Capítulo 35

La casa de Jessica McDermott Price estaba en una urbanización nueva. Había multitud de edificios de estilos coloniales de diversas épocas, con revestimientos de vinilo de varios colores, alineados a lo largo de calles que se retorcían y daban vueltas y más vueltas, como laberintos. Pasaron delante de ella dos veces antes de que Georgia descubriera el número sobre el buzón. Era una construcción de color amarillo brillante. Parecía un gigantesco helado de mango y no era de ningún estilo arquitectónico en particular, a menos que las casas suburbanas estadounidenses grandes e insulsas constituyan un estilo. Jude pasó lentamente delante de ella y continuó unos cien metros por la misma calle. Entró por un camino sin asfaltar y avanzó sobre el barro amarillo y seco hasta una casa en construcción.

La estructura del garaje acababa de ser levantada y se veían las vigas de pino nuevo que salían de los cimientos. También eran visibles vigas que se entrecruzaban por encima de ellos. El techo estaba cubierto con planchas de plástico. La casa levantada junto al garaje estaba apenas un poco más avanzada, con paneles de contrachapado clavados entre las vigas. Había rectángulos abiertos para mostrar dónde irían las ventanas y las puertas.

Jude dio la vuelta con el Mustang, para que la parte delantera quedara mirando a la calle, y retrocedió hacia el espacio vacío y sin puertas del garaje. Desde ese lugar tenían una buena vista de la casa de Price. Era lo que quería. Desconectó la llave de contacto. Se quedaron allí sentados durante un rato, escuchando el decreciente ruido del ventilador enfriando el motor.

Habían corrido lo suyo en el viaje hacia el sur desde la casa de Bammy. Habían llegado antes de lo que pensaban. Era apenas la una de la mañana.

—¿Tenemos algún plan? —preguntó Georgia.

Jude señaló el otro lado de la calle, hacia un par de grandes cubos de basura que había junto al bordillo. Luego la hizo fijarse en otros lugares en los que se veían otros grandes cubos de plástico verde.

—Parece que mañana es día de recogida de basura —dijo Jude. Movió la cabeza hacia la casa de Jessica Price—. No ha sacado sus desperdicios todavía.

Georgia le miró atentamente. Una farola de la calle lanzaba un rayo pálido de luz delante de sus ojos, que emitieron destellos, como el agua en el fondo de un pozo. La chica no dijo nada.

—Esperaremos hasta que salga con la basura, y luego la metemos en el coche con nosotros.

—¡La metemos!

—Pasearemos con ella un rato, en coche. Hablaremos de algunas cosas… los tres.

—¿Y si el que saca la basura es el marido?

—No será así. Era reservista y se lo cargaron en Irak. Es una de las pocas cosas que Anna me contó sobre su hermana.

—Tal vez ahora tenga novio.

—Si tiene novio y es mucho más grande que yo, esperamos y buscamos otra oportunidad. Pero Anna nunca dijo nada sobre un novio. Por lo que sé, Jessica vivía sola aquí, con su padrastro, Craddock, y su hija.

—¿Su hija?

Jude miró significativamente hacia una bicicleta de color rosa apoyada en el garaje de los Price. Georgia siguió su mirada.

—Es la razón por la que no vamos a entrar esta noche —explicó Jude—. Pero mañana la niña se va al colegio. Tarde o temprano Jessica se quedará sola.

—¿Y entonces?

—Entonces podemos hacer lo que tenemos que hacer, sin preocuparnos por lo que su hija vea o deje de ver.

Permanecieron en silencio durante un rato. Desde los arbustos y las palmeras que había detrás de la casa sin terminar salía el canto de los insectos, un palpitar rítmico, animal.

Por lo demás, la calle estaba silenciosa.

—¿Qué le vamos a hacer a esa mujer? —preguntó Georgia.

—Lo que sea necesario.

La joven reclinó el asiento totalmente y fijó la mirada en la oscuridad del techo. Bon se echó hacia delante y gimió con ansia en su oreja.

Georgia le acarició la cabeza.

—Estos perros están hambrientos, Jude.

—Tendrán que esperar —replicó, mirando hacia la casa de Jessica Price.

Le dolía la cabeza, y también le molestaban los nudillos. Además, estaba excesivamente cansado, y su agotamiento hacía difícil iniciar cualquier razonamiento. Su mente, en cambio, se ocupaba de perros negros que perseguían sus propios rabos, dando vueltas una y otra vez, en círculos exasperantes, sin llegar nunca a ninguna parte.

Había hecho algunas cosas malas en su vida —como poner a Anna en aquel tren, para empezar, enviándola a morir junto a sus parientes—, pero nada se parecía a lo que imaginaba que podría llegar a hacer en el futuro. No estaba seguro de lo que iba a tener que hacer, de si aquel feo asunto terminaría o no en una muerte —y desde luego eso le parecía muy posible—, mientras en su cabeza resonaba la voz de Johnny Cash cantando Folsom Prison blues: «Mi madre me dijo que fuera un buen niño, que no jugara con armas de fuego». Pensó en la pistola que había dejado en su casa, en su enorme calibre 44, estilo John Wayne. Habría sido más fácil conseguir respuestas de Jessica Price si hubiera llevado el arma consigo. Pero, si hubiera tenido la pistola, Craddock ya lo habría persuadido para que disparara a Georgia, a sí mismo e incluso a los perros. Jude pensó en las armas de fuego que había poseído, en los perros que había tenido, y se vio corriendo descalzo, con los animales, por las grandes extensiones de colinas que había detrás de la granja de su padre. Pensó en la emoción de correr con los perros a la luz del amanecer; en el estruendo de la escopeta de su padre al disparar a los patos; en cómo su madre y él mismo habían escapado juntos cuando Jude tenía nueve años, y en cómo ella se había acobardado al llegar a la estación de autobuses. Llamó a sus padres y lloró al teléfono. Ellos le dijeron que devolviera al niño a su padre y que se reconciliara con su marido y con Dios. Recordó que su padre los estaba esperando en el porche cuando regresaron y que la golpeó en la cara con la culata de la escopeta, para luego ponerle el cañón del arma sobre el lado izquierdo del pecho, diciéndole que la mataría si trataba de escaparse otra vez. Ella nunca más volvió a intentar fugarse. Cuando Jude, es decir, Justin, pues así se llamaba entonces, trató de entrar en la casa, su padre le dijo: «No estoy enfadado contigo, hijo, no es tu culpa». Le abarcó con un brazo y lo apretó contra su pierna. Se inclinó para darle un beso y Justin le respondió automáticamente que él también le quería. Era un recuerdo ante el cual aún retrocedía, un acto tan moralmente repugnante, tan vergonzoso que no podía soportar ser la persona que lo había cometido; por eso había necesitado al final convertirse en otra persona. ¿Había sido aquello lo peor que había hecho en su vida, dar aquel beso de Judas en la mejilla de su padre mientras su madre sangraba?, ¿aceptar la devaluada moneda del cariño paterno? No había sido peor que echar de su lado a Anna. Y de pronto estaba de regreso en el mismo lugar donde había empezado, preguntándose sobre lo que ocurriría al día siguiente por la mañana, dudando si podría, cuando llegara el momento, obligar a la hermana de Anna a subir a la parte de atrás de su coche, alejarla de su hogar y luego hacer lo que tenía que hacer para que hablase.

Aunque no hacía calor en el Mustang, se secó el sudor que le cubría la frente con el dorso del brazo, antes de que goteara en los ojos. Miraba hacia la casa y hacia la calle. Un coche-patrulla policial pasó una vez, pero el Mustang estaba bien escondido en las sombras del garaje a medio construir, y el vehículo no se detuvo.

Georgia dormitaba junto a él, con la cara vuelta hacia el otro lado. Un poco después de las dos de la mañana, la joven comenzó a luchar contra algo en sueños. Alzó la mano derecha, como si estuviera en clase y tratara de llamar la atención del maestro. No se había cambiado el vendaje y la mano quedaba a la vista, blanca y arrugada, en peor estado incluso que unas horas antes. Descolorida, deteriorada, terrible. Comenzó a dar golpes en el aire y gimió. Fue casi un contenido grito de terror. Sacudió la cabeza. Se inclinó sobre ella, llamándola por su nombre, y la cogió por el hombro con firmeza, pero delicadamente, sacudiéndola para despertarla. Ella le golpeó con la mano herida. Luego abrió los ojos y lo miró sin reconocerlo. Su mirada era de total terror ciego, y él supo inmediatamente que Georgia no estaba viendo su cara, sino la del muerto.

—Marybeth —repitió—. Es un sueño. Tranquila. Estás bien. Va todo bien. Despierta.

La niebla desapareció de sus ojos. Su cuerpo, que había estado encogido, rígido, se aflojó, y desapareció la tensión. Abrió la boca. Jude le quitó el pelo que tenía pegado a la sudorosa mejilla y le sorprendió el calor que sintió en la zona.

—Tengo sed —dijo ella.

Estiró el brazo hacia la parte de atrás, buscó en una bolsa de plástico llena de comestibles que habían comprado en una estación de servicio, hasta encontrar una botella de agua. Georgia quitó la tapa y se bebió casi la tercera parte en cuatro grandes tragos.

—¿Qué ocurrirá si la hermana de Anna no puede ayudarnos? —preguntó la joven—. ¿Y si ella no puede hacer que se vaya? ¿La vamos a matar si no consigue que Craddock se vaya?

—¿Por qué no intentas descansar? Vamos a tener que esperar bastante tiempo.

—No quiero matar a nadie, Jude. No quiero malgastar mis últimas horas en la tierra asesinando a alguien.

—No vives tus últimas horas —replicó él. Tuvo cuidado de no incluirse a sí mismo en esa afirmación.

—Tampoco quiero que tú mates a nadie. No quiero que seas así. Además, si la matamos, luego tendremos dos fantasmas persiguiéndonos. No creo que pueda soportar más monstruos detrás de mí.

—¿Quieres que encienda la radio?

—Prométeme que no la matarás, Jude. Pase lo que pase.

Conectó la radio. Tras recorrer casi todo el dial de la FM encontró a los Foo Fighters. David Grohl cantaba que estaba holgazaneando, sólo holgazaneando. Jude puso el volumen muy bajo, hasta que pareció el más débil de los murmullos.

—Marybeth —comenzó a decir. Ella tembló—. ¿Estás bien?

—Me gusta cuando me llamas por mi verdadero nombre. No vuelvas a llamarme Georgia, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

—Desearía que la primera vez que me viste no hubiera sido quitándome la ropa delante de los borrachos. Me gustaría que no nos hubiéramos conocido en un club de strip-tease. Hubiera preferido habernos conocido antes de que yo empezara con esa clase de cosas. Antes de llegar a ser lo que soy. Antes de haber hecho todas las cosas que ahora querría borrar de mi vida.

—Tú sabes que la gente paga mucho más dinero por muebles un poco usados. ¿Cómo dicen? ¿Cosas que han sido vividas? Lo que se ha desgastado un poco resulta más interesante que algo impoluto, que nunca ha sido rayado.

—Eso soy yo —señaló ella—. Una cosa atractivamente desgastada. —Estaba temblando otra vez, ya fuera de control.

—¿Crees que puedes aguantar un poco más?

—Sí —respondió. La voz le temblaba tanto como el cuerpo.

Escucharon la radio, trufada de leves interferencias. Jude empezó a sentirse mejor. Su cabeza se estaba aclarando, sentía que músculos que ni siquiera sabía que estaban agarrotados comenzaban relajarse. Por el momento no importaba lo que les esperaba ni lo que iban a tener que hacer cuando llegara la mañana. Tampoco era relevante lo que había quedado detrás de ellos —los días de viaje en coche, el fantasma de Craddock McDermott con su vieja furgoneta y sus ojos con garabatos delante—. Lo importante era que Jude estaba en alguna parte, en el sur, en el Mustang, con el asiento echado hacia atrás y Aerosmith sonando en la radio.

Entonces Marybeth tuvo que arruinar el momento mágico.

—Si muero, Jude, y tú todavía sigues vivo —dijo—, voy a tratar de detenerlo. Desde el otro lado.

—¿De qué estás hablando? Tú no vas a morirte.

—Lo sé. Es un decir. Si las cosas no nos salen bien, encontraré a Anna, y nosotras, las muchachas muertas, haremos que se detenga.

—Tú no vas a morir. No importa lo que ha dicho el tablero de ouija, ni tampoco lo que Anna te ha mostrado en el espejo. —Había decidido lo mismo que la chica hacía unas horas, pensando mientras viajaban.

Marybeth frunció el ceño pensativamente.

—En cuanto ella empezó a hablar, mi habitación se enfrió. No podía dejar de temblar. Ni siquiera podía sentir mi mano en la tablilla. Y luego tú le preguntaste algo a Anna y yo sencillamente sabía lo que ella iba a responder. No escuchaba voces ni nada por el estilo. Simplemente, lo sabía. En ese momento todo tenía sentido, pero ahora ya no. No puedo recordar qué pretendía que hiciera yo ni lo que quería decir con eso de «ser puerta». Sólo que… creo que estaba diciendo que si Craddock podía regresar, ella también. Con un poco de ayuda. Y sé que, de alguna manera, yo puedo ayudar. Pero creo, y esto lo he escuchado con toda claridad, que tal vez tendría que morir para hacerlo.

—Tú no vas a morir. Vivirás mientras yo pueda protegerte.

La mujer sonrió o, mejor dicho, esbozó una mueca cansada.

—Tú no puedes hacer nada.

No supo qué responder. Al menos en un primer momento. Ya había pasado por su cabeza la idea de que existía una forma de garantizar la seguridad de ella, pero todavía no podía expresarla con palabras. Se le había ocurrido que si él moría, Craddock se iría y Marybeth seguiría con vida; que Craddock sólo lo quería a él, que seguramente sólo tenía una reclamación que hacer en este mundo, la relativa a él, a Jude. Permanecería con los vivos mientras su enemigo estuviera vivo. Después de todo, el cantante lo había comprado, había pagado para poseerlos a él y el traje del muerto. Craddock había pasado ya casi una semana entera tratando de hacer que Jude se suicidara. Había estado tan ocupado resistiendo que no se había parado a considerar si el precio que había que pagar por sobrevivir no era peor que darle al muerto lo que quería. Sentía que era seguro que iba a perder, y que cuanto más tiempo aguantara, más probable era que arrastrase a Marybeth con él. Porque los muertos arrastran a los vivos.

Marybeth lo miraba fijamente. Sus ojos estaban húmedos, con un encantador brillo en la oscuridad. Le retiró el pelo que tenía en la frente. Era muy joven y muy hermosa. Tenía la cara húmeda por el sudor que producía la fiebre. La idea de que su muerte precediera a la de él era peor que intolerable, era obscena.

Se deslizó hacia ella, estiró los brazos y le cogió delicadamente las manos. Si la frente de la joven estaba húmeda y demasiado caliente, sus manos, igualmente mojadas, le parecieron demasiado frías. Les dio la vuelta para ver las palmas en la penumbra. Lo que descubrió le causó una impresión muy desagradable. Ambas manos estaban macilentas, blancas y arrugadas; no sólo la derecha, que desde luego era la peor. Toda la parte carnosa del dedo pulgar era una llaga brillante y podrida, y la uña ya no estaba, se había caído. En la superficie de ambas palmas se veían las líneas rojas de la infección, que seguían las delicadas ramificaciones de las venas y avanzaban hacia los antebrazos. Al llegar a las muñecas se convertían en manchas moradas de aspecto enfermizo.

—¿Qué te está pasando? —preguntó, como si no lo supiera. Era la historia de la muerte de Anna escrita sobre la piel de Marybeth.

—Ella es parte de mí. No sé cómo, pero lo es de alguna manera. Anna. La llevo conmigo, dentro de mí. Esto me está ocurriendo desde hace tiempo, creo.

El comentario, por no decir la revelación, no sorprendió a Jude. Había intuido inconscientemente que Marybeth y Anna se estaban uniendo, iban fundiéndose en un proceso inexplicable, sobrenatural. Percibió el fenómeno en la resurrección del acento sureño de Marybeth, que se parecía cada vez más a la forma de hablar lacónica y provinciana de Anna. Lo había presentido en la manera en que Marybeth jugueteaba con su pelo, tal como lo hacía la pobre Florida.

—Ella quiere —prosiguió Georgia— que la ayude a regresar a nuestro mundo, para poder detenerlo. Yo soy la puerta de entrada…, ella me lo dijo.

—Marybeth… —Jude quiso hablar, pero no encontró nada que decir.

La chica cerró los ojos y sonrió.

—Es mi auténtico nombre. No lo gastes. En realidad, pensándolo mejor, continúa, gástalo. Me gusta oírte pronunciarlo. La manera tan especial que tienes de hacerlo, completo, no solamente Mary.

—Marybeth —repitió él, y le soltó las manos. La besó con suavidad en la frente—. Marybeth.

—Posó los labios en el pómulo. Ella tembló, pero esta vez de placer. —Marybeth.

—Besó su boca.

—Sí, soy yo. Marybeth soy yo. Es quien quiero ser. Mary. Beth. Como si tuvieras dos mujeres por el precio de una. Vaya… En realidad, a lo mejor ahora tienes dos chicas. Si Anna está dentro de mí —abrió los ojos y se encontró con la mirada de su amante—, cuando me haces el amor tal vez también le estés haciendo el amor a ella. ¿No te parece un buen negocio, Jude? ¿No es un gran negocio? ¿Cómo puedes resistirte a él?

—Es el mejor negocio que he hecho en mi vida —confirmó él.

—No lo olvides —recomendó la joven, besándolo a su vez.

Jude abrió la puerta y ordenó a los animales que salieran, y durante un rato Jude y Marybeth estuvieron a solas en el Mustang, mientras los pastores alemanes se paseaban por el suelo de cemento del garaje.