Capítulo 7

Creyó que estaría en vela sin remedio, pero se quedó dormido al clarear el día, y luego se despertó inusitadamente tarde, después de las nueve. Georgia estaba a su lado, con la pequeña mano y el delicado aliento caldeando su pecho. Salió de la cama apartándose con cuidado de ella, fue hacia el pasillo y bajó.

La guitarra estaba apoyada contra la pared, en la misma posición y el mismo sitio donde la había dejado. El simple hecho de verla hizo que su corazón se sobresaltara una vez más. Intentó fingir que no había visto lo que había visto durante la noche. Se propuso firmemente no pensar en ello. Pero allí estaba la guitarra.

Cuando miró por la ventana, descubrió el coche de Danny aparcado junto al establo. No tenía nada que decirle a su ayudante, y por tanto ninguna razón para molestarlo, pero en un instante se plantó, casi sin proponérselo, en la puerta de la oficina. No pudo evitarlo. El impulso de buscar la compañía de otro ser humano, alguien despierto y sensato, con la cabeza llena de ideas sobre las tonterías cotidianas, era irresistible.

Danny estaba hablando por teléfono, reclinado como un pacha en su sillón de escritorio, riéndose por algo que le contaban. Todavía llevaba puesta su chaqueta de ante. Jude no necesitaba preguntar por qué. Él mismo estaba cubierto con una bata sobre los hombros, abrazándose a sí mismo por debajo de ella. Un frío húmedo invadía la oficina.

Danny vio a Jude, que miraba desde la puerta, y le hizo un guiño, otro de sus hábitos de adulador al estilo de Hollywood. En aquella mañana tan particular, a Jude no le molestó el irritante ademán. El secretario advirtió algo poco habitual en la expresión de su jefe y frunció el ceño.

—¿Se siente bien? —preguntó con voz preocupada; pero Jude no respondió. No lo sabía.

Danny se deshizo del interlocutor que estaba al otro lado del teléfono e hizo girar su sillón para situarse frente al músico y dirigirle una mirada solícita.

—¿Qué ocurre, jefe? Tiene un aspecto terrible.

—Ha aparecido el fantasma —dijo Jude.

—¡No! ¿De verdad ha aparecido? —preguntó Danny con entusiasmo. Luego se abrazó a sí mismo, simulando que sufría un temblor. Al cabo de unos instantes señaló el teléfono con un gesto de la cabeza—. Estaba hablando con la gente de la calefacción. Este lugar está tan frío como una maldita tumba. Enviarán a alguien enseguida para revisar la caldera.

—Quiero llamarla.

—¿A quién?

—A la mujer que nos vendió el fantasma.

Danny bajó una ceja y levantó la otra. Era una de sus formas habituales de decir que en algún momento había perdido el hilo de lo que Jude contaba.

—¿Qué quiere decir exactamente con eso de que ha aparecido el fantasma? ¿De verdad que lo ha visto?

—Sí. El fantasma que compramos. Ha aparecido. Quiero llamarla. Necesito saber algunas cosas.

Danny se concedió unos instantes para asimilar las sensacionales noticias. Hizo medio giro hacia el ordenador y cogió el teléfono, pero su mirada permaneció fija en Jude.

—¿Seguro que se siente bien?

—No —dijo—. Voy a ocuparme de los perros. Busca su número de teléfono, por favor.

Salió cubierto sólo con el albornoz y la ropa interior, y se dirigió al exterior para sacar de sus casetas a Bon y Angus. La temperatura era baja, menos de diez grados centígrados, y el aire estaba blanqueado por una fina bruma. De todas maneras, era más llevadero que el frío húmedo y pesado de la casa. Angus le lamió la mano. Su lengua era áspera y cálida. Le resultó tan real que, por un momento, Jude tuvo un sentimiento casi doloroso de gratitud. Estaba feliz de encontrarse con los perros, con su olor a pelo mojado y su entusiasta afán de jugar. Pasaron corriendo junto a él, persiguiéndose uno a otro, y luego regresaron. Angus mordisqueaba el rabo de Bon.

Su propio padre había tratado siempre a los perros mejor que a su madre, o que al mismo Jude. Con el tiempo, a él le había ocurrido algo semejante, y poco a poco tendió a tratar a los animales mejor que a sí mismo. Había pasado la mayor parte de la infancia compartiendo la cama con perros, durmiendo con uno a cada lado, y a veces con otro más a los pies. Había sido compañero inseparable de la sucia jauría llena de pulgas propiedad de su padre. Nada le recordaba con más rapidez quién era él y de dónde venía que el olor acre de un perro. Cuando volvió a entrar en la casa se sentía más seguro, más anclado en su propio ser, su realidad habitual.

Atravesó la puerta de la oficina y vio que Danny estaba hablando por teléfono.

—Muchas gracias. ¿Puede esperar un momento, señor Coyne? —Apretó un botón y le ofreció el auricular—. Se llama Jessica Price. Vive en Florida.

Cuando Jude cogió el teléfono, se dijo a sí mismo que aquélla era la primera vez que escuchaba el nombre de la mujer. Cuando había decidido entregar dinero a cambio del fantasma, no había sentido curiosidad por saberlo. En ese momento le parecía que se trataba de una información que debía haber conocido desde el principio.

Frunció el ceño. El nombre de la mujer era del todo corriente, y sin embargo, por alguna razón, le pareció singular. No creía haberlo escuchado antes, pero era tan fácil de olvidar que resultaba difícil estar seguro.

Jude se puso el teléfono en la oreja e hizo una señal con la cabeza. Danny apretó el botón de llamada en espera para ponerlos al habla.

—Jessica. Hola. Judas Coyne.

—¿Le ha gustado el traje, señor Coyne? —quiso saber ella. Su voz tenía un delicado tono del sur, y su manera de hablar era sencilla, agradable… y algo más. Parecía ocultar una promesa dulce y graciosa, algo parecido a una burla.

—¿Qué aspecto tenía? —preguntó Judas a su vez. Nunca había sido persona propensa a dar rodeos para llegar al tema que le interesaba—. Me refiero a su padrastro.

—Reese, querida —dijo la mujer, hablando con otra persona, no con Jude—. Reese, ¿quieres apagar la televisión e ir afuera?

—Una niña, lejos del teléfono, emitió una protesta sombría. —Porque estoy en el teléfono.

—La niña dijo algo más. —Porque es privado. Vamos, ahora vete. Vete.

—Se oyó una puerta que se cerraba de golpe. La mujer suspiró, y habló de nuevo con Jude en tono divertido: —Ah, estos niños. En fin. ¿Lo ha visto usted? ¿Por qué no me dice qué aspecto cree usted que tiene, y yo le aclaro si era él o no?

Estaba jugando con él. Vaya. Menudo atrevimiento, jugar con él.

—Lo voy a devolver —dijo Jude.

—¿El traje? Envíelo. Usted puede enviarme el traje. Eso no quiere decir que el fantasma vuelva también. No hay reembolso, señor Coyne. No hay cambios.

Danny miraba fijamente a Jude con una sonrisa perpleja y la frente arrugada, reflexiva. Entonces el viejo cantante sintió su propia respiración, áspera y profunda. Luchó en busca de palabras. No sabía qué decir.

Ella habló primero.

—¿Hace frío allí? Apuesto cualquier cosa a que hace frío. Hará mucho más frío antes de que todo haya terminado.

—¿Qué es lo que está buscando usted? ¿Más dinero? No lo conseguirá.

—No sea tonto. Ella regresó a su hogar para suicidarse —dijo aquella Jessica Price, de Florida, cuyo nombre era desconocido para él, pero tal vez no tanto como le habría gustado. La voz había perdido repentinamente, sin previo aviso, el tono festivo—. Después de hablar con usted, se cortó las venas de las muñecas en la bañera. Nuestro padrastro fue quien la encontró. Ella habría hecho cualquier cosa por usted, y usted la despreció como si fuera basura.

Florida.

Florida. Jude sintió un malestar repentino en la boca del estómago, una sensación de pesadez fría, enfermiza. En ese mismo momento, su cabeza pareció aclararse, eliminando las telarañas del agotamiento y del miedo supersticioso. Aquella chica siempre había sido Florida para él, pero su nombre era realmente Anna May McDermott. Adivinaba el futuro, conocía el tarot y la quiromancia. Ella y su hermana mayor habían aprendido esas artes de su padrastro. Era hipnotizador de profesión, el último recurso de fumadores y damas gordas descontentas consigo mismas que querían librarse de los cigarrillos y las golosinas. Pero durante los fines de semana el padrastro de Anna trabajaba como zahori y usaba su péndulo de hipnotizador, una navaja de plata colgada de una cadena de oro, para encontrar objetos perdidos e indicar a la gente dónde debía perforar sus pozos. Lo colgaba sobre los cuerpos de los enfermos para purificar sus auras y frenar sus hambrientos cánceres, para hablar con los muertos, haciéndolo oscilar sobre un tablero de ouija. Pero el hipnotismo era lo que le daba de comer: «Usted puede relajarse ahora. Puede cerrar los ojos. Sólo escuche mi voz».

Jessica Price estaba hablando otra vez.

—Antes de que mi padrastro muriera, me dijo lo que tenía que hacer. Debía ponerme en contacto con usted y enviarle su traje. Me dijo lo que ocurriría después. Me aseguró que él se ocuparía de usted, maldito hijo de puta sin talento.

Era Jessica Price, no McDermott, porque se había casado y luego había enviudado. Jude creía recordar que su marido era un reservista que resultó muerto en Tikrit. Anna se lo contó en una ocasión. No estaba seguro de que la chica hubiera mencionado alguna vez el apellido de casada de su hermana mayor, aunque sí le había contado que Jessica había seguido los pasos de su padrastro y practicaba también el hipnotismo. Según Anna, su hermana ganaba casi setenta mil dólares al año.

—¿Por qué tenía que comprar el traje? —quiso saber Jude—. ¿Por qué no me lo envió sencillamente?

—La calma de su propia voz fue motivo de satisfacción para él. Parecía más tranquilo que su interlocutora.

—Si usted no pagaba, el fantasma no le pertenecería realmente. Tenía que pagar, era imprescindible. Y… vaya, vaya…, le aseguro que pagó, y va a pagar. Pagará un precio muy alto.

—¿Cómo sabía usted que yo lo compraría?

—Yo le envié un correo electrónico, ¿no? Anna me contó todo lo relativo a su pequeña y enfermiza colección…, sus perversas porquerías ocultas. Me imaginé que no resistiría la tentación.

—Otra persona podría haberlo comprado. Otros participantes en la subasta…

—No había otros. Sólo usted. Yo misma inventé todos esos compradores. El remate no tendría lugar hasta que usted hiciera su oferta. ¿Le gusta lo que ha comprado? ¿Es lo que se imaginaba? Bueno, bueno. Le espera mucha diversión. Voy a gastar los mil dólares que me ha pagado por el fantasma de mi padrastro en flores para el funeral que se celebre por usted. Será una bonita ocasión.

«Puedo largarme perfectamente —pensó Jude—. Sencillamente, puedo abandonar la casa. Dejar aquí el traje del muerto y al muerto también. Irme con Georgia de viaje a Los Ángeles. Bastaría con llenar un par de maletas y tomar un avión. Danny puede organizarlo en menos de tres horas. Danny puede…».

Como si lo hubiera dicho en voz alta, Jessica Price replicó:

—Intente escapar, sin más. Márchese a un hotel. Vea lo que ocurre. Vaya a donde vaya, él estará allí. Cuando usted despierte, él estará sentado al pie de su cama.

—La mujer empezó a reírse. —Usted va a morir y será la fría mano del fantasma la que estará sobre su boca cuando eso ocurra.

—De modo que Anna estaba viviendo con usted cuando se suicidó —dijo él. Todavía dueño de sí, todavía perfectamente en calma.

Una pausa. La enfadada hermana se había quedado sin aliento, necesitaba un respiro para poder contestar. Jude podía escuchar el ruido de fondo de un aspersor funcionando, los gritos de niños en la calle.

—Era el único rincón que le quedaba —explicó finalmente Jessica—. Estaba deprimida. Ella siempre se deprimía, pero con usted fue peor. Estaba demasiado triste como para salir, buscar ayuda, ver a alguien. Usted hizo que se odiara a sí misma. Usted consiguió que ella quisiera morir.

—¿Qué le hace pensar que se mató por mi culpa? ¿Nunca se le ha ocurrido a usted pensar que quizá fue el placer de su compañía lo que la llevó al límite? Si yo tuviera que escucharla a usted todo el día, probablemente también querría cortarme las venas.

—Va a morir, téngalo por seguro —vaticinó ella con seguridad.

La interrumpió:

—Cambie de discurso. Y mientras lo hace, le propongo otra cosa para pensar. Conozco personalmente a unos cuantos espíritus furiosos. Montan en Harleys, viven en remolques, consumen anfetaminas, golpean a sus hijos y les disparan a sus esposas. Usted los llama gusanos. Para mí son admiradores. Veré si encuentro algunos que vivan cerca de usted para que le hagan una visita.

—Nadie le ayudará —replicó ella, con voz ahogada y temblorosa de ira—. Su marca negra infectará a cualquiera que se una a su causa. No sobrevivirá, ni lo hará cualquiera que le ayude o le consuele. —Hablaba con furia contenida, como si estuviera recitando, como si fuera un discurso ensayado, lo cual quizá fuese cierto—. Todos huirán de su lado o serán destruidos, exactamente igual que usted será aniquilado. Se va a morir solo, ¿me comprende? Solo.

—No esté tan segura. Si he de caer, tal vez quiera hacerlo en compañía —replicó Jude—. Y si no puedo conseguir ayuda, quizá vaya yo mismo a verla. —Y colgó el teléfono con un golpe.