El aire le recibió con un golpe frío que le llenó los ojos de lágrimas. Cuando llegó junto al coche, las mejillas de Jude ardían, heladas, y la punta de su nariz estaba entumecida. Aunque ya era primera hora de la tarde, el músico todavía llevaba puestos su gastada bata, una camiseta y unos calzoncillos rayados. Al recrudecerse el viento, el aire congelado, crudo y lacerante le quemó la piel desnuda.
Danny no se volvió, sino que siguió mirando fijamente, sin expresión, a través del parabrisas. De cerca parecía estar todavía peor. Tiritaba. Era un temblor ligero y regular. Una gota de sudor le caía sobre la mejilla.
Jude golpeó la ventanilla con los nudillos. Danny se sobresaltó, como si se despertara de un ligero sueño, pestañeó rápidamente y buscó a tientas el botón para bajar el cristal. Seguía sin mirar a Jude directamente.
—¿Qué estás haciendo en el coche, Danny? —preguntó Jude.
—Creo que debo irme a casa.
—¿Lo has visto?
Danny insistió:
—Creo que debo írme a la casa ahora.
—¿Has visto al muerto? ¿Qué ha hecho?
—Jude era paciente. Cuando era necesario, podía comportarse como el hombre más paciente del mundo.
—Creo que estoy mal del estómago. Eso es todo.
Danny levantó la mano derecha de su regazo, para secarse la cara, y Jude vio que sostenía entre los dedos un abridor de cartas.
—No me mientas, Danny —dijo Jude—. Sólo quiero saber qué ha sido lo que has visto.
—Sus ojos eran garabatos negros. Me ha mirado. Ojalá no me hubiera mirado.
—No puede hacerte daño, Danny.
—Usted no sabe eso. Usted no lo sabe.
Jude extendió la mano a través de la ventana abierta para apretarle el hombro. Danny esquivó el contacto. Al mismo tiempo, hizo un rápido gesto hacia él, amenazándole con el abridor de cartas. No llegó ni remotamente a rozarle, pero Jude retiró la mano de todos modos.
—¡Danny! ¿Por qué haces eso?
—Sus ojos son ahora exactamente como los de él —dijo Danny, que enseguida arrancó el coche, marcha atrás.
Jude retrocedió de un salto y se apartó del vehículo antes de que pasara sobre sus pies. Danny vaciló unos instantes y pisó el freno.
—No voy a regresar —anunció, mirando el volante.
—Está bien.
—Le ayudaría si pudiera, pero no puedo. Sencillamente no puedo.
—Comprendo.
Danny retrocedió con el coche hasta la entrada. Las ruedas hacían crujir la grava. Giró noventa grados bruscamente y se fue colina abajo, hacia el camino. Jude se quedó mirando hasta que Danny pasó por los portones, giró a la izquierda y desapareció de la vista. Nunca más volvió a verlo.