Al apilar sus maletas en la parte posterior del Mustang, Jude se dio cuenta de que sufría un latido lento y profundo en la mano izquierda, una sensación diferente del dolor constante y opaco que persistía desde que se había herido a sí mismo en ese lugar el día anterior. Cuando miró, vio que el vendaje se estaba deshaciendo y se empapaba de sangre nueva.
Georgia conducía. Él iba en el asiento del acompañante, con el equipo de primeros auxilios que era su obligada compañía desde Nueva York abierto sobre el regazo. Deshizo el vendaje húmedo y pegajoso y lo dejó caer sobre el suelo, a los pies. Las tiritas que había aplicado a la herida el día anterior se habían despegado, y el agujero estaba abierto otra vez, brillante, obsceno. El mismo se lo había vuelto a abrir con el esfuerzo hecho al apartarse del camino para esquivar la furgoneta de Craddock.
—¿Qué vas a hacer con esa mano? —preguntó Georgia, lanzándole una mirada de preocupación antes de volver la vista hacia el camino.
—Lo mismo que tú estas haciendo con la tuya —respondió—. Nada.
Comenzó a colocarse torpemente nuevas tiritas sobre la herida. Sufrió como si se estuviera apagando un cigarrillo en la palma de la mano. Cuando hubo cerrado la herida lo mejor que pudo, envolvió la mano con gasa limpia.
—Te sangra la cabeza también —dijo ella—. ¿Te habías dado cuenta?
—Un pequeño rasguño. No te preocupes.
—¿Qué va a ocurrir la próxima vez? ¿Qué pasará la siguiente ocasión que terminemos en algún lugar sin disponer de los perros para que nos cuiden?
—No lo sé.
—Era un lugar público. Deberíamos haber estado seguros en un lugar público. Con gente por todas partes. Y a plena luz del día. Pero él se ha presentado allí sin ningún problema y nos ha acosado. ¿Cómo se supone que vamos a luchar contra algo así?
—No lo sé —respondió él—. Si supiera qué hacer, ya estaría en ello, Florida. Tú y tus preguntas. Deja las preguntas al menos por un minuto, ¿crees que podrás?
Siguieron viaje. Sólo cuando escuchó el sonido entrecortado de un sollozo —luchaba por llorar en silencio— cayó en la cuenta de que la había llamado Florida, cuando había querido decir Georgia. Fueron sus preguntas las que habían provocado el lapsus. Una pregunta tras otra, sumadas a ese acento sureño, que se había ido deslizando poco a poco en su voz durante el último par de días.
El ruido que hacía Georgia tratando de no llorar era en cierto modo peor que si sollozase abiertamente. Ojalá se permitiera a sí misma llorar. Si lo hiciera, Jude podría decirle algo, pero de aquella manera se sentía impulsado a dejarla sufrir en privado, a fingir que no se había dado cuenta. Se hundió aún más en el asiento del acompañante y volvió la cara hacia la ventanilla.
El sol proyectaba una luminosidad intensa que entraba a través del parabrisas. Un poco al sur de Richmond, Jude se sumió en un desagradable trance, adormecido por el calor. Trató de pensar en lo que sabía sobre el muerto que los perseguía, en lo que Anna le había contado de su padrastro cuando estaban juntos.
Pero le resultaba difícil pensar, era demasiado esfuerzo. Estaba dolorido, todo aquel sol le daba en la cara y Georgia hacía aquellos ruidos suaves, desgraciados, detrás del volante. De todos modos estaba seguro de que Anna no le había dicho mucho. «Prefiero hacer preguntas —le aseguraba una y otra vez— más que responderlas».
Lo había vuelto loco con aquellas preguntas tontas, sin sentido, durante casi medio año: «¿Fuiste alguna vez boy scout? ¿Te lavas la barba con champú? ¿Qué prefieres, mi culo o mis tetas?»
Lo poco que sabía debería haber excitado su curiosidad: la actividad familiar relacionada con el hipnotismo, el padre zahori que enseñaba a sus hijas a leer las palmas de las manos y a hablar con los espíritus; una infancia marcada por alucinaciones de esquizofrenia preadolescente. No se interesó. Anna (Florida) no quería hablar sobre lo que había sido antes de conocerlo, y, en cuanto a él, se contentaba con que el pasado de la chica fuera precisamente eso, pasado.
Fuera lo que fuese lo que ella no le contaba, Jude sabía que se trataba de algo malo. Ignoraba su naturaleza, pero estaba seguro de que no era nada bueno. Los detalles concretos no importaban…, eso era lo que él creía entonces. En aquel tiempo pensaba que su decisión y su capacidad de aceptarla tal como era, sin preguntas, sin juzgar, era uno de sus puntos fuertes. Qué error.
Ahora se daba cuenta de que en realidad no la había protegido. Los fantasmas, al final, siempre le alcanzan a uno, y no hay manera de cerrarles las puertas. Pueden atravesarlas. Lo que él consideraba que era un rasgo de fortaleza personal —conformarse con saber solamente lo que ella quería que él supiera— era más bien una señal de egoísmo. Tenía miedo a los secretos de ella o, más específicamente, a los enredos emocionales que podrían generarse al conocerlos.
Florida sólo se había arriesgado una vez a hacer algo cercano a una confesión, a enseñar algo de sí misma. Fue al final, poco antes de que Jude la enviara a su casa.
Llevaba deprimida unos cuantos meses. Primero, las relaciones sexuales decayeron, y luego desaparecieron por completo. Solía encontrarla en el baño, metida en agua helada, temblando, sin hacer nada, demasiado confundida y desdichada como para salir. Al pensar en ello, tanto tiempo después, le parecía que en aquellas ocasiones estaba ensayando para su primer día como cadáver, para la noche que iba a pasar enfriándose y arrugándose en una bañera llena de agua gélida turbia de sangre. Parloteaba consigo misma con una vocecita cantarina, de niña pequeña; pero enmudecía si él trataba de hablarle. Entonces le miraba perpleja y sorprendida, como si quien estaba hablando fuese uno de los muebles.
Una noche Jude salió, no recordaba por qué. Quizá fuera a alquilar una película o a comprar una hamburguesa. Acababa de oscurecer cuando emprendió el regreso a casa. Medio kilómetro antes de llegar, oyó que los conductores tocaban la bocina, vio que los automóviles hacían señales con los faros.
Entonces pasó junto a ella. Anna iba por el otro lado de la carretera, corriendo por el arcén, sin más ropa que una de las camisetas de él, que le quedaba muy grande. Su pelo rubio estaba enredado y despeinado por el viento. Ella le vio pasar en la otra dirección, y se lanzó sobre la carretera detrás de él, agitando desesperadamente la mano. Iba como loca, delante de un enorme camión que se acercaba.
Los neumáticos del camión chirriaron con estrépito. La parte trasera del remolque derrapó hacia la izquierda y la cabina se fue hacia la derecha. Finalmente se detuvo, medio metro antes de atropellarla. Ella no pareció darse cuenta. Para ese momento, Jude ya había parado su coche y ella abrió la puerta del lado del conductor para caer sobre él.
—¿Adónde has ido? —gritó—. Te he buscado por todas partes. Corrí y corrí. Creía que te habías ido, de modo que corrí, corrí buscándote.
El conductor del camión había abierto la puerta y tenía un pie apoyado en el escalón de la cabina.
—¿Qué diablos le pasa a esa loca?
—Yo me ocupo de ella —explicó Jude.
El camionero abrió la boca para hablar otra vez, pero se quedó mudo cuando Jude arrastró a Anna por encima de sus propias piernas, maniobra que le levantó la camiseta y dejó el culo de la mujer al aire.
Jude la dejó caer en el asiento del acompañante, y de inmediato ella se incorporó otra vez, dispuesta a echarse sobre él, apoyando la cara caliente y húmeda contra su pecho.
—Estaba asustada. Tan asustada… y corrí…
La empujó con el codo para apartarla de sí, con tanta fuerza que hizo que se golpeara contra la puerta del acompañante. Florida se sumió en un silencio aturdido.
—Basta. Estás desquiciada. Ya me he cansado. ¿Me escuchas? No eres la única que puede leer el futuro. ¿Quieres que te diga yo algo sobre tu futuro? Te veo con tus maletas, esperando un autobús —le dijo Jude con crueldad.
Su pecho estaba tenso. Lo suficiente como para recordarle que ya no tenía treinta y tres años, sino cincuenta y tres, casi treinta más que ella. Anna lo miraba sin pestañear. Sus ojos redondos y grandes parecían no comprender.
Puso el coche en marcha con la intención de volver a casa. Al entrar en la carretera, ella se inclinó y trató de bajarle la cremallera de los pantalones para practicar sexo oral, pero la simple idea de una felación revolvió el estómago a Jude. Le resultaba inimaginable, era algo que no podía consentir, de modo que la golpeó con el codo, empujándola otra vez.
La evitó durante la mayor parte del día siguiente, pero por la noche, cuando volvió de pasear a los perros, ella lo llamó desde lo alto de la escalera de servicio. Le pidió que le hiciera una sopa o le calentara alguna lata de algo. Él dijo que sí.
Cuando le llevó un tazón de sopa de fideos con pollo en una bandeja pequeña, pudo ver que la chica era otra vez ella misma. Descolorida y agotada, pero con la cabeza, clara. Florida trató de ofrecerle una sonrisa, algo que él no quería ver. Lo que iba a hacer ya era bastante difícil sin sonrisas.
Anna se incorporó, cogió la bandeja y la puso sobre sus rodillas. Jude se sentó en el borde de la cama y se quedó mirándola mientras tomaba pequeñas cucharadas. Se notaba que realmente no tenías ganas de comer. Todo era sólo una excusa para que subiera al dormitorio. Él se dio cuenta por la manera en que ella apretaba la mandíbula antes de cada diminuto y apurado sorbo. Había perdido seis kilos en los últimos tres meses.
Dejó la bandeja a un lado después de tomarse menos de la cuarta parte del tazón; luego sonrió, como lo hace un niño al que se la ha prometido helado si se come todos los espárragos. Agradeció y elogió la sopa. Dijo que se sentía mejor.
—Tengo que ir a Nueva York el próximo lunes. Estoy invitado al programa de televisión de Howard Stern —comentó Jude.
Una luz de preocupación parpadeó en los pálidos ojos de la joven.
—Yo… no creo que deba ir.
—No. La ciudad sería muy mala para ti en este momento.
—Le miró con tanto agradecimiento que él tuvo que apartar los ojos. —Tampoco puedo dejarte aquí —añadió Jude—. No puedes estar sola. He pensado que tal vez lo mejor sea que te quedes con tu familia por un tiempo. Allá en Florida.
—Como ella no respondió, él continuó: —¿Hay algún familiar tuyo a quien yo pueda llamar?
Se deslizó, hundiéndose en las almohadas. Estiró la sábana hasta la barbilla. El temió que se pusiera a llorar, pero, cuando la miró, vio que la chica estaba contemplando tranquilamente el techo, con las manos dobladas una sobre la otra, apoyadas en el esternón.
—Sí —dijo ella finalmente—. Has sido bueno aguantándome todo el tiempo que lo has hecho.
—Lo que dije la otra noche…
—No recuerdo.
—Me alegro. Lo que dije es mejor olvidarlo. No quise decir nada de lo que dije, de todas maneras. —Aunque lo cierto era que había dicho exactamente lo que quería decir. Sólo había sido la versión más dura posible de lo que también estaba diciendo, de otra manera, en aquel mismo momento.
El silencio creció entre ellos hasta volverse incómodo, y Jude sintió que debía pincharla otra vez, pero cuando se disponía a abrir la boca, Anna se le adelantó.
—Puedes llamar a mi padre —sugirió—. Mi padrastro, quiero decir. No es posible llamar a mi verdadero padre. Está muerto, por supuesto. Tienes que hablar con mi padrastro. Él vendrá personalmente en su coche hasta aquí para recogerme, si tú quieres. Sólo tienes que decírselo. A mi padrastro le gusta decir que soy su cebollita. Hago que salgan lágrimas de sus ojos. ¿No es bonito poder decir algo así?
—No le haré venir a buscarte. Te enviaré en un avión privado.
—Nada de aviones. Los aviones son demasiado rápidos. No puedes ir al sur en avión. Lo mejor es ir en coche. O tomar un tren. Uno tiene que viajar despacio, de verdad, ver todos los depósitos de chatarra llenos de vehículos oxidándose. Uno tiene que pasar por unos cuantos puentes. Dicen que los espíritus malignos no pueden seguirlo a uno por encima de agua en movimiento, pero eso es sólo un disparate. ¿Te has dado cuenta alguna vez de que los ríos del norte no son iguales que los del sur? Los ríos sureños tienen el color del chocolate, y huelen a pantano y musgo. Aquí son negros y tienen un olor dulce, como a pinos. Como a Navidad.
—Puedo llevarte a la estación Penn y dejarte en el tren. ¿Será eso suficientemente lento para llevarte al sur?
—Sí.
—Entonces, ¿llamo a tu padre…, a tu padrastro?
—Tal vez es mejor que lo llame yo —rectificó ella.
A Jude se le pasó entonces por la cabeza el hecho de que ella rara vez hablaba con alguien de su familia. Llevaban juntos muchos meses. ¿Había llamado a su padrastro en alguna ocasión, para desearle feliz cumpleaños, para contarle cómo le iba? Una o dos veces Jude entró en su despacho y encontró a Anna hablando por teléfono con su hermana, frunciendo el ceño, con gran concentración, siempre en voz baja y usando frases cortas. Ella parecía diferente en aquellos momentos, como si estuviera concentrada en un deporte desagradable, en un juego que no le gustaba pero que se sentía obligada a practicar de todos modos.
—No tienes por qué llamarle —insistió la chica.
—¿Por qué no quieres que hable con él? ¿Temes que no simpaticemos?
—No es que me preocupe que sea descortés contigo ni nada por el estilo. No pasaría algo así. Es fácil hablar con mi padre. Se hace amigo de todo el mundo.
—Y bien, entonces, ¿qué es lo que ocurre?
—Nunca le he hablado de nosotros, pero sé lo que piensa sobre el hecho de que vivamos juntos. No le gusta. Tú, con la edad que tienes y la clase de música que tocas, no eres la pareja que considera ideal. Él odia esa clase de música.
—Hay más gente a la que no le gusta que lo contrario. Ahí está, precisamente, la clave de su éxito.
—No tiene buena opinión de los músicos en general. No creo que nunca hayas conocido a un hombre menos musical que él. Cuando éramos pequeñas, nos llevaba en largos viajes a algún lugar donde lo habían contratado como zahori para buscar un pozo de agua, y nos hacía escuchar programas de radio hablados todo el viaje. No le importaba lo que dijeran. El caso era no poner música.
»Nos hacía escuchar una información meteorológica continua, durante cuatro horas. —Se pasó lentamente la mano por el pelo, separando un mechón largo y dorado, para dejarlo deslizarse luego entre sus dedos, hasta caer—. Además, hacía una cosa escalofriante. Cuando encontraba a alguien hablando, por ejemplo uno de esos predicadores chillones que siempre disertan sobre Jesús en la onda media, lo escuchábamos y escuchábamos, hasta que Jessie y yo le rogábamos que pusiera otra cosa. Pero él no decía nada, y aunque insistiéramos seguía callado. Entonces, justo cuando ya no podíamos soportarlo más, empezaba a hablar consigo mismo. Y decía palabra por palabra lo que el predicador estaba diciendo en la radio, exactamente al mismo tiempo, pero con su propia voz. Repitiéndolo. Inexpresivo. «Cristo, el redentor, sangró y murió por ti. ¿Qué harás tú por Él? Él llevó su propia cruz mientras le escupían. ¿Qué carga llevarás tú?». Como si estuviera leyendo el mismo texto. Y seguía hasta que mi madre le pedía que acabara. A ella no le gustaban esas cosas. Él se reía y apagaba la radio. Pero seguía hablando consigo mismo en una especie de murmullo. Repetía las palabras del predicador, aun con la radio apagada. Como si la estuviera escuchando en su cabeza, como si recibiera la transmisión en su cerebro. Me asustaba mucho cuando hacía eso.
Jude no respondió. No pensó que fuera necesaria una respuesta. Y de todos modos, no estaba seguro de que aquella historia fuese verdadera. Pensaba que probablemente se tratase de la última de las alucinaciones que la atormentaban.
Ella suspiró y dejó caer otro mechón de su pelo.
—Pero te estaba diciendo que tú no le ibas a gustar, y él tiene su particular manera de deshacerse de mis amigos cuando no le gustan. Muchos padres protegen demasiado a sus hijitas, y si alguien se acerca y a ellos no les gusta, tratan de ahuyentarlo o asustarlo. Presionarlo un poco. Por supuesto, eso nunca sirve para nada, porque las niñas siempre se ponen de parte de los muchachos, que siguen con ellas, ya sea porque no se les puede asustar fácilmente o porque no quieren que ellas piensen que son unos cobardes. Mi padrastro es más inteligente. Se muestra lo más amistoso que se pueda imaginar, incluso con aquellos a quienes quisiera quemar vivos. Si alguna vez desea deshacerse de alguien a quien no quiere ver a mi lado, lo ahuyenta diciéndole la verdad. Con la verdad, por lo general, es suficiente. Te pondré un ejemplo. Cuando tenía dieciséis años, comencé a salir con un muchacho que yo sabía que a mi padre no le gustaba, debido a que era judío, y también porque escuchábamos rap juntos. Mi padre odia el rap más que cualquier otra cosa. De modo que un día me dijo que eso se iba a terminar. Yo le repliqué que estaba decidida a ver a quien quisiera. Y él lo aceptó, pero agregó que eso no significaba que el muchacho siguiera deseando verme. No me gustó cómo sonó aquello, pero no lo entendí, y él no dio ninguna otra explicación. La chica tomó aire, dudó un instante y siguió hablando: —Bien, tú has visto cómo me pongo a veces cuando empiezo a pensar cosas raras. Eso comenzó cuando tenía unos doce años, al mismo tiempo que la pubertad. No fui a ver a un médico, ni a nadie. Mi padrastro me trató en persona, con hipnoterapia. Además, podía mantener todo bajo control bastante bien, siempre y cuando tuviéramos una o dos sesiones por semana. Así yo no padecía ninguna de esas sensaciones raras. No pensaba que había un camión oscuro dando vueltas a la casa. No veía niñas pequeñas con brasas en los ojos observándome desde debajo de los árboles, por la noche. Pero un día tuvo que irse. Se marchó a Austin, a dar una conferencia sobre drogas hipnóticas. Generalmente me llevaba con él cuando se iba a uno de sus viajes, pero esa vez me dejó en casa, con Jessie. Mi madre ya estaba muerta por aquel entonces, y mi hermana, que tenía dieciocho años, se ocupaba de todo. Mientras él estuvo ausente tuve problemas para dormir. Ése es siempre el primer síntoma de que estoy enfermando. Todo empieza, una y otra vez, con el insomnio.
»Después de un par de noches —siguió diciendo la chica—, se presentaron visiones de niñitas con los ojos en llamas. No pude ir al colegio el lunes, porque me estaban esperando fuera, bajo el roble. Yo estaba demasiado asustada como para salir. Se lo conté a Jessie. Le dije que tenía que pedirle a papá que regresara a casa, porque yo estaba teniendo ideas malas y veía cosas raras otra vez. Ella me dijo que estaba cansada de mi locura de mierda, que él estaba ocupado y que yo tenía que portarme bien hasta que volviera. Trató de obligarme a ir al colegio, pero no lo logró. Me quedé en mi cuarto, viendo la televisión. Pero, de pronto, las niñas muertas comenzaron a hablarme a través de la pantalla del televisor. Me decían que yo estaba muerta, como lo estaban ellas. Que debía estar bajo tierra con ellas. Generalmente, Jessie volvía del colegio a las dos o a las tres. Pero aquel día se retrasó. Se iba haciendo tarde, muy tarde, y cada vez que miraba por la ventana veía a las niñas, que me observaban. Se encontraban justamente al otro lado del cristal. Mi padrastro telefoneó y le conté que tenía problemas y que por favor regresara a casa. Me respondió que vendría lo más pronto que pudiera, pero que aún faltaba mucho para eso. También me dijo que le preocupaba que pudiera hacerme algún daño a mí misma y que llamaría a alguien para que me acompañara. Después de colgar, llamó por teléfono a los padres de Philip, que vivían calle arriba, no lejos de nosotros.
—¿Philip? ¿Ése era tu novio? ¿El muchacho judío?
—El mismo. Phil vino de inmediato. No lo reconocí. Me escondí debajo de la cama y grité cuando trató de tocarme. Le pregunté si estaba con las niñas muertas. Le conté todo lo que sabía sobre ellas. Al poco rato, apareció Jessie, y Philip salió corriendo tan rápidamente como pudo. Después de aquello, quedó tan asustado que no quiso tener nada que ver conmigo. Mi padrastro sólo dijo que era una vergüenza, que él creía que Philip era mi amigo y que de él, más que de cualquier otra persona, podía haberse esperado que se ocupara de mí cuando lo estaba pasando mal.
—¿Así que eso es lo que te preocupa? ¿Que tu padre me revele que estás loca y que yo me sorprenda tanto que nunca más quiera tener nada que ver contigo? Debo decirte, Florida, que si él me cuenta que haces cosas raras de vez en cuando, no será nada nuevo para mí.
Dejó escapar un resoplido, una suave risa que parecía un suspiro.
—No, él nunca diría que estoy loca. No sé lo que diría. Pero seguramente encontrará algo que haga que yo te guste un poco menos. Si es que puedo gustarte menos todavía.
—No empecemos con eso.
—No. No, pensándolo bien, tal vez sea mejor que llames a mi hermana y no a él. Es una bruja desagradable, no nos llevamos demasiado bien. Nunca me ha perdonado que yo fuera más guapa que ella y que recibiera mejores regalos de Navidad. Después de la muerte de mi madre, ella tuvo que hacerse cargo de la casa, pues yo todavía seguía siendo una niña. A los doce años Jessie se ocupaba de lavarnos la ropa y hacernos la comida, y nunca nadie le reconoció lo mucho que trabajaba o lo poco que se divertía. Pero se las arreglaba para tenerme siempre en casa, sin discusión posible. Le encantará tenerme otra vez con ella, así podrá darme órdenes y obligarme a hacer lo que quiera.
Pero cuando Jude llamó a casa de su hermana, quien descolgó fue, a fin de cuentas, el padrastro. Respondió al tercer tono:
—¿Qué puedo hacer por usted? Vamos, hable. Le ayudaré en lo que pueda.
Jude se presentó. Dijo que Anna quería volver a casa durante un tiempo. Presentó la situación como si se tratara de una idea de ella más que de él. Jude se debatía mentalmente, pensando en la manera en que podía describir el estado de la chica, pero Craddock acudió en su auxilio.
—¿Qué tal está durmiendo últimamente? —preguntó Craddock.
—No demasiado bien —respondió el cantante, aliviado, seguro de que, de algún modo, con eso estaba todo dicho.
Jude ofreció un chófer para que llevara a Anna de la estación de tren, en Jacksonville, hasta la casa de Testament, pero Craddock dijo que no era necesario. Él mismo iría a buscarla.
—Un paseo en coche a Jacksonville me va a encantar. Cualquier excusa es buena para salir con mi camioneta durante unas horas. Con las ventanillas bajadas. Haciendo muecas a las vacas.
—Entiendo —dijo Jude, olvidándose de sí mismo y entusiasmándose con el anciano. Conocía bien ese deseo.
—Le agradezco que se haya ocupado tanto de mi pequeña. ¿Sabe que, cuando era apenas una niña, tenía carteles suyos en todas las paredes? Ella siempre quiso conocerlo. A usted y ese tipo de… ¿Cómo se llamaban? Motley Crüe. Vaya, sí que quería a esos tipos. Los siguió durante medio año. No se perdió ninguna de sus actuaciones. Llegó a conocer a algunos, incluso. No a los de la banda, supongo, sino a los del equipo de la gira. Aquéllos fueron sus años de desenfreno. Aunque supongo que aún no está del todo asentada, ¿verdad? Sí, ella adoraba todos sus discos. Le encantaba toda esa música heavy metal. Siempre supe que acabaría consiguiendo una estrella del rock para ella.
Jude tuvo una sensación seca, como de extrañas cosquillas, que se expandió por el pecho. Entendía lo que Craddock le estaba diciendo, que la chica se había acostado con los asistentes para poder estar cerca de Motley Crüe; que tenía la obsesión de hacer el amor con estrellas musicales y que si no estuviera acostándose con él se encontraría en la cama con Vince Neil o Slash. Y también sabía por qué Craddock le estaba contando esas cosas. Por la misma razón que había hecho que el amigo judío de Anna la viera cuando ella estaba fuera de sí: para levantar un muro entre los dos.
Lo que Jude no había previsto era que, aunque él supiera lo que Craddock estaba haciendo, el resultado fuera el deseado por el viejo. Apenas Craddock dijo lo que tenía que decir, Jude empezó a pensar en el lugar en que él y Anna se habían conocido, entre bastidores, en una presentación de Trent Reznor. ¿Cómo había llegado ella allí? ¿A quién conocía y qué tuvo que hacer para que la dejaran estar entre bastidores? ¿Si Trent hubiera entrado en la habitación en aquel momento, ella se habría sentado a los pies de él en vez de a los suyos y le habría hecho las mismas preguntas dulces y sin sentido?
—Yo me ocuparé de ella, señor Coyne. Envíela, que la estaré esperando —remató Craddock.
Jude la llevó a la estación Penn. La joven estuvo del mejor ánimo toda la mañana. Él sabía que estaba haciendo grandes esfuerzos por ser la persona que había conocido tiempo atrás, no el ser desdichado que realmente era. Pero en cuanto la miraba sentía otra vez aquella sensación seca y de frío en el pecho. Sus sonrisas de duende, la manera en que se colocaba el pelo para dejar al descubierto los muy decorados y rosados lóbulos de sus orejas, su última ráfaga de preguntas tontas, todo eso le parecían ahora frías manipulaciones que sólo conseguían alejarle aún más de ella.
Sin embargo, Anna no daba la menor señal de sospechar que él la estaba repudiando, y en la estación Penn se puso de puntillas y se apretó alrededor del cuello de Jude, en un abrazo fuerte, un abrazo sin ninguna connotación sexual. Cuando lo besó, fue con un roce de labios sobre la mejilla, como el de una hermana.
—Nos hemos divertido mucho, ¿no? —preguntó. Siempre con sus preguntas.
—Sí —respondió él. Podía haber dicho algo más…, que la llamaría pronto, que se cuidara más…, pero no le salió nada, no podía ofrecerle buenos deseos. Cuando le llegó el impulso de ser tierno, de ser compasivo, escuchó la voz del padrastro en su cabeza, cálida, amigable, persuasiva: «Siempre supe que acabaría consiguiendo una estrella de rock para ella».
Anna sonrió, como si él hubiera respondido con algo muy ingenioso, y le apretó la mano. Se quedó lo suficiente como para verla subir al vagón, pero no esperó la partida del tren. El andén estaba lleno de gente y había mucho ruido. Se sentía acosado, y se abrió paso casi a empujones. Además, el hedor de aquel lugar —olor a hierro caliente, orina rancia y cuerpos tibios y sudorosos— le oprimía.
Pero fuera no se sentía mucho mejor, empapado por la fría lluvia otoñal de Manhattan. La sensación de ser empujado, de estar apretado por todas partes, siguió con él todo el camino de regreso al hotel Pierre, todo el camino de regreso a la tranquilidad y soledad de su suite. Se sentía con ánimo belicoso, necesitaba hacer algo, tenía que desahogarse de alguna manera.
Cuatro horas después estaba precisamente en el lugar adecuado, en el estudio de la emisora de Howard Stern, donde insultó, intimidó y humilló a los acompañantes del locutor, tontos aduladores, cuando tuvieron la osadía de interrumpirlo. Allí pronunció su encendido sermón de perversión y odio, caos y ridículo. A Stern le encantó. Su equipo sólo quería saber cuándo podía Jude hacerles el favor de regresar.
Ese fin de semana estaba todavía en la ciudad de Nueva York, y con el mismo humor, cuando aceptó encontrarse con algunos de los tipos del equipo de Stern en un club de strip-tease de Broadway. Eran precisamente las mismas personas de las que se había burlado delante de una audiencia de millones de individuos. No consideraron que fuera algo personal. Ser objetos de burla era su trabajo. Estaban locos por él. Pensaban que había estado maravilloso.
Su humor, sin embargo, no había mejorado. Pidió una cerveza que no bebió y se sentó al final de una pasarela que parecía un largo panel de vidrio congelado, iluminado desde abajo con suaves luces azules. Las caras, en sombras, alrededor de la pasarela tenían todas mal aspecto para él, le resultaban antinaturales, enfermizas, desagradables, como rostros de ahogados. Le dolía la cabeza. Cuando cerró los ojos, vio el chocante y deslumbrante espectáculo de fuegos artificiales que era el preludio de una migraña.
Cuando abrió los ojos, una muchacha cayó de rodillas frente a él, con un cuchillo en una mano. Tenía los ojos cerrados. Se inclinó lentamente hacia atrás, hasta que la parte posterior de la cabeza tocó el suelo de vidrio y su pelo negro, suave y ligero se extendió por la pasarela. Todavía estaba de rodillas.
Movió el arma sobre su cuerpo, un cuchillo indio de caza, con un filo ancho y dentado. Llevaba un collar de perro con anillos plateados, un body con encaje por delante, que apretaba los pechos uno contra otro, y medias negras.
Cuando el mango del cuchillo estuvo entre las piernas, con la hoja apuntando al techo —haciendo sin duda la parodia de un pene—, lo lanzó al aire, sus ojos se abrieron de golpe y lo atrapó al caer. Lo hizo mientras arqueaba la espalda, levantando los senos hacia el techo, como si hiciese una ofrenda.
Cortó el encaje negro por la mitad, abriendo una cuchillada roja, oscura, como si se hubiera abierto ella misma desde la garganta hasta la entrepierna. Rodó y se quitó el traje. Debajo estaba desnuda, sólo llevaba los anillos de plata que le atravesaban los pezones y colgaban de los pechos, y un taparrabos que cruzaba sobre los huesos de la cadera. Su torso flexible y de piel delicada estaba pintado de color morado.
AC/DC estaba tocando If you want blood you got it, y lo que más excitó a Jude no fue el cuerpo joven y atlético de la chica, ni la manera en que sus pechos se balanceaban con las argollas de plata atravesando los pezones, ni siquiera su mirada directa y serena.
Fueron los labios que apenas se movían. Dudó que alguien más en todo el lugar, aparte de él, lo hubiera notado. Estaba cantando para sí misma, cantando junto con AC/DC. Se sabía todas las letras. Fue la cosa más excitante que había visto en meses.
Levantó su cerveza hacia ella, pero descubrió que la copa estaba vacía. No recordaba haberla bebido. La camarera le llevó otra unos minutos después. Ésta le informó de que la bailarina del cuchillo se llamaba Morphine y era una de las muchachas más conocidas del lugar. Le costó un billete de cien dólares conseguir su número de teléfono y enterarse de que estaba bailando allí desde hacía unos dos años, casi desde el día en que se había bajado del autobús de Georgia. Y le costó otros cien saber que, cuando no trabajaba desnudándose, respondía al nombre de Marybeth.