El hombre de la radio seguía hablando: «¿Cuál es la exportación más importante de Florida? Uno podría decir que son las naranjas, pero se equivocaría».
Por un momento, la suya fue la única voz que se escuchó en la habitación. Marybeth sostenía a Angus por el collar y trataba de frenarlo, tarea nada fácil. El perro tiraba hacia delante con toda su considerable voluntad y todos sus músculos, y Marybeth debía apoyarse con fuerza en los talones para impedir que escapara. El animal comenzó a gruñir. Fue como un sordo trueno, bajo y entrecortado, un mudo pero perfectamente elocuente mensaje de amenaza. El gruñido hizo que Bon ladrara otra vez, un explosivo ladrido tras otro.
Marybeth fue la primera en romper el silencio.
—No necesitas usar eso. Nos marchamos. Vamos, Jude. Salgamos de aquí. Ayúdame con los perros y vamonos.
—¡Vigílalos, Reese! —gritó Jessica—. ¡Han venido a matarnos!
Jude cruzó la mirada con Marybeth e hizo un gesto en dirección a la puerta del garaje.
—Salgamos de aquí. —Se puso de pie, una rodilla crujió recordándole que empezaba a tener las articulaciones viejas y hubo de apoyarse en la encimera para sostenerse. Luego miró a la niña directamente a los ojos, sobre la pistola de calibre 45 que le apuntaba a la cara.
—Sólo quiero sujetar a mi perro —explicó—. Y no os molestaremos más. Bon, ven aquí.
La perra ladraba y ladraba sin parar, en el espacio que había entre Jude y Reese. El cantante dio un paso hacia ella para buscar su collar y sujetarla.
—¡No dejes que se te acerque demasiado! —gritó Jessica—. ¡Tratará de quitarte el arma!
—¡Retroceda! —ordenó la niña.
—Reese —dijo él, usando su nombre de pila para calmarla y generar confianza. Jude tenía alguna práctica en el terreno de la persuasión psicológica—. Voy a dejar esto —mostró la llave de cruz para que ella pudiera verla. Luego la dejó sobre la repisa—. Ahí está. Ahora tú tienes una pistola y yo estoy desarmado. Sólo quiero a mi perro.
—Vamonos, Jude —dijo Marybeth—. Bonnie nos seguirá. Salgamos de aquí.
Marybeth estaba ya en el garaje, mirando hacia atrás a través de la puerta. Angus ladró por primera vez. El sonido resonó en el suelo de hormigón y el alto techo.
—Ven conmigo, Bon —la llamó Jude, pero Bon hizo caso omiso de él, y en cambio dio un nervioso y pequeño salto hacia Reese.
Los hombros de la niña se movieron, al encogerse por el susto. Durante un momento, giró el arma para apuntar a la perra, pero enseguida la volvió hacia Jude, quien dio otro paso para acercarse a Bon. Estaba casi lo suficientemente cerca como para alcanzar el collar.
—¡Aléjese de ella! —gritó Jessica y Jude percibió un movimiento en el borde de su campo visual.
La hermana de su antigua novia estaba gateando por el suelo, y cuando Jude se volvió, la mujer se puso de pie y cayó sobre él. El hombre vio el reflejo de algo suave y blanco en una mano. No supo qué era hasta que lo tuvo en la cara. Era una daga de porcelana, o mejor dicho un ancho trozo del plato roto, que ella dirigió al ojo de su enemigo, pero éste movió la cabeza y sólo alcanzó a herirlo en la mejilla.
Jude alzó el brazo izquierdo y le dio un codazo en la mandíbula. Arrancó el trozo de plato roto de su cara y lo arrojó lejos. Con su otra mano encontró la llave de cruz sobre el mueble de la cocina y notó que un instante después producía un ruido sordo, sólido y sustancioso. Vio que los ojos de Jessica se abrían hasta querer salirse de las órbitas.
—¡No, Jude, no! —gritó Marybeth.
Él giró sobre sí mismo y se agachó cuando ella gritó. Tuvo tiempo de ver a la niña, con rostro de sobresalto y grandes ojos afligidos. Y entonces el arma que tenía en las manos se disparó. El ruido fue ensordecedor. Un florero, lleno de guijarros y con algunas orquídeas blancas artificiales, explotó en la encimera de la cocina. Trozos de vidrio y pequeñas piedras volaron por el aire alrededor de él.
La pequeña retrocedió, dando trompicones. Se le enganchó el talón en el borde de una alfombra y casi se cayó al suelo, Bon saltó hacia ella. Reese se había enderezado, y cuando la perra la golpeó, lo hizo con tanta fuerza que la derribó y el arma volvió a dispararse.
La bala le dio a Bon abajo, en el abdomen, e hizo que su parte trasera saltara por el aire. El salto se convirtió en una extraña vuelta completa. Rodó y se golpeó contra las puertas del armario, debajo del fregadero. Tenía los ojos muy abiertos y sólo se veía la parte blanca de ellos. Su boca también había quedado muy abierta. Entonces el perro negro de humo que había dentro del animal surgió entre sus mandíbulas, como un genio saliendo de una lámpara árabe, y atravesó a toda velocidad la habitación, pasando junto a la niña, para salir al porche.
La gata que estaba echada sobre la mesa lo vio llegar, y chilló mientras su pelo se erizaba en el lomo. Se echó a la derecha cuando el perro de humo negro rebotó sobre la mesa casi sin tocarla. La sombra de Bon echó una rápida mirada al rabo de la gata y luego saltó. Cuando el espíritu de Bon llegó al suelo, atravesó un intenso rayo de temprano sol matutino, y desapareció en un abrir y cerrar de ojos.
Jude se quedó mirando el lugar por el que el increíble perro de sombra negra había desaparecido. Demasiado confuso como para actuar, durante unos momentos pareció paralizado. Sólo era capaz de sentir. Y lo que sintió fue la emoción del asombro, un pasmo tan intenso que pareció una especie de descarga eléctrica. Sintió que había tenido el honor de vislumbrar algo hermoso y eterno.
Y luego miró el cuerpo muerto de Bon, ya sin alma. La herida en su abdomen era un espectáculo horrible, una abertura ensangrentada, un nudo azul de intestinos desparramados. La larga cinta rosada de su lengua caía obscenamente de la boca. No parecía posible que el disparo la hubiera abierto tan completamente, de modo que no debió morir por el tiro, sino que había sido destripada. Había sangre por todos lados, en las paredes, los armarios, sobre él, derramándose en el suelo en un charco oscuro. Bon ya estaba muerta cuando chocó con el suelo. La visión de la perra le producía otra especie de choque eléctrico, una formidable sacudida para sus terminales nerviosas.
Jude volvió la mirada incrédula a la niña. Se preguntó si la pequeña habría visto al perro de humo negro cuando pasó corriendo junto a ella. Estuvo a punto de preguntárselo, pero no pudo hablar. Momentáneamente, se había quedado sin palabras. Reese se incorporó sobre los codos, apuntándole con el Colt 45 en una mano.
Nadie habló ni se movió, y en aquel silencio se oyó claramente la voz de la radio:
«Los caballos salvajes del Parque Nacional de Yosemita, en California, están hambrientos después de meses de sequía y los expertos temen que muchos morirán si no se toman medidas rápidas. Tu madre morirá si no le disparas. Tú morirás».
Reese no dio ninguna muestra de haber escuchado lo que el hombre de la radio estaba diciendo. Tal vez fuera así. Al menos de forma consciente, no le escuchaba. Jude miró hacia la radio. En la fotografía colocada junto al aparato, Craddock todavía tenía la mano sobre el hombro de Reese, pero ahora sus ojos habían sido tachados con los garabatos de la muerte.
La voz de la radio insistió:
«No dejes que se te acerque más. Está aquí para mataros a las dos. Dispárale, Reese. Dispárale».
Tenía que hacer callar la radio. Se arrepentía de no haber seguido su impulso de aplastarla un rato antes. Se volvió hacia la encimera, moviéndose demasiado rápidamente, y su tacón se deslizó, resbalando con la sangre del suelo, con un chirrido agudo. Se tambaleó y dio un paso desequilibrado hacia atrás, en dirección a Reese. Los ojos de la niña se abrieron alarmados cuando él se tambaleó hacia ella. Jude levantó la mano derecha, en un ademán cuya intención era la de calmar, tranquilizar, hasta que en el último momento se dio cuenta de que estaba esgrimiendo la llave de cruz para cambiar neumáticos, y que a ella le daría la impresión de que la usaba para atacarla. Todo ocurrió en una fracción de segundo.
La niña apretó el gatillo y la bala golpeó en la llave, que, con un resonante ruido metálico, giró y le arrancó el dedo índice. Una lluvia de finas gotas de sangre caliente cayó sobre su cara. Volvió la cabeza y miró con la boca abierta su propia mano, tan asombrado por la desaparición del dedo como antes por el milagro del perro negro que se había desvanecido. Era la mano con la que hacía los acordes. Casi todo el dedo había desaparecido. Aún sostenía la llave de cruz con lo que le quedaba de mano. La soltó. Cayó al suelo con sonido de campana.
Marybeth gritó su nombre, pero la voz sonó tan lejana que bien podía haber estado en la calle. Apenas podía oírla entre el zumbido de sus oídos. Sintió que su cabeza se volvía peligrosamente ligera. Necesitaba sentarse. Pero no se sentó. Puso la mano izquierda sobre la encimera y empezó a dar marcha atrás, retirándose lentamente en dirección a Marybeth y el garaje.
La cocina olía a pólvora quemada, a metal caliente. Mantuvo la mano derecha alzada, apuntando al techo. El muñón de su dedo índice no sangraba demasiado. La sangre mojó la palma de su mano, chorreando por el interior del brazo, pero era un goteo lento, y eso le sorprendió. Tampoco el dolor era excesivo. Lo que sentía era más bien una desagradable sensación de presión concentrada en el muñón. No notaba en absoluto el corte que tenía en la cara. Miró al suelo y vio que iba dejando un rastro de gruesas gotas de sangre y rojas huellas de botas.
Su visión parecía aumentada y distorsionada, como si llevara una pecera en la cabeza. Jessica Price estaba de rodillas, con las manos en el cuello. Tenía la cara amoratada e hinchada, como si estuviera sufriendo una grave reacción alérgica. Casi se rió. ¿Quién no era alérgico a una barra de metal aplicada en el cuello y en el rostro? En ese momento pensó que se las había apañado para herirse las dos manos en el espacio de apenas tres días, y luchó contra una necesidad casi compulsiva de reírse tontamente. Tendría que aprender a tocar la guitarra con los pies.
Reese le miró a través de la nube de humo sucio de pólvora, con los ojos muy abiertos y asombrados…, y de algún modo compungidos. El arma estaba en el suelo, junto a ella. Movió la vendada mano izquierda hacia ella, aunque ni siquiera estaba seguro de cuál era el propósito de ese gesto. Tenía la vaga idea de que estaba tratando de tranquilizarla, diciéndole que él estaba bien. Le preocupó lo pálida que parecía la niña. Esa criatura nunca superaría aquellos terribles sucesos, y no tenía la culpa de nada.
Entonces Marybeth le cogió del brazo. Estaban en el garaje. No, estaban fuera del garaje, bajo el blanco resplandor del sol. Jude casi se cayó al suelo cuando Angus le puso las patas delanteras sobre el pecho.
—¡Fuera! —gritó Marybeth, y su voz aún parecía venir de muy lejos.
Jude quería sentarse, por encima de cualquier otra cosa… Allí mismo, en la entrada, donde pudiera recibir el sol en la cara.
—No —ordenó Marybeth cuando él empezó a dejarse caer hacia el hormigón del suelo—. No. Al coche. Vamos. —Tiraba de su brazo con ambas manos, para mantenerlo de pie.
Él se balanceó, avanzó trastabillado hacia ella, puso un brazo sobre el hombro de la chica y ambos se dejaron llevar por la inclinación del camino de acceso, como un par de adolescentes ebrios en la fiesta de graduación que trataran de bailar el Stairway de Led Zepellin. Esta vez él sí se rió. Marybeth lo miró con terror.
—Jude. Tienes que colaborar. No puedo llevarte. No lo lograremos si te caes.
El tono de súplica de su voz le preocupó, y se propuso hacer mejor las cosas. Respiró hondo, para reponerse, y fijó la vista en sus botas. Se concentró en el trabajo de hacerlas avanzar. El pavimento que había debajo de sus pies era difícil de atravesar. Se sentía como si tratara de caminar por un trampolín en estado de embriaguez. La tierra parecía doblarse y tambalearse debajo de él, y el cielo se inclinaba peligrosamente.
—Al hospital —dijo ella.
—No. Tú sabes por qué.
—Tengo que llevarte…
—No tienes que hacerlo. Detendré la hemorragia.
¿Quién le estaba respondiendo? El sonido era el de su propia voz, asombrosamente razonable.
Jude levantó la vista, vio el Mustang. El mundo giraba a su alrededor, veía un calidoscopio de jardines demasiado verdes, canteros de flores, la blanca cara aterrorizada de Marybeth. Se encontraba tan cerca que su nariz estaba prácticamente metida en el remolino oscuro y flotante de su pelo. Aspiró profundamente, para disfrutar de su dulce y alentador aroma, pero se estremeció, sorprendido por el fuerte olor a pólvora y a perro muerto.
Dieron la vuelta alrededor del automóvil y ella lo dejó caer sobre el asiento del acompañante. Luego, Georgia fue a la parte delantera del Mustang, cogió a Angus por el collar y empezó a arrastrarlo hacia la puerta del conductor.
Estaba tratando de abrirla cuando la camioneta de Craddock. Salió ruidosamente del garaje, con los neumáticos girando violentamente sobre el suelo, echando un humo grasiento. Craddock estaba detrás del volante. La camioneta se salió del camino de acceso a la casa y atravesó el césped con un ruido sordo. Chocó con estrépito contra la cerca de estacas, derribándola sobre la acera, para luego seguir hasta la calle.
Marybeth soltó a Angus y se arrojó sobre el capó del automóvil, deslizándose sobre el abdomen, justo antes de que la camioneta de Craddock se estrellara contra un lado del Mustang. La fuerza del impacto lanzó a Jude hacia la puerta del lado del acompañante. La colisión hizo girar el Mustang, de modo que la parte de atrás quedó en medio de la calle y la de delante se subió encima del bordillo, con tal brusquedad que Marybeth fue catapultada desde el capó hasta el suelo. La camioneta había golpeado el automóvil con un extraño ruido de plástico aplastado, mezclado con agudos ladridos.
Los trozos de vidrio roto cayeron tintineando sobre la calle. Jude levantó la vista y vio el descapotable de color cereza de Jessica McDermott Price en la calle, junto al Mustang. La camioneta había desaparecido. En realidad nunca había estado allí. El blanco globo del airbag se había desplegado sobre el volante, y Jessica estaba sentada allí, con la cabeza entre las manos.
Jude sabía que debería estar sintiendo algo —alguna urgencia, alguna sensación de alarma—, pero sólo se sentía somnoliento, atontado. Tenía los oídos taponados, y tragó varias veces para destaponarlos, para liberarlos.
Salió por la puerta del acompañante, para ver qué le había ocurrido a Marybeth. En ese momento la chica estaba sentándose en la acera. No había razón para preocuparse. Se encontraba bien. Parecía tan aturdida como Jude, pestañeando a la luz del sol, con un gran rasguño en la punta de la barbilla y el pelo cayéndole desordenadamente sobre los ojos. Pero nada más. Miró hacia atrás, hacia el descapotable. La ventanilla del conductor estaba bajada —o había caído a la calle— y la mano de Jessica colgaba, blanda, hacia fuera. El resto de la mujer yacía dentro, invisible.
En algún lugar, alguien empezó a gritar. Sonaba lo que parecía el llanto de una niña. Estaba llamando a su madre a gritos.
Sudor, o tal vez sangre, goteaba en el ojo derecho de Jude, y escocía. Levantó la mano derecha para enjugarlo y se rozó la frente con el muñón de su dedo índice. Sintió como si hubiera metido la mano en una parrilla caliente. El dolor recorrió todo el brazo y llegó hasta el pecho, donde se convirtió en otra cosa, en una falta de aliento y en hormigueo helado detrás del esternón. Era una sensación terrible y de alguna manera fascinante.
Marybeth pasó tambaleándose por la parte delantera del Mustang y abrió la puerta del conductor, que hizo un ruido de metal doblado. Llevaba en los brazos algo que parecía un enorme bolso marinero de color negro. El bolso estaba goteando. No…, no era un bolso marinero…, era. Angus. Movió el asiento del conductor hacia delante y dejó el inerte animal en el asiento de atrás, antes de subir.
Jude se volvió cuando ella puso en marcha el coche. Ambos sentían una profunda necesidad de mirar atrás, a su perro, y a la vez deseaban con desesperación no hacerlo. Angus levantó la cabeza para mirarlo con ojos vidriosos, húmedos, inyectados en sangre. Gemía casi sin hacer ruido. Sus patas traseras estaban destrozadas. Un hueso rojo asomaba, atravesando la piel de una de ellas, justo por encima de la articulación.
Jude pasó su mirada de Angus a Marybeth. Ella mantenía firme y alta su barbilla herida; los labios eran una fina y horrorizada línea. Las vendas de su mano derecha, en terrible estado, estaban empapadas. ¡Vaya con ellos y sus manos! A ese paso tendrían que acariciarse con garfios cuando todo aquello hubiera terminado.
—Mira cómo estamos los tres —observó Jude—. ¿No formamos un trío lamentable?
—Tosió. La sensación de tener clavados alfileres y agujas en su pecho estaba disminuyendo…, pero muy lentamente.
—Buscaré un hospital.
—Nada de hospitales. Vamos a la carretera.
—Podrías morir si no vamos a un hospital.
—Si vamos a un hospital, seguramente moriré, y tú también. Craddock terminará con nosotros fácilmente. Mientras Angus esté vivo, tenemos alguna posibilidad de sobrevivir.
—¿Qué puede hacer Angus…?
—Craddock no le tiene miedo al perro. Le tiene miedo al perro que hay dentro del perro.
—¿De qué estás hablando, Jude? No comprendo.
—Vamos. Puedo detener la hemorragia del dedo. Es sólo un dedo. Vamos a la autopista. Marchemos al oeste. —Alzó la mano derecha, a un lado de la cabeza, para disminuir la velocidad de la hemorragia. En ese momento estaba comenzando a pensar. Aunque no tenía que pensar mucho para saber adonde se dirigían. Iban al único lugar al que podían ir.
—¿Qué mierda hay al oeste? —preguntó Marybeth.
—Luisiana —respondió—. El hogar.