Despertó poco después de las nueve, con una melodía en la cabeza. Aquella música tenía el aire de un himno de los Montes Apalaches. Empujó a Bon fuera de la cama —la perra había trepado para dormir con ellos durante la noche— y retiró las mantas. Jude se sentó en el borde del colchón, repitiendo mentalmente la melodía, tratando de identificarla, de recordar la letra. Pero no podía hacerlo. Ni el título ni la letra acababan de aclararse en su mente. Y era lógico, porque esa música no existía hasta que él la pensó. Acababa de crearla en sueños. No tendría nombre hasta que él le diera uno.
Jude se levantó, cruzó la habitación y salió al corredor con techo de hormigón. Sólo llevaba puestos los calzoncillos. Abrió el maletero del Mustang y sacó una muy usada funda de guitarra, con una 68 Les Paul dentro. Regresó con ella a la habitación.
Georgia no se había movido. Estaba tendida, con la cara apoyada en la almohada, un brazo blanco como el marfil encima de las sábanas y el otro recogido con fuerza sobre su cuerpo. Hacía muchos años que no salía con una chica de piel bronceada. Cuando se es gótico, es importante sugerir por lo menos la posibilidad de que uno puede estallar envuelto en llamas a poco que se exponga directamente a la luz del sol.
Fue al baño. Angus y Bon ya lo seguían de cerca, y les ordenó con un susurro que se quedaran. Se echaron sobre sus barrigas, al otro lado de la puerta, mirándolo con gesto de desamparo, acusando a su amo con los ojos de no amarlos lo suficiente.
No estaba seguro de ser capaz de tocar bien por la herida de su mano izquierda. Con ella hacía el punteo y con la derecha buscaba los acordes. Sacó la guitarra de su estuche y empezó a afinarla. Al pasar los dedos por las cuerdas sintió un leve destello de dolor en el centro de la palma de la mano, no muy fuerte, apenas un pinchazo incómodo. Sintió como si un cable de acero le atravesara la carne y comenzara a calentarse. Pero pensó que podía tocar a pesar de ello.
Cuando la guitarra estuvo afinada, buscó los acordes adecuados y empezó a tocar, reproduciendo la melodía que tenía en la cabeza cuando se despertó. Sin el amplificador, la guitarra emitía un sonido plano, gangoso. Cada cuerda hacía un ruido ronco y metálico.
La canción podría haber sido una melodía provinciana, rural. Parecía sacada de una grabación folclórica o de una retrospectiva de música tradicional guardada en la Biblioteca del Congreso. Bien podría titularse Preparándome para cavar mi tumba, Jesús trajo su carroza o Brinda por el diablo.
—Brinda por los muertos —dijo.
Dejó la guitarra y volvió al dormitorio. Había una libretita de notas y un bolígrafo en la mesilla de noche. Los llevó al baño y escribió: Brinda por los muertos. Ya tenía un título. Cogió la guitarra y tocó otra vez.
La melodía de la canción —que parecía propia de los Montes Ozark, o de un grupo de fanáticos seguidores del Evangelio— le produjo un estremecimiento de placer que recorrió los brazos y le llegó a la parte trasera del cuello. Muchos comienzos de sus canciones parecían inspirados en la música tradicional. Llegaban a él como huérfanos errantes, hijos perdidos de grandes y venerables familias musicales. Se le acercaban en forma de canciones anteriores al fonógrafo, cantos populares de los bares, lamentos de las planicies desiertas, temas perdidos de Chuck Berry. Jude los vestía de negro y les enseñaba a gritar.
Lamentó no llevar consigo la grabadora de audio digital. Quería escuchar lo que tenía grabado en cinta. En lugar de ello, dejó a un lado la guitarra y garabateó los acordes en la libreta de notas, debajo del título. Luego volvió a coger la Les Paul y tocó la melodía una y otra vez, deseoso de saber adonde le llevaría la inspiración. Veinte minutos después aparecían manchas de sangre a través del vendaje de su mano izquierda. Ya había elaborado el coro, que surgía naturalmente del estribillo inicial. Era un coro constante, creciente y estruendoso, desde el susurro inicial hasta el grito colectivo final; un acto de violencia contra la belleza y la dulzura de la melodía que había aparecido antes.
—¿De quién es eso? —preguntó Georgia, reclinada en la puerta del baño, restregándose los ojos para terminar de despertarse.
—Mío.
—Me gusta.
—Está bien. Sonaría todavía mejor si esta cosa estuviera enchufada.
El pelo negro y suave de Georgia flotaba alrededor de la cabeza. Tenía aspecto de estar suelto, al viento, y las sombras dibujadas bajo sus ojos atrajeron la atención de Jude por su gran tamaño. Ella le sonrió, somnolienta. Él le devolvió la sonrisa.
—Jude —dijo ella, en un tono de ternura erótica casi insoportable.
—¿Sí?
—¿Podrías salir del baño para que pueda hacer pis?
Cuando ella cerró la puerta, dejó caer el estuche de la guitarra sobre la cama y se quedó inmóvil en la oscuridad de la habitación, escuchando el sonido amortiguado del mundo, más allá de las cortinas corridas: el zumbido del tráfico en la autopista, una puerta de coche que se cierra con un golpe, una aspiradora funcionando en la habitación de arriba. Entonces pensó que el fantasma se había marchado.
Desde el momento en que el traje había llegado a su casa en la caja negra con forma de corazón, había sentido constantemente que el muerto estaba cerca de él. Incluso cuando no lo veía, era consciente de su presencia, lo percibía casi como un peso invisible, una especie de carga de presión y electricidad en el aire, como la que precede a una tormenta. Había vivido en esa atmósfera de horrible espera durante días, en una interminable y tensa opresión que le hacía difícil probar la comida o conciliar el sueño. En ese momento, sin embargo, la angustia se había disipado. Se había olvidado del fantasma mientras escribía la nueva canción… y el fantasma tampoco le recordaba a él, o por lo menos era incapaz de meterse en los pensamientos de Jude, en el entorno de Jude. La música, como los perros, parecía ahuyentar al espectro.
Sacó a pasear a Angus. Se tomó su tiempo. Jude llevaba una camisa de manga corta y vaqueros. Le agradaba la caricia del sol en la nuca. El extraño olor de la mañana —el manto de gases de los tubos de escape en la Interestatal 95, los lirios del pantano, los aromas del bosque, el asfalto caliente— le hizo arder la sangre, le inculcó el deseo de ponerse en camino, conduciendo hacia algún sitio, a cualquier lugar. Se sentía bien, lo cual últimamente era una sensación poco habitual. Tal vez estaba excitado. Pensó en el agradable mechón de pelo de Georgia, en sus ojos hinchados, somnolientos, y en sus piernas blancas, flexibles. Tenía hambre, quería huevos, un filete de pollo. Angus perseguía a una marmota por la hierba, alta hasta la cintura. Al cabo de un rato se detuvo junto a los árboles que bordeaban la pradera, aullando alegremente. Jude regresó para proporcionar a Bon su ración de ejercicio y escuchó el ruido de la ducha.
Se metió en el baño. Estaba lleno de vapor, el aire era caliente y espeso. Se desvistió, retiró la cortina para entrar y se metió en la bañera.
Georgia saltó cuando los nudillos de él le rozaron la espalda y giró la cabeza para mirarlo por encima del hombro. Tenía tatuados un corazón negro, en la cadera, y una mariposa igualmente negra en el hombro. Se volvió hacia él y le puso la mano sobre el corazón.
Ella apretó su cuerpo húmedo y elástico contra el de su amante, y se besaron. Jude se inclinó hacia ella, sobre ella, y para mantener el equilibrio, Georgia se apoyó en la pared… Enseguida emitió un fino y agudo gemido de dolor. Retiró la mano de la pared como si se la hubiera quemado.
Georgia trató de esconder la mano dolorida, pero él le cogió la muñeca y la levantó. Tenía el pulgar inflamado y rojo, y en cuanto lo tocó levemente pudo sentir el calor enfermizo que emanaba. La palma también estaba enrojecida e hinchada alrededor de la base del pulgar. En la parte interior del dedo se encontraba la llaga blanca, rebosante de pus, que seguía saliendo.
—¿Qué vamos a hacer con esto? —preguntó.
—Va bien. Le estoy poniendo pomada antiséptica.
—Eso no es suficiente. No tiene buen aspecto. Deberíamos ir a un médico de urgencias.
—No voy a sentarme en una sala de espera durante tres horas para que alguien me mire el agujero que yo misma me hice con un alfiler.
—No sabes qué fue lo que te pinchó. No olvides lo que estabas haciendo cuando te pasó esto. No era una actividad normal.
—No lo he olvidado. Pero no creo que ningún médico pueda mejorar lo que se cura solo. De verdad.
—¿Crees que se va a curar solo?
—Creo que estará bien… si hacemos que el muerto se vaya. Si nos lo quitamos de encima, creo que los dos nos curaremos —dijo—. Sea lo que fuere lo que le pasa a mi mano, forma parte de todo este asunto. Pero tú ya lo sabes, ¿no?
No sabía nada, pero tenía algunas ideas, y no le gustó que coincidieran con las de ella. Inclinó la cabeza, pensativo, y se enjugó las salpicaduras de agua de la cara.
—Cuando Anna estaba en sus peores momentos, se pinchaba con un alfiler en el pulgar. Para aclararse la cabeza, me dijo. No lo sé. Tal vez no es nada. Pero me inquieta que te hayas pinchado como lo hacía ella.
—Bien. A mí no me preocupa. En realidad, eso casi me hace sentirme mejor.
—Su mano sana se movió sobre el pecho del amante mientras hablaba, con los dedos explorando el paisaje de músculos que comenzaban a perder definición y la piel que se aflojaba con la edad, todo cubierto por un montón de rizados pelos canosos.
—¿En serio?
—Sí. Otra cosa que ella y yo tenemos en común. Aparte de ti. Jamás la conocí y casi no sé nada de su vida, pero me siento conectada con ella de alguna manera. No tengo miedo de esas cosas, ya lo sabes.
—Me alegra que no te moleste. Me encantaría poder decir lo mismo. En cuanto a mí, no me gusta mucho pensar en eso.
—Entonces no lo hagas —dijo la chica, apoyándose en Jude y empujando con su lengua en la boca de él para hacerlo callar.