Uno de los párpados de Jessica McDermott Price temblaba de manera irregular. Gotas de sudor pendían de sus pestañas, listas para caer. Los labios, pintados de un color rojo profundo, casi negro, seguían estirados, mostrando los dientes, pero ya no dibujaban una sonrisa. Era más bien una mueca que expresaba rabia y confusión.
—Usted no tiene derecho a hablar de mi padre. Él estaba por encima de porquerías y despojos humanos como usted.
—Eso es verdad en parte —dijo Jude. El también respiraba agitadamente, y estaba un poco sorprendido por la serenidad de su propia voz—. El muerto y usted se buscaron serios problemas cuando se metieron conmigo. Dígame algo, ¿usted le ayudó a matarla, para evitar que hablara sobre lo que le había hecho? ¿Estuvo usted presente mientras su propia hermana se desangraba hasta morir?
—La mujer que regresó a esta casa no era mi hermana. No se parecía nada a la Anna que yo conocía. Mi hermana ya estaba muerta cuando usted terminó su trabajo con ella. Usted la destruyó. La niña que volvió a nosotros llevaba veneno dentro. Había que oír las cosas que decía, las amenazas que profería. Quería enviar a nuestro padre a prisión. Deseaba mandarme a mí a la cárcel. Y mi padre no le tocó ni un maldito pelo de su cabeza desleal. Mi padre la quería. Era el mejor de los hombres, el mejor.
—A su padre le gustaba follar con niñas pequeñas. Primero usted, luego Anna. Tuve esa asquerosa realidad delante de mis ojos todo el tiempo, pero no acerté a verla.
Al decir esas palabras se estaba inclinando sobre ella, amenazador. Se sentía un poco mareado. La luz del sol entraba a través de la ventana, por encima del fregadero de la cocina. El aire era tibio, denso, y olía fuertemente al perfume de Jessica, a jazmín. Más allá de la cocina, una puerta corredera de vidrio estaba parcialmente abierta y daba a un porche techado en la parte de atrás, con suelo de madera de pino y presidido por una mesa cubierta con un mantel de encaje. Un gato de pelo largo, gris, observaba con temor, con el lomo erizado y las uñas medio sacadas. La radio seguía siendo un runrún que ahora hablaba de cosas que se podían descargar de Internet. Era como el zumbido de las abejas en una colmena. Una voz como aquélla era capaz de dormir a cualquiera.
Jude miró hacia la radio, con ganas de darle un golpe con la llave de cruz para silenciarla. Entonces vio la fotografía que estaba al lado del aparato y se olvidó de su intención de apagar la radio. Era una fotografía de unos quince por treinta centímetros, colocada en un marco de plata. Craddock sonreía desde ella. Llevaba su traje negro, con los botones del tamaño de un dólar de plata brillando en la chaqueta. Tenía una mano puesta sobre su sombrero de fieltro, como si estuviera a punto de levantarlo para saludar. La otra mano reposaba sobre el hombro de una niña pequeña, de frente ancha y ojos azules bien separados, la hija de Jessica, que tanto se parecía a Anna. La cara de la pequeña, bronceada por el sol en la fotografía, era inexpresiva e inmutable, el rostro de alguien que espera salir de un ascensor que agobia por demasiado lento. Era una expresión por completo carente de sentimientos. Tal ademán hacía que la niña se pareciera más a Anna, cuando ésta se encontraba en el punto máximo de una de sus depresiones. La enorme semejanza perturbaba a Jude.
Aprovechando su distracción, Jessica se estaba arrastrando hacia atrás por el suelo, intentando poner más distancia entre los dos. Cuando vio que trataba de apartarse, Jude la cogió por la blusa otra vez, y voló otro botón. La camisa de la mujer colgaba de sus hombros, abierta hasta la cintura. Con el dorso de uno de los brazos, Jude se secó el sudor de la frente. Era un simple respiro. No había terminado de hablar todavía.
—Anna nunca entró en detalles, pero me contó que había sufrido abusos sexuales cuando era pequeña. Se esforzaba tanto por evitar cualquier pregunta, que resultaba obvio. En la última carta que me escribió, confesaba que estaba cansada de guardar sus terribles secretos, que no podía soportarlo más. A primera vista, parecían palabras de una persona con impulsos suicidas. Tardé un tiempo en darme cuenta de lo que realmente quería decir. Anhelaba sacar a la luz las verdades que había escondido tanto tiempo en su interior. Contar cómo su padrastro la ponía en trance, y así él podía hacer lo que quisiera con ella. Era un buen hipnotizador, pero nadie es perfecto… Podía hacerle olvidar lo ocurrido durante un tiempo, pero le resultaba imposible eliminar completamente los recuerdos de lo sucedido. Todo reaparecía cada vez que Florida sufría uno de sus ataques emocionales. Al final, siendo ya una adolescente, supongo, ella lo vio, comprendió lo que él había hecho. Anna pasó muchos años huyendo de esa terrible verdad. Escapando de él. Pero yo la puse en el tren y la envié de regreso, con lo que terminó otra vez ante su verdugo. Llegó y vio lo viejo que estaba, lo cerca de la muerte que se encontraba el monstruo. Y tal vez decidió que ya no tenía por qué seguir huyendo. —Jude había pensado mucho en el asunto. No tenía intención de guardarse nada—. Así que amenazó con contar lo que Craddock había hecho. ¿No es cierto? Dijo que se lo contaría a todo el mundo, que haría que la ley cayese sobre él. Por eso la mató. La puso en trance una vez más y le cortó las venas en el baño. Se las rajó y observó tranquilamente cómo se desangraba, se sentó allí y vio cómo se le iba la vida…
—Basta ya de decir esas cosas de él —exclamó Jessica, con voz aguda, punzante, chillona—. Aquella última noche fue terrible. Las cosas que le hizo y le dijo fueron horribles. Le escupió. Trató de matarlo, intentó empujarlo para que se cayese por las escaleras; a él, un anciano débil. Nos amenazó, a todos nos amenazó. Dijo que nos iba a quitar a Reese. Juró que usaría el dinero y los abogados que usted podía proporcionarle para enviar a mi padre a la cárcel. Rezumaba odio.
—Entonces él hizo lo que tenía que hacer, ¿no? —resumió Jude—. Fue prácticamente en defensa propia.
Una rara expresión asomó a las facciones de Jessica y desapareció tan rápidamente que él pensó que quizá sólo se lo había imaginado. Pero la realidad fue que, por un instante, las comisuras de sus labios parecieron temblar, en una especie de sonrisa sucia, perspicaz y atroz. La mujer se enderezó. Cuando volvió a hablar, su tono era el de una conferenciante, más que el de una persona furiosa y acorralada.
—Mi hermana estaba enferma. Se sentía confundida. Hacía tiempo que tenía tendencias suicidas. Anna se cortó las venas en la bañera, tal como todos sabíamos siempre que acabaría haciendo, y no hay nadie que pueda decir lo contrario.
—Anna dice otra cosa —informó Jude, y cuando vio la confusión que asomaba en el rostro de Jessica, remató el comentario—: Últimamente he estado recibiendo la visita de toda clase de muertos. ¿Sabe usted que nunca ha tenido demasiado sentido lo que hizo? Si quería enviarme un fantasma para perseguirme, ¿por qué no mandarla a ella? Si la muerte de Anna era culpa mía, ¿por qué enviar al padre? Pero su padrastro no me persigue por lo que hice yo. Me persigue por lo que hizo él.
—De todos modos, ¿quién es usted para decir que nuestro padre era un pederasta? ¿Cuántos años le lleva usted a esa puta que tiene detrás? ¿Treinta? ¿Cuarenta?
—Tenga cuidado —advirtió Jude, apretando la mano sobre la llave de cruz que aún empuñaba.
—Mi padre se merecía que le diéramos cualquier cosa que nos pidiera —continuó Jessica. Ya no podía callarse—. Yo siempre entendí eso. Mi hija también lo comprendió. Pero Anna hizo que todo fuera sucio, horrible, y lo trató como a un violador, cuando él no le había hecho a Reese nada que ella no quisiera. Anna habría estropeado los últimos días de nuestro padre en esta tierra, sólo para volver a estar con usted, para conseguir que se preocupara de nuevo por ella. Y ahora, ya ve usted adonde lo ha llevado todo esto. A poner a la gente contra sus familias. A meter las narices donde no pinta nada, donde no debe.
—Oh, Dios mío —intervino Marybeth—. Si ella está diciendo lo que pienso que está diciendo, es la conversación más repugnante que he escuchado jamás.
Jude puso la rodilla entre las piernas de Jessica y la empujó contra el suelo con la mano herida.
—Basta ya. Si escucho una palabra más sobre lo que su padrastro se merecía y cuánto las quería a todas ustedes acabaré vomitando. ¿Cómo me deshago de él? Dígame lo que tengo que hacer para que desaparezca y nos iremos de aquí para siempre. Ahí terminará todo.
Jude dijo todo esto sin estar seguro de si sería capaz de cumplir su parte del trato.
—¿Qué ha pasado con el traje? —quiso saber Jessica.
—¿Qué mierda importa eso?
—Ha desaparecido, ¿no? Usted compró el traje del muerto, y ahora ha desaparecido, y no pueden deshacerse de él. Todas las ventas son irrevocables. No hay devoluciones, especialmente si la mercancía ha sido deteriorada. No hay nada que hacer. Usted está muerto. Usted y esa puta que lo acompaña. No parará hasta que usted esté bajo tierra.
Jude se inclinó hacia delante, le puso la llave de cruz en el cuello y apretó un poco. La mujer comenzó a ahogarse.
—No. No acepto eso —replicó Jude—. No me lo creo. Tiene que haber alguna solución, si no… ¡Quíteme las manos de encima, mierda!
Las manos de Jessica estaban tirando de la hebilla de su cinturón. Él se apartó al sentir que la mujer le tocaba, retirando sin querer la llave de cruz de su garganta. Jessica se echó a reír.
—Vamos. Ya me ha arrancado la blusa. ¿Nunca ha soñado con la posibilidad de presumir de haberse follado a dos hermanas? —preguntó ella—. Seguro que a su amiguita le gustaría mirar.
—No me toque.
—Escúcheme, gran hombre fuerte. Gran estrella de rock. Usted me tiene miedo a mí, le tiene miedo a mi padre y tiene miedo de sí mismo. Bien. Tiene razón al sentir tantos temores. Usted va a morir. Por su propia mano. Puedo ver las marcas de la muerte sobre sus ojos.
—Dirigió la mirada a Marybeth. —También las veo en ti, cariño. Tu novio te va a matar antes de suicidarse, y tú lo sabes. Me gustaría estar presente en el momento en que eso ocurra. Me encantaría ver cómo lo hace. Espero que te haga picadillo, espero que haga mil tajos en tu carita de puta…
En un instante, la llave que Jude usaba como arma estuvo otra vez sobre el cuello de Jessica, y él apretó con toda la fuerza que pudo. Jessica abrió los ojos desmesuradamente, y su lengua salió de la boca. Trató de incorporarse sobre los codos. El hombre la empujó con fuerza hacia abajo, haciendo que su cabeza se golpeara con el suelo.
—¡Jude! —gritó Marybeth—. ¡No lo hagas, Jude!
Aflojó la presión que ejercía sobre la llave, con lo que Jessica pudo volver a respirar y gritó. Era la primera vez que gritaba. Jude volvió a apretar, esta vez para interrumpir el grito.
—El garaje —ordenó Jude.
—¡Jude!
—Cierra la puerta del garaje. Todos los vecinos van a oírla, si no cierras.
Jessica trató de arañarle la cara. Pero los brazos de él eran más largos que los de la mujer. Se apartó de las manos de Jessica, que se habían transformado en garras. Por segunda vez golpeó el suelo con la cabeza de su prisionera.
—Si vuelve a gritar, la mataré a golpes aquí mismo. Ahora voy a retirarle la llave de la garganta, y será mejor que empiece a hablar, que me diga cómo deshacerme de esa cosa. ¿Qué tal si se comunica con él directamente? ¿Podría hacerlo con un tablero de ouija o algo por el estilo? ¿Puede conseguir usted que se vaya?
Aflojó la presión de nuevo, y ella gritó por segunda vez… Fue un grito largo y penetrante, que al final se disolvió en una carcajada. Jude le dio un puñetazo en el plexo solar y la dejó sin aire, haciéndola callar.
—Jude —insistió Marybeth desde atrás. Había ido a cerrar la puerta del garaje y en ese momento regresaba.
—Luego.
—Jude.
—¿Qué? —Reaccionó, girando el torso para lanzarle una mirada furiosa.
En una mano Marybeth tenía el bolso brillante y colorido, más o menos cuadrado, de Jessica Price. Lo levantó para que él lo viera. Pero en realidad no era un bolso, sino un recipiente para llevar el almuerzo, con una foto de la modelo y cantante Hillary Duff en un lado.
Jude seguía mirando a Marybeth, que mostraba el recipiente para llevar comida. Estaba confundido, no comprendía por qué quería ella que mirase aquel objeto, por qué era tan importante. Además, llevaba en alto la otra mano, sin nada. ¿Por qué? En ese momento Bon empezó a ladrar. Era un fuerte ladrido, que parecía surgir de lo más profundo de su pecho. Cuando Jude giró la cabeza para ver a qué o por qué estaba ladrando, escuchó otro ruido, un clic agudo, metálico, el inconfundible ruido de alguien que amartilla una pistola.
La niña, la hija de Jessica Price, había entrado por la puerta acristalada del porche. En realidad había encañonado a Marybeth, y por eso iba brazos en alto. Jude ignoraba de dónde podía haber salido el arma. Era un enorme Colt 45, con incrustaciones de marfil y un cañón largo, una pistola tan pesada que la niña apenas podía sostenerla. Miraba atentamente desde debajo del flequillo. Una gota de sudor le iluminaba el labio superior. Cuando habló, fue con la voz de Anna, pero lo que más sorprendía era la tranquilidad que rezumaba.
—Apártese de mi madre —dijo.