Capítulo 44

Aquí estamos. Tú y yo. Ambos apartados de nuestro camino.

El fantasma hablaba, pero sus labios se movían sin emitir sonido alguno. Su voz sólo existía en la cabeza de Jude. Los botones de plata de la chaqueta de su traje negro brillaban en la oscuridad.

—Sí —dijo Jude—. La diversión no puede ser eterna, tiene que terminar en algún momento.

—¡Todavía lleno de bríos! Vaya, vaya.

Craddock puso una flaca mano sobre el tobillo de Martin y la pasó, sobre la sábana, a lo largo de la pierna. El moribundo tenía los ojos cerrados, pero su boca seguía abierta, con la mandíbula floja y el aliento todavía saliendo y entrando con silbidos agudos, más mecánicos que humanos.

—Mil quinientos kilómetros después, y sigues cantando la misma canción.

La mano de Craddock se deslizó sobre el pecho de Martin. Era algo que parecía estar haciendo casi sin pensar en ello. No miró ni una sola vez al anciano, que luchaba por conquistar sus últimos suspiros allí en la cama, junto a él.

—Nunca me gustó tu música. Anna solía escucharla con un volumen tan alto que haría que a una persona normal le sangraran los oídos. ¿Sabes que hay un camino que une este lugar y el infierno? Yo mismo lo he recorrido. Muchas veces ya. Y te diré una cosa, en ese camino hay sólo una estación, y lo único que tocan allí es tu música. Supongo que ésa es la manera que tiene el diablo de castigar a los pecadores.

El muerto reía con siniestras carcajadas.

—Deja tranquila a mi amiga —dijo Jude.

—Oh, no. Ella estará sentada entre nosotros mientras marchamos por el camino de la noche. Ya ha llegado demasiado lejos contigo. No podemos dejarla atrás ahora.

—Te digo que Marybeth no tiene nada que ver con esto.

—Pero no tienes nada que decirme, hijo. Soy yo quien te dice las cosas a ti. Vas a asfixiarla hasta que muera, y yo estaré observando. Dilo. Dime cómo va a ocurrir eso.

Jude pensó: «No lo haré», pero mientras lo estaba pensando, dijo:

—Voy a asfixiarla. Tú vas a mirar.

—Ahora tocas la música que me gusta.

Jude pensó en la canción que había compuesto el otro día, en el motel de Virginia. Recordó cómo sus dedos habían sabido dónde estaban los acordes adecuados, y la sensación de tranquilidad y fuerza que lo había invadido mientras tocaba. Se sintió en un entorno de orden y control, tuvo la impresión de que el resto del mundo estaba muy lejos, mantenido a distancia por su propia pared invisible de sonidos. Pensó en lo que Bammy le había dicho: «Los muertos ganan cuando uno deja de cantar». Y, en su visión, Jessica Price había dicho que Anna cantaba cuando estaba en trance para impedir que la obligara a hacer cosas que no quería hacer, para cortar el paso a las voces que no deseaba escuchar. De repente, el muerto le dio una orden:

—Levántate. Basta ya de holgazanear. Tienes cosas que hacer en la otra habitación. Tu amiga te está esperando.

Pero Jude ya no le escuchaba. Estaba concentrado en la música que había en su cabeza, oyéndola tal como iba a sonar cuando la hubiera grabado con una banda. Percibía en su interior el suave golpear de los platillos y los tambores, el profundo y lento pulso del bajo. El anciano fantasma le estaba hablando, pero Jude descubrió que cuando fijaba la mente en su nueva canción podía ignorarlo casi completamente.

Pensó en la radio del Mustang, la vieja, la que había arrancado del salpicadero para poner en su lugar un receptor por satélite XM y un reproductor de discos DVD. La radio original había sido un receptor de onda media con tapa frontal de vidrio, que brillaba con un extraño color verde que iluminaba el asiento del conductor del coche como si fuera un acuario. En su mente, Jude podía escuchar su propia canción como si saliera de ella, podía escuchar su propia voz gritando la letra sobre el vibrante fondo, con eco, de la guitarra. Eso se oía en una emisora. La voz del viejo estaba en otra, tapada por la anterior. La segunda era una lejana radio sureña, de medianoche, de esas que hablan de Jesús, de esas que siempre tienen a alguien parloteando, cuya recepción no era demasiado buena, de modo que únicamente se oían una o dos palabras de vez en cuando, mientras el resto del tiempo sólo llegaban oleadas de interferencias.

Craddock le había dicho que se levantara. Pasó un momento hasta que Jude se dio cuenta de que no le había obedecido.

—Levántate, te digo.

Jude empezó a moverse…, pero enseguida se detuvo. En su mente estaba en el asiento del conductor, reclinado, con los pies saliendo por la ventanilla, y en la radio se escuchaba su tema, mientras los grillos cantaban en la tibia oscuridad del verano. Estaba tarareando para sí mismo y un momento después se dio cuenta de ello. Era un murmullo suave, fuera de tono, pero de todas maneras identificable como la nueva canción.

—¿No oyes lo que te estoy diciendo, hijo?

Jude no escuchaba las preguntas del muerto. Podía darse cuenta de lo que Craddock estaba diciendo porque le veía los labios mientras su boca formaba claramente las palabras. Pero, en realidad, no podía escuchar a su enemigo muerto en absoluto.

—No —replicó Jude—. No oigo nada.

El labio superior de Craddock se encogió en un gesto despectivo. Todavía tenía una mano posada sobre el padre de Jude…, se había deslizado por el pecho de Martin, y en ese momento descansaba sobre el cuello. El viento rugía, embistiendo contra la casa, y las gotas de lluvia golpeaban, ahora furiosamente, los vidrios de las ventanas. En un momento dado, el viento amainó, y en el silencio que siguió Martin Cowzynski soltó un gemido.

Jude se había olvidado de su padre por un momento —sus pensamientos se concentraban en los adornos de la canción imaginada—, pero el gemido atrajo su atención. Los ojos de Martin estaban abiertos, desorbitados y horrorizados. Miraba a Craddock. Éste tenía la cabeza vuelta hacia él. Su gesto de desprecio se desvanecía, para dar lugar a una expresión que indicaba una reflexión profunda y serena.

Finalmente, el padre de Jude habló. Su voz era poco más que un resuello monótono:

—Es un mensajero. Un mensajero de la muerte.

El muerto pareció volver a mirar a Jude, con los garabatos negros bailando ante sus ojos. Los labios de Craddock se movieron, y por un instante su voz vaciló y sonó con claridad, sorda pero audible, por debajo del murmullo de la canción privada e interior de Jude.

—Tal vez tú puedas alejarme con la música. Pero él no es capaz.

Craddock se inclinó sobre el padre de Jude y le puso las manos sobre la cara, una en cada mejilla. La respiración del enfermo comenzó a sobresaltarse, y luego a reducirse. Cada inhalación era más breve, rápida y aterrorizada que la anterior. Sus párpados pestañearon. El muerto se inclinó hacia delante y puso su boca sobre la de Martin.

El padre de Jude apretó el cuerpo sobre la almohada, estiró los talones hacia el extremo de la cama, y empujó, como si pudiera meterse más adentro del colchón, alejándose así de Craddock. Exhaló un último y desesperado suspiro… y absorbió al muerto, metiéndolo dentro de sí. Ocurrió en un instante. Fue como ver a un mago consiguiendo que un pañuelo atravesara su puño, para hacerlo desaparecer. Craddock se contrajo, como un pliego de papel de envolver chupado por el tubo de una aspiradora. Sus negros y brillantes zapatos fueron lo último en entrar por la garganta de Martin. Por un momento, el cuello del moribundo pareció distenderse, hincharse, como lo hace una serpiente después de comerse una rata; pero luego se tragó a Craddock de un solo golpe, y su garganta volvió a su forma normal, flaca y con la piel suelta.

El padre de Jude tuvo arcadas, tosió, estuvo a punto de vomitar. Sus caderas se alzaron sobre la cama, la espalda se arqueó. Jude no pudo evitarlo: pensó de inmediato en un orgasmo. Los ojos de Martin parecían querer salirse de sus órbitas. La punta de la lengua vibraba entre los dientes.

—¡Escúpelo, papá! —gritó Jude.

Su padre no pareció escuchar. Volvió a desplomarse en la cama, luego se arqueó una vez más, casi como si alguien se hubiera sentado sobre él y Martin estuviera tratando de sacárselo de encima. Se oían ruidos húmedos, sordos y ahogados en su garganta. Una vena azul sobresalía en el centro de la frente. Sus labios estaban estirados hacia atrás, de forma muy poco natural, dejando a la vista los dientes, en una mueca más propia de un perro.

Luego se aflojó suavemente, descendiendo sobre el colchón. Sus manos, que habían estado aferradas desesperadamente a la sábana, se abrieron poco a poco. Los ojos eran ahora de un color rojo vivo, horroroso: los vasos sanguíneos habían estallado, tiñendo la parte blanca de los globos oculares. La mirada estaba clavada, fija e inexpresiva, en el techo. La sangre le manchaba los dientes.

Jude le contempló con ansia, buscando algún movimiento, esforzándose por escuchar algún ruido de respiración. Sólo oyó que la casa crujía con el viento y que la lluvia golpeaba contra las paredes.

Con gran esfuerzo, el cantante se incorporó, luego giró para poner los pies en el suelo. No tenía ninguna duda de que su padre estaba muerto; él, que había destrozado la mano de Jude con la puerta del sótano y había puesto una escopeta contra el pecho de su madre, que había gobernado aquella granja con sus puños, usando el cinturón como látigo, con explosiones de ira y de risa, el tipo a quien el mismo Jude muchas veces había soñado con matar, estaba muerto. Por fin estaba muerto, y sin embargo no le había resultado fácil ver morir a Martin. A Jude le dolía el estómago, como si acabara de vomitar otra vez, como si algo le hubiera sido arrancado de su interior, de lo más profundo de su cuerpo, algo de lo que no quería desprenderse. Era rabia, tal vez.

—¿Papá? —dijo Jude, convencido de que nadie iba a responder.

Se puso de pie, tambaleándose, mareado. Dio un paso arrastrando los pies, como un hombre viejo. Puso la vendada mano izquierda sobre el borde de la mesilla de noche, para apoyarse. Sentía que sus piernas podrían doblarse en cualquier momento.

—¿Papá? —repitió.

Su padre sacudió la cabeza, resucitado, y fijó sus ojos rojos, horribles, fascinados, en Jude.

De repente habló, en un susurro tenso. Sonrió, y la sonrisa fue un espectáculo pavoroso en su rostro demacrado y atormentado.

—Justin. Mi muchacho. Estoy bien. Estoy muy bien. Acércate. Ven y abrázame.

Jude no le hizo caso. Por el contrario, retrocedió con paso vacilante e inestable. No se esperaba aquel fenómeno. Se quedó sin aire. Luego recuperó el aliento y habló:

—Tú no eres mi padre.

Los labios de Martin se abrieron para mostrar las encías enfermas y los dientes amarillos y torcidos, o mejor dicho lo que quedaba de ellos. Una lágrima sanguinolenta cayó de su ojo izquierdo, bajando por una línea roja, irregular, que recorría el pómulo hundido. El ojo de Craddock derramaba lágrimas muy parecidas, y de la misma manera, en la visión que Jude había tenido de la última noche de Anna.

El viejo poseído se incorporó y extendió la mano por encima del tazón de espuma de afeitar. Martin cerró la mano sobre la vieja navaja de afeitar, la de toda la vida, con su mango de nogal. El hijo no se había dado cuenta de que estaba allí, no la había visto detrás del tazón blanco de porcelana. Jude se alejó más, retrocediendo otro paso. La parte trasera de sus piernas chocó con el borde del camastro y se sentó en el colchón.

Entonces su padre se levantó, y la sábana se deslizó, dejándolo descubierto. Se movió con mayor rapidez de la que Jude esperaba, casi como una lagartija que pasara de la quietud total a una actividad frenética. El viejo avanzó hacia delante, casi demasiado rápido para seguirle con la vista. Sólo llevaba unos sucios calzoncillos de color indefinido, tal vez gris. Sus músculos pectorales eran pequeños y temblorosos sacos de carne, cubierta con rizados pelos blancos como la nieve. Martin dio un paso, puso el talón sobre la caja en forma de corazón y la aplastó. Ahora hablaba con la voz de Craddock.

—Ven aquí, hijo. Papá te va a enseñar a afeitarte.

Dio un golpe de muñeca y la navaja de afeitar salió del asa. Durante la décima de segundo que duró el movimiento, la hoja fue un espejo en el que Jude pudo ver fugazmente su propia cara asombrada.

Martin arremetió contra Jude, tratando de alcanzarlo con la navaja, pero Jude sacó un pie y lo metió entre los tobillos del anciano. Al mismo tiempo, se echó a un lado con una energía que ignoraba que tuviese. Martin cayó hacia delante y Jude sintió que la navaja desgarraba su camisa y los bíceps que había debajo de ella con una especie de silbido, aparentemente sin ninguna resistencia. El cantante rodó por encima de la barra oxidada del cabecero de la cama y cayó al suelo.

La habitación habría estado en silencio de no ser por sus gemidos entrecortados, tratando de recuperar el aliento, y por el silbido del viento al pasar debajo de los aleros. Su padre se subió a un extremo de la cama y luego saltó a un lado con movimientos demasiado enérgicos para un hombre que había sufrido varias apoplejías y no abandonaba su cama desde hacía tres meses. Para entonces, Jude ya retrocedía, gateando, para ganar la puerta.

Reculó hasta mitad de camino por el pasillo, se detuvo ante la puerta de vaivén con tela metálica que daba al corral de cerdos. Los animales se amontonaban contra ella, abriéndose paso a empujones para lograr una mejor ubicación. Los chillidos nerviosos atrajeron su atención por un momento, y cuando volvió a mirar atrás, Martin estaba ya casi encima de él.

El viejo le cayó encima. Echó el brazo hacia atrás para pasar la navaja de afeitar por la cara de Jude. Este se olvidó de cualquier consideración y envió su vendada mano derecha hacia la barbilla de su padre, con tanta fuerza que hizo que la cabeza del anciano se inclinara violentamente hacia atrás. El hijo gritó. Una candente descarga de dolor atravesó su mano herida y subió por el antebrazo. Fue una sensación similar a la que produciría un impulso eléctrico que llegara directamente al hueso.

Aprovechó el retroceso de su padre y lo empujó hasta la puerta de tela metálica. Martin chocó contra ella, se escuchó un sonido de madera rota y casi a la vez el ruido de unos muelles oxidados que se rompían. La tela metálica de la parte de abajo se soltó por completo y Martin cayó por el hueco resultante. Los cerdos se dispersaron. No había escalones debajo de la puerta, y el monstruoso viejo cayó sesenta centímetros, hasta quedar fuera de la vista. Golpeó el suelo con un seco y sordo sonido.

El mundo vaciló, se oscureció, casi desapareció. «No —pensó Jude—, no, no, no». Se esforzó por no perder el conocimiento, como lucha por volver a la superficie quien es arrastrado debajo del agua. Trataba, desesperadamente, de no quedarse sin aliento.

El mundo se iluminó otra vez, en una gota de luz que se ensanchó y se extendió. Formas fantasmagóricas, grises, borrosas, aparecieron ante él, para luego recuperar gradualmente sus perfiles normales. El pasillo estaba tranquilo. Los cerdos gruñían fuera. Un sudor enfermizo se enfriaba en la cara de Jude.

Descansó un rato, mientras los oídos le seguían vibrando. Su mano también tembló. Cuando estuvo listo, usó los talones para impulsarse hasta la pared. Luego aprovechó la misma pared para sentarse reclinado en ella. Descansó otra vez.

Finalmente, logró ponerse de pie, deslizando la espalda hacia arriba con mucho esfuerzo. Miró a través de los restos de la puerta de tela metálica, pero todavía no podía ver a su padre. Debía de yacer contra el costado de la casa.

Se apartó de la pared y se asomó, hasta casi quedar colgando, a la puerta de la pocilga. Se agarró al marco para evitar caer, también él, con los cerdos. Las piernas le temblaban furiosamente. Se inclinó hacia delante, en un intento por ver si Martin estaba en el suelo con el cuello roto o algo así, y en ese momento su padre se alzó, extendió la mano a través de la puerta rota y le agarró la pierna.

Jude gritó, dio una tremenda patada a la mano de Martin y retrocedió instintivamente. Entonces se convirtió en algo así como un hombre que perdía el equilibrio en una superficie helada, haciendo girar los brazos tontamente, retrocediendo por el pasillo y la cocina, donde volvió a caerse.

Martin entró a través de la puerta destrozada. Gateó hacia Jude, caminando a cuatro patas, hasta que estuvo encima de él. La mano del viejo se levantó y luego cayó, con una brillante chispa de plata en ella. Jude levantó el brazo izquierdo y la navaja de afeitar le golpeó el antebrazo, tocando el hueso. La sangre saltó por el aire. Más sangre.

La palma de la mano izquierda de Jude estaba vendada, pero los dedos quedaban al descubierto. Salían de la gasa como si ésta fuera un guante con los dedos cortados. Su padre blandió la navaja en el aire, para atacar otra vez, pero antes de que pudiera hacerla bajar, Jude clavó los dedos en los ojos rojos y brillantes del viejo. Éste gritó, retorciendo la cabeza hacia atrás, tratando de librarse de la mano de su hijo. La hoja de la navaja se movió delante de la cara de Jude, sin tocarle. El hijo empujó hacia atrás, cada vez más hacia atrás, la cabeza de lo que había sido su padre, dejando al descubierto su escuálida garganta, preguntándose si podía presionar lo suficiente como para quebrarle el cuello al maldito bastardo.

Sostenía la cabeza del anciano tan atrás como le era posible, cuando un cuchillo de cocina golpeó el cuello de su padre.

A tres metros, de pie junto a la encimera de la cocina, al lado de una placa imantada puesta en la pared, con cuchillos adheridos a ella, estaba Marybeth. Más que respirar, sollozaba… El padre de Jude giró la cabeza, para mirarla. Burbujas de aire hacían espuma en la sangre que manaba alrededor del mango del cuchillo, hundido en la carne. Martin estiró una mano para cogerlo, cerró sus dedos débilmente sobre el arma, luego emitió un ruido, una sonora inhalación, y finalmente cayó hacia un lado.

Marybeth arrancó otro cuchillo de hoja ancha del soporte imantado, y luego otro más. Tomó el primero por la punta de la hoja y lo arrojó a la espalda de Martin, mientras éste se desplomaba hacia delante. Chocó con el suelo y el cuchillo se hundió más, con un ruido hueco, profundo, como si la hoja se hubiera clavado en un melón. Martin no se quejó ya con este segundo golpe. Sólo se oyó el silbido de un agónico aliento final. La mujer avanzó hacia él, con el último cuchillo delante de ella.

—No te acerques —ordenó Jude—. No te acerques, es un muerto viviente. —Pero ella no le escuchó.

Enseguida estuvo sobre Martin. El padre de Jude la miró y Marybeth le atravesó la cara con el cuchillo. Entró cerca de una de las comisuras de los labios y salió por el otro lado, un poco más allá de la otra comisura, ensanchándole la boca hasta convertirla en un gran tajo rojo.

Según le acuchillaba, el viejo contraatacó, lanzando la mano derecha, la que sostenía la navaja. La hoja le abrió una línea roja en el muslo, por encima de la rodilla derecha, que se le dobló.

Martin comenzó a levantarse del suelo, mientras Marybeth empezaba a caer. El viejo rugía al incorporarse. La atrapó a la altura del estómago, en un placaje casi perfecto, y Marybeth se estrelló contra la encimera de la cocina. Como pudo, la mujer clavó el último cuchillo en el hombro de Martin, hundiéndolo hasta el mango. Fue lo mismo que clavarlo en el tronco de un árbol, si se consideran los resultados que obtuvo.

Se deslizó hacia el suelo, con el padre de Jude encima de ella. La sangre todavía formaba espuma en el cuchillo clavado en su cuello. Volvió a atacarla con la navaja.

Marybeth se protegió el cuello, cubriéndolo débilmente con la mano herida. La sangre corrió entre sus dedos. Se había abierto una tosca sonrisa negra en la carne blanca de su garganta.

Se deslizó hacia un lado. Golpeó con la cabeza en el suelo. Miró a Martin y a Jude al caer. Un lado de su cara se apoyaba en la sangre, un charco de sangre espesa, de color granate.

El padre de Jude cayó y se quedó a cuatro patas. Su mano libre estaba todavía alrededor del mango del cuchillo que tenía clavado en la garganta. Parecía explorarlo a ciegas con los dedos, midiéndolo, pero sin hacer nada para sacarlo. Estaba acribillado, con un cuchillo clavado en el hombro, otro en la espalda, pero él sólo estaba interesado en el tercero, el que le atravesaba el pescuezo, sin dar señales de darse cuenta de la presencia de las otras hojas de acero metidas en su cuerpo.

Martin gateó vacilante, alejándose de Marybeth y de Jude. Los brazos cedieron primero y luego la cabeza cayó al suelo. El golpe en la barbilla fue tan fuerte que se oyó el ruido de los dientes al chocar entre sí. Trató de impulsarse para ponerse de pie y a punto estuvo de lograrlo, pero en el último instante se aflojó y rodó hacia un lado. Ocurrió lejos de Jude, lo cual fue un pequeño alivio para éste. Así no lo tendría pegado a su cara mientras moría otra vez.

Marybeth intentaba hablar. Su lengua salió de la boca, movió los labios. Los ojos imploraban a Jude que se acercara. Las pupilas se habían convertido en puntos negros.

Jude se arrastró por el suelo, avanzando con los codos, acercándose a ella. La joven ya estaba susurrando algo. Era difícil oírla por encima de los ruidos del moribundo, que de nuevo soltaba toses ahogadas y daba fuertes golpes con los talones en el suelo. Parecía dominado por una especie de diabólica convulsión.

—No ha… desaparecido —decía Marybeth débilmente—. Va a… volver… otra vez. Nunca… se irá.

Jude miró a su alrededor, buscando algo que pudiera taponar la herida de la garganta. Estaba ya tan cerca que sus manos chapoteaban en el charco de sangre que la rodeaba. Descubrió un paño de cocina colgado en el asa del horno. Lo cogió.

Marybeth le miraba a la cara, pero Jude tenía la impresión de que ya no le veía…, la sensación de que en realidad miraba a través de él, hacia una distancia inalcanzable.

—Escucho… a Anna. La escucho… llamándome. Tenemos… que hacer… una puerta. Tenemos que… dejarla entrar. «Haznos una puerta. Haz una puerta… —dice— … y yo la abriré».

—No hables. —Levantó la mano de la joven, enrolló el paño en el cuello y presionó, intentando detener la hemorragia.

Marybeth le agarró la muñeca.

—Yo no puedo abrirla… una vez que esté… en el otro… lado. Tiene que ser ahora. Yo ya estoy muerta. Anna está muerta. No puedes… salvarnos… a nosotras —dijo. Había mucha sangre, demasiada sangre—. Olvídate… de nosotras. Sálvate… tú.

Al otro lado de la habitación Jude escuchó más toses, se volvió y vio a su padre, que estaba a punto de vomitar. Escupía con un tremendo esfuerzo algo que salía por su garganta. Jude supo enseguida de qué se trataba.

Miró a Marybeth con más incredulidad que pesar. Con la mano cubrió la cara de la joven, que estaba muy fría al tacto. Le había hecho una promesa. Se había prometido a sí mismo, además de a ella, que la cuidaría, y allí estaba la pobre, con la garganta cortada, diciéndole que era ella quien lo iba a cuidar a él. Se esforzaba por vivir un poco más con cada suspiro. No podía controlar el temblor.

—Hazlo, Jude —imploró—. Simplemente, hazlo.

Levantó las manos de la chica y las puso sobre el paño de cocina, para mantenerlo presionado sobre el cuello herido. Luego se volvió y gateó por encima de la sangre de la mujer, hasta alcanzar el borde del charco. Se escuchó a sí mismo tarareando otra vez su canción, su nueva canción, la melodía parecida a un himno sureño, a una composición country. ¿Cómo se hacía una puerta para los muertos? ¿Sería suficiente simplemente dibujar una? Trataba de pensar, desconcertado, con qué dibujarla, cuando vio las huellas rojas que sus manos iban dejando sobre el linóleo. Mojó un dedo en la sangre de la chica y comenzó a trazar una línea sobre el suelo.

Cuando consideró que la había hecho suficientemente larga, empezó a dibujar otra, formando un ángulo recto con la primera. La sangre que había en la punta de su dedo se acabó, o mejor dicho se secó. Giró, arrastrándose lentamente, para regresar hacia Marybeth y el amplio y tembloroso charco de sangre en el que estaba tendida.

Miró más allá de ella y vio a Craddock, saliendo por la boca abierta de su padre. La cara del fantasma estaba horriblemente alterada por el esfuerzo. Emergía con los brazos hacia abajo, una mano sobre la frente y la otra sobre el hombro de Martin. A la altura del estómago, su cuerpo estaba aplanado y enrollado, como una soga que llenaba la boca de Martin y parecía extenderse hacia abajo, a través de su laringe atragantada. Craddock había entrado con la facilidad de un líquido que cae por una hendidura, pero estaba tratando de salir como un hombre hundido hasta la cintura en un pantano cenagoso. El muerto habló:

—Morirás. La puta morirá, tú morirás, nosotros moriremos, todos juntos iremos por la ruta de la noche, tú quieres cantar la la la, te enseñaré a cantar, te enseñaré.

Jude metió la mano en la sangre de Marybeth, mojándola por completo, y se volvió, para enseguida alejarse otra vez. No pensaba en nada. Era una máquina que gateaba estúpidamente hacia delante, mientras terminaba de dibujar la puerta. Acabó la parte de arriba del sangriento símbolo, se arrastró para dar la vuelta y empezó una tercera línea, yendo con esfuerzo en dirección a Marybeth. Trazaba como podía una línea torpe y sinuosa, gruesa en algunos lugares, apenas una delgada mancha en otros.

La parte inferior de la puerta era el charco. Cuando llegó a él, miró la cara de Marybeth. Toda su camiseta estaba empapada por delante. La cara aparecía pálida e inexpresiva, y por un momento pensó que era demasiado tarde, que estaba muerta, pero entonces sus ojos se movieron, imperceptiblemente, sólo un poco, observándolo a través de una neblina opaca mientras se acercaba.

Craddock empezó a gritar, furioso por la frustración. Casi todo él había salido ya del viejo. Sólo le faltaba una pierna. Ya intentaba ponerse en pie, pero la pierna estaba atascada en alguna parte del interior de la garganta de Martin, y eso parecía hacerle perder el equilibrio. En la mano del espectro estaba la navaja de hoja en forma de media luna. La cadena colgaba de ella dibujando un bucle brillante, que se balanceaba.

Jude le dio la espalda otra vez y dirigió la vista a la puerta irregular dibujada con sangre. Miró estúpidamente la larga y torcida estructura roja, un recuadro vacío que contenía algunas huellas de manos de color escarlata. No estaba terminada todavía y trató de pensar qué más necesitaba. Entonces se le ocurrió que aquello no era una puerta si no había manera de abrirla. Gateó hacia delante y pintó un círculo, un pomo, en el centro del rectángulo.

La sombra de Craddock cayó sobre él. ¿Los fantasmas podían proyectar sombra? Jude se sorprendió. Estaba cansado. Era difícil pensar. Se arrodilló sobre la puerta y sintió que algo daba un golpe por el otro lado. Fue como si el viento, que todavía azotaba la casa en ráfagas furiosas, constantes, tratara de entrar a través del linóleo.

Una línea clara, de incipiente luminosidad, apareció por el borde derecho de la puerta. Enseguida fue una vivida y radiante franja blanca. Algo golpeó otra vez el otro lado, como un león salvaje que estuviera atrapado bajo el suelo. Golpeó por tercera vez. Cada golpe producía un gran estruendo, que estremecía la casa, haciendo que los platos sonaran al bailar en la bandeja de plástico, junto al fregadero. Jude sintió que sus codos comenzaban a ceder un poco y decidió que no había razón para quedarse allí a cuatro patas, y además, ya era demasiado esfuerzo. Se dejó caer hacia un lado, rodó fuera de la puerta y se quedó acostado sobre su espalda.

Craddock estaba de pie sobre Marybeth, con su traje negro de muerto, que tenía torcido un lado del cuello. El sombrero había desaparecido. El fantasma no avanzaba. Se había detenido. Miró con desconfianza la puerta dibujada con sangre que tenía a sus pies, como si fuera una escotilla secreta y él hubiera estado a punto de pisarla y caer por ella.

—¿Qué es esto? ¿Qué has hecho?

Cuando Jude habló, su voz pareció llegar de una gran distancia, como si se tratara de algún truco de ventriloquia:

—Los muertos reclaman lo suyo, Craddock. Tarde o temprano reclaman lo suyo.

La puerta deforme se hinchó y luego retrocedió en el suelo. Se volvió a hinchar. Casi daba la impresión de estar respirando, o palpitando brutalmente. La línea de luz se extendió por la parte de arriba. Ahora era un rayo de luminosidad tan intenso que no se podía mirar directamente sin riesgo de cegarse. Giró en el ángulo y siguió hacia abajo, por el otro lado de la puerta.

El viento lanzaba un lamento fúnebre, más intenso que nunca, un chillido alto y agudo. Pasado un momento, Jude se dio cuenta de que no se trataba del viento que soplaba fuera de la casa, sino de un vendaval que gemía en los bordes de la puerta dibujada con sangre. No soplaba hacia fuera, sino que estaba siendo absorbido hacia dentro, a través de aquellas líneas blancas, cegadoras. Sus oídos se taponaron de golpe y Jude pensó en un avión que descendiera demasiado rápidamente. Los papeles se arrugaron, luego levantaron el vuelo sobre la mesa de la cocina y empezaron a girar por encima, persiguiéndose unos a otros. Pequeñas y delicadas ondas se movían sobre el ancho charco de sangre, alrededor de la cara inexpresiva y con los ojos desmesuradamente abiertos de Marybeth.

El brazo izquierdo de la mujer estaba estirado sobre el lago de sangre, apuntando a la puerta de entrada. En un momento en que Jude no estaba mirando, se había movido, para dejar la mano señalando de aquella manera. Los dedos descansaban sobre el círculo rojo que había dibujado a modo de pomo.

En algún lugar, un perro empezó a ladrar.

Un instante después, la puerta pintada sobre el linóleo se abrió. Según las leyes de la física, Marybeth debería haber caído al otro lado, pues la mitad de su cuerpo estaba echada sobre la puerta; pero no fue así. En lugar de ello, flotó, como si la sostuviera una hoja de brillante vidrio. Un paralelogramo irregular llenaba el centro del suelo, una trampilla abierta, inundada con una luz sorprendente, un brillo cegador que se alzaba alrededor de ella.

La intensidad de aquella luz que llegaba, desbordante, desde abajo, convirtió la habitación en un negativo fotográfico. Todo fueron claroscuros y sombras planas e imposibles. Marybeth era una figura negra, sin rasgos característicos, suspendida en una hoja de luz. Craddock, de pie sobre ella, con los brazos alzados para protegerse la cara, parecía una de las víctimas de la bomba atómica de Hiroshima, la imagen abstracta de un hombre, de tamaño natural, dibujado con ceniza sobre una pared negra. Los papeles todavía giraban y revoloteaban por encima de la mesa de la cocina, pero se habían vuelto negros y parecían una bandada de cuervos.

Marybeth dio una vuelta sobre sí misma y levantó la cabeza, pero ya no era Marybeth. Era Anna, y rayos de luz llenaban sus ojos y su rostro era tan severo como el juicio del propio Dios. Y la muerta habló:

—¿Por qué?

Craddock respondió siseando:

—Vete. Regresa.

Luego hizo balancearse la cadena de oro de su péndulo, y la hoja en forma de media luna gimió en el aire, trazando un círculo de fuego plateado.

Anna estaba ya de pie, en la base de la brillante puerta. Jude no la había visto levantarse. En un momento estaba acostada y en el siguiente se encontraba de pie. Tal vez el tiempo se había encogido. El tiempo ya no tenía importancia. Jude levantó una mano para protegerse los ojos de los reflejos más intensos, pero la luz estaba por todas partes y no había manera de esquivarla. Podía ver los huesos de su mano, y la piel tenía el color y la transparencia de la miel. Sus heridas, el corte de la cara, el muñón del dedo índice amputado, latían produciendo un dolor que era a la vez profundo y estimulante. Creyó que podría ponerse a gritar, de miedo, de júbilo, como reacción a lo que ocurría, por todo eso y muchas cosas más. Estaba poco menos que en éxtasis.

Anna se acercó a Craddock y volvió a lanzar su pregunta:

—¿Por qué?

El padrastro usó la cadena como un látigo, lanzándola hacia ella, y la navaja curva prendida en el extremo le hizo un amplio corte en la cara, desde el ángulo del ojo derecho, por la nariz, hasta la boca…, pero el tajo sólo dio paso a un nuevo rayo de brillante luz, y el punto en que la luz tocaba a Craddock empezó a echar humo. Anna extendió la mano hacia él.

—¿Por qué?

Craddock chilló cuando ella lo envolvió en sus brazos, gritó más y la cortó de nuevo, esta vez en los pechos, y con ello hizo otra abertura hacia la eternidad. Sobre la cara de Craddock cayó una luz deslumbrante, un brillo que quemó y eliminó sus facciones, que borró todo lo que tocaba. El gemido del fantasma sonó tan fuerte que Jude pensó que sus tímpanos iban a estallar.

Anna repetía, implacable, su pregunta. Lo hizo una última vez antes de poner su boca sobre la del padrastro. En cuanto lo hizo, de la puerta de sangre saltaron los perros negros, los animales de Jude, canes gigantes de humo, de sombra, con colmillos de tinta.

Craddock McDermott luchó, tratando de apartarla, pero ella iba cayendo hacia atrás con él, lentamente, hacia la puerta, y los perros corrían alrededor de sus pies, y mientras saltaban se estiraban y perdían su forma, desenrollándose como ovillos de lana, convirtiéndose en largos trazos de oscuridad que se desplegaban alrededor de él, que subían por sus piernas, envolviéndolo por la cintura, atando al hombre muerto con la chica muerta. Mientras Craddock era arrastrado hacia abajo, hacia la luminosidad del otro lado, Jude vio que la parte de atrás de la cabeza del viejo se desprendía, y un rayo de luz blanca intensísima, azul en los bordes, lo atravesó y dio en el techo, donde quemó el yeso, haciendo que burbujeara y echara espuma.

Cayeron por la puerta abierta y desaparecieron.