre mi crisis fueron… excepcionales —dijo Jim.
Fenton y Simmons hicieron un ademán de asentimiento, sin comprometerse, y el segundo accionó el encendedor para volver a prender su pipa. De pronto la habitación pareció muy compacta, muy cerrada. Jim tuvo la curiosa sensación de que alguien acababa de enfocar su nuca con una lámpara térmica. Los dedos se retorcían sobre sus rodillas y él los obligó a inmovilizarse.
—Era mi último año de estudios y realizaba prácticas de enseñanza. Mi madre había fallecido el verano anterior, de cáncer, y en nuestra última conversación me pidió que completara mis estudios. Mi hermano, mi hermano mayor, había muerto cuando ambos éramos aún muy jóvenes. Él proyectaba seguir la carrera docente y mi madre opinaba que…
Los ojos de Fenton y Simmons le advirtieron que divagaba, y pensó: Cristo, lo estoy embrollando todo.
—Hice lo que me pedía —explicó, dejando atrás la compleja relación entre su madre y su hermano Wayne (el pobre asesinado Wayne) y él mismo—. Durante la segunda semana de mi internado docente, mi novia fue víctima de un accidente automovilístico, y el culpable desapareció. Un chico la atropello con un coche deportivo… Y nunca lo encontraron.
Simmons lanzó un murmullo alentador.
—Seguí mi carrera. No parecía haber otra alternativa. Mi novia sufrió mucho, con una pierna espantosamente rota y cuatro costillas fracturadas, pero en ningún momento estuvo en peligro. Creo que ni siquiera yo conocía la magnitud de la presión a la que estaba sometido.
Ahora cuidado. Éste es el punto donde el terreno se pone escabroso.
—Yo era profesor interno en la Escuela Vocacional de Oficios de Center Street —agregó Jim.
—Un barrio ideal —comentó Fenton—. Navajas de resorte, botas de motociclistas, pistolas de fabricación casera en los armarios, bandas que roban el dinero del almuerzo, y uno de cada tres chicos vende drogas a los otros dos. Conozco la escuela.
—Había un chico llamado Mack Zimmerman —dijo Jim—. Un chico sensible. Tocaba la guitarra. Yo lo tenía en mi clase de redacción y era inteligente. Una mañana, cuando entré, otros dos chicos le tenían inmovilizado mientras un tercero le rompía la guitarra «Yamaha» contra el radiador. Zimmerman gritaba. Yo les ordené que lo dejaran en paz y me entregaran la guitarra. Me abalancé sobre ellos y alguien me golpeó. —Jim se encogió de hombros—. Eso fue todo. Sufrí un colapso. Sin sufrir ataques de histeria ni acurrucarme en un rincón. Sencillamente no pude volver. Cuando me acercaba a la escuela se me comprimía el pecho. No podía respirar bien, me corría un sudor frío…
—A mí también me sucede —lo interrumpió Fenton amablemente.
—Empecé a psicoanalizarme. En un centro de terapia de grupo. No podía pagarme un tratamiento individual. Me hizo mucho bien. Sally y yo nos hemos casado. Ella cojea un poco y tiene una cicatriz, pero por lo demás está como nueva. —Los miró con aplomo—. Creo que se puede decir lo mismo de mí.
—Creo que completó su entrenamiento docente en la Cortez High School —manifestó Fenton.
—Tampoco es un lecho de rosas —murmuró Simmons.
—Quería ir a una escuela difícil —explicó Jim—. Hice un cambio con otro colega para poder ingresar en Cortez.
—Las mejores calificaciones de su supervisor y su evaluador —comentó Fenton.
—Sí.
—Un promedio de 3,88 en cuatro años. O sea casi todos sobresalientes.
—Me gustaba mi trabajo docente. Fenton y Simmons intercambiaron una mirada y se pusieron en pie. Jim les imitó.
—Nos comunicaremos con usted, señor Norman —dijo Fenton—. Tenemos que entrevistar a algunos otros aspirantes…
—Sí, por supuesto.
—… Pero debo confesarle que sus antecedentes profesionales y su sinceridad personal me han impresionado.
—Le agradezco que me lo diga.
—Sim, quizás el señor Norman querrá tomar una taza de café antes de irse. Cambiaron un apretón de manos. En el pasillo, Simmons manifestó:
—Creo que si le interesa el puesto, será suyo. Esto se lo digo de forma extraoficial, desde luego.
Jim hizo un ademán de asentimiento. Él también había ocultado mucho, extraoficialmente.
Davis High era una formidable mole de piedra que albergaba una escuela asombrosamente moderna. Sólo el pabellón de ciencias había recibido una asignación de un millón y medio de dólares en el presupuesto del año anterior. Las aulas, por donde aún se paseaban los fantasmas de los trabajadores subvencionados que las habían construido en la época de desocupación y de los chicos de posguerra que las habían utilizado por primera vez, estaban amuebladas con pupitres modernos y pizarras de tenue resplandor. Los alumnos estaban aseados y correctamente vestidos, y eran vivaces y ricos. Seis de cada diez alumnos de los cursos superiores tenían su propio coche. En términos generales, una buena escuela. Un excelente lugar para dictar clases en los Enfermos Años Setenta. Comparada con ella, la Escuela Vocacional de Center Street parecía el lugar más tétrico de África.
Pero después de que los chicos se iban, algo antiguo y lúgubre parecía posarse sobre los pasillos y susurrar en las aulas vacías. Una bestia negra y abyecta que nunca se mostraba totalmente. A veces, mientras caminaba por el corredor del Pabellón 4 hacia el aparcamiento, con su portafolios nuevo en una mano, Jim Norman tenía la impresión de que casi la oía respirar.
El sueño reapareció hacia finales de octubre, y esta vez sí gritó. Se abrió paso a manotazos hasta la realidad de la vigilia y encontró a Sally sentada en el lecho junto a él, cogiéndole por el hombro. Su corazón palpitaba violentamente.
—Dios mío —dijo, y se pasó la mano por la cara.
—¿Estás bien?
—Claro que sí. ¿Grité, verdad?
—Vaya si gritaste. ¿Tuviste una pesadilla?
—Sí.
—¿Algo relacionado con el día en que aquellos chicos rompieron la guitarra de tu alumno?
—No —respondió—. Algo mucho más antiguo. A veces vuelve, eso es todo. No es grave.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—¿Quieres un vaso de leche? —Sus ojos estaban velados por la preocupación. Él le besó el hombro.
—No. Sigue durmiendo.
Sally apagó la luz y él se quedó tal como estaba, con los ojos fijos en la oscuridad.
Tenía un buen horario, para ser el profesor nuevo del cuerpo docente. La primera hora la tenía libre. En la segunda y tercera enseñaba redacción a los alumnos de primer año: un grupo era aburrido y el otro era bastante entretenido. Su mejor curso era el de la cuarta hora: literatura norteamericana para alumnos de último año que planeaban ingresar en la Universidad. La quinta hora estaba reservada para un «período de consulta» durante el cual debía atender, teóricamente, a alumnos con problemas personales o académicos. Parecían ser pocos los que tenían los unos o los otros (o los que querían discutirlos con él), y pasaba la mayor parte de ese tiempo leyendo una buena novela. La sexta hora correspondía a un curso de gramática, árido como el desierto.
Su única cruz era la séptima hora. El curso se denominaba «Viviendo con la Literatura», y se desarrollaba en una pequeña aula encajonada del tercer piso. El recinto era caluroso a comienzos de otoño y frío cuando se aproximaba el invierno. El curso en sí mismo era optativo para los que los programas escolares llaman tímidamente «alumnos difíciles».
En el curso de Jim había veintisiete «alumnos difíciles», casi todos ellos atletas escolares. En el mejor de los casos se les podía acusar de indiferencia, y algunos de ellos tenían una veta de franca perversidad. Un día, al entrar en clase, encontró dibujada en la pizarra su caricatura, obscena y cruelmente fiel, con la innecesaria aclaración «Señor Norman» escrita con tiza al pie. La borró sin hacer ningún comentario y comenzó la lección a pesar de las risitas.
Ideó planes de enseñanza interesantes y seleccionó varios textos atractivos, de fácil comprensión…, pero todos sus esfuerzos fueron infructuosos. El estado de ánimo de la clase oscilaba entre la hilaridad incontrolable y el silencio hosco. A comienzos de noviembre estalló una reyerta entre dos chicos durante un debate sobre Of Mice and Men, de Steinbeck. Jim la cortó y envió a los dos contendientes al despacho del jefe de estudios. Cuando abrió su libro en la página donde había interrumpido la lectura, la palabra «Muérdelo» le saltó a los ojos.
Consultó el problema con Simmons, quien se encogió de hombros y encendió la pipa.
—No tengo la verdadera solución, Jim. La última hora es siempre la peor. Y para uno de ellos, un «cero» en su curso implicaría la pérdida del derecho a jugar en el equipo de fútbol o de baloncesto. Y han pasado por los otros cursos claves de inglés, de modo que no tienen más remedio que pasar por este suplicio.
—Lo mismo se puede decir de mí —murmuró Jim, amargamente. Simmons hizo un ademán afirmativo.
—Demuéstreles que tiene carácter y ellos bajarán sus humos, aunque sólo sea para conservar sus privilegios deportivos.
Pero la séptima hora siguió siendo una espina clavada en su flanco.
Uno de los mayores problemas de «Viviendo con la Literatura» era un mastodonte inmenso y lerdo llamado Chip Osway. A comienzos de diciembre, durante un breve paréntesis entre el fútbol y el balonmano (Osway practicaba ambos deportes), Jim le sorprendió copiando en un examen y lo echó del aula.
—¡Si me suspende se lo haremos pagar, hijo de puta! —le gritó Osway por el corredor penumbroso del tercer piso—. ¿Me oye?
—Vete —le ordenó Jim—. No derroches saliva.
—¡Se lo haremos pagar, cretino!
Jim volvió a entrar en el aula. Sus alumnos le miraron con indiferencia sin dejar traslucir ninguna emoción. Experimentó una sensación de irrealidad, la misma que había experimentado antes… antes…
Se lo haremos pagar, cretino.
Cogió la libreta de calificaciones que descansaba sobre su escritorio, la abrió en la página titulada «Viviendo con la Literatura» y trazó pulcramente un «O» en la casilla de exámenes que figuraba junto al nombre de Chip Osway.
Esa noche se repitió el sueño.
El sueño siempre ocurría con cruel lentitud. Tenía tiempo para verlo y sentirlo todo. Y a ello se sumaba el horror de revivir hechos que se encauzaban hacia un desenlace conocido, con la misma impotencia que puede experimentar un hombre maniatado dentro de un coche que se precipita a un abismo.
En el sueño él tenía nueve años y su hermano Wayne tenía doce. Marchaban por Broad Street, en Bradford, Connecticut, rumbo a la biblioteca local. Jim tenía que haber devuelto sus libros hacía dos días, y había birlado cuatro céntimos de la fuente del aparador para pagar la multa. Eran las vacaciones de verano. Se olía la hierba recientemente cortada. Desde la ventana de un apartamento de un segundo piso llegaban los ecos de un partido de béisbol: los «Yankees» derrotaban a «Red Sox» por seis a cero en la octava vuelta, bateaba Ted Williams, y las sombras de la «Burrets Building Company» se estiraban lentamente a través de la calzada a medida que el crepúsculo cedía paso a la noche.
Más allá de Teddy's Market y Burrets había un viaducto del ferrocarril y del otro lado varios gamberros locales merodeaban alrededor de una gasolinera cerrada: cinco o seis chicos con cazadoras de cuero y vaqueros tachonados. Jim aborrecía pasar frente a ellos. Les gritaban adiós cuatro ojos y adiós mariquitas y eh os sobran unos céntimos y en una oportunidad los habían perseguido corriendo durante más de cincuenta metros. Pero Wayne no se resignaba a dar un rodeo. Habría sido una cobardía.
En el sueño, el viaducto aparecía cada vez más cerca, y él sentía que el miedo desplegaba las alas en su garganta como un pajarraco negro. Lo veía todo: el cartel de neón de «Burrets», que apenas empezaba a parpadear; las escamas de herrumbre del viaducto verde; el destello de los vidrios rotos entre el balasto de la vía de ferrocarril; la llanta rota de una bicicleta en el arroyo.
Él intenta decirle a Wayne que ya ha pasado antes por todo eso, un centenar de veces. Esta vez los gamberros no merodean por la gasolinera: están escondidos en las sombras, bajo el puente. Él está inerme.
Entonces pasa por debajo del puente y algunas sombras se desprenden de las paredes y un chico alto con el cabello cortado en cepillo y la nariz quebrada empuja a Wayne contra los bloques cubiertos de hollín y dice: Danos un poco de dinero.
Dejadme en paz.
Él trata de echar a correr, pero un tipo gordo, de pelo negro y grasiento, lo pilla y lo arroja contra la pared, junto a su hermano. Su párpado izquierdo tiene un tic convulsivo y dice: Vamos, chico, ¿cuánto dinero llevas?
Cua-cuatro céntimos.
Mentiroso de mierda.
Wayne intenta zafarse y un tipo con una estrafalaria cabellera anaranjada ayuda al rubio a retenerlo. De pronto, el tipo del párpado convulsionado le pega un puñetazo en la boca a Jim. Éste experimenta una súbita pesadez en el bajo vientre y en sus vaqueros aparece una mancha.
¡Mira, Vinnie, se ha meado encima!
Los forcejeos de Wayne se vuelven frenéticos y se libra a medias, pero no totalmente. Otro tipo, que usa sandalias negras y una camiseta blanca, lo despide hacia atrás. Tiene una pequeña marca de nacimiento semejante a una fresa en la barbilla. La garganta de piedra del viaducto empieza a temblar. Las vigas se estremecen con una vibración musical. Se acerca un tren.
Alguien le hace saltar los libros de las manos y el chico con la marca de nacimiento en la barbilla les pega un puntapié y los arroja al arroyo. De pronto Wayne proyecta el pie derecho hacia delante y hace impacto en el bajo vientre del chico de los tics. Éste aúlla.
¡Se escapa, Vinnie!
El chico de los tics grita que le duelen las pelotas, pero el creciente y reverberante rugido del tren que se aproxima ahoga incluso sus alaridos. Por fin el tren está sobre sus cabezas y su estrépito llena el mundo.
La luz centellea sobre las navajas. El chico del pelo rubio cortado en cepillo empuña una, y Marca de Nacimiento empuña otra. Es imposible oír a Wayne, pero sus labios dibujan las palabras:
Corre Jimmy corre.
Él se deja caer de rodillas y las manos que lo aprisionan desaparecen y brinca como una rana entre un par de piernas. Una mano le golpea la espalda, buscando algo por donde cogerlo, pero no encuentra nada. Entonces él corre por donde había venido, con esa tremenda lentitud pegajosa de los sueños. Mira por encima del hombro y ve…
Se despertó en la oscuridad. Sally dormía plácidamente junto a él. Ahogó el grito, y después de acallarlo volvió a tumbarse.
Al mirar hacia atrás, hacia el bostezo oscuro del viaducto, había visto cómo el chico rubio y el de la marca de nacimiento apuñalaban a su hermano… el Rubio debajo del esternón y Marca de Nacimiento en el bajo vientre.
Se quedó acostado en la oscuridad, respirando agitadamente, esperando que se disipara ese fantasma de nueve años, esperando que el sueño puro lo borrase todo.
Después de un tiempo indeterminado, eso fue lo que sucedió.
En ese distrito escolar las vacaciones de Navidad se empalmaban con el fin del semestre, de modo que duraban casi un mes. El sueño se repitió dos veces, al comienzo, y después no volvió. Él y Sally fueron a visitar a la hermana de ella, en Vermont, y se dedicaron a esquiar. Eran felices.
Al aire libre, en la atmósfera cristalina, el problema de Jim con su curso parecía intrascendente y un poco tonto. Volvió a la escuela con la piel morena gracias al sol invernal, sintiéndose sereno y recompuesto.
Simmons le detuvo cuando se encaminaba hacia el aula para dictar su curso de la segunda hora, y le entregó un expediente.
—Un nuevo alumno para la séptima hora. Se llama Robert Lawson. Viene trasladado.
—Eh, actualmente tengo veintisiete, Sim. Son muchos ya.
—Sigues teniendo veintisiete. Bill Stearns murió el martes después de Navidad. En un accidente de coche. El conductor lo embistió y huyó.
—¿Billy?
La imagen apareció en blanco y negro, como una foto de fin de curso. William Steams, Key Club 1, Fútbol, 1,2, Pen and Lance, 2. Había sido uno de los pocos buenos de Viviendo con la Literatura. Callado, con una sucesión de 10 y de 9 en sus exámenes. A menudo se ofrecía voluntariamente para contestar las preguntas, y generalmente daba las respuestas correctas (condimentadas con un agradable humor corrosivo) cuando le interrogaban. ¿Muerto? Tenía quince años. De pronto su propia mortalidad susurró entre sus huesos como una corriente de aire frío filtrada por debajo de una puerta.
—Jesús, qué barbaridad. ¿Sabes qué ocurrió?
—La Policía está investigando. Había ido al centro, a cambiar un regalo de Navidad. Empezó a cruzar Rampart Street y le atropello un viejo sedán «Ford». Nadie vio el número de la matrícula, pero sobre la puerta lateral estaban escritas las palabras «Los Dos Ases»… tal como acostumbran a pintarlas los chicos.
—Jesús —repitió Jim.
—Va a sonar el timbre —dijo Simmons.
Se alejó de prisa, deteniéndose para dispersar a un grupo de chicos congregados alrededor de una fuente de agua. Jim siguió hacia su aula, con una sensación de vacío.
Durante su hora libre abrió el expediente de Robert Lawson. La primera página consistía en una carátula de Milford High, una escuela de la que Jim nunca había oído hablar. La segunda contenía un perfil psicológico del alumno. Coeficiente intelectual corregido: 78. Algunas aptitudes manuales, pero no muchas. Respuestas antisociales al test de personalidad Barnett-Hudson. Baja puntuación de capacidad. Jim pensó agriamente que era un candidato ideal para Viviendo con la Literatura.
La página siguiente contenía los antecedentes disciplinarios. Su texto apretado era deprimente. Lawson había estado complicado en toda clase de líos.
Volvió la página, echó una mirada fugaz a la foto escolar de Robert Lawson y después la estudió con más atención. El terror se infiltró de pronto en la boca de su estómago y se enroscó allí, tibio y siseante.
Lawson miraba la cámara con hostilidad, como si estuviera posando para el expediente policial y no para el fotógrafo de la escuela. Tenía una pequeña marca de nacimiento parecida a una fresa en la barbilla.
En el lapso que transcurrió hasta la séptima hora intentó todas las explicaciones racionales. Se dijo que debía de haber miles de chicos con marcas de nacimiento rojas en la barbilla. Se dijo que el asesino que había apuñalado a su hermano hacía dieciséis años, que se cumplían precisamente ese día, ya debía de tener por lo menos treinta y dos años.
Pero la aprensión siguió acompañándole mientras subía al tercer piso. Y a ella se sumó otro temor: Esto era lo que sentías antes de tus crisis. Paladeó el fuerte sabor acerado del pánico.
El grupo habitual de chicos holgazaneaba frente a la puerta del Aula 33, y algunos de ellos entraron cuando vieron que se acercaba Jim. Unos pocos se quedaron donde estaban, hablando en voz baja y sonriendo. Vio al nuevo alumno junto a Chip Osway. Robert Lawson usaba vaqueros y unas pesadas botas amarillas… la última moda del año.
—Entra, Chip.
—¿Es una orden? —Sonrió distraídamente por encima de la cabeza de Jim.
—Sí.
—¿Me suspendió en aquel examen?
—Sí.
—Claro, ese… —El resto se perdió en un murmullo. Jim se volvió hacia Robert Lawson.
—Tú eres nuevo —le dijo—. Sólo quiero que sepas cuáles son las reglas que rigen aquí.
—Por supuesto, señor Norman. —Su ceja derecha estaba partida por una pequeña cicatriz, una cicatriz que Jim conocía. No podía equivocarse. Era absurdo, era demencial, pero también era un hecho. Dieciséis años atrás, ese chico había apuñalado a su hermano,
Aturdido, como si su voz proviniera de muy lejos, se oyó numerar las normas del curso. Robert Lawson enganchó los pulgares en su cinturón militar, escuchó, sonrió, y empezó a asentir con la cabeza, como si fueran viejos amigos.
—¿Jim?
—¿Humm?
—¿Pasa algo malo?
—No.
—¿Los chicos de Viviendo con la Literatura te siguen dando disgustos? Silencio.
—¿Jim?
—No.
—¿Por qué no te acuestas temprano esta noche? Pero no se acostó temprano.
Esa noche el sueño fue peor que otras veces. Cuando el chico de la marca de nacimiento le clavó la navaja a su hermano, le gritó a Jim, que escapaba: «El próximo serás tú, muchacho. En la panza».
Se despertó gritando.
Esa semana estaba disertando sobre Lord of the Flies, y hablaba del simbolismo, cuando Lawson levantó la mano.
—¿Robert? —dijo serenamente.
—¿Por qué me mira constantemente? Jim parpadeó y sintió que se le secaba la boca.
—¿Ve algo verde? ¿O tengo la bragueta desabrochada? Una risita nerviosa de la clase.
—No le estaba mirando, señor Lawson —respondió Jim, sin perder el aplomo—. ¿Puede explicarme por qué Ralph y Jack no se ponían de acuerdo sobre…?
—Sí me miraba.
—¿Quiere quejarse al señor Fenton? Lawson pareció reflexionar.
—No.
—Estupendo. ¿Ahora puede explicarnos por qué Ralph y Jack…?
—No lo he leído. Me parece un libro idiota. Jim sonrió tensamente.
—¿De veras? Procure recordar que mientras usted juzga el libro, el libro también le juzga a usted. ¿Alguien puede decirnos por qué discrepaban sobre la existencia de la bestia?
Kathy Slavin levantó la mano tímidamente y Lawson le echó una mirada cínica y le murmuró algo a Chip Osway. Las palabras que brotaron de sus labios parecieron ser «lindas tetas». Chip hizo un ademán de asentimiento.
—¿Kathy?
—¿No es porque Jack quería cazar a la bestia?
—Muy bien. —Giró y empezó a escribir sobre la pizarra. Apenas hubo vuelto la espalda, un pomelo se estrelló contra el encerado junto a su cabeza.
Saltó hacia atrás y giró sobre los talones. Algunos alumnos se rieron, pero Osway y Lawson se limitaron a mirarle inocentemente.
Jim se agachó y levantó el fruto.
—Debería hacérselo tragar a algún hijo de puta —manifestó, mirando hacia el fondo del aula.
Kathy Slavin lanzó una exclamación ahogada. Arrojó el pomelo a la papelera y se volvió a la pizarra.
Abrió el periódico de la mañana, mientras sorbía su café, y vio el titular en la parte inferior de la página.
—¡Dios mío! —exclamó, interrumpiendo la despreocupada cháchara matutina de su esposa. Su estómago se llenó repentinamente de astillas…
«Caída mortal de una adolescente: Ayer, a primera hora de la noche, Katherine Slavin, de diecisiete años, alumna de la Harold Davis High School, cayó o fue arrojada de la azotea del edificio de apartamentos donde vivía. La chica, que tenía un palomar en el tejado, había subido con un saco de alimento para pájaros, según explicó su madre. La Policía informó que una mujer no identificada, del vecindario, había visto a tres jóvenes que corrían por el tejado a las 18.45, pocos minutos antes de que el cuerpo de la chica (continúa en la página 3)…».
—¿Era una de tus alumnas, Jim? Pero él sólo atinó a mirarla en silencio.
Dos semanas más tarde, Simmons salió a su encuentro en el pasillo, después de que sonara el timbre del almuerzo. Tenía una carpeta en la mano y Jim sintió un vacío en el estómago.
—Un nuevo alumno —le dijo monótonamente a Simmons—. Para Viviendo con la Literatura. Simmons arqueó las cejas.
—¿Cómo lo sabes? Jim se encogió de hombros y cogió el expediente.
—Debo darme prisa —manifestó Simmons—. Los jefes del Departamento se reúnen para analizar los cursos. Pareces un poco decaído. ¿Te sientes bien?
Eso es, un poco decaído. Como Billy Steams, caído bajo las ruedas de un coche.
—Sí —respondió.
—Así me gusta —exclamó Simmons, y le palmeó la espalda.
Cuando Simmons se hubo ido, Jim abrió el expediente en la página que correspondía a la foto, crispándose por anticipado como si se preparara para recibir un golpe.
Pero la cara no le resultó familiar en el primer momento. Sólo el rostro de un joven. Quizá lo había visto antes, y quizá no. David García era un chico corpulento, de cabello negro, con labios ligeramente negroides y ojos oscuros, adormilados. El informe disciplinario revelaba que él también había estudiado en Milford High y que había pasado dos años en el reformatorio Granville. Por robar un coche. Jim cerró la carpeta con manos un poco trémulas.
—¿Sally?
Ella levantó la vista de la tabla de planchar. Jim había estado mirando un partido de baloncesto en la TV sin verlo realmente.
—Nada —murmuró Jim—. Olvidé lo que iba a decir.
—Debía de ser un embuste.
Él sonrió mecánicamente y volvió a fijar los ojos en la pantalla. Había estado a punto de contarlo todo. ¿Pero cómo podría haberlo hecho? Era peor que una locura. ¿Por dónde empezar? ¿Por el sueño? ¿Por el colapso? ¿Por la aparición de Robert Lawson?
No. Por Wayne… tu hermano.
Pero él nunca le había contado eso a nadie, ni siquiera durante las sesiones de psicoanálisis. Sus pensamientos volvieron hacia David García, y hacia el terror de pesadilla que le había envuelto en sus redes cuando se habían encontrado frente a frente en el pasillo. Era lógico que sólo le hubiera parecido vagamente familiar en la foto. Las fotos no se mueven… ni tienen tics.
García estaba junto a Lawson y a Chip Osway, y cuando levantó la cabeza y vio a Jim Norman sonrió y su párpado empezó a aletear convulsivamente y unas voces hablaron con claridad sobrenatural dentro de la cabeza de Jim.
Vamos, chico, ¿cuánto dinero llevas?
Cua-cuatro céntimos.
Mentiroso de mierda… ¡Mira, Vinnie, se ha meado encima!
—¿Has dicho algo, Jim?
—No. —Pero no estaba seguro. Tenía mucho miedo.
Un día de comienzos de febrero, después del horario de clases, alguien golpeó la puerta de la sala de profesores, y cuando Jim la abrió se encontró con Chip Osway. Parecía asustado. Jim estaba solo. Eran las cuatro y diez y ya hacía una hora que el último de los profesores se había marchado a casa. Él estaba corrigiendo una pila de deberes de Literatura Norteamericana.
—¿Chip? —dijo con tono apacible. Chip movió nerviosamente los pies.
—¿Puedo hablar un minuto con usted, señor Norman?
—Por supuesto. Pero si se trata de aquel examen, te advierto que pierdes el…
—No es por eso. Eh… ¿Puedo fumar aquí?
—Adelante.
Encendió el cigarrillo con mano ligeramente temblorosa. Permaneció casi un minuto callado. Al parecer no podía hablar. Sus labios se estremecieron, juntó las manos y entrecerró los ojos, como si una personalidad interior estuviera pugnando por expresarse.
De pronto estalló:
—Si lo hacen, quiero que sepa que yo soy totalmente ajeno. ¡Esos tipos no me gustan! ¡Son unos crápulas!
—¿Qué tipos, Chip?
—Lawson y García.
—¿Planean hacerme algo malo? —El antiguo terror de pesadilla se apoderó de él y supo cuál sería la respuesta.
—Al principio me resultaron simpáticos —continuó Chip—. Salimos juntos y tomamos algunas cervezas. Empecé a quejarme de usted y de aquel examen. Dije que me vengaría. ¡Pero eran sólo palabras! ¡Lo juro!
—¿Qué sucedió?
—Tomaron mis palabras al pie de la letra. Me preguntaron a qué hora sale de la escuela, cuál es la marca y el modelo de su coche, cosas por el estilo. Les pregunté qué tenían contra usted y García contestó que le conocían desde hace mucho tiempo… ¿Eh, se siente mal?
—El cigarrillo —murmuró con voz pastosa—. Nunca he podido acostumbrarme al humo. Chip aplastó la colilla.
—Les pregunté cuándo lo habían conocido, y Bob Lawson dijo que en aquella época yo todavía me meaba en los pañales. Pero tienen diecisiete años, como yo.
—¿Qué pasó después?
—Bien, García se inclinó sobre la mesa y dijo: «No debes de tener muchas ganas de reventarlo, ni siquiera sabes a qué hora sale de la escuela. ¿Qué planeabas hacerle?».
Entonces contesté que pensaba pincharle los cuatro neumáticos. —Miró a Jim con expresión implorante—. Ni siquiera pensaba hacer eso. Sólo lo dije porque…
—¿Porque estabas asustado? —preguntó Jim en voz baja.
—Sí, y todavía lo estoy.
—¿Qué les pareció tu idea? Chip se estremeció.
—Bob Lawson dijo: «¿Eso es lo que pensabas hacer renacuajo?». Y yo le contesté, fingiéndome bravo: «¿Y tú qué pensabas hacer? ¿Matarlo?». Y García, con un tic frenético en los párpados, sacó algo del bolsillo y lo abrió y era una navaja de resorte. Fue entonces cuando me largué.
—¿Cuándo sucedió esto?
—Ayer. Ahora tengo miedo de acercarme a esos tipos, señor Norman.
—Está bien —murmuró Jim—. Está bien. —Miró los deberes que había estado corrigiendo, pero no los vio.
—¿Qué hará?
—No lo sé —respondió Jim—. Sinceramente no lo sé.
El lunes por la mañana aún no lo sabía. Primero pensó que debía contarle todo a Sally, empezando por el asesinato de su hermano, perpetrado dieciséis años atrás. Pero eso era imposible. Le compadecería pero se asustaría y no le creería.
¿Simmons? También era imposible. Simmons pensaría que estaba loco. Y quizá lo estaba. Durante una de las sesiones de grupo a las que había concurrido, un hombre había dicho que sufrir un colapso era como romper un jarrón y pegar luego los fragmentos. Uno nunca podía volver a manipularlo con tranquilidad. No podía colocar una flor en él porque las flores necesitan agua y el agua puede disolver la cola.
¿Entonces estoy loco?
Si lo estaba, lo mismo se podía decir de Chip Osway. La idea se le ocurrió mientras subía al coche, y una oleada de excitación le corrió por el cuerpo.
¡Por supuesto! Lawson y García le habían amenazado en presencia de Chip Osway. Tal vez ese testimonio no sería válido en un tribunal de justicia, pero si conseguía que Chip repitiera la historia en el despacho de Fenton los expulsaría a ambos. Y estaba casi seguro de que podría convencer a Chip. Éste tenía sus propios motivos para querer alejarlos.
Estaba entrando en el aparcamiento cuando recordó lo que les había sucedido a Billy Stearns y Kathy Slavin.
Durante su hora libre subió al despacho y se inclinó sobre el escritorio de la secretaria de asistencia. Ésta confeccionaba la lista de ausentes.
—¿Ha venido Chip Osway? —preguntó Jim con la mayor naturalidad.
—¿Chip…? —Ella le miró dubitativamente.
—Charles Osway —corrigió Jim—. Chip es un apodo. La mujer hojeó una pila de papeles, miró uno y lo separó.
—Ha faltado a clase, señor Norman.
—¿Puede conseguirme su número de teléfono? La secretaria se insertó el lápiz en el pelo y respondió:
—Claro que sí. —Extrajo el fichero de la «O» y se lo entregó. Jim marcó el número en un teléfono del despacho. La campanilla sonó una docena de veces y él ya se disponía a colgar cuando una voz ronca, somnolienta, murmuró:
—¿Sí?
—¿Señor Osway?
—Barry Osway murió hace seis años. Soy Gary Denkinger.
—¿Usted es el padrastro de Chip Osway?
—¿Qué ha hecho Chip?
—¿Cómo dice?
—Se ha fugado. Quiero saber qué ha hecho.
—Que yo sepa, nada. Sólo quería hablar con él. ¿No sabe a dónde pudo haber ido?
—No. Yo trabajo por la noche. No conozco a ninguno de sus amigos.
—¿Se le ocurre alguna idea…?
—No. Cogió la vieja maleta y cincuenta dólares que ganó vendiendo repuestos de automóviles robados o droga o lo que vendan los chicos de hoy para conseguir dinero. Tal vez se haya ido a San Francisco a vivir como los hippies.
—Si tiene noticias de él, ¿me hará el favor de telefonearme a la escuela? Jim Norman, del Departamento de Inglés.
—Claro que sí.
Jim colgó el auricular. La secretaria le miró y esbozó una sonrisa enigmática. Jim no la devolvió.
Dos días más tarde, las palabras «abandonó la escuela» aparecieron junto al nombre de Chip Osway en la hoja de asistencia. Jim empezó a esperar que Simmons apareciera con un nuevo expediente. La espera sólo duró una semana.
Miró cansadamente la foto. Ésta no dejaba dudas. El corte en cepillo había sido remplazado por una melena larga, pero igualmente rubia. Y la cara era la misma: Vincent Corey. Vinnie, para sus amigos y sus íntimos. Miraba a Jim desde la foto, con una sonrisa insolente en los labios.
Cuando se encaminó hacia el aula donde dictaba el curso de la séptima hora, el corazón le latía lúgubremente en el pecho. Lawson, García y Vinnie Corey estaban reunidos frente a la cartelera de informaciones contigua a la puerta, y los tres se irguieron al verle acercarse.
Vinnie lució su sonrisa insolente, pero sus ojos estaban tan fríos y muertos como témpanos de hielo.
—Usted debe de ser el señor Norman. Hola, Norm. Lawson y García lanzaron unas risitas.
—Soy el señor Norman —dijo Jim, sin hacer caso de la mano que le tendía Vinnie—. ¿Lo recordará?
—Claro que lo recordaré. ¿Cómo está su hermano? Jim quedó paralizado. Sintió que se le distendía la vejiga, y oyó una voz espectral que parecía llegar de muy lejos, del extremo de un largo corredor alojado en algún lugar de su cráneo: ¡Mira, Vinnie, se ha meado encima!
—¿Qué sabe acerca de mi hermano? —preguntó con voz pastosa.
—Nada —contestó Vinnie—. No mucho. —Le sonrieron con sus peligrosas muecas vacías. Sonó el timbre y entraron en el aula.
La cabina telefónica de un drugstore, a las diez de esa noche.
—Señorita, deseo hablar con la comisaría de Policía de Stratford, Connecticut. No, no sé el número.
Tintineos en la línea. Conferencias.
El policía era el señor Nell. En aquella época canoso, quizá tenía entre cincuenta y sesenta años. Había sido difícil adivinarlo, a esa edad temprana. El padre de ellos dos había muerto, y por alguna razón el señor Nell lo sabía.
Llamadle señor Nell, chicos.
Jim y su hermano se reunían todos los días a la hora del almuerzo y entraban en el «Stratford Diner» para comer el contenido de sus bolsos. Su madre les daba una moneda para comprar leche…, porque entonces aún no la suministraban gratuitamente en las escuelas. Y a veces aparecía el señor Nell, y su cinturón de cuero crujía bajo el peso de su abdomen y de su revólver calibre 38, y les compraba sendos trozos de pastel del día.
¿Dónde estaba usted cuando apuñalaron a mi hermano, señor Nell?
—Policía de Stratford.
—Buenas noches. Me llamo James Norman, agente. Ésta es una llamada de larga distancia. —Enunció el nombre de la ciudad—. ¿Puede darme información acerca de un hombre que perteneció a esa comisaría alrededor del '57?
—Espere un momento, señor Norman. Una pausa, y después, otra voz.
—Soy el sargento Morton Livingston, señor Norman. ¿A quién desea localizar?
—Bien —respondió Jim—, los chicos le llamábamos señor Nell. ¿Eso…?
—¡Demonios, claro que sí! Don Nell ya se ha retirado. Tiene setenta y tres o setenta y cuatro años.
—¿Aún vive en Stratford?
—Sí, en Barnum Avenue. ¿Quiere su dirección?
—Y el número de teléfono, si lo tiene.
—Muy bien. ¿Usted conoció a Don?
—Acostumbraba a convidarnos a un pastel del día a mi hermano y a mí, en el «Stratford Diner».
—Caray, eso desapareció hace diez años. Aguarde un momento.
Cuando volvió le dictó una dirección y un número de teléfono. Jim los anotó, le dio las gracias a Livingston y luego colgó.
Marcó nuevamente el «O», dio el número y esperó. Cuando empezó a sonar la campanilla le invadió una súbita tensión acalorada, y se inclinó hacia delante, volviendo instintivamente la espalda a la barra de los refrescos, a pesar de que allí sólo había una adolescente rolliza leyendo una revista.
Levantaron el auricular y una voz fuerte, masculina, que no parecía en absoluto avejentada, dijo:
—¿Sí?
Esta sola palabra estimuló una polvorienta reacción en cadena de recuerdos y emociones, tan asombrosa como el reflejo pavloviano que puede ponerse en marcha al escuchar un viejo disco en la radio.
—¿El señor Nell? ¿Donald Nell?
—Sí.
—Me llamo James Norman, señor Nell. ¿Me recuerda, por casualidad?
—Sí —respondió inmediatamente la voz—. Pastel del día. Su hermano murió… fue apuñalado. Un episodio lamentable. Era un chico encantador.
Jim se dejó caer contra uno de los paneles de cristal de la cabina. La súbita descarga de la tensión le dejó tan débil como un muñeco de trapo. Se sintió a punto de contarlo todo y reprimió con vehemencia esa necesidad.
—Señor Nell, nunca atraparon a esos chicos.
—No —contestó Nell—. Pero recuerdo que hubo un desfile de sospechosos en una comisaría de Bridgeport.
—¿Le dieron los nombres de los participantes?
—No. Cuando la Policía organiza un desfile de sospechosos, sólo los identifica por números. ¿A qué se debe su interés actual, señor Norman?
—Le daré algunos nombres —dijo Jim—. Quiero saber si los asocia con el caso.
—Hijo, yo no me atrevería a…
—Es posible que sí —le interrumpió Jim, que empezaba a sentirse un poco desesperado—. Robert Lawson, David García, Vincent Corey. ¿Alguno de ellos…?
—Corey —dictaminó Nell secamente—. Lo recuerdo. Vinnie la Víbora. Sí, lo detuvimos en relación con aquel caso. Su madre le proporcionó una coartada. El nombre de Robert Lawson no me trae ningún recuerdo. Podría pertenecer a cualquiera. Pero García… lo asocio con algo. No sé bien por qué. Diablos. Estoy viejo. —Parecía indignado.
—Señor Nell, ¿hay alguna manera de averiguar qué se hizo de aquellos chicos?
—Bien, por supuesto ya no son chicos. ¿De veras?
—Escuche, Jimmy. ¿Alguno de esos chicos ha reaparecido y le está fastidiando?
—No sé. Han sucedido algunas cosas extrañas. Cosas relacionadas con el asesinato de mi hermano.
—¿Qué cosas?
—No puedo decírselo, señor Nell. Pensará que estoy loco. Su respuesta fue inmediata, contundente, interesada:
—¿Lo está? Jim hizo una pausa.
—No —contestó.
—Muy bien, puedo rastrear esos nombres recurriendo a la Brigada de Búsquedas e Investigación de Stratford. ¿Dónde podré comunicarme con usted?
Jim le dio su número de teléfono.
—Me encontrará con toda seguridad los martes por la noche.
Estaba en su casa todas las noches, pero los martes Sally concurría a su clase de cerámica.
—¿A qué se dedica ahora, Jimmy?
—Soy profesor en una escuela secundaria.
—Bien. Es posible que tarde unos días, ¿sabe? Ahora estoy retirado.
—Por la voz parece el mismo de antes.
—¡Ah, pero si pudiera verme! —Se rió—. ¿Le sigue gustando un buen trozo de pastel del día, Jimmy?
—Claro que sí —dijo Jim. Era mentira. Aborrecía el pastel del día.
—Me alegra saberlo. Bien, si esto es todo, yo…
—Falta algo más. ¿En Stratford hay una escuela llamada Milford High?
—No, que yo sepa.
—Es lo que yo…
—Aquí hay una sola cosa que se llama Milford: el cementerio Milford, en Ash Heigth Roads. Y nadie se diploma en él. —Lanzó una risita seca, que a Jim le sonó como un súbito castañeteo de huesos en una fosa.
—Gracias —se oyó decir—. Adiós.
La voz del señor Nell se extinguió. La telefonista le pidió que echara sesenta céntimos en la ranura y él obedeció mecánicamente. Giró y vio una cara horrible, achatada, apretada contra el cristal, encuadrada por dos manos abiertas, con los dedos y la punta de la nariz blancos y aplastados.
Era Vinnie, que le sonreía.
Jim gritó.
Otra vez a clase.
Viviendo con la Literatura preparaba una composición y la mayoría de los alumnos estaban inclinados sobre sus cuartillas, sudando, volcando trabajosamente al papel sus pensamientos como si talaran árboles. Todos menos tres. Robert Lawson, que ocupaba el asiento de Billy Steam, David García que ocupaba el de Kathy Slavin, y Vinnie Corey, que ocupaba el de Chip Osway. Estaban sentados con sus hojas en blanco frente a ellos, mirándole.
Un momento antes de que sonara el timbre, Jim dijo en voz baja:
—Después de clase quiero hablar un minuto con usted, señor Corey.
—Con mucho gusto, Norm.
Lawson y García lanzaron unas risitas estridentes, pero el resto de la clase no les imitó. Cuando sonó el timbre, todos entregaron sus papeles y salieron atropelladamente al pasillo. Lawson y García se rezagaron, y Jim sintió que se le crispaba el estómago.
¿Será ahora?
Entonces Lawson se despidió de Vinnie con una inclinación de cabeza.
—Te veré luego.
—Sí.
Se fueron. Lawson cerró la puerta, y desde el otro lado del vidrio esmerilado David García gritó de pronto, roncamente:
—¡Norman la chupa!
Vinnie miró hacia la puerta, y luego nuevamente a Jim, sonrió.
—Me preguntaba cuándo iríamos al grano —comentó.
—¿De veras? —dijo Jim.
—La otra noche te asusté en la cabina telefónica, ¿eh, papito?
—Ya nadie dice papito, Vinnie. No está de moda. Es una palabra que está tan muerta como Buddy Holly.
—Hablo como me place —respondió Vinnie.
—¿Dónde está el otro? ¿El del pelo rojo?
—Nos separamos, amigo. —Pero detrás de la estudiada indiferencia, Jim captó una actitud cautelosa.
—¿Está vivo, verdad? Por eso no está aquí. Está vivo y tiene treinta y dos o treinta y tres años, como deberíais tener vosotros si…
—Bleach fue siempre un pesado. No es nadie. —Vinnie se sentó detrás del pupitre y apoyó las palmas de las manos sobre los viejos grafiti. Sus ojos relampagueaban—. Amigo, recuerdo haberte visto el día de la identificación de detenidos. Parecías a punto de mearte en tus viejos pantaloncitos de pana. Vi que nos mirabas a mí y a Dave. Te eché el mal de ojo.
—Supongo que sí —murmuró Jim—. Me condenaste a dieciséis años de pesadillas. ¿No era eso suficiente? ¿Por qué más? ¿Por qué yo?
Vinnie pareció intrigado y después volvió a sonreír.
—Porque tú eres un negocio inconcluso, amigo. Hay que limpiarte.
—¿Dónde estuvisteis? —preguntó Jim—. Antes. Vinnie apretó los labios. —No hablaremos de eso. ¿Entiendes?
—¿Te cavaron una fosa, verdad, Vinnie? De dos metros de profundidad. En pleno cementerio de Milford. Dos metros de… —¡Cállate!
Se puso en pie. El pupitre se tumbó sobre el pasillo. —No será fácil —continuó Jim—. Procuraré que no os resulte fácil. —Vamos a matarte, papito. Ya verás cómo es la fosa. —Lárgate de aquí.
—Quizá tu mujercita también la verá.
—Maldito hijo de puta, si la tocáis… —Arremetió ciegamente, sintiéndose violado y aterrorizado por la mención de Sally.
Vinnie sonrió y se encaminó hacia la puerta. —No hagas olas. No hagas olas, bolas. —Se rió. —Si tocas a mi esposa, te mataré. La sonrisa de Vinnie se ensanchó. —¿Me matarás? Amigo, pensé que lo sabías. Ya estoy muerto. Se fue. Sus pisadas resonaron en el corredor un largo rato.
—¿Qué lees, cariño?
Jim mostró la cubierta del libro para que ella viera el título. Invocación de demomos. —¡Ufff! —Sally se volvió hacia el espejo para verificar su peinado. —¿Cogerás un taxi para volver a casa? —preguntó Jim. —Son sólo cuatrocientos metros. Además, caminar es bueno para mi silueta. —Alguien se metió con una de mis alumnas en Summer Street —mintió Jim—. Ella cree que querían violarla. —¿De veras? ¿A quién?
—Dianne Snow —respondió él, inventando un nombre al azar—. Es una chica decente. Coge un taxi, ¿quieres?
—Está bien —asintió Sally. Se detuvo junto a la silla de él, se arrodilló, le colocó las manos sobre las mejillas y le miró a los ojos—. ¿Qué sucede, Jim? —Nada.
—Sí, ocurre algo.
—Nada que pueda controlar.
—¿Se trata de algo relacionado… con tu hermano?
Le recorrió un escalofrío de pánico, como si se hubiera abierto una puerta interior. —¿Por qué preguntas eso?
—Anoche susurrabas su nombre en sueños. Wayne, Wayne, decías. Corre, Wayne. —No es nada. Pero mentía. Ambos lo sabían. La miró partir. El señor Nell le telefoneó a las ocho y cuarto.
—No debe preocuparse por esos tipos —anunció—. Están todos muertos. —¿De veras? —Mientras hablaba, él seguía marcando con el índice el lugar al que había llegado en Invocación de demonios.
—Un accidente de coche. Seis meses después del asesinato de su hermano. Los perseguía un policía. Frank Simón, precisamente. Ahora trabaja en Sikorsky. Probablemente gana mucho más.
—Y chocaron.
—El coche saltó de la carretera a más de ciento cincuenta kilómetros por hora y se estrelló contra un poste de alta tensión. Cuando por fin cortaron la corriente y los sacaron de allí estaban semiachicharrados.
Jim cerró los ojos.
—¿Usted vio el informe?
—Lo busqué personalmente.
—¿Decía algo acerca del coche?
—Era un automóvil deportivo.
—¿Y la descripción?
—Un sedán «Ford» negro modelo 1954. Sobre la parte lateral de la carrocería ostentaba la leyenda «Los Dos Ases».
—Tenían un compinche, señor Nell. No sé cómo se llamaba, pero su apodo era Bleach.
—Ese debía de ser Charlie Sponder —dictaminó Nell sin titubear—. Un día se blanqueó el pelo con Clorox. Lo recuerdo bien. Quedó veteado y trató de teñirlo nuevamente. Las vetas se tiñeron de anaranjado.
—¿Sabe a qué se dedica ahora?
—Está en el Ejército. Se alistó en el 58 ó 59, después de dejar embarazada a una chica del pueblo.
—¿Podría comunicarme con él?
—Su madre vive en Stratford. Ella debe saber dónde está.
—¿Puede darme la dirección de la madre?
—No, Jimmy. Sólo se la daré cuando me diga qué es lo que le preocupa.
—No puedo, señor Nell. Me creerá loco.
—Póngame a prueba.
—No puedo.
—Muy bien, hijo.
—¿Me dará…? Pero la comunicación se había cortado.
—Hijo de puta —masculló Jim, y depositó el auricular sobre la horquilla. El teléfono sonó bajo su mano y él la retiró como si lo hubiera quemado súbitamente. Lo miró, respirando con dificultad. Sonó tres veces, cuatro. Lo cogió. Escuchó. Cerró los ojos.
Un policía le puso en camino al hospital y después tomó la delantera, haciendo ulular la sirena. En la sala de urgencias había un médico joven con un bigote en cepillo. Miró a Jim con ojos oscuros, impasibles.
—Disculpe, soy James Norman y…
—Lo siento, señor Norman. Su esposa falleció a las 21.04.
Se iba a desmayar. El mundo se alejó y fluctuó y tenía un agudo zumbido en los oídos. Sus ojos vagaron sin rumbo fijo, abarcando las paredes de azulejos verdes, una camilla rodante que refulgía bajo los tubos fluorescentes del techo, una enfermera con la cofia ladeada. Es hora de refrescarse, querida. Un bedel estaba recostado contra la pared junto a la Sala de Urgencias Número 1. Usaba un uniforme blanco, mugriento, con la pechera salpicada de sangre. Se limpiaba las uñas con una navaja. El bedel levantó la vista y sonrió ante los ojos de Jim. El bedel era David García.
Jim se desmayó.
El funeral. Como un ballet en tres actos. La casa. El velatorio. El cementerio. Rostros que salían de la nada, que revoloteaban cerca de él, que volvían a perderse en el torbellino de la oscuridad. La madre de Sally, llorando desconsoladamente detrás de un velo negro. El padre de Sally, abrumado y viejo. Simmons. Otros. Se presentaban y le estrechaban la mano. Él saludaba con inclinaciones de cabeza, sin recordar los nombres. Una de las mujeres trajo la merienda, y una señora trajo un pastel de manzana, y alguien comió un trozo y cuando él entró en la cocina lo vio sobre el aparador, cortado y chorreando jugo en la fuente para pasteles, como si fuera sangre ambarina, y pensó: Debería estar rematado por una abundante cucharada de helado de vainilla.
Sintió que le temblaban las manos y las piernas, con ganas de encaminarse hacia el aparador y arrojar el pastel contra la pared.
Y entonces empezaron a irse y él se observó a sí mismo, tal como podría haberse mirado en una película casera, mientras estrechaba las manos y saludaba con inclinaciones de cabeza y decía: Gracias… Sí, lo haré… Gracias… Seguro que sí… Gracias…
Cuando se fueron, la casa volvió a ser suya. Se acercó a la repisa de la chimenea. Estaba atestada de recuerdos de su matrimonio. Un perro de felpa con ojos de lentejuelas que ella había ganado en el parque de atracciones de Coney Island, durante su luna de miel. Dos carpetas de cuero: el diploma de él, de la Universidad de Boston, y el de ella, de la Universidad de Massachusetts. Un par de dados gigantescos de espuma de goma que ella le había regalado, en son de broma, después de que él perdió dieciséis dólares en el garito de Pinky Silverstein, más o menos un año atrás. Una taza de porcelana que ella había comprado en una tienda de antigüedades de Cleveland el año pasado. En el centro de la repisa, la fotografía del día de la boda. Él la volvió hacia la pared y después se sentó en su sillón y miró la pantalla oscura del televisor. Una idea empezó a gestarse en su cabeza.
Una hora más tarde llamó el teléfono, y el timbrazo lo arrancó de su sopor. Buscó el auricular a tientas.
—Tu serás el próximo, Norm.
—¿Vinnie?
—Amigo, fue como una de esas palomas de arcilla que hay en las galerías de tiro. Apenas las tocas se pulverizan.
—Esta noche estaré en la escuela, Vinnie. En el Aula 33. Dejaré las luces apagadas. Será como aquel día bajo el viaducto. Creo que incluso podré suministrar el tren.
—¿Quieres acabar con todo, verdad?
—Eso es —asintió Jim—. Os espero.
—Es posible que vayamos.
—Iréis —dijo Jim, y colgó.
Cuando llegó a la escuela ya era casi completamente de noche. Aparcó en el lugar habitual, abrió la puerta trasera con su llave, y fue primeramente al despacho del Departamento de Inglés, situado en el segundo piso. Entró, abrió el armario de discos y empezó a revisar el contenido. Al llegar más o menos a la mitad de la pila se detuvo y extrajo uno rotulado Efectos especiales en alta fidelidad. Miró la cubierta posterior. La tercera grabación de la cara A era: «Tren de carga. 3,04.» Depositó el álbum sobre el tocadiscos estereofónico portátil del Departamento y sacó Invocación de demonios del bolsillo de su abrigo. Buscó el pasaje marcado, leyó algo y asintió. Apagó las luces.
Aula 33.
Montó el aparato estereofónico, separando los altavoces todo lo posible, y después colocó el disco del tren de carga. El estruendo brotó de la nada y aumentó de intensidad hasta poblar toda la habitación con el desapacible traqueteo de las máquinas diesel y del acero sobre el acero.
Con los ojos cerrados casi no podía convencerse de que estaba bajo el viaducto de Broad Street, caído de rodillas, observando cómo el pequeño drama feroz se encauzaba hacia su desenlace inevitable…
Abrió los ojos, detuvo el disco y volvió a depositar la aguja sobre el comienzo del surco. Se sentó detrás de su escritorio y abrió Invocación de demonios en el capítulo titulado «Espíritus maléficos y cómo invocarlos». Sus labios se movían a medida que leía, y de cuando en cuando hacía una pausa para extraer de su bolsillo determinados elementos que depositaba sobre el escritorio.
En primer término una vieja y ajada foto Kodak de él y su hermano, en el césped del frente de la casa de apartamentos de Broad Street donde habían vivido. Ambos tenían cortes de pelo en cepillo idénticos, y sonreían tímidamente en dirección a la cámara. En segundo término, un Frasquito con sangre. Había cazado un gato vagabundo y lo había degollado con su cortaplumas. En tercer término, el cortaplumas mismo. Por último, la badana de una vieja gorra del equipo infantil de béisbol: la gorra de Wayne. Jim había alimentado la secreta esperanza de que algún día él y Sally tendrían un hijo que podría usarla.
Se levantó, se acercó a la ventana y miró hacia fuera. El aparcamiento estaba desierto.
Empezó a empujar los pupitres hacia la pared, y dejó libre un círculo en el centro de la habitación. Una vez hecho esto, extrajo una tiza del cajón de su escritorio y dibujó un pentagrama en el suelo, copiando fielmente el diseño del libro con una regla.
Ahora su respiración era más jadeante. Apagó las luces, reunió sus elementos en una mano, y empezó a recitar.
—Padre de las Tinieblas, escúchame por mi alma. Soy el que te promete un sacrificio. Soy el que te implora una oscura recompensa por el sacrificio. Soy el que busca la venganza de la mano izquierda. Te traigo sangre como compromiso de sacrificio.
Desenroscó la tapa del frasco, que había contenido originariamente manteca de cacahuete, y derramó la sangre sobre el pentagrama.
Algo sucedió en la oscura aula. No habría sido posible definir lo que había ocurrido, pero la atmósfera se tornó más pesada. En ella flotaba una densidad que parecía llenar de acero gris la garganta y el estómago. El profundo silencio se dilató, se preñó con algo invisible.
Hizo lo que estipulaban los antiguos ritos.
En la atmósfera flotaba una sensación que le recordó a Jim aquella vez que había llevado a sus alumnos a visitar una inmensa planta de electricidad: la sensación de que el aire mismo estaba impregnado de energía y vibraciones. Y entonces una voz, curiosamente baja y desagradable, le habló:
—¿Qué pides?
No habría podido decir si la oía realmente o si sólo creía oírla. Pronunció dos frases.
—Es un pequeño favor. ¿Qué ofreces? Jim pronunció dos palabras.
—Ambos —susurró la voz—. El derecho y el izquierdo. ¿De acuerdo?
—Sí.
—Entonces dame lo que me pertenece.
Jim abrió el cortaplumas, se volvió hacia el escritorio, apoyó la mano derecha, abierta, sobre su superficie, y se amputó el índice derecho con cuatro vigorosos cortes. La sangre corrió sobre el secante formando oscuras configuraciones. No sintió ningún dolor. Hizo el dedo a un lado y pasó el cortaplumas a la mano derecha. Le resultó más difícil cercenarse el índice izquierdo. Sentía la mano derecha torpe y ajena, en razón de la pérdida del dedo, y el cortaplumas resbalaba continuamente. Por fin, arrojó el cortaplumas con un gruñido impaciente, quebró el hueso y se arrancó el dedo. Los levantó ambos como si fueran palillos y los lanzó dentro del pentagrama. Estalló un fogonazo fulgurante, como el de una anticuada lámpara de magnesio para fotografía. Observó que no había humo. Ni olor de azufre.
—¿Qué elementos has traído?
—Una fotografía. Una badana que se impregnó con su sudor.
—El sudor es muy valioso —dictaminó la voz, y su tono reflejó una fría avidez que hizo tiritar a Jim—. Dámelo todo.
John arrojó los elementos dentro del pentagrama. Estalló otro fogonazo.
—Excelente —dijo la voz.
—Si vienen —manifestó Jim.
No hubo respuesta. La voz había desaparecido… si es que había existido. Se acercó al pentagrama. La foto seguía en el mismo lugar, pero ennegrecida y chamuscada. La badana había desaparecido.
Desde la calle llegó un ruido, al principio débil, después más potente. Un coche, equipado con silenciadores de fibra de vidrio, que había virado primeramente por Davis Street y que ahora se aproximaba. Jim se sentó, alerta para saber si pasaba de largo o entraba en el aparcamiento.
Entró.
Pisadas en la escalera. Ecos.
La risita atiplada de Robert Lawson y después alguien que decía «¡Shhh!» y a continuación otra vez la risita de Lawson. Las pisadas se acercaron, perdieron el eco, y por fin se abrió violentamente la puerta de vidrio situada en el rellano de la escalera.
—¡Iujuuu, Normie! —gritó David García, en falsete.
—¿Estás ahí, Normie? —susurró Lawson, y después rió—. ¿Eshtásh ahí, Chally?
Vinnie no habló, pero cuando avanzaron por el corredor Jim vio sus sombras. Vinnie era el más alto y sostenía en una mano un objeto largo. Se oyó un ligero chasquido metálico y el objeto largo se alargó aún más.
Estaban junto a la puerta, con Vinnie en el medio. Todos empuñaban navajas.
—Hemos venido, amigo —dijo Vinnie en voz baja—. Hemos venido a buscar tu pellejo. Jim puso en marcha el tocadiscos.
—¡Jesús! —exclamó García, respingando— ¿qué es eso?
El tren de carga se acercaba. Casi se sentía la vibración que arrancaba de las paredes.
El ruido ya no parecía brotar de los altavoces sino del extremo del pasillo, de unos rieles situados en un punto lejano del tiempo y el espacio.
—Esto no me gusta, amigo —dijo Lawson.
—Ya es demasiado tarde —manifestó Vinnie. Se adelantó y blandió la navaja—. Danos tu dinero, papá. …vámonos… García retrocedió.
—Qué diablos…
Pero Vinnie no titubeó. Les hizo señas a los otros para que formaran un semicírculo, y tal vez la expresión que brilló en sus ojos fue de alivio.
—Vamos, chico, ¿cuánto dinero tienes? —preguntó García súbitamente.
—Cuatro céntimos —respondió Jim. Era cierto. Los había cogido de la hucha del dormitorio. El más nuevo era del año 1956.
—Embustero de mierda. … dejadlo en paz…
Lawson miró por encima del hombro y sus ojos se dilataron. Las paredes se habían tornado brumosas. El tren de carga ululaba. La luz del farol del aparcamiento se había enrojecido, como la del cartel de neón del edificio «Burrets», y titilaba contra el cielo crepuscular.
Algo salía caminando del pentagrama, algo que tenía las facciones de un niño de aproximadamente doce años. Un niño con el pelo cortado en cepillo.
García arremetió y le pegó un puñetazo a Jim, en la boca. Jim olió en su aliento una mezcla de ajo y pimientos. Todo era muy lento e indoloro.
Jim experimentó una súbita pesadez, como de plomo, en el bajo vientre, y su vejiga se distendió. Miró hacia abajo y vio que una mancha oscura se expandía sobre sus pantalones.
—¡Mira, Vinnie, se ha meado encima! —exclamó Lawson. El tono era el correcto, pero su expresión era de horror… la expresión de una marioneta que ha cobrado vida sólo para descubrir que cuelga de los hilos.
—Dejadlo en paz —dijo eso que se parecía a Wayne, pero su voz no era la de Wayne… sino la voz glacial, ávida, del ocupante del pentagrama—. ¡Corre, Jimmy! ¡Corre! ¡Corre! ¡Corre!
Jim cayó de rodillas y una mano le golpeó la espalda, buscando algo por donde cogerlo, pero no encontró nada.
Alzó la mirada y vio cómo Vinnie, con las facciones estiradas en una caricatura del odio, clavaba su navaja en eso que se parecía a Wayne, justamente debajo del esternón…, y luego gritaba, mientras su cara se replegaba sobre sí misma, carbonizándose, ennegreciéndose, transformada en algo repulsivo.
Después desapareció.
García y Lawson atacaron un momento después, se arrugaron, se carbonizaron y desaparecieron.
Jim estaba tumbado en el suelo, respirando agitadamente. El ruido del tren de carga se perdió a lo lejos.
Su hermano le estaba mirando.
—¿Wayne? —jadeó.
Y el rostro se transformó. Pareció derretirse y fundirse. Los ojos se tornaron amarillos, y le miró una horrible perversidad sonriente.
—Volveré, Jim —susurró la voz glacial.
Y desapareció.
Se levantó lentamente y detuvo el tocadiscos con la mano mutilada. Se tocó la boca. El puñetazo de García le había hecho sangrar. Atravesó el aula y encendió las luces. El recinto estaba vacío. Miró hacia el aparcamiento y vio que también estaba vacío, con excepción de un tapacubos que reflejaba la luna en una pantomima idiota. El aire del aula tenía un olor viejo y rancio: la atmósfera de las tumbas. Borró el pentagrama del suelo y empezó a alinear los pupitres para que al día siguiente su sustituto los encontrara en orden. Los dedos le dolían mucho… ¿qué dedos? Tendría que visitar a un médico. Cerró la puerta y bajó despacio por la escalera, con las manos apretadas contra el pecho. A mitad de camino, algo —una sombra, o quizá sólo una intuición— le hizo girar sobre los talones. Algo invisible pareció retroceder bruscamente.
Jim recordó la advertencia de Invocación de demonios, el peligro implícito. Quizás uno podía conseguir que se materializaran, que hicieran el trabajo que se les encomendaba. Incluso era posible librarse de ellos. Pero a veces volvían.
Reanudó la marcha por la escalera, preguntándose si la pesadilla había concluido, después de todo.