Capítulo 25

El Denny's estaba lleno de gente y de ruido, el aire era denso por el olor de la grasa del tocino, del café quemado y del humo de los cigarrillos. El bar, situado inmediatamente a la derecha de las puertas, era la zona de fumadores. Eso significaba que, después de cinco minutos de espera para encontrar sitio, uno podía estar seguro de apestar como un cenicero cuando fuera conducido a la mesa.

Jude no fumaba y nunca había fumado. Era el único hábito autodestructivo que había logrado evitar. Su padre sí fumaba. Cuando hacía recados en el pueblo, Jude siempre estaba dispuesto a comprarle aquellas cajetillas baratas y largas de cigarrillos sin marca. A veces las compraba incluso sin que se lo pidiera. Ambos sabían por qué. El muchacho observaba con intensidad a Martin al otro lado de la mesa de la cocina, mientras su padre encendía un cigarrillo y daba la primera calada, haciendo que la punta se pusiera al rojo vivo.

—Si las miradas pudieran matar, yo ya tendría cáncer —le dijo Martin una noche, sin ningún preámbulo. Agitó una mano, dibujó un círculo en el aire con el cigarrillo, mirando a Jude con los ojos entornados por el humo—. Tengo una constitución fuerte. Tú quieres matarme con éstos, pero vas a tener que esperar bastante. Si realmente quieres verme muerto, hay maneras más fáciles de conseguirlo.

La madre de Jude no dijo nada, concentrada como estaba en el trabajo de pelar guisantes, con una expresión ensimismada. Podría haber pasado por sordomuda.

Jude —entonces era Justin— tampoco habló, se limitó a seguir mirándolo con furia. No porque estuviera demasiado enfadado como para hablar. Lo que ocurría era que estaba demasiado sorprendido, pues parecía que su padre le hubiera leído la mente. Había mantenido fija la mirada en los pliegues holgados, como de piel de gallina, del cuello de Martin Cowzynski, con una especie de ira contenida, como si deseara que un cáncer se apoderara de él en ese mismo instante, como si quisiera ver un montón de células negras en aumento que devoraran la voz de su padre, que ahogaran la respiración de su padre. Deseaba eso con todo su corazón: un cáncer que obligara a los médicos a arrancarle la garganta, a callarlo para siempre.

El hombre sentado en la mesa vecina había perdido su garganta y usaba una laringe electrónica para hablar. Era un ruidoso y agudo sistema que manejaba desde la parte de abajo de la barbilla para hablar con la camarera, y de paso con todos los presentes en el lugar.

—¿Tienen aire acondicionado? Bien, enciéndalo. Si ustedes no se molestan en cocinar la comida, ¿por qué quieren freír a los clientes que pagan? Dios Santo, tengo ochenta y siete años.

—Este dato parecía ser para él de suma importancia, ya que, cuando la camarera se alejaba, se lo repitió a su esposa, una mujer increíblemente obesa que no levantó la vista del periódico mientras él hablaba. —Tengo ochenta y siete años, santo cielo. ¡Nos freímos como si fuéramos huevos!

—Se parecía al viejo de aquella famosa pintura titulada Gótico estadounidense hasta en los cabellos grises peinados sobre la cabeza parcialmente calva.

—Me pregunto qué clase de par de viejos llegaremos a ser —dijo Georgia.

—Lo tengo claro. Yo todavía tendré pelo. Sólo pelo blanco. Mechones que crecerán de manera desordenada, por todas parles, probablemente. Las orejas. La nariz. Pelos grandes e hirsutos saliendo de mis cejas. En resumen, seré como un Santa Claus terriblemente mal hecho.

Ella se puso una mano debajo de los pechos.

—La grasa que tienen éstos se escurrirá directamente hacia mi culo. Me gustan los dulces, de modo que, muy probablemente, me faltarán dientes. Por otra parte, y eso será lo mejor, podré sacarme la dentadura para practicar sexo oral sin dientes. Lo propio de una señora mayor.

Jude le tocó la barbilla y le levantó la cara para enfrentarla a la suya. Estudió sus pómulos y los ojos dentro de las profundas cuencas, con ojeras, ojos que miraban divertidos e irónicos, sin llegar a ocultar del todo el deseo de contar con su aprobación.

—Tienes una buena cara —dijo él—. Tienes buenos ojos. Estarás bien. En las ancianas lo importante son los ojos. Serás una viejecita con ojos vivaces, y parecerá que siempre estás pensando en algo divertido. Siempre dispuesta a meterte en problemas.

Retiró la mano. Ella fijó la mirada en el café, sonriendo, halagada y sumergida en una timidez poco habitual.

—Parece que estuvieras hablando de mi abuela Bammy —dijo—. Te va a encantar cuando la veas. Podríamos estar allí a la hora del almuerzo.

—Sí.

—Mi abuela tiene el aspecto de una encantadora ancianita, adorable e inofensiva. Pero, ay, le gusta atormentar a la gente. Yo vivía con ella cuando estaba en octavo. Invitaba a mi amigo Jimmy Elliott a casa, supuestamente para jugar a los dados, pero en realidad robábamos vino. Bammy dejaba casi todos los días en el frigorífico media botella de tinto que había sobrado de la comida de la noche anterior. Y ella sabía lo que estábamos haciendo. Un día cambió el vino por tinta morada y la dejó allí para que nosotros la robáramos. Jimmy me dejó beber primero. Eché un trago y me atraganté, tosiendo como nunca lo había hecho. Cuando volví a casa, todavía tenía un enorme anillo morado alrededor de la boca, manchas del mismo color por toda la mandíbula y la lengua de color púrpura. La tinta no salió hasta una semana después. Yo esperaba que Bammy me diera unos azotes, pero a ella le pareció suficiente castigo y consideró que además era un asunto gracioso.

La camarera se acercó para tomar nota. Cuando se fue, Georgia sacó un tema inesperado:

—¿Cómo era eso de estar casado, Jude?

—Tranquilo.

—¿Por qué te divorciaste de ella?

—Yo no me divorcié. Fue ella quien se divorció de mí.

—¿Te sorprendió en la cama con todo el estado de Alaska o algo por el estilo?

—No. No la engañé… Bueno, no demasiado a menudo. Y a ella no parecía molestarle.

—¿No le molestaba? ¿Lo dices en serio? Si nosotros estuviéramos casados y tú hicieras de las tuyas, te arrojaría a la cara lo primero que tuviera a mano. Y lo segundo. Y luego no te llevaría al hospital. Dejaría que te desangraras. —Hizo una pausa y se inclinó sobre su taza de café—. ¿Y por qué fue entonces? ¿Por qué te dejó?

—Sería difícil de explicar.

—¿Porque soy demasiado estúpida?

—No —replicó él—. Más bien porque yo no soy lo suficientemente listo como para explicármelo a mí mismo, y mucho menos a otra persona. Durante mucho tiempo, quise hacer el papel de marido. Pero luego dejé de hacerlo. Y cuando eso ocurrió… ella se dio cuenta. Sencillamente. Tal vez yo procuré que lo supiera. —Mientras decía eso, Jude estaba pensando en cómo había empezado a acostarse cada vez más tarde, esperando a que ella se cansara y se fuera a dormir sin él. Procuraba meterse en la cama después de que ella se durmiera para no tener que hacer el amor. También pensaba en cómo a veces comenzaba a tocar la guitarra, ensayando una melodía, precisamente cuando ella estaba diciéndole algo. Tapaba con los acordes lo que su mujer decía. Recordaba igualmente que había conservado la película pornográfica con el asesinato, en lugar de deshacerse de ella. Recordaba que la había dejado donde ella pudiera descubrirla, donde él suponía que ella la encontraría.

—Eso no tiene sentido. Así, de repente. ¿No sentiste que debías hacer un esfuerzo? No es propio de ti. No eres el tipo de persona capaz de abandonar las cosas importantes sin ninguna razón.

No había sido sin ninguna razón, pero la razón que había desafiaba toda explicación racional, no podía ser traducida en palabras de manera que tuviera sentido. Había adquirido la granja para su esposa, para ellos dos. Le compró a Shannon un Mercedes, luego otro, un sedán grande y un descapotable. Viajaban los fines de semana, a veces incluso a Cannes, y volaban en un jet particular en el que comían langostinos gigantes y langosta. Y luego Dizzy murió, se fue de la manera más terrible y dolorosa que se pueda imaginar, y Jerome se mató. A pesar de ello, Shannon solía aparecer en el estudio para decirle a Jude: «Estoy preocupada por ti. Vamos a Hawai» o «Te he comprado una americana de cuero…, pruébatela», y él empezaba a tocar las cuerdas de su guitarra. Detestaba la voz de Shannon y tocaba para que la música la borrara. Odiaba la sola idea de gastar más dinero, de poseer otra chaqueta, de hacer otro viaje. Pero sobre todo odiaba la expresión de satisfacción de su mujer, aquel aspecto complacido de su cara. Y detestaba sus dedos regordetes, llenos de anillos, e incluso el frío aire de preocupación que a veces aparecía en su mirada.

Cuando Dizzy estaba ciego, ya muy cerca del final, con fiebre altísima y sin poder controlar sus esfínteres, el delirio se apoderó de su mente y creía que Jude era su padre. El enfermo lloraba y decía que no quería ser gay.

—No me odies más, papá, no me odies —suplicaba, gimiendo.

Y Jude respondía, por pura piedad:

—No te odio. Nunca te he odiado.

Luego Dizzy murió y Shannon seguía comprando ropa para su marido y pensando a qué restaurante irían a comer.

—¿Por qué no tuviste hijos con ella? —quiso saber Georgia.

—Tenía mucho miedo de parecerme demasiado a mi padre.

—Dudo que te parezcas a él —sentenció ella.

Pensó en eso mientras observaba el bocado que tenía pinchado en el tenedor.

—Te equivocas. Tenemos un temperamento muy parecido.

—A mí lo que me asusta —dijo la chica— es tener hijos y que luego ellos se enteren de toda la verdad sobre mí. Los hijos siempre se enteran. Yo acabé sabiendo todo lo referente a mis padres.

—¿Qué descubrirían tus hijos sobre ti?

—Que abandoné el instituto. Que tenía trece años cuando dejé que un tipo me convirtiera en prostituta. El único trabajo que siempre he sabido hacer bien ha sido quitarme la ropa al ritmo de la música de Mótley Crüe, en una sala llena de borrachos. Traté de suicidarme. Me arrestaron tres veces. Le robé dinero a mi abuela y la hice llorar. No me cepillé los dientes durante casi dos años. ¿Me olvido algo?

—Pues lo que tu hijo descubrirá es que, por malas que sean las cosas que haga, siempre podrá hablar con su madre, porque ella ya lo ha pasado todo. No importa qué mierda le caiga encima. Puede sobrevivir, porque su madre soportó cosas peores y logró salir adelante.

Georgia levantó la cabeza, sonriendo otra vez, con los ojos brillantes de placer y picardía. En ese momento eran la clase de ojos de los que Jude había estado hablando apenas unos minutos antes.

—¿Sabes una cosa, Jude? —dijo ella, tratando de coger su taza de café con la mano vendada. La camarera, que estaba detrás de la chica, se inclinó con la cafetera para volver a llenar la taza de Georgia, sin fijarse en lo que estaba haciendo porque estaba mirando su talonario de facturas. Jude presintió lo que estaba a punto de ocurrir, pero no pudo soltar la advertencia a tiempo. Georgia seguía hablando—: A veces eres un tipo tan bueno, puedo olvidar que eres un est…

La camarera sirvió justo cuando Georgia movió la taza y volcó café hirviente sobre la mano vendada. La lesionada gritó y retiró la mano, apretándosela contra el pecho, con la cara deformada por un gesto de dolor. Por un instante hubo una expresión vidriosa en sus ojos, una mirada hueca y lejana que hizo que Jude pensara que estaba a punto de desmayarse.

Luego se puso de pie, sujetando la mano herida con la sana.

—¿Por qué no miras dónde sirves esa porquería, maldita zorra? —le gritó a la camarera con aquel acento sureño y provinciano que volvía a apoderarse de ella.

—Georgia —intervino Jude, empezando a levantarse.

Ella hizo un gesto con la cara y agitó la mano para que volviera a sentarse. Golpeó adrede a la camarera con el hombro al pasar junto a ella para dirigirse con gesto altivo hacia el pasillo en el que se encontraban los baños.

Jude empujó su plato a un lado.

—Tráigame la cuenta cuando pueda.

—Lo siento mucho —se disculpó la mujer.

—Ha sido un accidente.

—Lo siento mucho —repitió la camarera—. Pero no es razón para que me hable de esa manera.

—Bueno, se ha quemado. Me sorprende que no haya dicho cosas peores.

—Ustedes dos —dijo la camarera—. Sabía a quién estaba sirviendo nada más posar los ojos sobre usted. Y les he servido con el mismo cuidado que a todo el mundo.

—¿Ah, sí? ¿Usted sabía a quién estaba sirviendo? ¿Y a quién era?

—A un par de delincuentes. Usted parece un vendedor de drogas.

Él se rió.

—Y sólo hay que echarle una ojeada a ella para saber lo que es. ¿Cobra por horas? ¿También sabe si hace eso? —Dejó de reírse—. Tráigame la cuenta —ordenó—. Y desaparezca de mi vista de inmediato.

Ella le miró un momento más, con la boca apretada, como si estuviera a punto de escupirle, y luego se alejó rápidamente sin decir ninguna otra palabra.

Los clientes sentados en las mesas situadas alrededor de él detuvieron sus conversaciones para mirar, sorprendidos, y por supuesto para escuchar. Jude recorrió a todos con la mirada, clavando los ojos en quienes se atrevían a mirarlo a él, y uno a uno fueron volviendo a ocuparse de su comida. Era implacable cuando se trataba de mirar cara a cara. Había mirado a demasiadas multitudes durante demasiados años como para atemorizarse ante unos ojos desafiantes. Podía sostener cualquier mirada sin pestañear.

Finalmente, las únicas personas que siguieron mirándolo fueron el anciano del cuadro Gótico estadounidense y su esposa, que bien podría haber sido la increíble mujer gorda de un barracón de feria en su día libre. Ella, por lo menos, hizo el esfuerzo de ser discreta mirando a Jude por el rabillo del ojo, mientras fingía estar interesada en el periódico que tenía ante sí. Pero el anciano seguía mirando con sus ojos castaños, censurándolo y también reflejando cierta maligna diversión. Con una mano sostenía la laringe electrónica, que zumbaba débilmente, como si estuviera a punto de hacer algún comentario. Pero no dijo nada.

—¿Tiene algo que decir? —preguntó Jude mirando al anciano a los ojos. Pero el viejo no se avergonzó ante aquella mirada que lo invitaba a ocuparse de sus asuntos.

Levantó las cejas para luego mover la cabeza de un lado a otro, como diciendo: «No, no tengo nada que decir». Bajó la mirada hacia su plato e hizo un mohín gracioso con la nariz. Dejó la laringe electrónica junto a la sal y la pimienta.

Jude estaba a punto de apartar la mirada cuando la laringe electrónica cobró vida, vibrando sobre la mesa. Una voz fuerte, monótona y eléctrica clamó, zumbante: «Morirás».

El anciano se puso tenso, se echó hacia atrás en la silla de ruedas. Miró atónito su laringe electrónica. Estaba perplejo, tal vez no del todo seguro de no haber dicho algo. La dama gorda arrugó el diario y miró por encima de éste hacia el aparato, con expresión de asombro en su ceño fruncido sobre una cara tan suave y redonda como el dibujo de la mascota de la fábrica de rosquillas Pillsbury.

«Estoy muerto».

La laringe electrónica había zumbado otra vez, parloteando desde la mesa, como un juguete de cuerda. El anciano la cogió entre sus dedos. Con ello sólo logró que el zumbido saliera de entre ellos:

«Morirás. Juntos moriremos en el hoyo de la muerte».

—¿Qué está ocurriendo? —exclamó la gorda—. ¿Está sintonizando una emisora de radio otra vez?

El anciano sacudió la cabeza como diciendo: «No lo sé». Apartó la mirada de la laringe electrónica, que en ese momento estaba en la palma de su mano, para mirar a Jude. Lo miró a través de las gafas que agrandaban sus ojos asombrados. El viejo estiró la mano, como ofreciéndole el aparato a Jude. Seguía zumbando y parloteando.

«La matarás, te matarás, los perros no te salvarán. Nos iremos juntos, me escuchas ahora, escuchas mi voz, nos iremos juntos al anochecer. Tú no me posees. Yo te poseo a ti. Te poseo ahora».

—Peter —dijo la mujer gorda. Estaba tratando de susurrar, pero su voz se ahogó, y cuando forzó la siguiente emisión de aire, la voz salió chillona y vacilante—: Deten esa cosa, Peter.

Peter continuó sentado en su sitio, ofreciéndole el aparato a Jude, como si se tratara de un teléfono y la llamada fuera para él.

Todos estaban mirando. La habitación se llenó de murmullos de preocupación. Algunos de los clientes se habían levantado de sus sillas para mirar, pues no querían perderse lo que pudiera ocurrir luego.

Jude también estaba de pie, pensando en Georgia. Mientras se incorporaba y empezaba a volverse hacia el pasillo que conducía a los baños, su mirada recorrió los ventanales de la parte frontal del local. Se detuvo a mitad del movimiento. Su mirada quedó atrapada por lo que vio en la explanada del aparcamiento. La furgoneta del muerto estaba allí, cerca de la entrada. Tenía el motor en marcha y los reflectores encendidos eran globos de luz blanca y fría. No había nadie sentado dentro.

Algunos curiosos se arremolinaban entre las mesas, detrás de él, y tuvo que abrirse paso a empujones para poder llegar al pasillo en que estaban los lavabos.

Jude encontró una puerta que decía «Mujeres», y entró, cerrándola con un golpe.

Georgia estaba ante uno de los dos lavabos. No levantó la vista al oír el ruido de la puerta golpeando contra la pared. Se estaba mirando en el espejo, pero sus ojos no parecían enfocados, no miraban nada en particular y la cara tenía la expresión triste y grave de un niño casi dormido frente al televisor.

Llevó su puño vendado hacia atrás y lo lanzó contra el espejo con todas sus fuerzas, sin contenerse nada. Pulverizó la superficie de cristal en un círculo del tamaño de la mano, con las líneas de las roturas circundantes alejándose del agujero en todas direcciones. Un instante después, plateados cuchillos de espejo cayeron con un estrépito resonante, para romperse musicalmente contra los lavabos.

Una mujer delgada y rubia, con un bebé en los brazos, estaba a un metro de distancia. Apretó al bebé contra su pecho y empezó a gritar:

—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!

Georgia cogió una hoja de cristal muy afilada, brillante, plateada, en forma de media luna, de quince centímetros, se la llevó hasta la garganta y echó la barbilla hacia atrás, para atravesar la carne que quedaba al descubierto. Jude salió de la conmoción en la que había quedado al entrar y le agarró la muñeca. La dobló hacia atrás hasta que ella dejó escapar un grito lastimoso y soltó el trozo de vidrio, que cayó al suelo de azulejos blancos y se hizo añicos con un fuerte ruido.

Jude trató de obligarla a darse la vuelta retorciéndole el brazo otra vez, causándole dolor. La joven abrió la boca y cerró los ojos llenos de lágrimas, resistiéndose; pero dejó que él la obligara a caminar, a acercarse a la puerta. No sabía por qué le estaba haciendo daño, si era por puro pánico o si lo hacía a propósito porque estaba enfadado con ella por alejarse, o consigo mismo por permitírselo.

El muerto se encontraba en el pasillo, cerca del baño. Jude no lo vio hasta que ya había pasado junto a él, y entonces un estremecimiento le recorrió el cuerpo, dejándolo con un incesante temblor de piernas. Craddock se había quitado su sombrero negro, saludándolos al pasar.

Georgia apenas podía mantenerse erguida. Jude movió la mano para sujetarla por la parte de arriba del brazo, sosteniéndola a la vez que la empujaba hacia el comedor. La mujer gorda y el anciano tenían las cabezas juntas.

—No ha sido ninguna emisora de radio.

—Chiflados. Chiflados que hacen bromas.

—Cállate…, ahí vuelven.

Los demás seguían mirando y pegaron un bote para abrirles paso. La camarera que hacía apenas un minuto había acusado a Jude de ser un vendedor de drogas y a Georgia de ser su puta estaba apoyada en el mostrador de la entrada hablando con el gerente, un hombrecito con lapiceros en el bolsillo de la camisa y los ojos tristes de un sabueso. Ella los señaló con el dedo cuando cruzaron la habitación.

Jude se detuvo un momento al pasar junto a la mesa a la que habían estado sentados para arrojar un par de billetes de veinte dólares. Al cruzarse con el gerente, el hombrecito levantó la cabeza para observarlos con su mirada trágica, pero no dijo nada. La camarera continuó hablándole al oído.

—Jude —dijo Georgia cuando atravesaron las primeras puertas—. Me estás haciendo daño.

El aflojó los dedos en el brazo de ella y vio que le había dejado marcas muy blancas en la piel, muy pálida. Atravesaron ruidosamente las últimas puertas y pronto estuvieron fuera.

—¿Estamos a salvo? —preguntó ella.

—No —respondió Jude—. Pero pronto lo estaremos. El fantasma tiene un saludable miedo a los perros.

Pasaron rápidamente junto a la camioneta de Craddock, que seguía con el motor en marcha. La ventanilla del asiento del acompañante estaba medio abierta. Dentro sonaba la radio. Sonaba la voz de uno de los políticos de derechas de la AM, que estaba hablando con tono suave y confiado, casi arrogante.

«Es bueno aceptar esos valores esenciales estadounidenses, y es bueno ver que las personas adecuadas ganan unas elecciones, aun cuando la otra parte diga que no han sido unas elecciones limpias; y es muy bueno ver cómo más y más personas regresan a la política del buen sentido común cristiano. Pero ¿sabes qué es todavía mejor? Asfixiar a esa bruja que está a tu lado. Asfixia a esa bruja y luego llévala a la carretera y arrójala delante de un camión de gran tonelaje. Hazlo, hazlo y…».

Luego se alejaron y ya no se oía la voz.

—Vamos a librarnos de esa cosa —dijo Georgia.

—No. No nos libraremos de él. Vamos. Faltan menos de cien metros para llegar al hotel.

—Si no nos atrapa ahora, lo conseguirá después. Tarde o temprano. Me lo ha dicho. Me ha dicho que era mejor que me suicidara y terminara con todo. Iba a hacerlo. No podía evitarlo.

—Lo sé. Así es como lo hace.

Caminaron a lo largo de la carretera, sobre una de las cunetas de la calzada, con los largos tallos de hierba azotando los vaqueros de Jude.

—Me duele la mano —se quejó Georgia.

Se detuvieron. Levantó el brazo para mirarle la herida. No estaba sangrando, ni por el golpe al espejo ni por empuñar la hoja curva de vidrio. El grueso almohadillado de la venda le había protegido la piel. De todas maneras, a pesar del vendaje pudo sentir que emitía un calor enfermizo y se preguntó si no se habría roto un hueso.

—Seguro que te duele. Has golpeado el espejo con mucha fuerza. Has tenido suerte de no sufrir una lesión mucho mayor.

—La empujó suavemente y volvieron a ponerse en marcha.

—Me late como un corazón. Hace «pum-pum-pum». —Escupió, y luego escupió otra vez.

Entre ellos y el motel había un paso subterráneo, un pasaje pétreo en un túnel angosto y oscuro, sin ninguna acera, sin ningún espacio a los lados, ni siquiera el arcén lateral para emergencias. El agua goteaba del techo de piedra.

—Vamos —dijo.

El túnel era una estructura negra, encajada alrededor de una imagen del hotel Days Inn. Jude tenía la mirada fija en el motel. Podía ver el Mustang. Podía ver su habitación.

No disminuyeron la velocidad al entrar en el túnel, que apestaba a agua estancada, malas hierbas y orina.

—Espera —dijo Georgia.

Se volvió y se agachó. Vomitó cuanto acababa de comer: los huevos, los trozos de tostadas a medio digerir y el zumo de naranja.

Jude le sostuvo el brazo izquierdo con una mano y le recogió con la otra el pelo para que no le cayera sobre la cara. Se puso nervioso por verse obligados a pararse allí, en la maloliente oscuridad, esperando a que ella terminara.

—Jude —dijo la chica.

—Vamos —la apremió a modo de réplica, mientras tiraba de su brazo.

—Espera…

—Vamos.

Ella se limpió la boca con la parte inferior de la camisa. Permaneció inclinada.

—Creo…

Oyó el vehículo antes de verlo, escuchó el motor acelerando detrás de él. Era como un gruñido furioso que se fue convirtiendo en un rugido atronador. Los faros recorrieron las paredes de toscos bloques de piedra. Jude tuvo tiempo de mirar hacia atrás y vio la camioneta del muerto que se lanzaba sobre ellos. Craddock sonreía detrás del volante y de los reflectores, que eran dos círculos de luz cegadora, agujeros ardientes, lanzallamas orientados directamente hacia el mundo. El humo salía, caliente, de los neumáticos.

Jude abrazó a Georgia y se lanzó hacia delante, llevándosela con él para salir por el lejano extremo del túnel.

El Chevy de color azul ahumado chocó contra la pared, detrás de ellos, con un estrepitoso ruido de acero contra rocas. El estruendo aturdió los tímpanos de Jude, que siguieron resonando un rato. Él y Georgia cayeron sobre la grava mojada, ya fuera del túnel. Rodaron, alejándose del camino, sobre los arbustos, para terminar tumbados entre los helechos mojados de rocío. Georgia gritó, le golpeó en el ojo izquierdo con su codo huesudo. Él apoyó una mano sobre algo esponjoso y sintió el desagradable fresco del barro del pantano.

Se levantó, respirando agitado. Miró hacia atrás. No había sido, en realidad, el viejo Chevy del muerto lo que había chocado contra la pared, sino un Jeep de color verde aceitunado, un viejo vehículo sin techo, con una barra metálica en la parte de atrás. Un hombre negro, con el pelo corto, duro, estaba sentado detrás del volante, con una mano sobre la frente. El parabrisas aparecía roto, formando una red de anillos concéntricos que crecían desde el punto en el que su cabeza había golpeado. Toda la parte delantera del Jeep había sido arrancada de cuajo. Sólo se veían hierros retorcidos por todos lados, dispersos en pedazos humeantes.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Georgia, con voz débil y metálica, difícil de distinguir por encima del zumbido que aún le sonaba en los oídos.

—El fantasma. Ha fallado.

—¿Estás seguro?

—¿Seguro de que ha sido el fantasma?

—De que ha fallado.

Jude se puso de pie con las piernas inestables, las rodillas a punto de ceder. La cogió por la muñeca y la ayudó a ponerse en marcha. Los ruidos de sus tímpanos comenzaban a debilitarse. A lo lejos, podía oír a los perros ladrando histéricamente, furiosos sin duda.