¿Qué estás haciendo? —Su voz sonaba como un extraño estertor, un ruido que no parecía humano. Marybeth dirigía el Mustang hacia una salida de la carretera principal, a la que ya casi había llegado—. No es por aquí.
—He estado intentando despertarte durante unos cinco minutos y no reaccionabas. Creía que estabas en coma, o por lo menos desmayado. Por aquí hay un hospital.
—Sigue adelante. Estoy despierto. Me encuentro bien.
Viró bruscamente en el último momento, para regresar a la autopista, y se oyó un bocinazo furioso detrás de ella.
—¿Cómo te sientes, Angus? —preguntó Jude y se dio la vuelta para mirar al perro.
Alargó el brazo entre los asientos y le tocó una pata. Por un instante, la mirada nublada de Angus se aclaró un poco. Movió las mandíbulas. Su lengua encontró el dorso de la mano de Jude y le lamió los dedos.
—Eres un buen perro —susurró Jude—. Un buen amigo.
Finalmente se dio la vuelta y volvió a acomodarse en su asiento. La mano derecha, cubierta con un calcetín, parecía una marioneta con la cabeza roja. Sentía gran necesidad de algo que le distrajera, que le ayudara a soportar el dolor, y creyó que podría encontrarlo en la radio: los Skynyrd o, si no daba con ellos, los Black Crows. La conectó y giró rápidamente el dial, dando paso a un estallido de interferencias, el sonido sincopado de una transmisión militar cifrada y luego Hank Williams III, o tal vez sólo Hank Williams. Jude no pudo escuchar bien, porque la señal era demasiado débil, y entonces…
De pronto, el sintonizador se ubicó en una emisión bien conocida: Craddock.
«Nunca pensé que tendrías tanto aguante, muchacho. —La voz, que salía por los altavoces instalados en las puertas, sonaba amistosa y cercana—. Para ti no existe la palabra "abandonar". Por lo general a eso le doy un valor especial. Pero es evidente que ésta no es una situación normal, por supuesto. Supongo que lo comprenderás. Y ahora, realmente me gusta dar un paseo en coche con la ventanilla abierta. Sigue de camino, a cualquier parte. No importa adonde. Cualquier lugar me parece bueno. A la mayoría de la gente le gusta pensar que no conoce el significado de la palabra "abandonar", pero eso no es verdad. ¿Sabes lo que ocurre con la mayoría de la gente, con cualquiera, si uno la hipnotiza, si la lleva a lo más profundo, si tal vez uno la ayuda con alguna droga, si la sumerge en un trance profundo y luego le dice que se está quemando viva? Gritará pidiendo agua hasta que no le quede nada de voz. Hará cualquier cosa para conseguir que la pesadilla termine. Cualquier cosa que uno quiera. Así es la naturaleza humana. Pero con algunas personas, los niños y los locos, principalmente, uno no puede razonar, ni siquiera cuando están en trance. Anna era ambas cosas, que Dios la tenga en su gloría. Yo traté de hacer que ella se olvidara de todas las penas que la hacían sentirse tan mal. Era una buena niña. Me desagradaba enormemente la manera en que se desvivía por cualquier cosa, incluso por ti. Pero nunca pude llevarla hasta el punto en que ya no sintiera nada, aun cuando eso le habría ahorrado el dolor. Algunas personas, sencillamente, prefieren sufrir. Con razón le gustabas. Tú eres igual. Quería ocuparme de ti rápidamente. Y ahora te preguntas por qué. Ya lo sabes. Cuando ese perro que va en el asiento de atrás deje de respirar, también dejarás de respirar tú. Y no será tan fácil como podría haber sido. Has pasado tres días viviendo como un perro, y ahora tienes que morir como uno de ellos; y también morirá contigo esta puta de dos dólares…
—Marybeth apagó la radio con el dedo pulgar. Pero la voz volvió a salir otra vez de inmediato: —Tú crees que puedes poner a mi propia niña en mi contra y salirte con la tuya…».
Jude levantó el pie y golpeó con el tacón de su bota la radio del salpicadero. El impacto sonó con un ruido de plástico roto. La voz de Craddock desapareció instantáneamente, sumida en una súbita y ensordecedora explosión de bajos. El cantante propinó otra patada a la radio, terminando de romper el aparato. Quedó en silencio.
—¿Recuerdas que te aseguré que el muerto no había venido a hablar? —dijo Jude—. Retiro lo dicho. Últimamente pienso que sólo ha venido para eso. Habla a todas horas, en todo momento.
Marybeth no respondió. Treinta minutos después, Jude habló de nuevo, para decirle que abandonara la autopista en la siguiente salida.
Entraron en una carretera estatal de dos carriles. Bosques típicamente sureños, subtropicales, crecían a los lados, inclinándose sobre el camino. Pasaron junto a un autocine, cerrado desde que Jude era niño. La pantalla gigante se alzaba sobre la solitaria carretera, con agujeros que dejaban ver trozos de cielo. La película de aquella noche, y de todas las noches desde tiempo inmemorial, era un manto de humo sucio en movimiento. Pasaron junto al motel Nuevo Sur, abandonado también desde hacía mucho, medio invadido por el bosque. Las ventanas estaban tapadas con maderas. Pasaron frente a una gasolinera, el primer lugar que encontraban activo y abierto. Dos hombres gordos, muy bronceados por el sol, estaban sentados frente a ella, y los miraron pasar. No sonrieron, ni saludaron con la mano, ni dieron señal alguna de interés por el coche que pasaba. Eso sí, uno de ellos se inclinó hacia delante y escupió en el suelo.
Jude le dijo que doblara a la izquierda y siguiera el camino que iba hacia unas colinas bajas no muy lejanas. La luz de la tarde era extraña, de un color rojo demasiado débil, venenoso. Había una penumbra anunciadora de tormenta. Era el mismo color que Jude veía cuando cerraba los ojos, el de su dolor de cabeza. No estaba próxima la caída de la noche, pero lo parecía. Las nubes hinchadas, hacia el oeste, eran oscuras y amenazadoras. El viento sacudía las copas de las palmeras y agitaba el musgo que colgaba de las ramas bajas de los robles.
—Aquí es —dijo.
Cuando Marybeth giró en la entrada y enfiló el largo sendero hacia la casa, el viento soplaba con más fuerza si cabe, y lanzó sobre el parabrisas un montón de gordas gotas de lluvia. Golpearon con un repiqueteo repentino y furioso. Jude esperaba más agua, más temporal, pero aquello fue todo.
La vivienda estaba construida sobre una pequeña elevación. Hacía más de tres décadas que Jude no visitaba el lugar, y no se había dado cuenta hasta ese momento de cuánto se parecía su casa de Nueva York a la de su infancia. Al caer en la cuenta, sintió como si hubiera saltado diez años hacia el futuro, para regresar a Nueva York y encontrar su propia granja descuidada y en desuso, convertida en una ruina. El gran cúmulo de construcciones desordenadas que había ante él era de color gris, con un techo de tablillas negras, muchas de ellas torcidas, algunas ausentes. A medida que se iban acercando, Jude vio cómo el viento movía una, la arrancaba y la lanzaba al cielo.
Junto a la casa se veía el gallinero abandonado, con su puerta de tela metálica, que se balanceaba, se abría para luego cerrarse con un golpe, seco como el disparo de una escopeta. Faltaba el cristal de una ventana del primer piso y el viento hacía sonar una hoja de plástico semitransparente precariamente grapada en el marco.
El camino de tierra que conducía a la casa terminaba en un sendero con forma de espiral Marybeth lo siguió. Dio la vuelta al coche para aparcarlo mirando hacia atrás, hacia el camino por donde habían llegado. Los dos contemplaban ese camino cuando los faros de la furgoneta de Craddock aparecieron al fondo.
—Oh, Dios —exclamó Marybeth, y rápidamente salió del Mustang, para correr al lado de Jude.
La pálida furgoneta visible en un extremo del camino pareció detenerse por un momento. Luego empezó a subir la colina, hacia ellos.
Marybeth abrió de un golpe la puerta. Jude casi se cayó. Le agarró de un brazo.
—Levanta. Vamos a la casa.
—Angus… —dijo él, mirando hacia atrás, a su perro.
La cabeza del animal estaba apoyada sobre las patas delanteras. Le devolvió a Jude una mirada débil, con los ojos enrojecidos y húmedos.
—Está muerto.
—No —dijo Jude, seguro de que la chica se equivocaba—. ¿Cómo estás, amigo?
Angus lo miró con dolor, sin moverse. El viento entró en el coche y un vaso de papel vacío rodó por todo el suelo, repiqueteando suavemente. La brisa revolvió el lomo de Angus, levantando los pelos en la dirección contraria a la natural. El perro, que estaba muy mal, ni se inmutó. Ya no respiraba.
Parecía imposible que Angus pudiera haber muerto de aquella manera, sin previo aviso, sin ninguna señal anunciadora. Nada, ni un estertor postrero. Jude estaba seguro de que seguía vivo hasta hacía unos pocos minutos. Permaneció de pie, sobre la tierra, junto al Mustang, convencido de que sólo tenía que esperar un momento más para que Angus se moviera, extendiese las patas delanteras y levantara la cabeza. De pronto notó que Marybeth estaba tirando otra vez de su brazo, y él no tuvo ya fuerzas para resistirse. No le quedaba más remedio que avanzar como pudiera, detrás de ella, o arriesgarse a ser derribado.
Cayó de rodillas a menos de un metro de los escalones del umbral. No supo por qué. Se apoyaba sobre los hombros de Marybeth, y ella lo sostenía con un brazo alrededor de su cintura. La mujer gimió con los labios apretados, arrastrándolo con la intención de volver a ponerlo de pie. Detrás de él, Jude escuchó la furgoneta del muerto, que se detenía en la curva. La grava crujió bajo el peso de los neumáticos.
—Eh, tú.
Craddock le había llamado desde la ventana del conductor, que estaba abierta. Jude y Marybeth se detuvieron en la puerta para mirar.
El motor de la furgoneta continuó funcionando junto al Mustang. El fantasma estaba sentado detrás del volante, rígido y formal, vestido con el traje negro de botones plateados. Su brazo izquierdo colgaba de la ventanilla. Era difícil verle la cara a través del curvo vidrio azulado.
Craddock se rió.
—¿Ésta es tu casa, hijo? ¿Cómo pudiste alguna vez ser tan tonto como para dejarla?
La navaja en forma de media luna cayó de la mano que asomaba por la ventanilla y se balanceó en su brillante cadena.
—Tú le vas a cortar el cuello a esa mujer. Y ella será feliz cuando lo hagas. Sólo para terminar con todo. Debiste mantenerte alejado de mis niñas, Jude.
El cantante hizo girar el pomo de la puerta, Marybeth presionó hacia dentro con el hombro y se abalanzaron hacia la oscuridad del recibidor. La joven empujó con el pie la puerta, para cerrarla, en cuanto entraron. Jude echó una última mirada por la ventana que estaba al lado de la puerta… y comprobó que la furgoneta había desaparecido. Sólo se veía el Mustang en el caminillo de entrada. Marybeth se volvió hacia él y le obligó a moverse otra vez.
Empezaron a avanzar por el pasillo, uno junto a otro, sosteniéndose mutuamente. Ella chocó con la cadera contra una mesa de pared, que se tambaleó y cayó estrepitosamente al suelo. Un teléfono que reposaba sobre ella cayó sobre la tarima y el receptor se salió de su lugar.
En un extremo del salón había una puerta que daba a la cocina, cuyas luces estaban encendidas. Era la única fuente de luz que habían visto en toda la casa. Desde fuera, las ventanas se veían oscuras, y una vez que estuvieron dentro, todo fueron sombras en el salón principal. Una oscuridad cavernosa esperaba en la parte de arriba de las escaleras.
Una anciana, que llevaba una blusa de tela estampada con flores de color pastel, apareció en la puerta de la cocina. Tenía alborotado el pelo blanco, y sus gafas aumentaban el color azul de sus ojos asombrados, haciéndolos parecer enormes, cómicamente grandes. Jude reconoció a Arlene Wade de inmediato, aunque no recordaba cuánto tiempo hacía desde la última vez que la vio. Fuera cual fuera el tiempo transcurrido, lo cierto es que ella siempre había sido así: escuálida, vieja, con una constante, por no decir eterna, expresión de sobresalto.
—¿Qué es todo esto? —gritó. La mano derecha voló hacia la cruz que pendía del cuello, enredándose en su cadena. La mujer retrocedió, asustada, mientras ellos llegaban a la puerta, para entrar—. Dios mío —dijo, reconociéndolo al fin—, Justin. En el nombre de María y José, ¿qué te ha ocurrido?
La cocina era amarilla. Linóleo amarillo, encimeras de azulejo amarillas, cortinas de cuadros amarillos y blancos, platos decorados con margaritas que se secaban en el escurreplatos junto al fregadero. Cuando Jude vio todo eso, escuchó mentalmente aquella canción, la que había sido un éxito del grupo Coldplay hacía algunos años, la que decía que todo era amarillo.
Se quedó sorprendido, después de haber visto la casa desde el exterior, al encontrar la cocina tan llena de vivos colores, tan bien cuidada. Nunca había sido así de acogedora cuando él era niño. Lo recordaba muy bien. La cocina era el lugar en que su madre pasaba la mayor parte del tiempo, viendo la televisión y buscándose mil ocupaciones. Allí permanecía, silenciosa, casi en trance, mientras pelaba patatas o lavaba judías. Se diría que su permanente tristeza, su agotamiento emocional, había matado la vida de la estancia, convirtiéndola en un lugar donde era importante hablar en voz baja, si es que se hablaba, un espacio privado y triste por el que uno no podía pasar corriendo. De niño, la cocina era para él una especie de velatorio.
Pero habían transcurrido treinta años desde la muerte de su madre y la cocina era ahora territorio de Arlene Wade. Llevaba en la casa más de un año y muy probablemente pasaba la mayor parte de su tiempo de vigilia en aquella habitación, que ella había revivido con la simple actividad cotidiana. Le había devuelto el calor hogareño por el procedimiento de ser, simplemente, ella misma, una mujer mayor con amigos con los que hablar por teléfono, una señora que horneaba pasteles para los parientes y tenía un hombre moribundo que cuidar. A decir verdad, la cocina era tal vez un poco demasiado acogedora. Jude se sintió mareado ante tanto calor de hogar, ante el aire templado que parecía encerrado allí artificialmente. Marybeth le condujo hacia la mesa de la cocina. Él sintió una garra huesuda hundiéndose en su brazo derecho. Era Arlene, que le sujetaba con mucha energía. Le sorprendió la fuerza rígida de los dedos de la anciana.
—Tienes un calcetín en la mano —le dijo.
—Tiene un dedo amputado —explicó Marybeth.
—¿Qué estáis haciendo aquí, entonces? —preguntó Arlene—. Deberías llevarlo a un hospital.
Jude se dejó caer en una silla. Curiosamente, incluso sentado, quieto, se sentía como si estuviera moviéndose, le parecía que las paredes de la habitación se deslizaban lentamente junto a él, que la silla que ocupaba se proyectaba hacia delante, como el aparato de un parque de atracciones. «El paseo loco del señor Jude», podría llamarse. Marybeth se instaló en una silla junto a él. Las rodillas de ambos se rozaban. La joven tiritaba. Tenía la cara brillante a causa del sudor, y el pelo parecía la cabellera de una loca furiosa, todo revuelto y erizado. Algunos mechones se le habían quedado pegados a las sienes, por el sudor, en ambos lados de la cara y en la parte posterior del cuello.
—¿Dónde están sus perros? —preguntó Marybeth.
Arlene empezó a desatar el calcetín que envolvía la muñeca de Jude, mirando por encima de la nariz, a través de las gruesas lentes de aumento de sus gafas. Puede ser que considerase que aquella pregunta era rara o sorprendente, pero no dio señal alguna de que fuera así. Estaba concentrada en el trabajo que hacían sus manos.
—Mi perro está ahí —dijo al fin, inclinando la cabeza hacia un rincón de la cocina—. Y como puedes ver, es mi gran protector. Es un amigo viejo y feroz. Si lo conocieras, no querrías contrariarlo.
Jude y Marybeth miraron al rincón. Un rottweiler viejo y gordo estaba echado en un almohadón para perros, dentro de una cesta de mimbre. El animal era demasiado grande para ese recinto, y su culo sonrosado y ralo sobresalía por un lado. Levantó la cabeza débilmente, los miró con atención con sus ojos húmedos, inyectados en sangre, para luego bajar otra vez la cabeza y suspirar sin apenas hacer ruido.
—¿Es eso lo que te ha pasado en la mano? —preguntó Arlene—. ¿Te ha mordido un perro, Justin?
—¿Qué ha sido de los pastores alemanes de mi padre? —preguntó Jude, en lugar de responder.
—Hace ya tiempo que dejó de estar en condiciones de cuidar ningún perro. Envié a Clinton y a Rather a vivir con la familia Jeffery. —En ese momento sacó por fin el calcetín y respiró hondo cuando vio la venda que había debajo. Estaba empapada, saturada de sangre—. ¿Estás participando en alguna estúpida carrera con tu padre para ver quién se muere primero? —La vieja enfermera puso la mano del herido sobre la mesa, sin quitar las vendas, para verla mejor. Luego echó una mirada a la mano izquierda, igualmente vendada, de Jude—. ¿Te falta algún trozo en ésa también?
—No. A ésa sólo le he hecho una gran raja.
—Llamaré a una ambulancia —decidió Arlene. Había vivido en el sur toda su vida y pronunció la palabra «ambulancia» alargando las vocales.
Cogió el teléfono que estaba en la pared de la cocina. Sonó un ruido áspero y repetitivo en el auricular. La vieja apartó la oreja rápidamente y colgó.
—El teléfono del salón se ha quedado descolgado cuando has tirado el aparato —dijo, y se fue a la parte delantera de la casa.
Marybeth observó la mano de su compañero. Él la levantó con esfuerzo, descubrió que había dejado su silueta roja y húmeda sobre la mesa… y volvió a bajarla con claros signos de debilidad.
—No debíamos haber venido aquí —dijo la joven.
—No tenemos otro lugar adonde ir.
Marybeth giró la cabeza, y miró al gordo perro de Arlene.
—Dime que ese bicho va a ayudarnos.
—Está bien. Te lo digo: Va a ayudarnos.
—¿Lo dices en serio?
—No. —Marybeth le dirigió una mirada inquisitiva—. Lo siento —dijo Jude—. Tal vez no he sido del todo claro con el asunto de los perros. No sirve cualquier perro. Tienen que ser míos, de mi propiedad. Ocurre como con las brujas, que cada bruja tiene un gato negro. Bon y Angus eran eso para mí, mis talismanes. No pueden ser reemplazados.
—¿Cuándo descubriste eso?
—Hace cuatro días.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—Esperaba desangrarme hasta morir antes de que Angus muriera junto a nosotros. Entonces tú estarías bien. El fantasma tendría que dejarte tranquila. Su problema con nosotros estaría liquidado. Si mi cabeza, hubiera estado más clara, no me habría vendado tan bien.
—¿Crees que todo se arreglará si te dejas morir? ¿Crees que está bien darle lo que quiere? Maldito seas. ¿Crees que he llegado hasta aquí para ver cómo te mueres? Maldito seas.
Arlene entró por la puerta de la cocina, frunciendo el ceño, con las cejas unidas en una expresión de fastidio, o de estar pensando profundamente, o de ambas cosas a la vez.
—Algo anda mal en ese teléfono. No da tono para marcar. Todo lo que consigo cuando levanto el auricular es oír alguna emisora de radio local de onda media. Algún programa agrícola. Un tío que habla sobre cómo descuartizar animales. Tal vez el viento haya derribado algún poste y se han estropeado las líneas.
—Tengo un teléfono móvil… —comenzó a decir Marybeth.
—Yo también —replicó Arlene—. Pero no hay cobertura por esta zona. Que Justin se acueste y yo veré lo que puedo hacer por su mano ahora mismo. Luego iré en coche a casa de los McGee, para llamar desde allí.
Sin ninguna advertencia, estiró el brazo y cogió la muñeca de Marybeth, levantándole la mano vendada durante unos instantes. El vendaje estaba rígido y marrón, con manchas de sangre seca.
—¿Qué diablos habéis estado haciendo vosotros dos? —preguntó.
—Es mi pulgar —explicó Marybeth.
—¿Has intentado cambiártelo por un dedo suyo? ¿Algún diabólico jueguecito rockero?
—Sólo tengo una infección.
Arlene dejó la mano vendada y miró la otra, que estaba descubierta, muy blanca y con la piel arrugada.
—Nunca he visto una infección semejante. Tienes las dos manos infectadas… ¿Algún otro lugar del cuerpo afectado?
—No.
Puso una mano en la frente de Marybeth.
—Estás ardiendo. ¡Dios mío, qué dos! Puedes descansar en mi habitación, querida. Pondré a Justin con su padre. Coloqué una cama adicional en su cuarto hace dos semanas, para así poder dormitar allí y vigilarlo más de cerca. Vamos, niño grande. Tendrás que caminar un poco más. Levántate.
—Si quieres que me mueva, será mejor que traigas la carretilla y me lleves en ella —dijo Jude.
—Tengo morfina en la habitación de tu padre.
—Bien. Eso es otra cosa —dijo Jude, y puso la mano izquierda sobre la mesa, esforzándose por ponerse de pie.
Marybeth se puso de pie de un salto y le cogió por el codo.
—Tú te quedas donde estás —ordenó Arlene. Hizo un gesto con la cabeza en dirección a su rottweiler y la puerta abierta más allá de él, que daba a lo que alguna vez había sido un cuarto de costura, pero que se había convertido en un pequeño dormitorio—. Ve y descansa allí. Yo puedo hacerme cargo de esto.
—Está bien —dijo Jude a Marybeth—. No te preocupes, Arlene me sostiene.
—¿Qué vamos a hacer con Craddock? —preguntó Marybeth.
Estaba de pie, apoyada en él. Jude se inclinó hacia delante, acercó la cara al pelo de la chica y la besó en la parte superior de la cabeza.
—No sé —respondió el hombre—. Demonios. Ojalá no estuvieras metida en este lío conmigo. ¿Por qué no te fuiste? ¿Por qué no te alejaste de mí cuando todavía podías hacerlo? ¿Por qué tenías que ser tan terca e insistente con todo?
—Llevo a tu lado nueve meses —dijo. Se puso de puntillas y colocó los brazos alrededor del cuello de Jude, buscándole la boca con la suya—. Supongo que algo se me ha pegado.
Y entonces, por un momento, se mecieron dulcemente, casi bailando, uno en brazos del otro.