No estaba dormido, pero creía estarlo cuando la puerta se abrió haciendo un ligero ruido metálico. Se dio la vuelta, preguntándose qué persona muerta, qué leyenda del rock o qué espíritu animal le visitaría en aquel momento. Pero sólo se trataba de Nan Shreve, que vestía una falda marrón formal, una chaqueta de traje y medias de nailon de color carne. Llevaba unos zapatos de tacones altos en una mano, y se deslizó rápidamente, caminando de puntillas. Cerró la puerta detrás de sí, procurando no hacer ruido.
—He entrado a escondidas —dijo, arrugando la nariz y haciéndole un guiño—. Se supone que no debería estar aquí todavía. Nan era una mujer pequeña, fibrosa, cuya cabeza apenas le llegaba al pecho a Jude. Era socialmente torpe, no sabía cómo sonreír. Su sonrisa parecía una imitación rígida, penosa, y no proyectaba ninguna de las cosas que se supone que debe transmitir: confianza, optimismo, calor, placer, afecto. Andaba por los cuarenta y tantos años, estaba casada, tenía dos hijos y llevaba siendo su abogada casi una década. Pero además eran amigos desde mucho antes, desde la época en que ella no tenía más de veinte años. Tampoco entonces sabía cómo sonreír, y en aquellos días ni siquiera lo intentaba. En aquella época estaba sumamente tensa, y podría decirse que era mala; además, entonces él no la llamaba Nan.
—Hola, Tennessee —la saludó Jude—. ¿Por qué se supone que no debes estar aquí?
Había comenzado a acercarse a la cama, pero vaciló al escucharlo. Él no había tenido la intención de llamarla Tennessee, lo había dicho sin pensar. Estaba cansado. Ella pestañeó, y por un momento su sonrisa pareció todavía más desdichada que de costumbre. Luego retomó el paso, llegó junto a la cama y se ubicó en una silla de plástico, a su lado.
—He estado intentando buscar a Quinn en el vestíbulo —explicó, mientras se ponía los zapatos—. Es el detective a cargo de la investigación de lo ocurrido. Pero se va a retrasar. He pasado junto a un terrible accidente en la autopista, y me ha parecido ver su coche parado en la cuneta, de modo que debe de haberse detenido para ayudar a la policía del estado.
—¿De qué se me acusa?
—¿Por qué habría que acusarte a ti? Tu padre, Jude, tu padre te atacó. Os atacó a los dos. Tienes suerte de no haber muerto. Quinn sólo quiere una declaración. Cuéntale lo que ocurrió en la casa de tu padre. Dile la verdad. —Lo miró a los ojos y luego comenzó a hablar con sumo cuidado, como una madre que repite instrucciones simples, pero importantes, a su hijo—: Tu padre estaba totalmente desconectado de la realidad. Suele ocurrir. Se llama demencia senil. Os atacó a ti y a Marybeth Kimball, y ella lo mató, para salvaros. Eso es todo lo que Quinn quiere escuchar. Simplemente, lo que ocurrió. En los últimos momentos, su conversación había dejado por completo de ser amistosa y sociable. La sonrisa de yeso había desaparecido, y él estaba otra vez con Tennessee, la de ojos fríos, la dura, la Tennessee rígida y temible. La abogada, la profesional, recordaba a la joven de hacía veinte años. El herido asintió con la cabeza—. Quinn podría hacerte algunas preguntas sobre el accidente que te arrancó el dedo —dijo ella—. Y mató al perro. El perro muerto en tu coche.
—No comprendo —dijo Jude—. ¿No quiere hablar conmigo sobre lo que ocurrió en Florida?
Ella pestañeó rápidamente, y por un momento le estuvo mirando con gesto de inconfundible perplejidad. Luego la mirada de ojos fríos se reafirmó y se volvió todavía más fría.
—¿Sucedió algo en Florida? ¿Algo que yo deba saber, Jude?
De modo que no había ninguna orden judicial contra él en Florida. Eso no tenía sentido. Había atacado a una mujer y a su hija, le habían disparado, se había producido una colisión de vehículos… Pero si fuera un hombre buscado en Florida, Nan ya estaría al tanto de ello. Ya estaría pensando en su declaración.
La letrada continuó:
—Viniste al sur para ver a tu padre antes de que falleciera. Tuviste un accidente al llegar a su granja. Mientras paseabas al perro por el arcén de la carretera, los dos fuisteis atropellados. Una inimaginable secuencia de hechos desdichados, eso fue lo que ocurrió. Ninguna otra cosa tiene sentido.
La puerta se abrió y Jackson Browne curioseó el interior de la habitación. Jude le vio una marca roja de nacimiento en el cuello, una mancha rojiza con la forma irregular de una mano de tres dedos. Cuando habló, su voz era una especie de bocina de bufón, con los tonos propios de un campesino sureño:
—Señor Coyne. ¿Todavía con nosotros?
—Su mirada penetrante saltó de Jude a Nan Shreve, que estaba junto a él. —Su empresa discográfica estará desilusionada. Supongo que ya estaban preparando el disco de homenaje—. Al decirlo empezó a reírse, hasta que tosió y pestañeó con los ojos llorosos—. Señora Shreve, no la he visto en el vestíbulo. —Lo dijo en un tono bastante jovial, pero la manera en que la miró, con los ojos entrecerrados y suspicaces, sonaba casi como una acusación—. Tampoco la enfermera de recepción. Dijo que no la había visto.
—He saludado con la mano al entrar —explicó Nan.
—Entre —le invitó Jude—. Nan me ha dicho que quiere hablar conmigo.
—Debería arrestarlo —dijo el detective Quinn.
El pulso de Jude se aceleró, pero su voz, cuando habló, era suave y apacible:
—¿Por qué?
—Por sus últimos tres discos —dijo Quinn—. Tengo dos hijas, y los escuchan todo el tiempo, a todo volumen, hasta que las paredes tiemblan y los platos tintinean y yo noto que estoy al borde de perpetrar actos de violencia doméstica, ¿me comprende? Y además contra mis encantadoras y divertidas hijas, a las que no sería capaz de dañar en condiciones normales. —Suspiró, usó la corbata para secarse la frente, se acercó al pie de la cama. Le ofreció a Jude el último chicle que le quedaba. Cuando el cantante lo rechazó, Quinn se lo metió rápidamente en la boca y empezó a mascar—. En fin. Uno tiene que amarlas hagan lo que hagan, sin que importe lo mucho que te saquen de quicio a veces.
—Así es —confirmó Jude.
—Sólo unas pocas preguntas —comenzó Quinn, sacando una libreta del bolsillo interior de su chaqueta—. Empecemos por lo ocurrido antes de que llegara a la casa de su padre. Tuvo un accidente y el conductor se fugó, ¿no? Un día horrible para usted y su amiga, ¿eh? Y luego su padre le ataca. Por supuesto, por su aspecto y las condiciones en las que él se encontraba, pensaría que era… No sé. Un asesino que venía a saquear su granja. Un espíritu maligno. De todas maneras, no entiendo por qué no fue a un hospital después del accidente en el que perdió el dedo.
—No hay misterio —respondió Jude—. No estábamos lejos de la casa de mi padre, y yo sabía que mi tía estaba allí. Es enfermera titulada.
—¿Ah, sí? Cuénteme cómo era el coche que lo atropello.
—Una furgoneta —explicó Jude—. Una furgoneta. —Miró a Nan, que asintió levemente con la cabeza, observándole con sus ojos atentos y seguros. Jude respiró profundamente y empezó a mentir.