Insperadamente apareció en los pasillos un hombre de un metro ochenta y cinco de estatura, de más de cien kilos de peso, cincuenta y cuatro años de edad, una enorme barba negra de mechones enredados y un camisón de hospital aleteando abierto atrás, dejando a la vista un culo de escuálidas nalgas sin pelos. El médico trotaba a su lado y las enfermeras se movían a su alrededor, tratando de hacerlo regresar a la habitación, pero él seguía dando zancadas, con la bolsa de suero todavía en el brazo, balanceándose junto a él, colgada de un soporte metálico con ruedas. Jude estaba lúcido, totalmente despierto. Las manos no le molestaban, respiraba bien. Mientras avanzaba, empezó a gritar el nombre de ella. Su voz era asombrosamente buena, de cantante.
—Señor Coyne —decía el médico—. Señor Coyne, ella todavía no está del todo bien… Usted tampoco se encuentra en condiciones…
Bon pasó corriendo junto a Jude por el pasillo, y giró a la derecha en la esquina siguiente. El enfermo aceleró el paso. Llegó al extremo y miró al otro pasillo, justo a tiempo de ver a Bon atravesando una puerta doble, a unos seis metros. Se cerró detrás de la perra, moviéndose sobre sus bisagras neumáticas. El panel iluminado encima de la puerta decía: «Unidad de Cuidados Intensivos».
Un oficial de seguridad, bajo y regordete, se interponía en el camino de Jude pero el cantante le evitó, y el policía contratado tuvo que trotar y agitarse para alcanzarlo. No tuvo éxito. Jude empujó las puertas y entró en la Unidad de Cuidados Intensivos. Bon acababa de desaparecer en una habitación oscura, a la izquierda.
Entró directamente detrás de ella. No se veía a Bon por ninguna parte, pero Marybeth estaba en la única cama del lugar, con vendas en la garganta, un tubo de aire metido en las narices y diversas máquinas emitiendo alegremente agudos pitidos en la oscuridad, alrededor de ella. Sus ojos se abrieron como hinchadas ranuras cuando Jude entró llamándola por su nombre. Su aspecto era terrible. Tenía la tez brillante y pálida, estaba escuálida. Al verla así, su corazón se contrajo en una dulce convulsión. Se detuvo junto a ella, al borde del colchón, envolviéndola en sus brazos, acariciando su piel de seda, sintiendo sus huesos, que parecían varillas huecas. Puso la cara sobre el cuello herido de la joven, entre su pelo, aspirando profundamente. Necesitaba su olor, porque era la prueba de que estaba allí, que era real, que estaba con vida. Una de las manos de la chica se alzó débilmente a su lado, se deslizó por su espalda. Los labios de la mujer estaban fríos, y temblaron cuando él los besó.
—Pensé que estabas muerta —dijo Jude—. Viajábamos en el Mustang otra vez, con Anna, y creí que estabas muerta.
—Ah, mierda —susurró Marybeth, con una voz apenas más fuerte que el aliento—. Salí del coche. Harta de estar todo el tiempo metida en automóviles. Jude, ¿crees que cuando regresemos a casa podremos ir en avión?