Su pensamiento saltaba de una imagen terrible a otra igualmente tremenda: Anna desnuda y con los ojos inexpresivos, flotando, muerta, en el agua enrojecida de la bañera; Jessica Price en el teléfono: «Usted va a morir y será la fría mano del fantasma la que estará sobre su boca»; el anciano sentado en el salón, con su traje negro estilo Johnny Cash, levantando lentamente la cabeza para mirar a Jude mientras éste pasaba a su lado.
Necesitaba calmar el torbellino desatado en su cabeza, algo que por lo general conseguía haciendo un poco de ruido con las manos. Llevó la guitarra a su estudio, tocó para probarla, y no le gustó el punto de afinación del instrumento. Jude fue a un armario a buscar una cejilla y en su lugar encontró un montón de balas.
Estaban en una caja con forma de corazón, uno de los estuches amarillos que el padre solía regalar a su madre el día de los enamorados, el día de la madre, en Navidad y por su cumpleaños. Martin nunca le regaló otra cosa, ni rosas, ni anillos, ni botellas de champán. Siempre le daba la misma caja grande de bombones, comprada en el mismo establecimiento.
La reacción de la madre era tan invariable como el regalo de su marido. Siempre le dedicaba una sonrisa incómoda, delgada, con los labios apretados. Era tímida. Le daba vergüenza enseñar los dientes. Los de arriba eran postizos. Los verdaderos habían desaparecido casi de golpe. Siempre le ofrecía bombones de la caja a su marido, y éste, sonriendo orgullosamente, como si su obsequio fuera un collar de diamantes y no una caja de bombones de tres dólares, agitaba la cabeza para rechazarlos. Luego se los ofrecía a Jude.
Y el hijo siempre escogía el mismo bombón, el del centro, una cereza recubierta de chocolate. Le gustaba la explosión que se producía en la boca cuando lo mordía. Se deleitaba con el zumo de sabor ligeramente excesivo, dulce y jugoso, la textura blanda de la cereza misma. Se imaginaba que estaba sirviéndose un ojo humano cubierto de chocolate. Ya en aquellos tiempos, Jude se complacía soñando con lo peor; se deleitaba imaginando las posibilidades más horripilantes.
Encontró la caja entre un montón de cables, pedales y adaptadores, en un estuche de guitarra apoyado contra la parte posterior del armario de su oficina. No era una funda de guitarra cualquiera, sino aquella con la que había dejado Luisiana treinta años antes. La vieja y usada Yamaha de cuarenta dólares que la había habitado había desaparecido hacía ya mucho tiempo. La guitarra quedó atrás, en el escenario de San Francisco donde actuó como telonero de Led Zeppelin una noche de 1975. Había dejado muchas cosas atrás en aquellos días: su familia, Luisiana, los cerdos, la pobreza, el nombre con el que había nacido. Nunca le había dedicado demasiado tiempo a mirar hacia atrás.
Apenas sacó la caja de bombones del estuche de la guitarra, sus manos flojearon y la dejó caer. Jude supo lo que había en ella sin necesidad de abrirla. Lo tuvo claro en el instante en que la vio. Si quedaba alguna mínima duda, desapareció cuando la caja chocó contra el suelo y se oyó dentro el tintineo de los casquillos. Su simple visión hizo que retrocediera presa de un terror casi atávico, como si al meter las manos entre los cables una enorme y peluda araña le hubiera saltado sobre el dorso de la mano. No veía aquella caja de proyectiles desde hacía más de tres décadas. Recordaba con claridad que la había dejado metida entre el colchón y el somier de su cama de la infancia, allá en Moore's Corner. No la había llevado consigo cuando dejó Luisiana, y no había manera de explicar por qué estaba metida allí, en el estuche de su vieja guitarra. Pero allí estaba.
Miró la caja amarilla con forma de corazón durante un momento, y luego se inclinó para recogerla. La destapó y la volvió. Las balas se desparramaron por el suelo.
Él mismo las había coleccionado de pequeño. En aquellos días era tan aficionado a ellas como otros niños a los cromos de béisbol. Fue su primera colección. La empezó a los ocho años, cuando todavía era Justin Cowzynski, años y años antes de imaginar siquiera que llegaría a ser otra persona. Un día caminaba por el prado del este y notó que algo hacía ruido bajo sus pies. Se inclinó y recogió del barro un cartucho vacío de escopeta. Probablemente uno de los de su padre. Era otoño, la época en que el viejo cazaba pavos. Justin olió el cartucho roto y aplastado. El tufo a pólvora le produjo picor en la nariz, una sensación que seguramente fue desagradable, pero que a la vez le resultó extrañamente atractiva. Se lo llevó a casa, en el bolsillo de su pantalón de tela rústica, y fue a parar a una de las cajas de bombones vacías de su madre.
Pronto se sumaron dos balas, éstas cargadas, de una pistola calibre 38, birladas del garaje de un amigo. Después, algunos curiosos casquillos de plata que había encontrado en el tiro al blanco, y una bala de fusil de asalto británico, larga como su dedo índice. Esta última la consiguió mediante un trueque, y el precio fue alto: un ejemplar de la revista Escalofriante, pero estaba seguro de que había valido la pena. Por la noche, en su cama, pasaba horas observando las balas, estudiando la manera en que la luz de las estrellas brillaba sobre la superficie pulida del metal, oliendo el plomo de la misma forma que un hombre olería la cinta del pelo impregnada con el perfume de su amada, con aire de éxtasis, con la cabeza llena de dulces fantasías.
En su época del instituto ensartó la bala británica en un cordón de cuero y la llevó colgada del cuello, hasta que el director se la confiscó. A Jude le sorprendía no haber acabado matando a alguien en aquellos tiempos. Reunía todas las condiciones para convertirse en un francotirador escolar: hormonas, miseria, munición. La gente se preguntaba cómo era posible que pudiera ocurrir algo como lo de Columbine. Jude se preguntaba por qué no sucedía más a menudo.
Estaban todas allí: el cartucho de escopeta aplastado, las balas de plata vacías, incluso la bala de cinco centímetros del AR-15, que no debería estar allí porque el director nunca se la devolvió. Era una advertencia. Jude había visto a un hombre muerto durante la noche, el padrastro de Anna, y ésta era su manera de decirle que su misión no había terminado.
Era descabellado pensar tal cosa. Tenía que haber una docena de explicaciones más razonables para la aparición de la caja de las balas. Pero a Jude no le importaba lo que fuera razonable. No era un hombre razonable. A él sólo le importaba lo que era cierto. Había visto a un hombre muerto aquella noche. Tal vez durante algunos minutos, en la soleada oficina de Danny, había podido bloquear sus pensamientos sobre la escalofriante visión, fingir que aquello no había ocurrido. Pero sí había ocurrido.
Ya estaba más tranquilo y empezaba a considerar el asunto de las balas con serenidad. Se le ocurrió que tal vez se trataba de algo más que una advertencia. Quizá también fuese un mensaje. El hombre muerto, el fantasma, le estaba diciendo que se hiciera daño a sí mismo.
Jude pensó en el revólver Super Blackhawk que tenía en la caja fuerte, bajo su escritorio. Pero ¿qué podía hacer con él? Comprendió que el fantasma existía en primer lugar, y sobre todo, en su propia cabeza. Quizá los fantasmas aparecían siempre en las mentes, no en los lugares. Si quisiera disparar al espectro, tendría que apuntar el arma contra su propia sien.
Metió otra vez las balas en la caja de bombones de su madre y la volvió a tapar. Los proyectiles no le harían ningún bien. Pero había otra clase de municiones.
Tenía una colección de libros en el estante situado en un extremo del despacho. Versaban sobre ocultismo y fenómenos de tipo sobrenatural. Más o menos en la época en que Jude comenzó su carrera discográfica, Black Sabbath, la demoníaca banda británica de heavy metal, estaba en su apogeo, y el representante de Jude le sugirió que no le haría ningún daño insinuar que él y Lucifer tenían buenas relaciones. Jude ya había comenzado a hacer estudios de psicología de grupos e hipnosis de masas, convencido de que si los admiradores eran buenos, mejores eran lo fanáticos de algún culto. Añadió a su lista de lecturas libros de Aleister Crowley y Charles Dexter Ward, y los devoró con una cuidadosa y seria concentración, subrayando ideas y datos que le parecieron importantes.
Más adelante, después de haberse convertido en una celebridad, creyentes satánicos, neopaganos y espiritualistas, que al escuchar su música pensaron equivocadamente que compartía sus creencias cuando en realidad le importaban un bledo, ya que para él aquellas pamplinas eran como los pantalones de cuero, sencillamente parte de su circo particular, le enviaron todavía más material de lectura. Sin duda, eran documentos fascinantes: un oscuro manual para realizar exorcismos publicado por la Iglesia católica en la década de 1930; una traducción de un libro de unos quinientos años de antigüedad con salmos perversos escritos por un templario loco, y un libro de cocina para caníbales.
Jude puso la caja de balas en el estante entre sus libros, cuando ya toda intención de encontrar una cejilla y tocar algo de Skynyrd había desaparecido. Recorrió con los dedos los lomos de los libros de tapas duras. Hacía suficiente frío en el estudio como para provocar que las manos estuvieran rígidas y torpes, lo que dificultaba la tarea de hojear los volúmenes. Además, no sabía qué estaba buscando.
Dedicó mucho tiempo al intento de interpretar un denso discurso sobre animales poseídos, criaturas de intensos sentimientos muy ligadas por amor y por sangre a sus amos, y que podían comunicarse directamente con los muertos. Pero estaba escrito en un inextricable inglés del siglo XVIII, sin ningún signo de puntuación. Jude trataba de leer un párrafo esforzándose durante diez minutos, para finalmente no entender ni siquiera lo esencial. Se dio por vencido.
En otro libro se detuvo en un capítulo referido a la posesión, tanto por parte de un demonio como de un espíritu maligno. Una grotesca ilustración mostraba a un anciano tendido en la cama, entre unas sábanas desordenadas, con los ojos desorbitados por el horror y la boca muy abierta, mientras un lascivo homúnculo desnudo trepaba por sus labios, saliendo o, tal vez peor, entrando.
Jude leyó que cualquiera que abriese la puerta dorada de la muerte para echar una mirada al otro lado corría el riesgo de dejar entrar algo infernal, y que los enfermos, los viejos y los adoradores de la muerte estaban particularmente en peligro. El tono era enérgico y experto, por lo que Jude se sintió alentado a continuar, hasta que leyó que el mejor método de protección contra aquellos horrores era bañarse en orina. Jude tenía una mente abierta en lo que se refería a la depravación, pero trazaba una línea roja en lo referente a las actividades acuáticas de aquella clase, y cuando el libro se le escapó de sus manos frías no se molestó en recogerlo. En lugar de ello, lo alejó con una patada.
Leyó un texto sobre la embrujada mansión Borley, otro sobre la forma de ponerse en contacto con los espíritus afines por medio del tablero de ouija y uno más acerca de los usos esotéricos de la sangre menstrual. Leía hasta que sus ojos se le nublaban, y entonces arrojaba los libros lejos de sí, por todo el despacho. Aquellas palabras eran porquerías. Demonios, poseídos, círculos mágicos, beneficios sobrenaturales de la orina. Uno de los libros arrastró con estrépito, al ser lanzado, una lámpara del escritorio. Otro golpeó un disco de platino enmarcado, que se resquebrajó. El marco cayó de la pared, chocó con el suelo y quedó boca abajo. La mano de Jude encontró la caja de bombones llena de balas y casquillos. La lanzó contra la pared, y la munición se desparramó por el suelo ruidosamente.
Cogió otro libro, y respiró con fuerza, con la sangre hirviendo. Ahora sólo quería romper algo de inmediato, sin importarle lo que fuera. Pero se contuvo, porque el tacto de lo que tenía en la mano le resultó extraño. Miró y lo que vio fue una cinta de vídeo, negra y sin etiqueta. No se dio cuenta de inmediato de qué se trataba y tuvo que pensar un rato antes de que le viniera a la mente. Era la película pornográfica en la que alguien muere durante el acto sexual. Había estado allí guardada en el estante, con los libros, separada de los otros vídeos, durante… ¿cuánto tiempo? ¿Cuatro años? Llevaba en aquel lugar tanto tiempo que había dejado de verla entre los libros de tapas duras. Había llegado a convertirse en una parte más del montón de objetos colocados sobre los estantes.
Jude había entrado en el estudio una mañana y había encontrado a su esposa, Shannon, mirándola. Él estaba haciendo las maletas para un viaje a Nueva York y había ido a buscar una guitarra que quería llevar consigo. Se detuvo en la entrada al verla. Shannon estaba de pie frente al televisor, observando a un hombre que asfixiaba con una bolsa de plástico transparente a una adolescente desnuda, mientras otros hombres miraban.
La mujer tenía el ceño fruncido y la frente arrugada por la concentración mientras contemplaba cómo moría la niña en la película. A él no le afectaban los enojos de su esposa, porque la cólera no le impresionaba; pero había aprendido a preocuparse cuando ella estaba así, en calma, en silencio, recogida en sí misma.
—¿Esto es real? —preguntó finalmente.
—Sí.
—¿La está matando de verdad?
El miró el televisor. La muchacha desnuda había caído, floja, como sin huesos, sobre el suelo.
—Está realmente muerta. Mataron a su novio también, ¿no?
—Él lo pidió.
—Me la dio un policía. Me dijo que los dos jóvenes eran drogadictos de Texas que habían asaltado una tienda de licores y habían matado a alguien. Luego huyeron a Tijuana. Los policías dejan muchas porquerías en cualquier parte.
—El chico imploró por ella.
—Es horripilante —dijo Jude—. No sé por qué la tengo todavía.
—Yo tampoco lo sé —comentó ella. Se puso de pie y sacó la película. Permaneció observándola como si nunca antes hubiera visto una cinta de vídeo y estuviera tratando de imaginar para qué podría servir aquello.
—¿Estás bien? —preguntó Jude.
—No sé —respondió la mujer. Le dirigió una mirada vidriosa y confundida—. Y tú, ¿estás bien?
Jude no respondió. Entonces ella cruzó la habitación y pasó junto a él. Al llegar a la puerta, Shannon se detuvo y se dio cuenta de que todavía tenía en sus manos la película. La puso suavemente sobre el estante antes de marcharse. Más tarde, la criada colocó el vídeo con los libros. Fue un error que Jude nunca se molestó en corregir. No tardó mucho en olvidar que estaba allí.
Tenía otras cosas en qué pensar. Después, cuando regresó de Nueva York, encontró la casa y la parte del armario ropero dé Shannon vacías. No se había molestado siquiera en escribir una nota. Nada de explicar que su amor había sido un error o que ella amaba una versión de él que en realidad no existía, que se habían ido apartando el uno del otro cada vez más, o algo por el estilo. Ella tenía cuarenta y seis años y había estado casada antes. No hizo escenas propias de amoríos de una escuela secundaria. Cuando tuvo algo que decirle, le llamó. Cuando necesitaba algo material de él, telefoneaba su abogado.
Al mirar la cinta en ese momento no supo realmente por qué se había apegado a ella, o por qué la cinta se había apegado a él. Le pareció que debía haberla buscado y haberse deshecho de ella cuando volvió a casa y descubrió que su mujer se había ido. Ni siquiera sabía las razones por las que la había aceptado cuando se la ofrecieron. Jude coqueteó luego con la incómoda idea de que con el tiempo se había mostrado demasiado dispuesto a aceptar lo que le dieran, sin pensar en las posibles consecuencias. Eso mismo le había llevado a meterse en el problema en que se hallaba. Anna se le ofreció, y él la había recibido, y pasado el tiempo estaba muerta. Jessica McDermott Price le había ofrecido el traje del muerto, y ya era suyo. Ya era suyo.
Nunca había tenido interés alguno por poseer el traje de un muerto, ni una cinta de vídeo de mortal pornografía mexicana, ni ninguno de los otros objetos de su colección. Le pareció que todas aquellas cosas habían sido atraídas hacia él como objetos de hierro hacia un imán, y él no podía evitar atraerlos y conservarlos, como tampoco el imán podía evitar sus efectos. Pero eso sugería indefensión, y nunca había sido un hombre indefenso. Si algo debía ser estrellado contra la pared, era aquella cinta.
Pero se había quedado allí pensando demasiado tiempo. El frío reinante en el estudio se apoderó de él, de modo que se sintió cansado, sufrió el peso de la edad. Se sorprendió de que no fuera visible su propio aliento, tal era el frío que sentía. No podía imaginar nada más tonto, o más débil, que un hombre de cincuenta y cuatro años tirando sus libros en un ataque de rabia, y si había algo que despreciaba era la debilidad. Estuvo tentado de tirar al suelo la cinta y aplastarla con los pies, pero en lugar de ello se volvió y la puso en el estante. Sintió que lo más importante era recuperar la compostura, actuar, al menos por un momento, como un adulto.
—Deshazte de eso —dijo Georgia desde la puerta.