Capítulo 19

A tres pasos de la puerta se detuvo y vaciló un momento, para orientarse. Las persianas estaban bajadas. No había luz por ningún lado. No podía ver por dónde caminaba en medio de aquella profunda oscuridad, y tuvo que avanzar más despacio, arrastrando los pies, con las manos hacia delante, tratando de palpar los objetos que pudieran interponerse en su camino. La puerta no estaba lejos. Tras ella se encontraba la salvación.

Pero mientras avanzaba sintió una opresión en el pecho, similar a un ataque de ansiedad. Le costaba respirar un poco más de lo que hubiera deseado. Presentía en todo instante que, en la oscuridad, sus manos acabarían apoyándose sobre la cara fría y muerta de Craddock. Tuvo que luchar para no ser presa del pánico por esa simple idea. Golpeó con el codo una lámpara de pie, que cayó. El corazón le dio un vuelco. Siguió moviendo los pies hacia delante, con vacilantes pasos de bebé, pero no tenía la sensación de estar acercándose de ninguna manera al lugar que pretendía.

Un ojo rojo, como el de un gato, se abrió lentamente en la oscuridad. Los altavoces que flanqueaban el mueble del equipo de música dejaban oír un ritmo sordo de bajo, y un extraño murmullo, profundo y hueco. La opresión envolvió el corazón de Jude. Era víctima de una tensión enfermiza. «Sigue respirando —se dijo a sí mismo—. Sigue avanzando. Tratará de impedirte salir de aquí». Los perros ladraban y ladraban, con gruñidos ásperos, tensos, ya no demasiado lejos.

El equipo de música estaba encendido, y lo que sonaba debía ser la radio, pero no había radio. No había ningún sonido. Los dedos de Jude pasaron por la pared, por el marco de la puerta, y luego cogió el pestillo con su lesionada mano izquierda. Una imaginaria aguja de coser se movía lentamente en la herida, produciendo un intermitente y frío destello de dolor.

Jude hizo girar el pomo y abrió la puerta. La luz penetró en la oscuridad. Miró hacia el rayo luminoso que partía de los reflectores de la parte delantera de la camioneta del muerto.

—Crees que eres algo especial porque aprendiste a tocar una maldita guitarra.

Ahora el que hablaba era el padre de Jude, desde el extremo más lejano de la oficina. La voz salía del equipo de música y era fuerte y hueca.

Un momento después, prestó atención a los otros sonidos que salían de los altavoces: respiración fuerte, zapatos que se arrastraban, el ruido sordo de alguien que golpea una mesa. Todos sugerían una lucha silenciosa, desesperada, de dos hombres, uno contra otro. Era una radionovela, una obra que Jude conocía bien. Él había sido uno de los actores en la emisión original.

Se detuvo, con la puerta ya entreabierta, incapaz de lanzarse hacia la noche, clavado en el sitio por los sonidos procedentes del equipo de música de la oficina.

—¿Crees que por saber tocar eres mejor que yo?

Martin Cowzynski usaba un tono divertido y de odio al mismo tiempo.

—Ven aquí.

Luego sonó la voz del propio Jude. No, no era la voz de Jude. No era Jude, por tanto. Era la voz de Justin, una voz en una octava ligeramente más alta, una voz que a veces se quebraba y carecía de la resonancia que tuvo luego, con el desarrollo adulto del aparato respiratorio.

—¡Mamá! ¡Mamá, socorro!

La madre no dijo nada, ni una palabra, pero Jude recordó lo que ella había hecho. Se levantó de la mesa de la cocina, se dirigió a la habitación donde hacía su costura y cerró la puerta suavemente tras de sí, sin atreverse a mirar a ninguno de ellos. Jude y su madre nunca se habían ayudado uno a otro. Cuando más se necesitaron, no se atrevieron. Nunca.

—He dicho que te vayas, demonios.

Tras la orden repetida de Martin, ruido de alguien que cae contra una silla. Ruido de la silla que golpea contra el suelo. Cuando Justin volvió a gritar, su voz temblaba, alarmada:

—¡Mi mano no! ¡No! ¡Papá, mi mano no!

Y enseguida la réplica terrible del padre:

—Te voy a enseñar.

Se oyó un gran ruido, parecido a una explosión, o al de una gigantesca puerta que se cierra de golpe, y Justin (el niño de la radio) gritó y gritó otra vez, y esos sonidos torturadores hicieron que Jude se lanzara hacia fuera, al aire de la noche.

Tropezó con un escalón, se trastabilló, cayó de rodillas en el barro congelado de la entrada. Se levantó, pisó otros dos escalones, siempre corriendo, y tropezó otra vez. Al final cayó boca abajo delante de la furgoneta del muerto. Observó el parachoques delantero, la brutal estructura metálica de protección donde también estaban los reflectores.

La parte frontal de una casa, de un automóvil o de un camión puede a veces parecer una cara, y eso era lo que ocurría con el Chevy de Craddock. Los reflectores eran los brillantes, ciegos y fijos ojos de un trastornado. La barra de cromo del parachoques era una depravada boca plateada. Jude esperó que se lanzara a por él, con las ruedas girando a toda velocidad sobre la grava. Pero no se movió.

Bon y Angus saltaron contra las paredes de tela metálica de su caseta, ladrando sin cesar, emitiendo profundos y guturales sonidos de terror y rabia. El suyo era el eterno, primitivo lenguaje de los perros. «Mira mis dientes —venían a decir—, aléjate o los probarás, no te acerques, soy peor que tú». Por un instante pensó que estaban ladrando a la furgoneta, pero Angus miraba más allá. Jude se dio la vuelta para ver a qué le ladraba. El muerto estaba en la puerta de la oficina de Danny. El fantasma de Craddock levantó su sombrero de fieltro negro y se lo colocó cuidadosamente sobre la cabeza.

—Hijo. Ven aquí, hijo.

Pero Jude trataba de no escuchar las palabras del muerto, y se concentraba atentamente en los ruidos que hacían los perros. Dado que sus ladridos habían sido los primeros en romper el hechizo que lo había dominado en el estudio, le parecía que lo más importante del mundo era llegar junto a ellos, aunque no podría haber explicado a nadie, ni siquiera a sí mismo, por qué era tan importante. Lo cierto es que cuando escuchó los ladridos de los animales recuperó la voz.

Jude se levantó de la grava, corrió, cayó de nuevo, se levantó, corrió otra vez, tropezó en el borde del sendero de la entrada, volvió a caer sobre sus rodillas. Gateó por el césped. No tenía suficiente fuerza en las piernas para incorporarse otra vez. El aire frío mordió la herida de la mano.

Miró hacia atrás. Craddock lo seguía. La cadena de oro colgaba de su mano derecha. La navaja comenzó a balancearse en el extremo. Era un filo de plata, una franja brillante que atravesaba la noche. El reflejo y el brillo fascinaron a Jude. Sintió que su mirada se quedaba fija en ellos, sintió que todo pensamiento le abandonaba, y un instante después se arrastró hacia la cerca de tela metálica y chocó, cayendo sobre un costado. Rodó para poder apoyarse en la espalda.

Quedó recostado contra la puerta batiente que mantenía la caseta cerrada. Angus golpeaba desde el otro lado, con los ojos dirigidos hacia arriba. Bon permanecía rígida detrás de él, ladrando con una insistencia firme y aguda. El muerto se acercaba.

—Vamos a caminar, Jude. Vamos a dar un paseo por el camino de la noche.

Jude sintió que vacilaba, que se rendía otra vez a la voz fantasmal, que caía de nuevo bajo el poder de la visión de la hoja de plata que cortaba la oscuridad de un lado a otro.

Angus golpeó la rejilla metálica con tanta fuerza que rebotó y se cayó de lado. El impacto sacó a Jude de su trance.

Angus quería salir. Ya estaba otra vez sobre las cuatro patas ladrándole al muerto, golpeando con las patas delanteras la barrera de tela metálica.

Entonces Jude tuvo una idea salvaje, sólo pensada a medias. Recordó algo que había leído el día anterior por la mañana, en uno de sus libros sobre ocultismo. Trataba de animales poseídos. Algo acerca de cómo podían comunicarse directamente con los muertos.

El fantasma estaba a los pies de Jude. La cara demacrada y blanca de Craddock era rígida, congelada en una expresión de desprecio. Los garabatos negros bailaban delante de las cuencas de los ojos.

—Escucha, ahora. Escucha el sonido de mi voz.

—Ya he escuchado bastante —dijo Jude.

Estiró la mano hacia arriba y encontró tras de sí el cerrojo de la caseta. Lo descorrió.

Un instante después, Angus saltó contra la puerta. Se abrió con un fuerte ruido, y el perro se lanzó hacia el muerto emitiendo un sonido que Jude nunca había escuchado antes al animal, un gruñido entrecortado y áspero que salía del profundo barril que era su pecho. Bon pasó a toda velocidad un momento después, con la lengua colgando y los negros labios retraídos para mostrar los dientes.

El muerto dio un paso atrás tambaleándose, con ademán de confusión en el rostro. En los segundos que siguieron, a Jude le resultó difícil entender lo que en realidad estaba viendo. Angus saltó hacia el viejo, y en ese momento pareció que no era un perro, sino dos. El primero era el delgado y fuerte pastor alemán que siempre había sido. Sin embargo, unida a ese pastor alemán había una oscuridad negra como el azabache, con la forma de un perro plano y sin rasgos característicos, pero de alguna manera sólida. Una sombra viviente.

El cuerpo material de Angus se sobreponía a la sombra con forma canina, pero no perfectamente. El perro de sombra sobresalía por los bordes, especialmente en la zona del hocico y la boca abierta. Este segundo y oscuro Angus atacó al muerto una fracción de segundo antes que el Angus real, saltando sobre su lado izquierdo, lejos de la mano que sostenía la cadena de oro y la hoja de plata que se balanceaba. El muerto lazó un grito, un chillido ahogado, furioso, y giró sobre sí, asombrado. Retrocedió. Empujó a Angus para alejarlo de sí, le golpeó en el hocico con un codo. Pero no, no estaba empujando a Angus, sino al otro, al perro negro que se movía y se inclinaba como la sombra proyectada por la llama de una vela.

Bon se lanzó hacia el otro lado de Craddock. Ella era también dos perros, tenía también su propio gemelo de sombra moviéndose a su lado. Cuando saltó, el viejo la golpeó con la cadena de oro. La hoja de plata en forma de media luna gimió en el aire. Atravesó la pata delantera derecha de Bon, por encima del hombro, sin dejar marca. Pero luego se hundió en el perro negro que había junto a ella, y le enganchó la pata. La Bon de sombra quedó atrapada y, por un momento, dio fuertes tirones que la deformaban hasta convertirla en algo que no era exactamente un perro, no era exactamente… nada. La hoja se desprendió para volver a la mano del muerto. Bon lanzó un aullido, un grito horroroso y agudo de dolor. Jude no supo qué versión de la perra aullaba, si el pastor alemán o la sombra.

Angus se lanzó contra el muerto otra vez, con las mandíbulas abiertas, derecho a la garganta, a la cara. Craddock no pudo girar con la suficiente rapidez como para alcanzarlo con el cuchillo que se balanceaba. El Angus de sombra le puso las patas delanteras sobre el pecho y empujó. El muerto tropezó y cayó sobre el sendero de la entrada. Cuando el perro negro arremetió, se estiró, adelantándose casi un metro más allá del pastor alemán al que estaba unido, alargándose y afinándose como una sombra al final del día. Sus colmillos negros se cerraron de golpe a pocos centímetros de la cara del muerto. El sombrero de Craddock voló. Angus —los dos, el pastor alemán y el perro del color de la medianoche unido a él— se subió encima y lo arañó con sus patas.

El tiempo dio un salto.

El muerto estaba sobre sus pies otra vez, apoyado de cualquier manera en la camioneta. Angus había saltado a través del tiempo con él; se agachaba y atacaba. Oscuros dientes destrozaban la pernera de los pantalones del espectro. Una sombra líquida caía de los arañazos de la cara del muerto. Cuando las gotas chocaban contra el suelo, crepitaban y echaban humo como si fuera aceite al caer sobre una sartén caliente. Craddock lanzó una patada, dio en el blanco y Angus rodó, para volver a erguirse de inmediato.

El animal se agachó, con un profundo gruñido hirviendo en su interior y la mirada fija en Craddock y en la cadena de oro con la hoja en forma de media luna en un extremo que el fantasma hacía oscilar con fiera tenacidad. Esperaba la oportunidad de atacar. Los músculos del lomo del enorme perro estaban tensos bajo el brillante pelaje corto, listos para el salto. El animal negro unido a Angus se lanzó primero, apenas una fracción de segundo antes, con la boca muy abierta y los dientes tratando de morder la entrepierna del muerto, buscando sus testículos. Craddock chilló.

Lo esquivó.

El aire tembló con el ruido de una puerta al cerrarse de golpe. El viejo estaba dentro de su Chevy. Su sombrero había quedado en el camino de tierra, aplastado.

Angus golpeó el lateral de la camioneta y ésta se meció sobre la suspensión. Luego, Bon arremetió contra el otro lado del vehículo, arañando el acero desesperadamente con las patas. Su respiración cubría de vaho la ventana, la baba mojaba el cristal, como si se tratara de una furgoneta auténtica. Jude no sabía cómo había llegado al otro lado. Un momento antes estaba junto a él, agazapada, preparada para el ataque.

Bon resbaló, dio la vuelta, trazando un círculo completo, y se lanzó otra vez sobre la furgoneta. Al otro lado del vehículo, Angus atacó al mismo tiempo. Un instante después, sin embargo, el Chevy desapareció, y los dos perros chocaron entre sí. Sus cabezas se golpearon audiblemente, y cayeron al suelo, sobre el barro congelado en el que había estado la furgoneta hasta apenas un segundo antes.

Pero no se había ido. No del todo. Los reflectores seguían allí, dos círculos de luz flotando en el aire. Los perros volvieron a saltar, arremetiendo contra aquellas luces. Cuando vieron que atacaban algo inmaterial, se pusieron a ladrar furiosamente contra ellas. Bon tenía el lomo arqueado, el pelo erizado, y se apartó de las luces flotantes e incorpóreas al tiempo que ladraba. Angus ya no tenía apenas garganta para ladrar, y cada aullido sonaba más ronco que el anterior. El cantante advirtió que los gemelos de sombra de sus perros habían desaparecido junto con la camioneta, o habían regresado al interior de los cuerpos reales, donde tal vez habían estado siempre escondidos. El hombre supuso —la idea le pareció sumamente razonable— que aquellos canes negros unidos a Bon y a Angus eran sus almas.

Los círculos redondos de los reflectores comenzaban a desvanecerse, se iban volviendo fríos y azules, como recogiéndose sobre sí mismos. Luego se apagaron sin dejar nada, salvo pálidos reflejos en las retinas de Jude, una suerte de discos tenues, con el color de la luna, que flotaron delante de él por unos momentos antes de desaparecer.