Jude estuvo perdiendo y recuperando el conocimiento durante veinticuatro horas.
Una de las veces que despertó vio a su abogada, Nan Shreve, en la puerta de la habitación del hospital. La mujer hablaba con Jackson Browne. Jude lo había conocido unos años antes, en la entrega de los Premios Grammy. Aquel día había salido discretamente, a mitad de la ceremonia, para hacer una visita al lavabo de caballeros, y mientras estaba orinando, levantó la vista casualmente y descubrió a Jackson Browne en el mingitorio de al lado. Sólo se habían saludado con un movimiento de cabeza, no habían llegado a cruzar ni una palabra, ni siquiera para decirse hola, de modo que Jude no podía imaginar qué estaba haciendo en ese momento en Luisiana. Tal vez tenía que dar un concierto en Nueva Orleans y, al enterarse de que Jude había estado a punto de morir, se había acercado para expresar su solidaridad. A lo mejor era el comienzo de una procesión de visitas de estrellas del rock and roll, para decirle que tuviera fuerzas y siguiera adelante. Jackson Browne estaba vestido de manera conservadora —chaqueta azul, corbata— y llevaba un escudo dorado en el cinturón, junto a un revólver enfundado. Jude dejó que sus párpados se cerraran.
Tenía una percepción oscura y amortiguada del paso del tiempo. Cuando despertó otra vez, otra estrella de rock estaba sentada junto a él: Dizzy. Con los ojos cubiertos por garabatos negros, su rostro todavía demacrado por el sida. Le tendió la mano y Jude se la cogió.
—Tenía que venir, hombre. Tú estuviste en su momento conmigo.
—Me alegro de verte —dijo Jude—. Te he echado mucho de menos.
—¿Disculpe? ¿Decía algo? —preguntó la enfermera, que estaba al otro lado de la cama.
Jude levantó la vista hacia ella. No se había dado cuenta de que la mujer estaba allí. Cuando volvió a mirar a Dizzy, descubrió que su mano colgaba vacía. No había nadie.
—¿A quién le está hablando? —quiso saber la enfermera.
—A un viejo amigo. No le había visto desde que murió.
Ella suspiró ruidosamente.
—Me temo que tenemos que reducir su dosis de morfina.
Después, Angus se paseó por la habitación y desapareció debajo de la cama. Jude lo llamó, pero el perro nunca salió. Simplemente se quedó debajo del enorme lecho de hospital, golpeando con el rabo contra el suelo, marcando una especie de latido constante que acabó acompasándose con el ritmo del corazón de Jude.
El cantante no sabía qué muerto o famoso se presentaría a continuación, y se sorprendió cuando abrió los ojos y descubrió que tenía la habitación para él solo. Estaba en el cuarto o quinto piso de un hospital de las afueras de Slidell. Más allá de la ventana estaba el lago Pontchartrain, azul y frío, iluminado por la luz de la última hora de la tarde. La orilla estaba llena de grúas y un viejo y oxidado buque petrolero ponía rumbo al este. Por primera vez se dio cuenta de que podía percibir el débil sabor salobre del agua. Jude lloró.
Cuando logró recuperar el control de sí mismo, llamó a la enfermera. En su lugar, acudió un médico, un negro cadavérico, de ojos tristes, inyectados en sangre, y la cabeza afeitada. Con voz baja y áspera, empezó a informar a Jude sobre su situación.
—¿Alguien ha llamado a Bammy? —preguntó Jude.
—¿Quién es?
—La abuela de Marybeth. Si nadie la ha llamado, quiero ser yo quien se lo diga. Bammy debe saber lo que ha ocurrido.
—Si usted puede decirnos su apellido y un número de teléfono, o una dirección, haré que una de las enfermeras la llame.
—Debo ser yo.
—Usted ha pasado muy malos momentos. Creo que, en el estado emocional en que se encuentra, una llamada suya podría alarmarla.
Jude se quedó mirando al médico, sin entender.
—¿Cree usted que la alarmará menos recibir de un extraño las tristes noticias sobre la persona que más quiere en el mundo?
—Exactamente. Ésa es la razón por la que preferimos hacer la llamada nosotros —dijo el médico—. Es la clase de noticia que no queremos que la familia reciba de cualquier manera. En la primera llamada telefónica a los parientes, nos preocupamos por centrarnos en lo positivo.
Jude sintió que todavía estaba enfermo. La conversación tenía un toque de irrealidad que él asociaba a la fiebre. Agitó la cabeza y empezó a reírse. Luego se dio cuenta de que estaba llorando otra vez. Se enjugó la cara con manos temblorosas.
—¿En qué cosas positivas van a centrarse en este caso? —preguntó.
—Las noticias podrían ser peores —explicó el médico—. Por lo menos, ahora está estable. Y su corazón sólo se paró unos pocos minutos. Hay gente que ha estado muerta durante más tiempo. Debe de haber solamente un mínimo…
Pero Jude no escuchó el resto.