Capítulo 14

Se dirigió al cobertizo, en busca de los perros.

Jude agradeció el estimulante efecto del aire frío sobre su rostro. Cada aspiración resultaba reconfortante para sus pulmones y su ánimo. Era una sensación real. Desde que había visto al muerto aquella mañana, se sentía cada vez más asaltado por ideas no naturales, propias de un mal sueño, que se colaban en la vida cotidiana, con la que nada tenían que ver. Necesitaba algunas realidades palpables, bien concretas, para aferrarse a ellas. Serían vendajes con los que detener la hemorragia espiritual que padecía.

Los perros miraron apesadumbrados a su amo cuando descorría el cerrojo de la caseta. Se metió antes de que pudieran salir y se agachó, dejándolos trepar sobre él, olerle la cara. Los perros. Ellos también eran reales. Devolvió la mirada a sus ojos de color chocolate y sus caras largas y preocupadas.

—Si hubiera algún ser maligno conmigo, vosotros lo veríais, ¿no? —les preguntó—. Si hubiera garabatos sobre mis ojos, me avisaríais, ¿no?

Angus le lamió la cara una vez, dos veces. Jude le besó el húmedo hocico. Acarició el lomo de Bon mientras ella le olfateaba, ansiosa, la entrepierna.

Salió. No estaba preparado para volver a la casa, así que se dirigió al interior del cobertizo. Se acercó al coche y se miró en el espejo retrovisor de la puerta del conductor. No había garabatos negros. Sus ojos tenían el aspecto de siempre, su color gris pálido bajo cejas negras, tupidas e intensas que le dibujaba el gesto intenso y serio de quien siempre parecía dispuesto a matar a alguien.

Jude había comprado el coche, en muy mal estado, a un ayudante de la banda. Era un Mustang del 65, el GT Fastback. Estuvo de gira, casi sin descanso, durante diez meses. Había partido casi en el mismo momento en que su esposa lo dejó, y cuando regresó se encontró con una casa vacía y nada que hacer. Pasó todo el mes de julio y la mayor parte de agosto metido en el cobertizo, desarmando el Mustang, sacando las piezas que estaban oxidadas, gastadas, rotas, abolladas, corroídas, endurecidas por los aceites y los ácidos, y reemplazándolas. Procuró respetar el motor, manivelas y cabezales originales, transmisión, embrague, suspensión, asientos blancos de cuero. Todo original menos los altavoces y el equipo de música. Instaló una antena de radio XM en el techo, y también un sistema de sonido digital de última generación. Se empapó en aceite, se golpeó los nudillos y se hirió con la transmisión. Era un trabajo duro, justamente lo que necesitaba en ese momento.

Por aquel entonces, Anna ya había comenzado a vivir con él. Aunque nunca la llamó por ese nombre. Siempre había sido Florida, pero por alguna razón que no se explicaba desde que se enteró de su suicidio comenzó a pensar en ella como Anna. Quizá creía que no debía ponerle apodos a los muertos.

Ella se sentaba en el asiento trasero, junto a los perros, con las botas saliendo por el hueco de una ventanilla aún no instalada, mientras él trabajaba. La joven entonaba todo el rato las canciones que conocía, hablaba a Bon como a un bebé y bombardeaba a Jude con sus preguntas. Le preguntó si alguna vez iba a quedarse calvo («no sé»), porque ella lo abandonaría si lo hiciera («no te culparía»), si todavía le parecería que era sexy si se afeitaba todo el pelo («no»), si le dejaría conducir el Mustang cuando estuviera terminado («sí»), si alguna vez había participado en una pelea a puñetazos («trato de evitarlas… Es difícil tocar la guitarra con una mano fracturada»), por qué nunca hablaba de sus padres (a lo que él no dijo nada) y si creía en el destino («no», pero estaba mintiendo).

Antes de la época de Anna y el Mustang, había grabado un nuevo CD, en solitario, había viajado a veinticuatro países y se había presentado en unos cien espectáculos. Pero trabajar en el automóvil era su principal actividad desde que Shannon le había dejado. Le hacía sentirse verdaderamente útil, realizando un trabajo que valía la pena, en el sentido más auténtico. Las razones por las que la reconstrucción de un coche de museo debía ser considerada un trabajo honesto y no el pasatiempo de un hombre rico, mientras que grabar discos y presentarse en galas le parecía el pasatiempo de un hombre frívolo en lugar de un trabajo eran un misterio, algo que no podía explicar.

De nuevo se le pasó por la mente la idea de que debía irse. Ver alejarse la granja en el espejo retrovisor y seguir, seguir sin importar adonde.

El impulso era tan fuerte, tan acuciante —«sube al automóvil y sal de este lugar»—, que le hacía apretar los dientes. No le gustaba tener que escapar. Lanzarse al automóvil y salir a toda velocidad no era resultado de una libre elección, sino consecuencia directa del pánico. Luego le asaltó otra idea, desconcertante e infundada, aunque curiosamente convincente: la impresión de que lo estaban manipulando, de que el muerto quería que él saliera corriendo; que estaba tratando de forzarlo a huir… ¿De qué? Jude no podía imaginarlo. Fuera, los perros ladraron a coro a un pequeño y destartalado remolque que pasaba por allí.

De todas maneras, no pensaba ir a ninguna parte sin hablar antes con Georgia. Y si finalmente decidiera largarse, probablemente querría vestirse antes. Un instante después se encontró en el Mustang, al volante. Era un lugar idóneo para pensar. Siempre reflexionaba mejor dentro del coche, con la radio encendida.

Se sentó con la ventana a medio abrir, en el oscuro garaje de suelo de tierra, y le pareció que había un fantasma cerca, pero el de Anna, no el espíritu enfadado de su padrastro. Estaba muy cerca, en el asiento trasero. Allí habían hecho el amor, por supuesto. Él había entrado en la casa a buscar cerveza y al regresar ella lo estaba esperando en la parte trasera del Mustang. Sólo tenía puestas las botas, nada más. Dejó caer las cervezas abiertas, que desparramaron la espuma en el suelo arenoso. En aquel momento, nada en el mundo parecía más importante que su carne firme, de veintiséis años, su sudor de veintiséis años, su risa, sus dientes de veintiséis años dulcemente clavados en el cuello de Jude.

Estaba sentado en la fría sombra, reclinado contra el cuero blanco, sintiendo por primera vez en todo el día su agotamiento. Notaba los brazos pesados, y los pies descalzos estaban medio entumecidos de frío. Las llaves estaban puestas, de modo que las hizo girar para conectar el sistema eléctrico y encender la calefacción.

Jude no estaba muy seguro de por qué se había metido en el coche, pero, dado que ya estaba sentado allí, era difícil imaginarse otro lugar mejor. Desde una distancia que parecía enorme, le llegaron los ladridos de los perros, que volvían a hacerse oír, estridentes y alarmados. Pensó que podía ahogarlos encendiendo la radio.

John Lennon cantaba I am the walrus. El aire acondicionado soltaba su sordo rumor sobre las piernas desnudas de Jude. Se estremeció por un momento, luego se relajó y dejó descansar la cabeza en el respaldo del asiento. El bajo de Paul McCartney se perdía tras el murmullo del motor del Mustang, lo cual era inquietante, ya que él no había encendido el motor, sólo la batería. A los Beatles siguió un desfile de anuncios publicitarios. Lew, en Imperial Autos, decía: «No encontrará ofertas como las nuestras en ninguno de los tres estados del área. Conquistamos a nuestros clientes con propuestas que nuestros competidores no pueden igualar».

En su estado de dulce sopor no percibió un cambio en el tono del discurso publicitario. «Los muertos arrastran abajo a los vivos. Entre, póngase al volante y lleve el coche a dar vueltas por el camino de la noche. Iremos juntos. Cantaremos juntos. No querrá que el viaje termine».

Los anuncios aburrieron a Jude y encontró la fuerza necesaria para cambiar de emisora. En FUM estaban poniendo una de sus canciones, precisamente su primer disco sencillo, una estruendosa imitación de AC/DC llamada Souh for sale. En la penumbra parecía que formas fantasmales, nubes amorfas de amenazadora niebla, habían empezado a girar alrededor del coche. Cerró los ojos otra vez y escuchó el sonido distante de su propia voz: «Más que la plata y más que el oro / dices que vale mi alma. / Bien, me gustaría estar en paz con Dios, / pero primero necesito dinero para cerveza».

Resopló sin hacer ruido, como si temiera molestar a alguien. No era por vender almas por lo que uno tenía problemas, sino por comprarlas. La próxima vez debería asegurarse de que había derecho a devolución. Se rió y abrió un poco los ojos. El muerto, Craddock, estaba sentado junto a él, en el asiento del acompañante. Le sonrió para mostrarle unos dientes torcidos, manchados, y una lengua negra. Olía a muerte y también a gases de tubo de escape de automóvil. Los ojos se escondían detrás de aquellos raros garabatos negros, constantemente en movimiento.

—Ni devoluciones ni cambios —dijo Jude. El muerto asintió con la cabeza, comprensivo, y Jude cerró los ojos otra vez. En algún lugar, a kilómetros de distancia, podía oír que alguien gritaba su nombre: «¡Jude! ¡Jude! Respóndeme, Ju…». Pero no quería que lo molestaran, estaba dormitando, anhelaba que lo dejaran tranquilo. Movió la palanca para echar hacia atrás el respaldo. Cruzó las manos sobre el abdomen. Respiró profundamente.

Acababa de quedarse dormido cuando Georgia le agarró del brazo y le arrancó del coche para hacerlo caer sobre el suelo. Su voz le llegaba de manera intermitente, entrando y saliendo de su oído, o de su conciencia.

—… Sal de ahí, Jude, sal de ahí, mierda… No estés muerto, no… Por favor… ojos, abre los ojos, mierda…

Abrió los ojos y se incorporó con un movimiento repentino, tosiendo furiosamente. La puerta del cobertizo estaba abierta y el sol entraba a través de ella, en rayos brillantes, cristalinos, de aspecto casi sólido. La luz llegó como un puñal a sus ojos, y se apartó de ella. Respiró hondo el frío aire, abrió la boca para decir algo, para contarle a ella que estaba bien, pero la garganta se le llenó de bilis. Se puso a cuatro patas y vomitó sobre la tierra. Georgia lo sostuvo por el brazo y se inclinó sobre él mientras le asaltaban las arcadas.

Jude estaba mareado. El suelo se inclinaba a sus pies. Cuando trató de mirar a su alrededor, el mundo giró como si fuera una imagen pintada sobre un florero que girase en un torno. La casa, el jardín, el caminito de entrada, el cielo, pasaban junto a él. Se vio envuelto en una desagradable sensación de mareo, y vomitó otra vez.

Se aferró al suelo y esperó a que el mundo dejara de moverse. Pero eso jamás ocurriría. Era algo que uno descubría cuando estaba drogado, o agotado, o febril: el mundo siempre se movía y sólo una mente sana podía detener sus giros desestabilizadores. Escupió y se limpió la boca. Los músculos de su estómago estaban doloridos, presa de calambres, como si acabara de hacer un montón de abdominales, lo cual, si se pensaba bien, no estaba lejos de la verdad. Se incorporó, se volvió para mirar el Mustang. Aún tenía el motor en marcha. No había nadie en él. No sabía qué acababa de ocurrir.

Los perros bailaron a su alrededor. Angus se le subió al regazo y empujó el hocico frío y húmedo sobre su cara. Lamió la boca amarga de Jude, que estaba demasiado débil para apartarlo. Bon, siempre tímida, le dirigió una mirada inquieta, de soslayo, luego bajó la cabeza hasta el vómito y comenzó a lamerlo discretamente.

Trató de ponerse en pie agarrándose a la muñeca de Georgia, pero no tenía fuerza en las piernas, por lo que intentó atraerla hacia él, para que se sentara sobre sus rodillas. Le asaltó una idea confusa —«los muertos arrastran hacia el abismo a los vivos»— que dio vueltas en su cabeza por un momento y luego desapareció. Georgia temblaba. El rostro de la chica estaba húmedo, apoyado en el cuello de él.

—Jude —dijo—. Jude, no sé qué está ocurriendo contigo.

Por un instante, él fue incapaz de hablar. No tenía voz. Todavía le faltaba el aire. Miró el Mustang negro, que vibraba sobre la suspensión. La potencia contenida del motor agitaba todo el chasis.

Georgia siguió hablando.

—Creí que estabas muerto. Cuando te he tocado el brazo, pensaba que no respirabas. ¿Por qué estás aquí con el coche en marcha y la puerta del cobertizo cerrada?

—No hay ninguna razón.

—¿He hecho algo? ¿He hecho algo malo?

—¿De qué estás hablando?

—No lo sé —respondió ella, poniéndose a llorar—. Debe haber alguna razón para que hayas venido aquí a matarte.

Él giró sobre sus rodillas. Descubrió que todavía estaba aferrado a una de las delgadas muñecas de la chica, y entonces cogió la otra. Su pelo negro flotaba alrededor de la cabeza, con el flequillo sobre los ojos.

—Ocurren cosas extrañas, algo va mal, pero no estaba aquí tratando de suicidarme. Me he sentado en el coche para calentarme, pero no he encendido el motor. Se ha encendido solo.

Ella se soltó de las manos de su novio.

—Basta.

—Ha sido el muerto.

—Basta. Basta.

—El fantasma que vi en el pasillo. Ha aparecido otra vez. Estaba en el coche conmigo. O ha sido él quien ha puesto en marcha el Mustang o lo he hecho yo sin ser dueño de mis actos porque él quería que lo hiciera.

—¿Te das cuenta de lo absurdo que suena todo eso que dices? ¿Eres consciente de lo disparatado que parece lo que cuentas?

—Si estoy loco, Danny también lo está. Él lo ha visto. Por eso se ha ido. No ha podido soportarlo. Ha tenido que marcharse.

Georgia le miró fijamente con ojos lúcidos, brillantes y temerosos detrás de los suaves rizos de su flequillo. Agitó la cabeza en un gesto angustiado de negación.

—Salgamos de aquí —dijo él—. Ayúdame a ponerme de pie.

Ella enganchó un brazo por debajo de la axila de Jude y empujó hacia arriba. Las rodillas del viejo cantante eran débiles resortes que parecían dislocados, incapaces de proporcionar ningún apoyo. En cuanto consiguió incorporarse sobre los talones, comenzó a inclinarse hacia delante. Estiró las manos para evitar caerse, y se aferró al capó del automóvil.

—Apágalo —pidió—. Mueve las llaves.

Georgia subió al coche tosiendo, agitando las manos para apartar la nube de gases tóxicos, y apagó el motor. Se hizo un silencio súbito, alarmante.

Bon se apretó contra las piernas de Jude buscando protección. Las rodillas de él amenazaron con doblarse de nuevo. Empujó como pudo a la perra a un lado, y le pisó adrede el rabo. El animal aulló y saltó, alejándose.

—¡Fuera! ¡Mierda! —exclamó.

—¿Por qué no la dejas tranquila? —preguntó Georgia—. Los perros te han salvado la vida.

—¿Por qué lo dices?

—¿No los has oído? Yo venía a encerrarlos. Estaban como locos.

Entonces lamentó haber hecho daño a Bon y miró a su alrededor para ver si estaba cerca y acariciarla. Pero se había escondido en el cobertizo y se movía entre las sombras, observándolo con ojos tristes y acusadores. Jude se preguntó por Angus y miró a su alrededor. El otro perro estaba en la puerta del cobertizo y le daba la espalda, con el rabo levantado. Tenía la mirada fija en el sendero de entrada.

—¿Qué será lo que ve? —preguntó Georgia. Era una pregunta absurda, por cierto. Jude no tenía la menor idea. Estaba apoyado en el automóvil, demasiado lejos de la puerta corredera del cobertizo como para ver lo que había fuera, en el jardín.

La chica metió las llaves en el bolsillo de sus vaqueros negros. Sin saber muy bien cómo, había logrado vestirse y envolverse el pulgar derecho con vendas. Pasó junto a Jude y fue hacia donde estaba Angus. Acarició el lomo del perro, observó el caminillo de entrada y luego miró otra vez a Jude.

—¿Qué ocurre? —preguntó él.

—Nada —respondió. La chica puso la mano derecha sobre su esternón e hizo una ligera mueca, como si le doliera—. ¿Necesitas ayuda?

—Puedo arreglármelas —dijo Jude y se apartó del Mustang. Notaba una negra presión detrás de los ojos, un profundo, lento y creciente pinchazo que amenazaba con convertirse en uno de los más intensos dolores de cabeza de todos los tiempos.

Se detuvo en las grandes puertas correderas del cobertizo, con Angus entre él y Georgia. Miró hacia el sendero de entrada cubierto de barro congelado, hacia los abiertos portones de su granja. El cielo se estaba aclarando. Las negras y densas formaciones de nubes de deshacían y el sol brillaba de manera irregular entre los espacios que empezaban a abrirse.

El muerto, con su sombrero de fieltro negro, le devolvió la mirada desde la carretera. Estuvo allí un momento, mientras el sol permaneció detrás de una nube, de modo que el camino quedaba en sombra. Sonrió, mostrando sus dientes manchados. Cuando el sol se acercó a los bordes de la nube, dispuesto a salir de nuevo, Craddock desapareció. Primero se esfumaron la cabeza y las manos, de modo que sólo quedó allí un traje negro, erguido y vacío. Luego el traje también desapareció. Volvió a ser visible un momento después, cuando el sol se ocultó otra vez.

Levantó su sombrero hacia Jude e hizo una inclinación, un gesto burlón, curiosamente sureño. El sol salió y se fue una y otra vez, y el muerto apareció y desapareció como si fuera una intermitente señal en código morse.

—¿Jude?

—Georgia se había dado cuenta de que él y Angus estaban allí, inmóviles, mirando hacia el camino de entrada de la misma manera. —No hay nada allí, ¿no es cierto, Jude? —Ella no veía a Craddock.

—No —respondió él—. Nada.

El muerto volvió a aparecer el tiempo suficiente para hacer un guiño. Entonces se alzó una brisa suave y, en lo alto, el sol se abrió paso definitivamente, en un punto del cielo donde las nubes se habían deshilachado para convertirse en tiras de lana sucia. La luz brilló con intensidad sobre el camino, y el hombre muerto no volvió a ser visible.