Capítulo 39

El maletín de primeros auxilios que los había acompañado desde Nueva York estaba en el suelo, en la parte de atrás del coche. Sólo quedaban un pequeño rollo de gasa, unas pinzas y varias dosis de Motrin, el poderoso calmante muscular, en envases difíciles de abrir. Cogió primero el analgésico, abrió el envase rompiéndolo con los dientes y se tragó en seco los seis comprimidos, 1200 miligramos. No era suficiente. Todavía sentía la mano como si fuera un montón de hierro caliente apoyado en un yunque, donde era lenta pero metódicamente aplastado a martillazos.

Al mismo tiempo, el dolor mantenía a raya la nubosidad mental, era un flotador para mantenerse a salvo, consciente, una cuerda que lo sujetaba al mundo real: la autopista, los carteles verdes con los kilometrajes, el zumbido del aire acondicionado.

Jude no sabía cuánto tiempo lograría mantener clara la cabeza, y quería usar el que le quedara para explicar las cosas. Habló vacilando, con los dientes apretados, mientras se colocaba la venda dándole vueltas a la mano herida.

—La granja de mi padre está justamente al cruzar el límite de Luisiana, en Moore's Corner. Podemos llegar allí en menos de tres horas. No voy a desangrarme en sólo tres horas. El viejo está enfermo, casi siempre inconsciente. Hay una anciana allí, una tía política, por matrimonio, que es enfermera profesional. Ella lo cuida. Está registrada en el colegio de enfermeras. Hay morfina. Para los dolores de mi padre. Y habrá perros. Creo que tiene… Maldita sea. Madre mía. Maldición. Dos perros. Pastores alemanes, como los míos. Salvajes. Malditos animales.

Cuando se terminó la gasa, la sujetó, ajustándola con un imperdible. Usó los dedos del pie para quitarse las botas. Tuvo que hacer un gran esfuerzo. Puso un calcetín sobre la mano derecha. Envolvió el otro alrededor de la muñeca y lo anudó con fuerza, para hacer más lenta la circulación, pero no para detenerla. Miró detenidamente el guiñapo en que se había convertido su mano y trató de pensar si podría aprender a hacer acordes sin el dedo índice. Siempre le quedaría el recurso de tocar la guitarra con slide. O podía volver a usar la izquierda, como hacía cuando era niño. El solo hecho de pensarlo hizo que comenzara a reírse otra vez. Parecía un loco.

—Basta —dijo Marybeth.

Apretó los dientes con fuerza y se obligó a dejar de reír. Tenía que admitir que se comportaba de una manera extraña, que no resultaba normal para su compañera.

—¿Crees que no llamará a la policía esa vieja tía tuya? ¿No te parece que se empeñará en llamar a un médico para que te vea? ¿No dices que es enfermera?

—No lo hará.

—¿Por qué no?

—No se lo vamos a permitir.

Marybeth no dijo nada durante un rato, después de oír aquello. Condujo tranquilamente, de forma automática, pasando de un carril a otro correctamente al adelantar a otros vehículos, para continuar a una velocidad de crucero de no más de ciento diez o ciento quince kilómetros por hora. Sostenía el volante con cuidado, con su mano izquierda, blanca, arrugada, lastimada, y no lo tocaba de ninguna manera con la infectada mano derecha.

Finalmente, Georgia habló:

—¿Cómo crees que terminará todo esto?

Jude no tenía respuesta para semejante pregunta. El que respondió fue Angus. Lo hizo con un suave y doliente quejido.