—¿Señor Renshaw?
La voz del conserje le alcanzó cuando estaba a mitad de camino en su marcha hacia el ascensor, y Renshaw se volvió impacientemente, pasando el bolso de avión de una mano a la otra. El sobre que llevaba en el bolsillo de la americana, lleno de billetes de veinte y cincuenta dólares, crujió ruidosamente. Había sido un trabajo bien ejecutado y la remuneración había sido excelente…, incluso después de descontar la comisión del 15 por ciento que retenía la Organización, como intermediaria. Ahora lo único que deseaba era una ducha caliente, un gin tonic y un buen descanso.
—¿Qué pasa?
—Un paquete, señor. ¿Quiere firmar el resguardo? Renshaw firmó, y miró pensativamente el paquete rectangular. Su nombre y la dirección del edificio estaban escritos, sobre el rótulo engomado, con una grafía puntiaguda y sesgada a la izquierda que le pareció conocida. Meció el envoltorio sobre la superficie del mostrador, de falso mármol, y algo tintineó ligeramente dentro.
—¿Quiere que lo haga enviar arriba, señor Renshaw?
—No, lo llevaré yo.
Medía unos cuarenta y cinco centímetros de largo y encajaba dificultosamente bajo su brazo. Lo depositó sobre la alfombra de felpa que cubría el suelo del ascensor e hizo girar la llave en la hendidura que correspondía al ático, sobre la hilera regular de botones. La cabina subió veloz y silenciosamente. Cerró los ojos y dejó que el trabajo volviera a proyectarse sobre la pantalla de su mente.
Todo había empezado, como siempre, con la llamada de Cal Bates:
—¿Estás disponible, Johnny?
Estaba disponible dos veces al año, y su tarifa mínima era de 10 000 dólares. Era muy competente, muy confiable, pero lo que sus clientes compraban realmente era su infalible talento de cazador. John Renshaw era un halcón humano, que la genética y el entorno habían programado para hacer dos cosas admirablemente: matar y sobrevivir.
Después de recibir la llamada de Bates, Renshaw encontró en su apartado postal un sobre de color castaño. Un nombre, una dirección, una foto. Lo grabó todo en su memoria y las cenizas del sobre y su contenido desaparecieron por el sumidero.
Esta vez el rostro había sido el de un pálido industrial de Miami que se llamaba Hans Morris, fundador y propietario de la empresa de «Juguetes Morris». Alguien había querido librarse de Morris y había recurrido a la Organización. Ésta, por intermedio de Calvin Bates, había hablado con John Renshaw. Pam. Se ruega no enviar flores al sepelio.
Las puertas se abrieron, Renshaw tomó el paquete y salió de la cabina. Abrió la puerta del apartamento y entró. A esa hora del día, las tres de la tarde, el sol de abril bañaba a raudales la sala. Se detuvo un momento, disfrutando de su tibieza, y después depositó el paquete sobre la mesa contigua a la puerta y aflojó el nudo de la corbata. Dejó caer el sobre encima del envoltorio y se encaminó hacia la terraza.
Abrió la puerta de cristal, de corredera, y salió. Hacía frío y el viento lo taladró a través del delgado abrigo. No obstante, se detuvo un momento, contemplando la ciudad con el mismo talante con que un general podría escudriñar el territorio conquistado. Los vehículos se deslizaban por las calles como escarabajos. Muy lejos, casi sepultado por la bruma dorada del atardecer, el puente de la bahía brillaba como el espejismo de un loco. Hacia el Este, prácticamente perdidas detrás de los rascacielos céntricos, se extendían las promiscuas y mugrientas casas de vecindad con su jungla de antenas de televisión de acero inoxidable. Allí arriba se estaba mejor. Mejor que en las alcantarillas.
Entró nuevamente, cerró la puerta de corredera, y se dirigió al baño para darse una larga ducha caliente.
Cuando se sentó cuarenta minutos más tarde para contemplar el paquete, con un vaso en la mano, las sombras habían avanzado sobre la mitad de la alfombra de color purpúreo, y la parte más agradable de la tarde había quedado atrás.
Era una bomba.
Claro que no lo era, pero él procedía como si lo fuera. Gracias a ello seguía vivo y alimentándose cuando tantos otros habían subido a la enorme oficina de desocupados que había en el cielo.
Si era una bomba, no tenía un mecanismo de relojería. Descansaba totalmente muda, inexpresiva y enigmática. De todos modos, en los últimos tiempos estaba más de moda el plástico. Su comportamiento era menos temperamental que el de los relojes que fabricaban Westclox y Big Ben.
Renshaw miró el matasellos. Miami, 15 de abril Cinco días atrás. De modo que la bomba no estaba montada para detonar a una hora determinada. Si ése hubiera sido el caso, habría estallado en la caja de caudales del hotel.
Miami. Sí. Y esa grafía puntiaguda y sesgada a la izquierda. Había visto una fotografía enmarcada sobre el escritorio del pálido fabricante de juguetes. La foto de una vieja bruja aún más pálida, con la cabeza envuelta en un pañuelo, una babushka, al estilo ruso. La leyenda estampada al pie decía: «Cariños de tu mejor diseñadora. Mamá».
¿Qué magnífico diseño es éste, mamá? ¿Un sistema de exterminación de fabricación casera?
Estudió el envoltorio con implacable concentración, inmóvil, con las manos cruzadas. No se hizo demasiadas preguntas, por ejemplo, cómo había averiguado su domicilio la mejor diseñadora de Morris. Las dejaba para más tarde, para cuando hablara con Cal Bates. Por el momento carecían de importancia. Con un movimiento súbito, casi distraído, extrajo de su billetera un pequeño calendario de celuloide y lo introdujo diestramente bajo el cordel que ceñía el papel marrón en todas las direcciones. Lo deslizó bajo la cinta «Scotch» que retenía una solapa. La solapa se zafó, aflojándose contra el cordel.
Hizo una pausa, observando, y después se inclinó sobre el paquete y lo olfateó. Cartón, papel, cordel. Nada más. Caminó alrededor de la mesa, se acuclilló con un movimiento ágil, y repitió la operación. El crepúsculo invadía el apartamento con dedos grises y penumbrosos.
Una de las solapas se zafó del cordel que la retenía y apareció una opaca caja verde. De metal. Con bisagras. Extrajo un cortaplumas y cortó el cordel. Éste cavó a un costado, y bastó hurgar un poco con el cortaplumas para que la caja quedara a la vista.
Era verde, con manchas negras de camuflaje, y sobre la parte delantera estaba estampada, en letras blancas, la leyenda: COFRE DEL SOLDADO JOE DE VIETNAM. Más abajo: 20 Infantes, 10 Helicópteros, 2 Tiradores con Fusiles Automáticos Browning, 2 Tiradores con Bazookas, 2 Médicos, 4 Jeeps. Más abajo: la calcomanía de una bandera. Y al pie: «Compañía de Juguetes Morris», Miami, Florida.
Estiró la mano para tocar el estuche, y enseguida la retiró. Algo se había movido dentro.
Renshaw se puso en pie, sin prisa, y retrocedió por la habitación hacia la cocina y el pasillo. Encendió las luces.
El Cofre de Vietnam se meció e hizo vibrar el papel marrón de abajo. Súbitamente se inclinó y cayó sobre la alfombra con un ruido sordo, volcado sobre un extremo. En la tapa articulada se abrió una rendija de unos cinco centímetros.
Empezaron a salir, arrastrándose, unos soldaditos de aproximadamente dos centímetros y medio de altura. Renshaw los miró sin parpadear. Su mente no se esforzó por medir la naturaleza real o irreal de lo que veía: sólo le interesaban las consecuencias posibles para su supervivencia.
Los soldados usaban minúsculos uniformes de campaña, cascos y mochilas. Llevaban diminutas carabinas cruzadas sobre los hombros. Dos de ellos miraron fugazmente a Renshaw desde el otro extremo de la habitación. Sus ojos, no mayores que puntas de lápiz, refulgían.
Cinco, diez, doce, y por fin los veinte. Uno de ellos hacía ademanes e impartía órdenes a los demás. Se alinearon a lo largo de la rendija que había abierto la caída y empujaron. La abertura empezó a ensancharse.
Renshaw levantó uno de los grandes cojines del sofá y se encaminó hacia ellos. El jefe del pelotón se volvió e hizo otros ademanes. Los restantes soldados giraron y descolgaron sus carabinas. Se oyeron unos estampidos insignificantes, casi delicados, y Renshaw sintió algo parecido a picaduras de abejas.
Arrojó el cojín. Éste los golpeó y los derribó, y después alcanzó la caja y terminó de abrirla. Una nube de helicópteros en miniatura, pintados de verde para camuflarse en la jungla, levantaron vuelo del interior del cofre, como si fueran insectos, y al alzarse produjeron un zumbido tenue y agudo, semejante al de los mosquitos.
A los oídos de Renshaw llegó un ruido débil, un ¡fut! ¡fut!, y vio que de las portezuelas abiertas de los helicópteros brotaban unos fogonazos pequeños como alfileres. Sintió pinchazos en el abdomen, el brazo derecho y el cuello. Dio un manotazo y cogió uno… y experimentó un dolor súbito en los dedos. Brotó la sangre. Las paletas giratorias los habían cortado hasta el hueso con tajos transversales. Los restantes volaron para colocarse fuera de su alcance, rondándole como tábanos. El helicóptero averiado cayó pesadamente al suelo y quedó inmóvil.
Un súbito dolor atroz en el pie le hizo gritar. Uno de los infantes estaba montado sobre su zapato y le había clavado la bayoneta en el tobillo. La carita miró hacia arriba, resollando y sonriendo.
Renshaw lo despidió de un puntapié y el cuerpecito voló a través de la habitación y se estampó contra la pared. No dejó sangre sino una mancha viscosa y purpúrea.
Se oyó una ínfima explosión restallante y esta vez el dolor espantoso le acometió en el muslo. Uno de los tiradores de bazooka había salido de la caja y de su arma se desprendía perezosamente una pequeña espiral de humo. Renshaw se miró la pierna y vio en su pantalón un agujero ennegrecido, humeante, del tamaño de una moneda de veinticinco céntimos. Por debajo, la carne se veía chamuscada.
¡El minúsculo hijo de puta me disparó!
Dio media vuelta y corrió al pasillo y después se metió en su dormitorio. Uno de los helicópteros pasó zumbando junto a su mejilla, con un afanoso batir de paletas. El débil tartajeo de un Fusil Automático Browning. Después se alejó velozmente.
El revólver que guardaba debajo de la almohada era un «Magnum» calibre 44, de dimensiones suficientes para abrir un boquete del tamaño de dos puños allí donde metiera la bala. Renshaw se volvió, sosteniendo el arma con las dos manos. Se dio cuenta, impasiblemente, de que tendría que disparar a un blanco móvil no mucho mayor que una bombilla.
Dos de los helicópteros entraron zumbando. Renshaw disparó una vez, sentado sobre la cama. Uno de los helicópteros se pulverizó. «Con éste son dos», pensó. Le apuntó al segundo… apretó el disparador…
¡Se desvió! ¡Se desvió, maldito sea!
El helicóptero le acometió describiendo un súbito arco mortal, mientras las hélices superiores de adelante y atrás giraban vertiginosamente. Renshaw entrevió a uno de los tiradores de Fusiles Automáticos Browning agazapado junto a la tronera abierta, disparando con ráfagas breves y letales. Después se arrojó al suelo y se echó a rodar.
¡Mis ojos, el hijo de puta me disparaba a los ojos!
Se levantó a medias, con la espalda apoyada contra la pared de enfrente y el revólver a la altura del pecho. Pero el helicóptero se replegaba. Pareció detenerse un momento y balancearse para demostrar que reconocía la superior potencia de fuego de Renshaw. Después desapareció en dirección a la sala.
Renshaw se puso en pie, y dio un respingo al apoyar el peso sobre la pierna herida. Sangraba profusamente. «¿Y por qué no? —pensó con amargura—. Pocas personas a las que les disparan a bocajarro con un bazooka sobreviven para contarlo».
¿De modo que mamá había sido su mejor diseñadora, eh? Había sido eso y mucho más.
Vació la funda de una almohada y la desgarró para vendarse la pierna, y a continuación cogió de la cómoda el espejo que usaba para afeitarse y se acercó a la puerta que comunicaba con el pasillo. Arrodillado, lo apoyó oblicuamente sobre la alfombra y espió hacia afuera.
Estaban instalando el campamento al pie del cofre, los muy malditos. Los soldados diminutos corrían de un lado a otro, levantando tiendas. Los jeeps de cinco centímetros de altura circulaban con aires de importancia. Un médico atendía al soldado que Renshaw había pateado. Los ocho helicópteros restantes sobrevolaban el campamento, a la altura de la mesita rodante, formando un enjambre protector.
De pronto descubrieron el espejo y tres de los infantes hincaron la rodilla en tierra y empezaron a disparar. Pocos segundos después el espejo se rompió por cuatro lugares. Vaya, vaya.
Renshaw volvió a la cómoda y cogió el gran joyero de caoba que Linda le había regalado para Navidad. Lo sopesó una vez, hizo un ademán afirmativo, y corrió hasta la puerta y salió al pasillo. Tomó impulso y lanzó la caja como si fuese una pelota de béisbol. El proyectil siguió una veloz trayectoria y derribó a los hombrecillos como en un juego de bolos. Uno de los jeeps describió dos vueltas de campana. Renshaw avanzó hasta la puerta de la sala, le apuntó a uno de los soldados caídos y lo reventó.
Otros varios se habían recuperado. Algunos estaban arrodillados y disparaban sin cesar. Otros se habían parapetado. Los restantes se habían replegado al cofre.
Las picaduras de abeja empezaron a martirizarle las piernas y el torso, pero ninguna llegaba más arriba de la caja torácica. Quizá se hallaba fuera de su radio de alcance. No importaba, porque estaba resuelto a no dejarse intimidar. Había llegado el momento decisivo.
Erró el otro disparo —eran endemoniadamente pequeños— pero el siguiente despatarró a un soldado.
Los helicópteros zumbaban ferozmente en dirección a él. Los minúsculos proyectiles se hincaban en su rostro, por encima y debajo de los ojos. Pulverizó al primer helicóptero, y después al segundo. Rayos de dolor le velaban la visión.
Los seis restantes se dividieron en dos formaciones para la retirada. Tenía la cara humedecida por la sangre y se la enjugó con el antebrazo. Ya se disponía a disparar nuevamente cuando hizo una pausa. Los soldados que se habían refugiado en el cofre salían arrastrando algo. Algo que parecía…
Hubo un chisporroteo cegador de fuego amarillo y en la pared, a su izquierda, estalló súbitamente un surtidor de madera y revoque.
¡…un lanzacohetes!
Le descerrajó un tiro, erró, dio media vuelta y corrió hacia el baño situado en el extremo del pasillo. Cerró la puerta violentamente y le echó llave. Desde el espejo del baño le miraba un indio de ojos turbios y aterrorizados, un indio alucinado por la batalla, con finos hilos de pintura roja que brotaban de agujeros del tamaño de granos de pimienta. De una de sus mejillas pendía un colgajo mellado de piel. Tenía un surco abierto en el cuello.
¡Estoy perdiendo!
Se pasó una mano trémula por el cabello. El camino que llevaba a la puerta del apartamento estaba bloqueado. Tampoco podía llegar al teléfono ni a la extensión de la cocina. Contaban con un condenado lanzacohetes, y un impacto certero le reventaría la cabeza.
¡El maldito ni siquiera figuraba en el inventario de la caja!
Empezó a inhalar una profunda bocanada de aire y la soltó con un repentino gruñido cuando un trozo de puerta, del tamaño de un puño, salió en medio de una deflagración de astillas carbonizadas. Unas llamas pequeñas refulgieron brevemente alrededor de los bordes dentados del boquete, y vio el fogonazo brillante del disparo siguiente. Una nueva avalancha de madera cayó hacia dentro, dispensando astillas incandescentes sobre la alfombra del baño. Las aplastó con el pie y dos helicópteros entraron bordoneando furiosamente por el agujero. Unas minúsculas balas de Rifles Automáticos Browning le acribillaron el pecho.
Con un alarido de cólera cerró la mano desnuda sobre uno de ellos, que le abrió una serie de tajos escalonados sobre la palma. Y obedeciendo a un súbito arranque de imaginación, nacida de la desesperación, arrojó sobre el otro una pesada toalla de baño. El aparato cayó, convulsionado, al suelo, y lo trituró con el pie. Su respiración brotaba ronca y entrecortada. La sangre se le introdujo dentro de un ojo, tibia y cáustica, y se la enjugó.
Así me gusta, malditos sean. Así me gusta. Esto los hará pensar.
En verdad, pareció hacerles pensar. No hubo más movimientos durante un cuarto de hora. Renshaw se sentó sobre el borde de la bañera, pensando frenéticamente. Tenía que haber una forma de salir de ese callejón. Tenía que haberla. Si por lo menos consiguiera flanquearlos…
Se volvió bruscamente y miró la pequeña ventana encuadrada sobre la bañera. Había un medio. Claro que lo había.
Sus ojos se posaron sobre la lata de gas para encendedor que descansaba sobre el botiquín. Estaba estirando la mano hacia ella cuando oyó un crujido.
Dio media vuelta, levantando el «Magnum»… pero sólo era una hojita de papel que se deslizaba bajo la puerta. «La ranura era demasiado angosta», pensó Renshaw lúgubremente, tanto que ni siquiera ellos podían sortearla.
Sobre el papel estaba escrita una sola palabra:
Ríndase
Renshaw sonrió ferozmente y guardó la lata de gas en el bolsillo de su pechera. Allí también encontró el cabo mordisqueado de un lápiz. Garabateó una palabra sobre el papel y volvió a pasarlo bajo la puerta. La palabra era:
MIERDA
Hubo una súbita andanada enfurecida de cohetes y Renshaw retrocedió. Los proyectiles atravesaron el boquete de la puerta y estallaron contra los azulejos de color celeste de encima del toallero, convirtiendo la elegante pared en un acribillado paisaje lunar. Renshaw se cubrió los ojos con la mano cuando el revoque voló convertido en una lluvia de esquirlas incandescentes. En su camisa aparecieron agujeros chamuscados y su espalda se cubrió de heridas.
Cuando cesó la descarga, Renshaw se puso en movimiento. Trepó sobre el borde de la bañera y abrió la ventana. Se encontró con la mirada glacial de las estrellas. Era una ventana angosta, con una estrecha cornisa al otro lado. Pero no tenía tiempo de pensar en eso.
Se izó a través de la abertura, y el aire frío le azotó como una mano abierta el rostro y el cuello lacerados. Estaba inclinado sobre el punto de apoyo de sus manos, mirando hacia abajo. Doce metros le separaban de la calle. Desde esa altura, la calzada no parecía más ancha que la vía de un ferrocarril de juguete. Las luces refulgentes y titilantes de la ciudad brillaban locamente abajo, como joyas dispersas.
Con la engañosa agilidad de un atleta entrenado, Renshaw apoyó las rodillas sobre el borde inferior de la ventana. Si uno de los helicópteros-avispas atravesaba en ese momento el boquete de la puerta, le habría bastado con lanzarle un proyectil contra el culo para hacerlo caer al vacío, aullando hasta el fin.
No apareció ninguno.
Se dio la vuelta, sacó una pierna, y se cogió del saliente superior con la mano estirada. Un momento después estaba en pie sobre la cornisa, fuera de la ventana.
Renshaw arrastró los pies hacia la esquina del edificio, esforzándose en no pensar en el alucinante abismo que se abría detrás de sus talones ni en lo que sucedería si uno de los helicópteros salía zumbando en pos de él.
Cinco metros… tres… Por fin llegó. Se detuvo, con el pecho apretado contra la pared y las manos abiertas sobre la superficie áspera. Sentía la presión de la lata de gas para encendedores dentro del bolsillo delantero y el peso reconfortante del «Magnum» insertado debajo del cinturón.
Ahora debía rodear la maldita esquina.
Deslizó parsimoniosamente un pie hasta el otro lado y depositó su peso sobre él. El filoso ángulo recto se le clavaba como una navaja en el pecho y las tripas. Frente a sus ojos, sobre la piedra rugosa, había una mancha de excremento de aves. «Jesús —pensó absurdamente—, nunca había pensado que podían volar hasta tanta altura».
Su pie izquierdo resbaló.
Durante un lapso extravagante, intemporal, vaciló sobre el borde, agitando locamente el brazo derecho para recuperar el equilibrio, y después ciñó ambas caras del edificio en un tierno abrazo, con la cara apretada contra la dura arista, mientras el aire entraba y salía espasmódicamente de sus pulmones.
Deslizó poco a poco el otro pie.
Diez metros más adelante asomaba el balcón de su sala.
Enfiló hacia allí, aspirando y espirando extenuadamente el aire. Dos veces se vio obligado a detenerse cuando unas ráfagas muy fuertes estuvieron a punto de arrancarle de la cornisa.
Hasta que al fin estuvo allí, con las manos crispadas sobre la baranda de hierro forjado.
Pasó en silencio al otro lado. Había dejado las cortinas entreabiertas sobre la puerta de corredera, de cristal, y ahora espió con cautela. Estaban tal como quería encontrarlos: dándole la espalda.
Cuatro soldados y un helicóptero habían quedado custodiando el cofre. El resto del contingente debía de estar al pie de la puerta del baño, con el lanzacohetes.
Muy bien. Pasaría como una tromba por esa puerta. Aniquilaría a los que montaban guardia junto al cofre y saldría por la puerta del apartamento. Después cogería un taxi que lo llevaría a toda velocidad al aeropuerto. Rumbo a Miami para buscar a la mejor diseñadora de Morris. Pensó que quizá se limitaría a achicharrarle la cara con un lanzallamas. Sería un acto de justicia poética.
Se quitó la camisa y arrancó un largo girón de la manga. Dejó que el resto de la prenda cayera flotando a sus pies, y arrancó con los dientes el pico de plástico de la lata de gas para encendedores. Metió dentro un extremo de la mecha improvisada, lo retiró, e insertó el otro extremo hasta que sólo quedaron fuera quince centímetros de tela embebida.
Sacó el encendedor, inhaló profundamente y accionó la ruedecilla. Acercó la llama a la mecha y cuando ésta se inflamó él terminó de abrir la puerta e irrumpió en la habitación.
El helicóptero reaccionó instantáneamente, atacándole al estilo kamikaze mientras él arremetía a lo largo de la alfombra, dejando caer goterones de fuego líquido. Renshaw lo apartó de un revés, casi insensible a la descarga de dolor que le corrió por el brazo cuando las paletas giratorias le cortaron la carne.
Los minúsculos infantes se desbandaron dentro del cofre.
A partir de ese momento todo ocurrió con mucha rapidez.
Renshaw arrojó la lata de gas. El envase se inflamó, transformándose en una bola de fuego. Un segundo después dio marcha atrás, corriendo hacia la puerta.
Nunca supo qué fue lo que le descalabró.
El ruido fue igual al que habría producido una caja de caudales al caer desde una altura respetable. Sólo que esta vez el estruendo recorrió todo el edificio, haciendo vibrar su estructura de acero como si fuera un diapasón.
La puerta del ático se desprendió de sus goznes y se estrelló contra la pared de enfrente.
Una pareja que paseaba por la calle, cogida de la mano, levantó la vista a tiempo para ver un radiante fulgor blanco, como si un centenar de luces de bengala hubieran estallado al mismo tiempo.
—Alguien ha hecho saltar un fusible —comentó el hombre—. Supongo que…
—¿Qué es eso? —preguntó la chica. El hombre atrapó con la mano estirada algo que flotaba plácidamente hacia ellos.
—Jesús, es una camisa. Y está llena de agujeritos. Y ensangrentada, además.
—Esto no me gusta nada —murmuró la chica con voz nerviosa—. ¿Quieres hacer el favor de llamar un taxi, Ralph? Si ha sucedido algo la poli me tomará declaración, y nadie sabe que estoy aquí contigo.
—Sí, claro.
El hombre miró en torno, vio un taxi y silbó. Las luces de freno se encendieron y la pareja corrió para alcanzarlo.
Detrás de ellos, sin que nadie lo viera, un papelito cayó revoloteando y fue a posarse junto a los restos de la camisa de John Renshaw. Una leyenda escrita con grafía puntiaguda y sesgada hacia la izquierda decía:
¡Eh, niños! ¡De regalo en este Cofre de Vietnam! (Sólo por un lapso limitado)
1 Lanzacohetes
20 Misiles tierra-aire
1 Arma termonuclear de escala reducida