La luz del día declinaba cuando llegaron al norte de Fredericksburg. Fue entonces cuando Jude vio la furgoneta del muerto detrás de ellos, siguiéndolos a una distancia de poco más o menos trescientos metros.
Craddock McDermott iba al volante, aunque era difícil distinguirlo claramente con tan poca luz, que además rebotaba en las nubes, haciéndolas brillar como brasas. Jude vio que llevaba puesto otra vez el sombrero de fieltro y conducía encorvado sobre el volante, con los hombros elevados hasta la altura de las orejas. Lucía unas gafas redondas cuyos cristales refulgían con una extraña luz anaranjada, producto de los reflejos de las farolas de la carretera interestatal 95. Parecían brillantes círculos de llamas, casi un complemento de los reflectores instalados en la protección metálica delantera.
Jude abandonó la autopista en la primera salida que encontró. Georgia le preguntó por qué lo hacía y él le respondió que estaba cansado. La chica no había visto al fantasma.
—Puedo conducir yo —propuso ella.
Georgia había dormido la mayor parte de la tarde. Viajaba en el asiento del acompañante, con los pies recogidos y la cabeza reclinada en el respaldo.
Al ver que él no respondía, le dirigió una mirada inquisitiva y le preguntó:
—¿Va todo bien?
—Sólo quiero salir de la autopista antes de que anochezca.
Bon metió la cabeza en el hueco entre los asientos delanteros, se diría que para escucharlos hablar. A la perra le gustaba ser incluida en las conversaciones. Georgia le acarició la cabeza, mientras el animal miraba a Jude con una expresión de nervioso recelo visible en sus ojos de color castaño.
Encontraron un motel, un Days Inn, a menos de un kilómetro del peaje de la autopista. Jude pidió a Georgia que consiguiera una habitación, mientras él se quedaba en el Mustang con los perros. No quería correr el riesgo de ser reconocido, no estaba de humor para ello. A decir verdad, no lo había estado durante los últimos quince años.
En cuanto la joven abandonó el coche, Bon se acomodó en el lugar que dejó vacío, acurrucada en el templado asiento que Georgia había ocupado durante horas. Mientras la perra colocaba su hocico sobre las patas delanteras, dirigió a Jude una mirada culpable, esperando que gritara, que le ordenara volver atrás con Angus. Pero no lo hizo. Los perros eran libres de hacer lo que quisieran.
Al poco de comenzar el viaje, Jude le había contado a Georgia cómo los perros habían atacado a Craddock.
—Me parece que ni siquiera el muerto sabía que Angus y Bonnie podían atacarle de ese modo. Creo que se dio cuenta de que ellos constituían una especie de amenaza. Sospecho que le habría encantado asustarnos, hacernos abandonar la casa y alejarnos de ellos antes de que comprendiésemos que son una buena defensa contra los fantasmas.
Cuando escuchó lo que había pasado, Georgia se dio la vuelta en su asiento, alargó la mano hacia atrás y metió los dedos entre las orejas de Angus, inclinándose para poder frotar su nariz contra el hocico de Bon.
—¿Dónde están mis perritos valientes? ¿Dónde se han metido? Sí, aquí están, siempre con nosotros. —Y continuó con las carantoñas hasta que Jude comenzó a hartarse de ellas.
Georgia salió de la oficina con una llave enganchada en un dedo. Se la mostró, balanceándola, se dio la vuelta y se alejó, doblando la esquina del edificio. El la siguió en el automóvil y aparcó en un sitio libre, frente a una de las numerosas puertas de color beige que había en la parte de atrás del motel.
La chica entró con Angus mientras Jude paseaba a Bon por un bosquecillo de arbustos situado junto a la explanada del aparcamiento. Luego regresó, dejó a Bon con Georgia y llevó a pasear a Angus. Era importante que ninguno de los dos se apartara de al menos uno de los perros.
El bosquecillo, detrás del Days Inn, no se parecía al que crecía alrededor de su granja en Piecliff, Nueva York. Los de este tipo eran inconfundiblemente sureños, con su típico olor a humedad dulzona, a plantas en descomposición, a musgo y arcilla, azufre y aguas residuales, orquídeas y aceite de motor. La atmósfera misma era diferente. El aire parecía más denso, más tibio, pegajoso por la humedad. Como una sauna natural. Se parecía a Moore's Corner, donde Jude había crecido. Angus saltó sobre las luciérnagas que volaban aquí y allá entre los helechos, como chispas de etérea luz verde.
El cantante regresó a la habitación. Cuando atravesaban Delaware, se habían detenido en una estación de servicio para echar gasolina, y pensó aprovechar la parada para comprar media docena de latas de comida para perros en el supermercado anexo. Pero no se le había ocurrido conseguir también platos de papel. Mientras Georgia usaba el baño, Jude abrió uno de los cajones del tocador, buscó dos latas y las vació dentro. Puso el cajón en el suelo y los perros se lanzaron sobre él. Los ruidos húmedos que hacían al babear y tragar, al gruñir y tomarse un respiro en mitad del festín, llenaron la habitación.
Georgia salió del baño, se detuvo en la puerta con unas tenues bragas blancas y un top de espalda descubierta que le dejaba desnudo el abdomen. Todo rastro de su personalidad gótica había desaparecido con la ducha, menos las brillantes uñas de los pies, pintadas de negro. La mano derecha estaba envuelta con una venda nueva. Miró a los perros con la nariz arrugada en expresión de divertido desagrado.
—Vaya, vaya. Eso sí que es vivir en suciedad. Si la mucama descubre que «hemo' da'o de comer a lo' perro'» en un cajón del tocador, no nos va a volver a invitar al motel Fredericksburg Days Inn —dijo pronunciando deliberadamente con acento campesino, para hacer sonreír a su compañero. Se pasó toda la tarde eliminando las eses y alargando las vocales, a veces por diversión y otras, según le parecía a Jude, sin darse cuenta. Era como si al aproximarse a las tierras meridionales fuera también alejándose de la persona que había sido lejos de allí. Recuperaba inconscientemente la voz y las actitudes de antes, de la escuálida muchachita de Georgia que pensaba que era divertido ir a bañarse desnuda con los chicos.
—He conocido a personas que dejan las habitaciones de los hoteles en «piores» condiciones —dijo «piores» en vez de «peores». También parecía que el viejo acento de Jude, que se había ido desvaneciendo con el paso de los años, empezaba a resurgir. Si no tenía cuidado, antes de llegar a Carolina del Sur estaría hablando como un figurante de algún programa folk de televisión. Era difícil regresar al lugar donde uno había crecido sin recuperar las características de la persona que se había sido allí—. Una vez, mi bajista, Dizzy, cagó en un cajón de tocador porque yo tardaba demasiado en salir del baño.
Georgia se rió, pero Jude notó que su alegría no era plena y lo miraba con cierta preocupación, preguntándose, tal vez, qué estaba pensando. Dizzy había muerto. Sida. Jerome, que tocaba la guitarra rítmica y los teclados, y bastante bien todos los demás instrumentos, también estaba muerto. Su coche se salió de la carretera, a ciento cuarenta kilómetros por hora. El Porsche en que viajaba dio seis vueltas de campana antes de estallar en llamas. Sólo un puñado de personas sabía que no había sido un accidente por conducir borracho, sino un suicidio. Se mató estando perfectamente sobrio.
No mucho después de la desaparición de Jerome, Kenny dijo que había llegado el momento de dar todo por terminado, quería pasar algún tiempo con sus hijos. Kenny estaba cansado de las perforaciones en las tetillas y los pantalones negros de cuero, de la pirotecnia y las habitaciones de hoteles. De todas maneras, ya hacía bastante tiempo que se limitaba a representar su papel. Aquello fue el final de la banda. Jude siguió actuando como solista a partir de entonces.
Y tal vez ya ni siquiera era un cantante solista. Allí estaban las grabaciones de prueba hechas en el estudio de su casa, casi treinta canciones nuevas. Pero era una colección privada. No se había molestado en tocarlas ante nadie. Esa música era simplemente más de lo mismo. ¿Qué había dicho Kurt Cobain? Estrofa, coro, estrofa. Una y otra vez. A Jude ya no le importaba. El sida se había llevado a Dizzy, la carretera y la depresión habían devorado a Jerome. A Jude ya no le importaba que no hubiera más música en su vida.
Tal y como habían ocurrido las cosas, nada tenía demasiado sentido para él. Jude siempre había sido la estrella del grupo. La banda se llamaba El Martillo de Jude. Era él quien se suponía que debía morir trágicamente joven. Jerome y Dizzy deberían haber seguido vivos para poder contar, años después, historias no aptas para menores sobre él en algún documental de televisión por cable, ambos parcialmente calvos, gordos, con las uñas cuidadas, en paz con su fortuna y su pasado escandaloso y rebelde. Pero lo cierto es que Jude nunca fue demasiado respetuoso con los guiones.
Se comieron los bocadillos que habían comprado en la misma estación de servicio de Delaware en la que habían adquirido la comida para los perros. Tenían el sabor del plástico en el que estaban envueltos.
El grupo My Chemical Romance estaba tocando en el programa de Conan. Tenían aretes en los labios y las cejas, y el pelo levantado en penachos supuestamente rebeldes, pero debajo del blanco maquillaje y la negra pintura de labios no eran más que un grupo de niños regordetes que probablemente habrían estado en la banda del instituto muy pocos años antes. Saltaban de un lado a otro tropezando entre sí, como si el escenario fuera una placa electrificada. Jugaban de manera desenfrenada. A Jude le gustaban. Se preguntaba cuál de ellos moriría primero.
Después, Georgia apagó la luz que había junto a la cama y permanecieron acostados uno al lado del otro en la oscuridad, con los perros hechos unos ovillos en el suelo.
—Me parece que no me libré de él al quemar su traje —dijo ella, ahora sin el menor acento campesino.
—Era una buena idea, sin embargo.
—No, no lo era. Él me manipuló para que lo hiciera, ¿no?
Jude no respondió.
—¿Qué haremos si no podemos descubrir la manera de obligarle a marcharse? —preguntó.
—Acostúmbrate al olor de la comida para perros.
Ella se rió con tantas ganas que sintió cosquillas en la garganta. Tuvo un acceso de tos.
—¿Qué vamos a hacer cuando lleguemos a nuestro destino? ¿Has pensado algo?
—Vamos a hablar con la mujer que me mandó el traje. Averiguaremos si ella sabe cómo librarse de su padrastro.
Los automóviles zumbaban por la Interestatal 95. Los grillos cantaban.
—¿Vas a hacerle daño?
—No lo sé. Tal vez. ¿Cómo está tu mano?
—Mejor —dijo—. ¿Cómo está la tuya?
—Mejor.
Mentía, y estaba seguro de que ella tampoco decía la verdad. Había ido al baño a cambiarse el vendaje de la mano nada más entrar en la habitación. Jude entró después, para cambiar el suyo, y había encontrado las vendas usadas en la basura. Sacó las tiras de gasa de la papelera para inspeccionarlas. Apestaban por la infección y la pomada antiséptica, y estaban manchadas de sangre seca. Estaban cubiertas por una costra amarilla que sin duda debía ser pus.
En cuanto a su propia mano, el agujero que se había hecho seguramente necesitaba algunos puntos. Antes de abandonar la casa aquella mañana, había sacado un maletín de primeros auxilios de un armario alto, en la cocina, y había usado unas tiritas para cerrar la herida. Luego la había envuelto con vendas blancas. Pero el agujero seguía sangrando. Cuando se quitó las vendas, la sangre comenzaba a empaparlas por completo. El hueco sangrante de la mano izquierda resaltaba entre las tiritas, como un ojo colorado y líquido. Impresionaba verlo.
—La muchacha que se mató —comenzó Georgia—. La chica que tiene que ver con todo esto…
—Anna McDermott —esta vez dijo su verdadero nombre.
—Anna —repitió Georgia—. ¿Sabes por qué se suicidó? ¿Lo hizo porque le dijiste que se largara?
—Su hermana, obviamente, cree que sí. Y su padrastro también, supongo, ya que nos está persiguiendo.
—El fantasma… puede lograr que las personas hagan ciertas cosas. Como inducirme a que quemara el traje. Como hacer que Danny se ahorcara.
Jude le había hablado de Danny en el automóvil. Georgia había vuelto la cara hacia la ventanilla, y la había oído llorar en silencio durante un rato, haciendo breves ruidos entrecortados que después se convirtieron durante horas en la respiración lenta y regular del sueño. Aquélla había sido la primera vez que alguno de los dos mencionaba a Danny desde que había tenido lugar la tragedia.
Jude le explicó:
—El muerto, el padrastro de Anna, aprendió hipnotismo torturando a prisioneros cuando estaba en el ejército, y siguió practicándolo después. Le gustaba que le consideraran un mentalista. Siempre usaba esa cadena, con la navaja de plata en un extremo, para inducir al trance; pero ahora está muerto, y aunque la lleva ya no la necesita. Hay algo en la manera en que dice las cosas que te obliga a hacer lo que él manda. De repente, estás sentado viendo cómo te maneja, cómo te lleva de aquí para allá. Uno ni siquiera siente nada. El cuerpo es materia ajena, y es él, y no uno mismo, quien manipula tu voluntad a su antojo. —«El traje del muerto», pensó Jude, y se le erizaron los pelos de los brazos—. No sé mucho de él. A Anna no le gustaba hablar de su padrastro. Pero sé que ella trabajó durante un tiempo como adivina, leyendo la palma de la mano, y me dijo que había sido el viejo quien la había enseñado a hacerlo. El tipo se interesaba por los aspectos menos conocidos de la mente humana. Por ejemplo, los fines de semana trabajaba como zahori.
—Un zahori es alguien que encuentra agua agitando ramas en el aire, ¿no? Mi abuela contrató a un viejo campesino con la boca llena de dientes de oro para que encontrara un pozo de agua fresca cuando el suyo se secó. Usaba una rama de nogal.
—El padrastro de Anna, Craddock, no utilizaba un palo. Sólo usaba esa hermosa navaja que llevaba colgada de una cadena. Los péndulos normales también le servían, supongo. De todos modos, la bruja loca que me mandó el traje, Jessica McDermott Price, quería que yo supiera que su padrastro había dicho que se vengaría de mí cuando estuviera muerto. De modo que imagino que el viejo tenía algunas ideas sobre cómo regresar después de muerto. En otras palabras, no es un fantasma por casualidad, contra su voluntad, si eso tiene algún sentido. Está donde está y como está deliberadamente.
Un perro aulló en algún lugar distante. Bon levantó la cabeza, miró pensativamente hacia la puerta y luego bajó el hocico para apoyarlo en las patas delanteras.
—¿Era bonita? —quiso saber Georgia.
—¿Anna? Sí, claro. ¿Quieres saber si era buena en la cama?
—Sólo estoy preguntando cómo era. No tienes que portarte como un hijo de puta.
—Bien, entonces no hagas preguntas cuyas respuestas realmente no quieres conocer. Debes haber observado que yo nunca te pregunto sobre tus aventuras pasadas.
—Aventuras pasadas. Maldición. ¿Eso es lo que piensas de mí? ¿Soy la aventura actual que pronto será la aventura pasada?
—Santo cielo. No empecemos.
—No pregunto por curiosidad. Estoy tratando de resolver este asunto.
—¿Cómo puede ayudarte a resolver nuestro problema con el fantasma saber si era bonita?
Estiró la sábana hasta taparse la barbilla y lo miró en la oscuridad.
—Así que ella era Florida y yo soy Georgia. ¿Cuántos otros estados ha visitado tu polla?
—No podría decirlo. No tengo ningún mapa con alfileres que indique los lugares recorridos. ¿Realmente quieres que haga un cálculo aproximado? Y ya que estamos metidos en el asunto, ¿por qué limitarnos a los estados? He hecho trece giras mundiales, y siempre he llevado mi polla conmigo.
—Maldito y jodido estúpido.
Sonrió detrás de su barba.
—Sé que eso probablemente es terrible para una virgen como tú. Debo repetirte la revelación asombrosa que te he hecho hace poco: yo tengo un pasado. Cincuenta y cuatro años de pasado.
—¿La amabas?
—No puedes dejar el tema en paz, ¿verdad?
—Esto es importante, maldición.
—¿Por qué es importante?
No respondió.
Jude se sentó, apoyado en la cabecera de la cama.
—La amé durante unas tres semanas.
—¿Ella te amaba?
Él asintió con la cabeza.
—¿Te escribió cartas, después de que la devolvieras a su casa?
—Sí.
—¿Cartas furiosas?
—No respondió de inmediato. Pasó unos instantes ponderando la respuesta. —¿Por lo menos leíste las malditas cartas, cerdo insensible?
En ese momento apareció otra vez en su voz un inconfundible acento rural y sureño. Estaba furiosa, y se había olvidado de sí misma por un momento. O tal vez no se trataba de que se hubiera olvidado de sí misma, pensó Jude, sino todo lo contrario.
—Sí, las leí en su momento —respondió—. Y las estaba buscando por todas partes cuando toda esta mierda estalló en nuestras manos, allí en Nueva York.
Lamentaba que Danny no las hubiera encontrado. Había querido a Anna. Había vivido con ella, había hablado con ella todos los días, pero en ese momento se daba cuenta de que casi no sabía nada sobre la desdichada muchacha. Sabía tan poco sobre su vida antes de conocerla… y después.
—Te mereces cualquier cosa que te suceda —dijo la chica, que se apartó dándose la vuelta—. Los dos nos lo merecemos.
—No eran cartas furiosas —continuó él—. A veces eran emotivas. Y a veces asustaban por lo contrario, porque había muy poca emoción en ellas. En la última, recuerdo que decía que había cosas de las que quería hablar, asuntos que estaba cansada de mantener en secreto. Decía que no aguantaba estar tan cansada todo el tiempo. Eso debió haberme servido de señal de alarma en ese mismo momento. Pero ya había dicho cosas parecidas otras veces y nunca…, en fin. Estoy tratando de decirte que Anna no se encontraba bien. No era feliz.
—¿Pero crees que ella todavía te amaba? ¿Incluso después de que le dieras una patada en el culo?
—Yo no… —empezó a responder, pero luego dejó escapar un breve suspiro nervioso. No mordería el anzuelo, no se disculparía—. Supongo que sí. No estoy seguro, pero probablemente seguía queriéndome.
Georgia guardó silencio durante un buen rato, de espaldas a él. Jude también permaneció callado, observando la curva de su hombro. Luego la chica habló de nuevo:
—Me siento mal, por ella. Sabes bien que no es precisamente una diversión.
—¿El qué?
—Estar enamorada de ti. He convivido con muchos malos tipos que me hicieron sentirme fatal conmigo misma, Jude, pero tú eres algo especial. Yo sabía que ninguno de ellos se preocupaba realmente por mí, pero tú si te preocupas, y sin embargo haces que me sienta como tu putita de mierda. —Hablaba con extrema sinceridad, calmada, sin mirarlo.
Las palabras de la mujer hicieron que su respiración se sobresaltara un poco, y por un instante quiso decirle que lo sentía, pero se abstuvo de pronunciar tales palabras. No tenía la costumbre de pedir disculpas, y odiaba las explicaciones. Georgia esperó a que él respondiera, y al ver que no lo hacía, estiró la manta y se cubrió el hombro.
Jude se deslizó hasta quedar apoyado en la almohada, y puso las manos detrás de su cabeza.
—Mañana pasaremos por Georgia —dijo la joven, todavía sin volverse hacia él—. Quiero que nos detengamos para ver a mi abuela.
—Tu abuela —repitió Jude, como si no estuviera seguro de haberla oído correctamente.
—Bammy es la persona que más quiero en el mundo. Una vez hizo trescientos puntos jugando a los bolos. —Georgia había dicho esto como si las dos cosas estuvieran naturalmente relacionadas. Tal vez existiera alguna relación.
—¿Te haces cargo del problema en que estamos metidos?
—Aja. Soy vagamente consciente de ello.
—¿Crees que es una buena idea empezar a realizar paradas? ¿Consideras sensato perder tiempo?
—Quiero verla.
—¿Qué tal si lo hacemos a la vuelta? Las dos podréis hablar de los viejos tiempos con toda tranquilidad. Qué coño, las dos podréis ir a jugar un par de partidas de bolos.
Georgia tardó un poco en responder:
—Presiento que debo verla ahora. Lo he pensado mucho. No estoy muy segura de que podamos hacer el viaje de regreso. ¿No crees?
El cantante se acarició la barba y se entretuvo observando sus formas dibujadas bajo la sábana. No le gustaba la idea de entretenerse por ninguna razón, pero sintió la necesidad de concederle algo, conseguir que al menos lo odiara un poco menos. Además, si Georgia tenía cosas que quería decirle a alguien que la amaba, era lógico que lo hiciera cuanto antes. Posponer una tarea importante ya no parecía ser demasiado prudente. Reconocía que ambos tenían un futuro incierto.
—¿Siempre tiene esa famosa limonada en el frigorífico?
—Recién hecha.
—Está bien —aceptó Jude—. Nos detendremos. Pero no por mucho tiempo, ¿de acuerdo? Podemos llegar a Florida mañana a esta misma hora si no nos retrasamos en exceso.
Uno de los animales suspiró. Georgia había abierto una ventana, la que daba al patio central del motel, para que se fuese el olor de comida para perros. Jude percibía olor a herrumbre de la valla metálica, y también un leve olor a cloro, aunque no había agua en la piscina.
—Además, yo tenía un tablero de ouija. Cuando lleguemos a casa de mi abuela, quiero buscarlo —dijo Georgia.
—Ya te he dicho que no necesito hablar con Craddock. Ya sé lo que quiere.
—No —replicó Georgia, con voz seca e impaciente—. No quiero decir que vayamos a hablar con él.
—Entonces, ¿qué quieres decir?
—Necesitamos el tablero para hablar con Anna —explicó Georgia—. Me has dicho que ella te amaba. Tal vez pueda decirnos cómo salir de esta pesadilla. Quizá ella sea capaz de conseguir que su padrastro se vaya.