Capítulo 40

Jude trataba de mantener vigilado el camino que quedaba detrás de ellos, atento a la policía, o a la furgoneta del muerto, pero a primera hora de la tarde no pudo más, apoyó la cabeza contra la ventanilla lateral y cerró los ojos por un momento. Los neumáticos producían un sonido hipnótico, un murmullo monótono. El aparato de aire acondicionado, que nunca antes había hecho ruidos, emitía ronroneos regulares. Los ventiladores vibraban furiosos durante un momento, para luego, cíclicamente, quedar en silencio. Eso también tenía un efecto hipnótico.

Había pasado meses reconstruyendo el Mustang, y Jessica McDermott Price lo había convertido en chatarra otra vez en apenas un instante. Le había hecho cosas que él pensaba que sólo les ocurrían a los personajes de las canciones del Oeste: destrozó su automóvil, machacó a sus perros, le hizo huir de su casa para convertirlo en un fuera de la ley. Casi era gracioso. Tal vez dejarlo a uno sin un dedo y un cuarto de litro de sangre podía ser estimulante para el sentido del humor.

No. No era gracioso. Era importante no reírse otra vez. No quería asustar a Marybeth, no quería que ella pensara que estaba perdiendo la cabeza.

—Usted está loco —dijo Jessica Price—. Usted no va a ninguna parte. Usted necesita tranquilizarse. Le daré algo para que se relaje, y hablaremos.

Al oír el sonido de su voz, Jude abrió los ojos.

Estaba sentado en un sillón de mimbre, contra la pared, en el oscuro pasillo del piso de arriba de la casa de Jessica Price. Nunca había visto la planta superior de aquella vivienda, no había llegado a entrar hasta ese lugar, pero de todas maneras supo de inmediato dónde estaba. Se daba cuenta gracias a las fotografías, por los enormes retratos enmarcados que colgaban de las paredes de oscuros paneles de madera. Uno era una foto de Reese, tomada con filtro difusor, en la escuela, cuando tenía ocho años. Posaba delante de una cortina azul y sonreía, dejando ver unos metálicos aparatos de ortodoncia en los dientes. Las orejas sobresalían, dándole un aspecto ridículo.

El otro retrato era más viejo y sus colores estaban ligeramente desteñidos. Se veía a un capitán, tieso como un palo, de hombros cuadrados, quien, con su alargada y delgada cara, sus ojos cerúleos y su ancha boca de labios finos, tenía más que un ligero parecido con Charlton Heston. La mirada de Craddock en esa fotografía era distante y arrogante al mismo tiempo. Pura disciplina.

El pasillo daba, a la izquierda de Jude, a la amplia escalera central que subía desde el vestíbulo. Anna estaba subiendo y Jessica la seguía de cerca, detrás de ella. Anna estaba sofocada, demasiado flaca. Los huesos de las muñecas y los codos sobresalían debajo de la piel, y la ropa le quedaba excesivamente grande. Ya no era gótica. Nada de maquillaje, ni pintura negra en las uñas. Nada de aretes o anillos en la nariz. Llevaba puesta una túnica blanca, desteñidos pantalones cortos de gimnasia de color rosa y zapatillas de tenis sin cordones. Daba la impresión de que su pelo no había sido cepillado ni peinado en varias semanas. En buena lógica, todo ello tendría que haberle conferido un aspecto terrible, de mujer desaliñada y hambrienta, pero no era así. Estaba tan hermosa en ese momento como el verano que habían pasado juntos en el cobertizo, trabajando en el Mustang, con los perros en medio.

Al verla, Jude sintió un abrumador ataque emocional. Conmoción, pérdida y adoración, todo junto. Apenas pudo soportar tantos sentimientos simultáneos. Incluso parecían más sentimientos de lo que la realidad que le rodeaba podía admitir, pues el mundo se curvaba en los bordes de su campo visual, volviéndose borroso y distorsionado. El pasillo se convirtió en un corredor salido de Alicia en el país de las maravillas, demasiado pequeño en un extremo, con puertas tan diminutas que sólo un gato podría atravesarlas, y demasiado grande en el otro, donde el retrato de Craddock se dilataba hasta alcanzar tamaño natural. Las voces de las mujeres en las escaleras se hicieron más profundas y lentas, hasta el punto de convertirse en sonidos incoherentes. Era como escuchar un disco que empezara a detenerse después de que el tocadiscos hubiera sido desenchufado.

Jude estuvo a punto de llamar a Anna. Lo que más deseaba era ir hacia ella, pero cuando el mundo se deformó, se echó hacia atrás en la silla, mientras los latidos de su corazón se disparaban. Un instante después, su visión se aclaró, el pasillo se enderezó y pudo escuchar otra vez a Anna y a Jessica con toda claridad. Entonces se dio cuenta de que la visión que le rodeaba era frágil y que no podía forzarla demasiado. Era importante mantenerse quieto, no realizar ningún movimiento brusco. Hacer y sentir lo menos posible, ésa era la clave. Sólo tenía que observar.

Las manos de Anna estaban cerradas, en puños pequeños, huesudos. Subía las escaleras con una precipitación agresiva, de modo que su hermana tropezaba tratando de seguirle el ritmo, agarrándose a la barandilla para evitar rodar escaleras abajo.

—Espera… Anna…, ¡detente! —dijo Jessica, parándose, para luego seguir escaleras arriba, tratando de coger la manga de la túnica de su hermana—. Estás histérica…

—No estoy histérica, no me toques —replicó Anna, hablando atropelladamente. De un tirón, liberó el brazo.

Anna llegó al descansillo y se volvió hacia su hermana mayor, que se quedó rígida, dos peldaños más abajo, vestida con una pálida falda de seda y una blusa de color café oscuro. Los talones de Jessica estaban juntos. En el cuello sobresalían los tendones. Estaba haciendo una mueca, y en ese momento pareció más vieja, no una mujer de unos cuarenta años, sino de más de cincuenta. En realidad parecía asustada. Su palidez, especialmente en las mejillas, a la altura de las sienes, era gris, y el contorno de su boca estaba fruncido, lleno de arrugas.

—Estás histérica. Estás imaginando cosas, eres víctima de una de tus terribles fantasías. No sabes lo que es real y lo que no lo es. No puedes ir a ninguna parte en ese estado.

Anna no hacía caso.

—¿Esto es imaginario? —Llevaba un sobre en las manos—. ¿Estas fotografías son imaginarias?

—Sacó varias fotos Polaroid, las agitó en una mano para mostrárselas a Jessica y se las arrojó luego a la cara. —¡Jesús! ¡Es tu hija! ¡Tiene once años!

Jessica Príce se encogió ante las fotos que volaban, que cayeron en los escalones, alrededor de sus pies. Jude se dio cuenta de que Anna todavía tenía una de ellas, que volvió a guardar en el sobre.

—Sé muy bien lo que es real —insistió Anna—. Por primera vez en mi vida, tal vez.

—Papá —dijo Jessica con voz débil, amortiguada.

Anna continuó:

—Me voy. La próxima vez que me veas, llegaré con sus abogados. Para llevarme a Reese.

—¿Crees que él te ayudará? —preguntó Jessica. Su voz era un susurro tembloroso.

¿Él? ¿Sus abogados? A Jude le costó un instante darse cuenta de que estaban hablando de él. La mano derecha comenzaba a escocerle. La notaba hinchada y caliente, como si hubiera sufrido la picadura de un terrible insecto.

—Seguro que me ayudará.

—¡Papá! —exclamó Jessica de nuevo. Su voz sonó esta vez más fuerte, más vibrante.

Una puerta se abrió de golpe, en el pasillo oscuro, a la derecha de Jude. Miró, esperando ver a Craddock, pero era Reese. La niña asomó la cabeza espiando hacia todos los lados. Era una chiquilla con el pelo del mismo color dorado pálido que el de Anna. Igual que a ella, un mechón le caía sobre uno de los ojos. Jude sintió pena al verla. Se le encogió el corazón al contemplar sus grandes ojos afligidos. ¡Las cosas que algunos niños tenían que ver! Sin embargo… pocas serían peores que las que ya había sufrido ella, pensó.

—Esto se va a saber, Jessie. Todo —dijo Anna—. Estoy feliz. Quiero hablar de eso. Espero que vaya a la cárcel.

—¡Papá! —gritó Jessica por tercera vez.

Se abrió la puerta situada frente a la habitación de Reese y una figura alta, demacrada y angulosa salió al pasillo. Craddock no era más que una silueta negra recortada en las sombras, sin ningún rasgo característico, salvo las gafas de montura oscura, que usaba muy de vez en cuando. Los cristales de las gafas atrapaban y enfocaban la luz disponible, de modo que brillaban débilmente, con algún destello rosa, en la oscuridad. Detrás de él, en su habitación, un acondicionador de aire vibraba con un ruido constante, cíclico, que a jude le resultaba curiosamente conocido.

—¿Qué es todo este ruido? —preguntó Craddock con voz áspera y melosa.

—Papá —dijo Jessica—, Anna se va. Dice que regresa a Nueva York, otra vez, con Judas Coyne, y va a conseguir que sus abogados…

Anna miró hacia el pasillo, a su padre. No vio a Jude. Por supuesto que no le vio. Sus mejillas eran de un furioso color rojo oscuro, con dos manchas sin color alguno sobre los pómulos. Estaba temblando.

—Quiere llamar a los abogados de ese tipo y a la policía, y les va a decir a todos que tú y Reese…

—Reese está aquí, Jessie —la interrumpió Craddock—. Tranquilízate. Tranquilízate.

—… y ella… ha encontrado algunas fotografías —siguió Jessica, con voz cada vez más débil, mientras miraba a su hija por primera vez.

—¿Ah, sí? —replicó Craddock, mostrándose completamente tranquilo—. Anna, querida. Lamento que te hayas alterado tanto. Pero no es un momento adecuado para que te marches, desquiciada como estás. Es tarde, querida. Es casi de noche. ¿Por qué no te sientas conmigo y hablamos sobre lo que te está preocupando? Quisiera ver si puedo tranquilizar tu espíritu, darte un poco de paz. Si me permitieras intentarlo, aunque sólo sea un momento, estoy seguro de que lo lograría.

De pronto Anna pareció tener dificultades para emitir su voz. Sus ojos estaban muy abiertos, brillantes y asustados. Pasaba la mirada de Craddock a Reese, y luego a su hermana.

—Mantenlo lejos de mí —dijo Anna—. O que Dios me perdone, porque lo mataré.

—No puede irse —dijo Jessica a Craddock—. Por ahora no puede.

¿Por ahora? Jude se pregunto qué podría significar eso. ¿Acaso Jessica pensaba que había algo más que hacer o decir? Él tenía la sensación de que la conversación había terminado.

Craddock miró de reojo a la niña.

—Vete a tu habitación, Reese. —Alargó la mano hacia ella, mientras hablaba, para hacerle una caricia tranquilizadora en la pequeña cabeza.

—¡No la toques! —gritó Anna.

La mano de Craddock se detuvo en el aire, por encima de la cabeza de Reese… Entonces la dejó caer a un lado.

En ese momento algo cambió. En la oscuridad del corredor, Jude no podía distinguir bien las facciones de Craddock, pero le pareció detectar una sutil variación en el lenguaje corporal, en la posición de los hombros, en la inclinación de la cabeza y en la manera en que apoyaba los pies en el suelo. Jude tuvo la impresión de que ahora era un hombre que se disponía a atrapar una serpiente oculta entre la hierba.

Finalmente Craddock habló a Reese otra vez, sin apartar la vista de Anna.

—Vamos, mi amor. Deja que los adultos hablen ahora. Está anocheciendo y es hora de que los mayores charlen sin que las niñas estén presentes.

Reese miró por el pasillo hacia Anna y su madre. Anna la miró a los ojos y movió la cabeza con una levísima inclinación.

—Ve, Reese —dijo Anna—. No es más que una aburrida conversación de personas mayores.

La pequeña metió la cabeza en su habitación y cerró la puerta. Un momento después se oyó música, sonando fuerte aunque amortiguada a través de la puerta. Era una mezcla de percusión con el chillido de una guitarra que parecía un tren descarrilando, seguido todo ello de gritos entusiastas con algo de infantil en su timbre. Todo, extrañamente, sonaba con una áspera armonía. Era la versión Kidz Bop del último éxito de Jude que había figurado en la lista de los cuarenta temas más escuchados, Put yon in yer place.

El cuerpo de Craddock se sacudió al escucharlo y sus manos se cerraron con fuerza.

—Ese hombre —murmuró.

Al acercarse a Anna y Jessica, ocurrió algo curioso. El descansillo de la parte superior de la escalera estaba iluminado por la luz del sol poniente, que entraba por una gran ventana que sobresalía en la fachada frontal de la casa, de modo que cuando Craddock se acercó a sus hijastras la luz le iluminó la cara, destacando hasta los menores detalles: la inclinación de los pómulos, las profundas arrugas que cerraban la boca a los lados. Pero los cristales de sus gafas se oscurecieron, ocultando los ojos detrás de inquietantes círculos negros.

—No eres la misma desde que has vuelto a casa después de vivir con ese hombre —dijo el anciano—. No sé qué puede haber ocurrido contigo, Anna, querida. Has pasado por algunos malos momentos, nadie lo sabe mejor que yo; pero me da la impresión de que ese tipo, Coyne, se ha apoderado de tu desdicha y, por decirlo así, le ha subido el volumen. Es como si hiciera que tus penas sonaran tan fuerte que ya no puedes escuchar mi voz cuando trato de hablarte. Sufro al verte tan triste y confundida.

—No estoy confundida y no soy tu «querida Anna». Te lo aseguro, si te acercas a mí a menos de un metro, lo lamentarás.

—Diez minutos, papá —dijo Jessica.

Craddock movió los dedos hacia ella, en un gesto de impaciencia para hacerla callar.

Anna lanzó una mirada a su hermana, y luego se volvió otra vez hacia Craddock.

—Ambos estáis equivocados si pensáis que podéis retenerme aquí por la fuerza.

—Nadie te obligará a hacer nada que tú no quieras —replicó Craddock, pasando junto a Jude.

Tenía la cara arrugada y de mal color, las pecas resaltaban más que nunca sobre su piel blanca como la cera. Más que caminar, arrastraba los pies, ladeado quizá por alguna afección permanente de la columna, pensó Jude. Muerto tenía mejor aspecto.

—¿Crees que Coyne te va a hacer algún favor? —continuó Craddock—. Creo recordar que te echó. Te repudió. Tengo entendido que ya ni siquiera responde tus cartas. No te ayudó antes… y no veo por qué habría de hacerlo ahora.

—No sabía cómo conseguirlo. Yo no me conocía a mí misma. Ahora sí me conozco. Le voy a contar lo que tú has hecho. Le voy a decir que deberías estar en la cárcel. ¿Y sabes lo que ocurrirá? Hará que sus abogados te metan en prisión.

—Dirigió una mirada a Jessica. —Y a ella, también…, si no la encierran en un manicomio. A mí me da lo mismo, siempre y cuando la mantengan tan lejos como sea posible de Reese.

—¡Papá, haz algo! —lloriqueó Jessica, pero Craddock sacudió bruscamente la cabeza, lo que significaba: «Cállate».

—¿Crees que te va a recibir? ¿Piensas que te abrirá su puerta cuando llames a ella? Estoy seguro de que ya se está revolcando con otra. Hay montones de muchachas bonitas, muy dispuestas a levantarse las faldas por una estrella de rock. No tienes nada para ofrecerle que él no pueda conseguir en otra parte, sin tantos problemas emocionales.

Al oír tales palabras, una expresión de dolor atravesó el rostro de Anna, que pareció empezar a hundirse, como un corredor sin aliento, dolorido después del supremo esfuerzo de la carrera.

—No importa que esté con otra persona. Es mi amigo —replicó ella con voz débil.

—No te creerá. Nadie lo creerá, porque todo eso es mentira, querida. Todo es mentira —insistió Craddock, dando un paso hacia ella—. Te estás sintiendo confusa otra vez, Anna.

—Eso es —le apoyó Jessica fervientemente.

—Ni siquiera las fotografías son lo que tú crees. Puedo explicártelo, si quieres. Puedo ayudarte si…

Pero se había acercado más de la cuenta. Anna saltó hacia él. Le puso una mano en la cara, le arrebató las gafas y las aplastó contra el suelo. Puso la otra mano, que todavía sostenía el sobre, en el centro de su pecho y le empujó. Se tambaleó, gritó. Se torció el tobillo izquierdo y cayó. Se desplomó hacia el lado contrario al de los escalones. Anna no le había empujado por las escaleras, aunque Jessica hubiera dicho lo contrario. Aquella acusación era, pues, una falsedad.

Craddock cayó sobre su escuálido trasero, con un ruido sordo que hizo temblar todo el pasillo y sacudió su propio retrato en la pared, dejándolo torcido. Empezó a incorporarse y Anna le puso el tacón en el hombro y lo empujó de nuevo, obligándole a apoyar la espalda contra el suelo. La joven temblaba furiosamente.

Jessica lanzó un chillido y subió corriendo los últimos peldaños, esquivando a Anna, para caer de rodillas junto a su padrastro.

Jude se vio de repente poniéndose de pie. No podía seguir inmóvil por más tiempo. Intuyó que al incorporarse el mundo se iba distorsionar otra vez, y así fue. Se estiró de manera absurda, como si fuera una imagen reflejada en una burbuja de jabón que se dilatara. Retumbó una explosión en sus oídos. Sentía que tenía la cabeza muy lejos de los pies…, a kilómetros de distancia. Y al dar el primer paso hacia delante, sintió que flotaba, que, curiosamente, era casi ingrávido, como un buceador que recorre el fondo del océano. Pero al avanzar por el pasillo deseó que el espacio que le rodeaba recuperara la forma y las dimensiones correctas, y así fue. Su voluntad significaba algo, por tanto. Era posible moverse en aquel universo de pompa de jabón que le rodeaba sin hacerlo explotar; bastaba con tener cuidado.

Le dolían las manos, las dos, no sólo la derecha. Las notaba hinchadas, como si fueran guantes de boxeo. El dolor aparecía en oleadas continuas, rítmicas, sincronizadas con su pulso, «tum-tum-tum». Aquella angustiosa sensación se mezclaba con el repiqueteo y el zumbido del aparato de aire acondicionado de la habitación de Craddock. Aquellos sonidos de fondo se convertían, increíblemente, en un coro tranquilizador.

Deseaba desesperadamente decirle a Anna que saliera, que fuera a la planta baja y escapara de la casa. Pero tenía la fuerte sensación de que no podía involucrarse en la escena que se desarrollaba delante de él sin romper el delicado tejido del sueño. Y de todos modos, el pasado era sólo eso, pasado. No podía cambiar lo que estaba a punto de ocurrir, como tampoco había podido salvar a la hermana de Bammy, Ruth, llamándola por su nombre. No estaba en su mano cambiar nada, pero sí tenía la posibilidad de dar testimonio, ser testigo de lo sucedido.

Jude se preguntó por qué había subido Anna, pero luego pensó que tal vez quería recoger algo de ropa antes de irse. No les tenía miedo a su padre ni a Jessica. Pensaba que ya no tenían ningún poder sobre ella… Exhibía una maravillosa, desgarradora y fatal confianza en sí misma.

—Te he dicho que no te acercaras —dijo Anna.

—¿Estás haciendo esto por él? —preguntó Craddock. Hasta ese momento, había hablado con un elegante acento del sur; pero ya no había nada cortés en su voz, su tono era rudo, nasal, no de caballero sino de campesino sureño sin la menor delicadeza—. ¿Todo esto forma parte de alguna loca idea, de algún plan demencial para recuperarlo? ¿Crees que vas a lograr que se compadezca de ti cuando te arrastres hacia él, contándole la triste historia de cómo tu papaíto te obligó a hacer cosas terribles que te han arruinado la vida? Seguro que te mueres de impaciencia por jactarte de haberme rechazado y empujado hasta hacerme caer, a mí, a un anciano que te cuidó cuando estabas enferma y te protegió de ti misma cuando estabas fuera de tus casillas. ¿Crees que se sentiría orgulloso de ti si estuviera aquí, en este momento, y viera cómo me atacas?

—No —replicó Anna—. Creo que estaría orgulloso de mí si me viera hacer esto.

—Se adelantó dos pasos y le escupió en la cara.

Craddock se estremeció. Luego dejó escapar un bramido sordo, como si hubiera recibido un chorro de ácido en los ojos. Jessica empezó a ponerse de pie, con los dedos curvados como garras, pero Anna la agarró por el hombro y la empujó, para ponerla de espaldas, junto al padrastro de ambas. Anna estaba de pie sobre ellos, temblando, pero no tan furiosamente como hacía un momento. Jude extendió la mano, tratando de alcanzar su hombro. Logró colocar la mano vendada en él y apretó ligeramente. Por fin se había atrevido a tocarla. Anna no pareció darse cuenta. La realidad se deformó por un instante al producirse el contacto, pero Jude logró que todo volviera a la normalidad pensando y concentrándose en los sonidos de fondo, la música de aquel momento: tum-tum-tum, repiqueteo y zumbido.

—Bien hecho, Florida —dijo. Habló sin poder contenerse. Pero el mundo no desapareció.

Anna movió la cabeza hacia atrás y hacia delante. Fue un breve gesto de desdén. Cuando habló, su tono era cansino:

—Y pensar que te tenía miedo…

Se volvió, soltándose de la mano de Jude, y se fue por el pasillo, hacia una habitación que había en el fondo. Entró en ella y cerró la puerta.

Jude escuchó algo que hacía ruido en el suelo. Miró. Era su propia mano derecha, empapada de sangre y goteando sobre el piso. Los botones de plata de la parte delantera de su americana de estilo Johnny Cash brillaron con la última luz rojiza del día. Hasta ese momento no se había dado cuenta de que llevaba puesto el traje del muerto. Le quedaba maravillosamente bien. Jude en ningún momento se había preguntado cómo era posible que pudiera estar viendo la escena que tenía ante sus ojos, pero en ese instante surgió la respuesta a la pregunta no formulada. Había comprado el traje del muerto, y al muerto también. Era dueño del fantasma y de su pasado. Aquellos momentos, por tanto, también le pertenecían.

Jessica estaba agachada junto a su padrastro. Los dos respiraban con dificultad y tenían los ojos clavados en la puerta cerrada de la habitación de Anna. Jude escuchó ruidos de cajones que se abrían y se cerraban allí dentro. La puerta de un armario ropero se cerró ruidosamente.

—El anochecer —susurró Jessica—. El anochecer por fin.

Craddock asintió con la cabeza. Tenía un rasguño en la cara, debajo del ojo izquierdo, donde Anna le había arañado con una uña cuando le había arrancado las gafas. Una gota de sangre colgaba de su nariz. La secó con el dorso de la mano y al hacerlo dejó una mancha roja sobre la cara.

Jude miró hacia la gran ventana del vestíbulo. El cielo era de un color azul intenso y sereno, que se iba oscureciendo en su implacable avance hacia la noche. Sobre el horizonte, más allá de los árboles y los tejados, al otro lado de la calle, había una línea de color rojo profundo, allí donde el sol acababa de desaparecer.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Craddock. Habló quedamente, con un tono de voz cercano al de un susurro. Aún temblaba de rabia.

—Me dejó hipnotizarla un par de veces —le informó Jessica, hablando en el mismo tono bajo—. Para ayudarla a dormir. En aquellas ocasiones le dejé en el inconsciente una sugestión hipnótica.

En la habitación de Anna se produjo un breve silencio. Luego Jude oyó claramente el tintineo de un vaso, el golpe de una botella contra el vidrio, seguido por un suave gorgoteo.

—¿Cuál es esa sugestión hipnótica? —preguntó Craddock.

—Le grabé en la mente la idea de que el anochecer es un buen momento para echar un trago. Le dije que era su recompensa después del largo día. Tiene una botella en el último cajón.

En el dormitorio de Anna se produjo un largo y terrible silencio.

—¿Y eso de qué va a servir?

—He puesto fenobarbital en la ginebra —informó Jessica—. Últimamente la hago dormir como una campeona.

Se escuchó ruido de vidrio al golpear sobre el suelo de madera en la habitación de Anna. La caída de un vaso.

—Muy bueno, lo tuyo —susurró Craddock—. Ya sabía que tenías algo preparado.

—Papá —dijo Jessica—, tienes que hacerle olvidar… las fotos, lo que encontró, todo. Todo lo que ha ocurrido. Tienes que hacer que todo eso desaparezca.

—No puedo hacer eso —explicó Craddock—. No soy capaz de conseguirlo desde hace mucho tiempo. Cuando era más joven… Cuando confiaba más en mí. Tal vez tú…

Jessica movía la cabeza.

—No puedo llegar más al fondo. Es así de simple. No me deja…, lo he intentado. La última vez que la hipnoticé, para ayudarla con el insomnio, traté de hacerle preguntas sobre Judas Coyne. Quería averiguar qué había escrito en las cartas que le enviaba, si ella alguna vez le había dicho algo… sobre ti. Pero cada vez que entraba en un terreno demasiado personal, cuando le preguntaba algo que ella no quería decirme, se ponía a cantar una de las canciones de su novio. Como si quisiera mantenerme alejada. Nunca he visto nada similar.

—Coyne es el culpable —afirmó Craddock, con la boca torcida en un gesto desagradable—. Él la destruyó. —Subrayó esas palabras—. La puso en contra de nosotros. La usó para sus fines, arruinó todo su mundo y luego nos la envió a nosotros para que destrozase el nuestro. Habría dado lo mismo que nos remitiese una bomba por correo.

—¿Qué vamos a hacer? Tiene que haber alguna manera de detenerla. No puede irse de esta casa en el estado en que está. Ya la has escuchado. Se llevará a Reese, apartándola de mí. Te arrastrará con su locura. Te detendrán a ti, y también a mí, y nunca más volveremos a vernos, salvo en la sala de un tribunal.

Craddock respiraba lentamente en ese momento, y de su rostro había desaparecido toda expresión de sentimientos. Sólo quedaba una mirada llena de hostilidad densa y oscura.

—En algo tienes razón, mi niña. No puede salir de esta casa.

Pasó un momento antes de que Jessica pareciera comprender la seca afirmación. La joven dirigió una mirada sobresaltada y perpleja a su padrastro.

—¿Papá? ¿Papá?

—Todos conocen el estado mental de Anna —continuó él—. Saben lo desdichada que siempre ha sido. Todo el mundo ha imaginado siempre de qué manera podía terminar: cualquier día puede abrirse las venas en el baño.

Jessica empezó a agitar la cabeza. Hizo un intento de incorporarse, pero Craddock la sujetó por las muñecas y la obligó a mantenerse de rodillas.

—La ginebra y las drogas no nos causarán problemas, tienen sentido. Muchos se toman un par de tragos y algunas pastillas antes de hacerlo. Antes de matarse. Así es como superan sus miedos y aplacan el dolor —explicó.

Jessica continuó moviendo la cabeza, con cierta desesperación, con los ojos brillantes, aterrorizados y ciegos, ya sin ver a su padrastro. Respiraba mediante breves estallidos… Estaba cerca de la crisis de ansiedad.

Hubo un silencio terrible. Cuando Craddock volvió a hablar, su voz era regular, tranquila:

—Basta ya. ¿Quieres que Anna se lleve a Reese? ¿Quieres pasar diez años en una institución penitenciaria del condado?

—Apretó las muñecas de su hijastra y la acercó más hacia él, de modo que pudo hablarle directamente frente a la cara. Finalmente, los ojos de Jessica volvieron a enfocarse en los de él y su cabeza dejó de moverse de un lado a otro. Craddock continuó: —No es culpa nuestra, sino de Coyne. Él es quien nos ha arrinconado de esta manera, ¿me escuchas? Él fue quien nos envió a esta desconocida que quiere destruirnos. No sé qué ha ocurrido con nuestra Anna. No recuerdo cuánto tiempo hace que no veo a la verdadera Anna. La Anna que creció contigo está muerta. Coyne se ocupó de que así fuera. Para mí es como si él hubiera terminado con ella. Es como si ya le hubiera cortado las venas de las muñecas. Y va a pagar por ello. Créeme. Le voy a enseñar lo que significa meterse con mi familia. Ahora, tranquila. Respira con calma. Escucha mi voz. Saldremos adelante. Te sacaré de esta situación, tal como lo he hecho cada vez que ha ocurrido algo malo en tu vida. Confía en mí como siempre. Respira hondo. Vamos. Otra vez. ¿Te sientes mejor?

Los ojos azules de la chica estaban muy abiertos, con expresión de avidez. En trance. Su respiración era un silbido, una sucesión de largas y lentas exhalaciones.

—Puedes hacerlo —continuó Craddock—. Sé que puedes. Por Reese, eres capaz de afrontar lo que sea necesario.

—Trataré de hacerlo —respondió Jessica—. Pero tienes que decirme qué y cómo. Debes guiarme. No puedo pensar.

—Eso está bien. Yo pensaré por los dos —aseguró Craddock—. Y tú no tienes que hacer nada. Ahora levántate y ve a tomar un buen baño caliente.

—Sí. Está bien.

Jessica empezó a ponerse de pie otra vez, pero Craddock sujetó sus muñecas y la mantuvo junto a él un momento más.

—Y cuando hayas terminado —ordenó Craddock—, ve abajo y busca mi viejo péndulo. Necesitaré algo para las muñecas de Anna.

Dicho esto, la dejó alejarse. Jessica se puso de pie con tanta rapidez que tropezó y tuvo que apoyar una mano en la pared para no caerse. Le miró por un momento con ojos deslumbrados y estupefactos, luego se volvió, en una especie de trance, y abrió la puerta que había a su izquierda. Entró en un baño de azulejos blancos.

Craddock permaneció en el suelo hasta que oyó el ruido del agua llenando la bañera. Entonces se incorporó y quedó, hombro con hombro, junto a Jude.

—Maldito viejo bastardo —murmuró el cantante. El mundo de pompa de jabón se deformó y se tambaleó. Jude apretó los dientes hasta que el entorno recuperó su forma normal.

Los labios de Craddock eran delgados y pálidos, estirados sobre sus dientes en una mueca mordaz y fea. La carne vieja de la parte trasera de sus brazos se balanceó. Se dirigió a paso lento hacia la habitación de Anna, tambaleándose un poco. El empujón recibido y la caída lo habían afectado. Abrió la puerta. Jude fue tras él, pisándole los talones.

Había dos ventanas en la habitación de Anna, pero ambas daban a la parte posterior de la casa, al lado contrario de aquel por donde el sol se había puesto. Allí ya reinaba la noche, y la habitación estaba envuelta en sombras azules. Anna estaba sentada en el extremo de la cama. En el suelo, entre sus zapatillas, había un vaso vacío. Su bolso de viaje estaba sobre el colchón, detrás de ella, con alguna ropa sucia apresuradamente guardada y la manga de un suéter rojo colgando por fuera. La expresión de Anna era plácida e inexpresiva. Tenía los brazos apoyados en las rodillas, los ojos vidriosos y la mirada perdida en la distancia. En una mano, olvidado, reposaba el sobre de color crema con las fotos Polaroid de Reese. Las pruebas que había conseguido. Al verla así, Jude se sintió mal. Se dejó caer sobre la cama, junto a ella. El colchón hizo ruido bajo su peso, pero ni Anna ni Craddock parecieron darse cuenta. Puso la mano izquierda sobre la derecha de Anna. La que estaba herida sangraba abundantemente otra vez. Tenía las vendas manchadas y flojas. ¿Cuándo había comenzado aquella hemorragia? Ni siquiera podía levantar la mano derecha en ese momento, porque se había vuelto demasiado pesada y le dolía mucho. La simple idea de moverla le producía mareos.

Craddock se detuvo ante su hijastra y se inclinó para observar, pensativo, su cara.

—¿Anna? ¿Puedes escucharme? ¿Oyes mi voz?

Ella siguió sonriendo, y en un primer momento no respondió. Luego parpadeó y habló:

—¿Qué? ¿Has dicho algo, papá? Estaba escuchando a Jude. Por la radio. Ésta es mi canción favorita.

Los labios del viejo se tensaron hasta que todo color desapareció de ellos.

—Ese hombre —masculló, casi escupiendo las palabras. Cogió una esquina del sobre y lo arrancó de sus manos.

Craddock se enderezó y se volvió hacia una de las ventanas para cerrar la persiana.

—Te amo, Florida —dijo Jude. El dormitorio que le rodeaba se ensanchó cuando habló, la pompa de jabón se hinchó hasta casi estallar, para luego volver a encogerse.

—Te amo, Jude —dijo Anna casi sin hacer ruido.

Al oír sus palabras, los hombros de Craddock se alzaron en un sorprendido encogimiento. Se dio la vuelta, curioso.

—Tú y tu estrella del rock os reuniréis de nuevo muy pronto. Eso es lo que tú querías, y es lo que tendrás. Tu padre se va a encargar de que así sea. Tu padre conseguirá que os reunáis tan pronto como sea posible.

—Maldito seas —exclamó Jude, y esta vez, cuando la habitación se hinchó y se estiró perdiendo su forma, no pudo, por mucho que se concentró en el tum-tum-tum, hacer que recuperara la proporción correcta. Las paredes se dilataron y luego se hundieron hacia dentro, como sábanas tendidas al sol que se movieran con la brisa.

El aire de la habitación era tibio y estaba cargado. Olía a humo de coches y a perro. Jude escuchó un leve gemido detrás de él, y se volvió para mirar a Angus, que estaba echado en la cama, en el lugar que ocupaba el bolso de viaje de Anna un momento antes. El perro respiraba con dificultad y sus ojos estaban pastosos y amarillentos. Un hueso rojo y astillado asomaba por la piel de una pata doblada.

Jude volvió a mirar a Anna, pero descubrió que era Marybeth la que estaba sentada en la cama en ese momento, con la cara sucia y la expresión tensa.

Craddock bajó una de las cortinas y la habitación se oscureció un poco más. Jude miró por la otra ventana y vio las plantas que crecían al otro lado de la carretera interestatal. Había palmeras, basura entre la maleza, y más allá un cartel verde que decía: «SALIDA 9». Sus manos retomaron el tum-tum-tum. El acondicionador de aire murmuraba, zumbaba, susurraba. Jude se preguntó por primera vez cómo era posible que todavía pudiera seguir escuchando el aparato de aire acondicionado de Craddock. La habitación del anciano estaba en el otro extremo del pasillo. Algo empezó a hacer una especie de tictac, un sonido tan constante como el de un cronómetro. Era el ruido del intermitente.

Craddock fue a la otra ventana, tapando la visión de Jude hacia la carretera, y bajó también aquella cortina. De esa forma, dejó la habitación de Anna en total oscuridad. Finalmente, llegó la noche.

Jude volvió a mirar a Marybeth, su mandíbula tensa, una mano sobre el volante. La luz intermitente brillaba de manera repetitiva en el tablero y él abrió la boca para decir algo, no sabía qué, algo como…