Capítulo 36

Se despertó sobresaltado, con el corazón latiendo demasiado rápido, al escuchar el ladrido de los perros. Lo primero que pensó fue que era cosa del fantasma, que el muerto se acercaba.

Los dos animales estaban en el coche. Habían dormido en la parte trasera. Angus y Bon ocupaban el asiento de atrás y estaban mirando por la ventanilla a una fea perra labrador amarilla que estaba en las cercanías. La perra tenía el lomo rígido y la cola levantada, y aullaba insistentemente al Mustang. Angus y Bon la observaban con expresiones ávidas, expectantes, y ellos mismos ladraban de vez en cuando. Eran ladridos fuertes, chillones, que herían los oídos de Jude en los estrechos límites del Mustang. Marybeth se acurrucó en el asiento del acompañante, haciendo una mueca. Estaba medio despierta, pero anhelaba seguir durmiendo.

Jude les ordenó groseramente que se callaran. Pero no le hicieron caso.

Miró por el parabrisas, directamente al sol, un agujero de cobre abierto en el cielo, un brillante e implacable farol dirigido a su cara. Dejó escapar un gemido, afectado por el golpe de la luz intensa, pero antes de levantar una mano para protegerse los ojos, un hombre apareció delante del automóvil, y su cabeza tapó el sol. Jude miró con los ojos entornados a un joven con un cinturón de cuero para llevar herramientas. Era un lugareño blanco, típico, con la piel cocida hasta el punto de haber adquirido un profundo tono rojizo. Frunció el ceño al mirar a Jude. Éste saludó con la mano y le hizo un gesto con la cabeza. Puso en marcha el Mustang. Cuando se encendió el reloj de la radio, vio que eran las siete de la mañana.

El lugareño se hizo a un lado y Jude rodó hacia el exterior del garaje y rodeó la furgoneta aparcada del carpintero, que eso era en realidad aquel hombre de campo. La perra amarilla los persiguió por el sendero de entrada, aullando, y luego se detuvo en el borde del jardín. Bon respondió con un último ladrido cuando arrancaron. Jude disminuyó la velocidad al pasar por la casa de Price. Nadie había sacado la basura todavía.

Decidió que aún había tiempo, y siguió conduciendo hasta salir del pequeño rincón suburbano de Jessica Price. Sacó a pasear primero a Angus y luego a Bon, en la plaza del pueblo, y consiguió té y rosquillas en la tienda de una gasolinera llamada Rocío de Miel. Marybeth se cambió las vendas de la mano derecha con la poca gasa que quedaba en el maletín de primeros auxilios. Dejó la otra mano, que al menos no tenía ninguna herida visible, tal como estaba. Llenaron el depósito de gasolina y luego aparcaron junto a una plataforma de hormigón y comieron un refrigerio. Dieron algunas rosquillas a los perros.

Jude condujo a todos de regreso a la vivienda de la hijastra del muerto. Aparcó en la esquina, a media manzana de la casa, en el otro lado de la calle, lejos del edificio en construcción. No quería correr el riesgo de que les viera el obrero que los había descubierto en el coche cuando se habían despertado.

Eran las siete y media pasadas, y esperaba que Jessica sacara de un momento a otro la basura. Cuanto más tiempo estuvieran allí sentados, más probabilidades había de atraer la atención de alguien. No resultaban muy discretos, los dos metidos en el Mustang negro, vestidos con chaquetas negras de cuero y vaqueros negros, con sus llamativas heridas y sus tatuajes. Ambos parecían lo que eran en aquel momento: dos delincuentes peligrosos que vigilaban el lugar en el que planeaban cometer un delito.

En ese momento Jude tenía la cabeza clara, la sangre le circulaba normalmente, el corazón parecía sereno. Estaba listo, pero no había nada que hacer, salvo esperar. Se preguntó si el carpintero le habría reconocido y pensó en lo que podría contar a los otros trabajadores cuando llegaran a la casa en construcción: «Todavía no puedo creerlo. Un tipo que se parece a Judas Coyne estaba durmiendo en el garaje. Él y una mujer muy sexy. Se parecía tanto al auténtico que casi le pregunto si podía firmarme un autógrafo». Y entonces se le ocurrió que el carpintero era otra persona más que podría identificarlos perfectamente, después de hacer lo que tenían que hacer. Era difícil llevar una vida al margen de la ley cuando uno era famoso.

Se puso a pensar qué estrella del rock había pasado más tiempo en la cárcel. Rick James, tal vez. Estuvo… ¿Cuántos años? ¿Cinco? ¿Tres? Ike Turner también estuvo encerrado un tiempo. Cinco años por lo menos. Otros debieron pasar más todavía. Leadbelly estuvo encarcelado por homicidio, pasó diez años picando piedra, luego se benefició de un indulto después de ofrecer un buen espectáculo para el gobernador y su familia. Bien. Jude pensó que, si jugaba bien sus cartas, podía tirarse en la cárcel más años que todos ellos juntos.

La prisión no le asustaba particularmente. Tenía muchos admiradores allí. No era tan mal sitio.

La puerta del garaje, al final del sendero de hormigón de Jessica McDermott Price, comenzó a hacer ruido. Se abría. Una niña flacucha, de unos once o doce años, con el pelo dorado y corto, con cintas, arrastró un cubo de basura hasta un lado de la calle. Al verla sintió un escalofrío por su gran parecido con Anna. Con su fuerte y afilado mentón, el pelo rubio pajizo y aquellos ojos azules muy separados, parecía que Anna hubiera saltado desde su infancia en la década de los ochenta directamente hasta la brillante y plena mañana de aquel día.

Dejó el cubo de basura, cruzó el jardín en dirección a la puerta principal y volvió a entrar. Una vez en el interior, se encontró con Jessica. La niña dejó la puerta abierta, lo cual permitió a Jude y Marybeth ver a la madre y la hija juntas.

Jessica McDermott Price tenía más estatura que la difunta Anna, su pelo era un poco más oscuro y su boca estaba enmarcada por las arrugas que suelen acompañar a los labios siempre fruncidos. Vestía una blusa campesina, con mangas holgadas, de volantes, y una arrugada falda de flores estampadas, vestimenta que Jude supuso que tenía el propósito de proclamar que era un espíritu libre, una especie de hippy sencilla y comprensiva. Pero su cara había sido cuidadosa y profesionalmente maquillada, demasiado, y lo que se podía ver del interior de la casa eran muebles oscuros, lustrados, costosos. La mujer libre vivía muy bien. Eran la casa y el rostro de una ejecutiva de banca de cuarenta años, no de una vidente.

Jessica entregó a la niña una mochila pequeña, de brillantes colores rosa y granate, que hacía juego con la chaqueta y las zapatillas, así como con la bicicleta que estaba fuera, y le dio un rápido beso en la frente. La pequeña salió, cerró la puerta con un alegre golpe y aceleró el paso por el jardín, mientras se cargaba la mochila en los hombros. Pasó frente a Jude y Marybeth por el otro lado de la calle, y al hacerlo les lanzó una mirada curiosa. Arrugó la nariz, como si hubiera descubierto desperdicios tirados en el jardín de algún vecino. Luego dio vuelta a la esquina y desapareció.

En cuanto estuvo fuera de la vista, Jude empezó a sentir extraños picores en el torso, bajo los brazos, y notó que un abundante sudor hacía que se le pegase la camisa a la espalda.

—Allá vamos —dijo.

Sabía que sería peligroso dudar, tomarse tiempo para pensarlo una vez más. Bajó del coche. Angus saltó detrás de él. Marybeth salió por el otro lado.

—Espera aquí —ordenó Jude.

—Demonios, no.

El hombre se dirigió al maletero.

—¿Cómo vamos a entrar? —quiso saber Marybeth—. ¿Simplemente llamamos a la puerta de entrada y le decimos: «Hola, hemos venido a matarla»?

Levantó el capó y cogió una llave de cruz, de las que se usan para cambiar la rueda del coche. Con ella señaló el garaje, que había quedado abierto. Cerró el maletero y empezó a cruzar la calle. Angus corrió por delante, dio la vuelta, volvió a adelantarse a la carrera, levantó una pata y orinó en un buzón.

Todavía era temprano. El sol calentaba la nuca y el cuello de Jude. Sostenía un extremo de la llave con el puño. Era la parte ajustable, el resto lo apoyaba en el interior del antebrazo, tratando de esconderla junto al cuerpo. Detrás de Jude se cerró de golpe la puerta de un coche. Bon pasó corriendo junto a él. Entonces Marybeth llegó a su altura, casi sin aliento, trotando para mantener el paso rápido del cantante.

—Jude. Jude. ¿Qué te parece si nosotros…, si simplemente tratamos de hablar con ella? Tal vez podamos persuadirla… de que nos ayude voluntariamente. Decirle que tú nunca…, nunca quisiste hacer daño a Anna. Que nunca quisiste que ella se matara.

—Anna no se suicidó, y su hermana lo sabe. No se trata de eso. Nunca se ha tratado de eso.

—Jude miró a Marybeth y vio que se había quedado unos pasos detrás de él, mirándolo con una expresión de sorpresa y desaliento. —Siempre ha habido en esto mucho más de lo que imaginamos al principio. Desde luego, no estoy muy seguro de que nosotros seamos los villanos en esta historia.

Avanzó por el camino de entrada, con los perros moviéndose a ambos lados, como una guardia de honor. Miró rápidamente la fachada frontal de la casa, las ventanas con cortinas de encaje blancas y, dentro, la oscuridad. Era imposible saber si ella los estaba observando. No tardaron en llegar a la oscuridad del garaje, donde había un descapotable de dos puertas, de color cereza, con placas que decían: «Hipnótico», aparcado sobre un suelo de hormigón bien barrido.

Encontró la puerta de acceso a la casa, puso la mano sobre el pomo, inclinó la cabeza hacia dentro, y escuchó. La radio estaba encendida. La voz más aburrida del mundo decía que las acciones de rentabilidad segura estaban bajando, las de empresas tecnológicas también lo hacían y los títulos a largo plazo se desplomaban… Luego escuchó tacones que golpeaban sobre las baldosas, al otro lado de la puerta, e instintivamente saltó hacia atrás. Pero era demasiado tarde. La puerta se abrió y allí estaba Jessica McDermott Price.

Estuvo a punto de chocar con él. La mujer no los había visto. Tenía las llaves del coche en una mano y un bolso de colores llamativos en la otra. Cuando ella levantó la vista, Jude la cogió por la pechera de la blusa y la empujó hacia el interior sin darle tiempo a que pudiera reaccionar, ni siquiera para emitir una protesta.

Jessica retrocedió, a punto de caerse, intentando mantener el equilibrio sobre los tacones. Se le torció un tobillo y el pie se salió de un zapato. Soltó el pequeño y llamativo bolso, que cayó a sus pies. Jude lo hizo a un lado de una patada y siguió avanzando.

Atravesaron la estancia y entraron en una cocina llena de sol, que estaba en la parte de atrás de la casa. Fue entonces cuando las piernas de ella cedieron. La blusa se le rompió al caer y los botones saltaron rebotando por todas partes. Uno de ellos golpeó el ojo izquierdo de Jude…, que sintió como si le hubiese alcanzado un rayo negro de dolor. Lagrimeó y parpadeó furiosamente para aclararlo.

La mujer se golpeó fuertemente contra la mesa colocada en el centro de la cocina, y se agarró del borde para frenar la caída. Los platos hicieron ruido. La encimera estaba detrás de ella y la mujer permaneció cara a cara con Jude. Estiró la mano hacia atrás, sin mirar, y cogió un plato con la intención de romperlo sobre la cabeza, de su atacante cuando éste se acercaba. Lo hizo.

Jude apenas lo sintió. Era un plato sucio. Restos de tostadas y huevos revueltos volaron por todas partes. El cantante estiró el brazo derecho y dejó que la llave de cruz para cambiar ruedas de coche se deslizara hasta cogerla por el mango y, sosteniéndola como si fuera un garrote, la golpeó en la rodilla izquierda, justo debajo del dobladillo de la falda.

La mujer cayó, como si ambas piernas le hubieran sido arrancadas de repente. Cuando comenzó a levantarse, Angus la derribó otra vez al echarse sobre ella. Con las patas delanteras parecía escarbar en el pecho de Jessica.

—Sal de ahí —ordenó Marybeth, y cogió a Angus por el collar. Lo arrastró con tanta fuerza hacia atrás que le hizo girar sobre sí mismo, dando vueltas ligeramente ridículas, con las patas moviéndose en el aire un instante, antes de volver a caer sobre ellas.

Angus intentó precipitarse sobre Jessica de nuevo, pero Marybeth lo sujetó. Bon entró en la habitación, dirigió una nerviosa mirada culpable a Jessica Price, y luego se dirigió a los trozos de plato roto y empezó a devorar una corteza de tostada.

En la radio, una pequeña caja de color rosa colocada sobre la encimera de la cocina, se escuchaba una voz que sonaba como un murmullo: «Los clubes de lectura infantil tienen éxito entre los padres, que consideran la palabra escrita un buen recurso para proteger a sus hijos de los contenidos sexuales gratuitos y la violencia explícita que saturan los videojuegos, los programas de televisión y las películas».

La blusa de Jessica estaba rota y abierta hasta la cintura. Llevaba un delicado sostén de color melocotón, que dejaba expuesta la parte superior de los pechos, que subían y bajaban con la agitada respiración. Enseñó los dientes —¿estaba sonriendo?— y se pudo ver que los tenía manchados de sangre.

—Si ha venido a matarme —le advirtió ella—, debe saber que no tengo miedo a la muerte. Mi padre estará en el otro lado para recibirme con los brazos abiertos.

—Seguro que está ansiosa esperando ese momento —replicó Jude—. Tengo la impresión de que usted y él tenían una relación muy estrecha. Por lo menos hasta que Anna fue lo suficientemente mayor como para que él comenzara a hacer el amor con ella en lugar de con usted.