Capítulo 12

Jude no sabía lo que podía hacer a continuación, de modo que preparó té, por mantenerse ocupado. Los gestos simples y automáticos de llenar la tetera, poner una cucharada de hierbas en el colador y buscar un jarro fueron una manera de limpiar su cabeza y serenarse, estableciendo una útil tregua de silencio. Permaneció junto al quemador, escuchando el borboteo del agua hirviente.

No estaba aterrorizado, lo que le produjo cierta satisfacción. Tampoco le dominaba el deseo de salir corriendo, pues tenía dudas acerca de las ventajas de hacerlo. ¿Dónde iba a estar mejor que allí? Jessica Price había dicho que el muerto ya le pertenecía y le seguiría a cualquier lugar que fuera. Por la mente de Jude pasó fugazmente la imagen de sí mismo acomodado en un asiento de primera clase, en vuelo a California, y descubriendo al girar la cabeza que el muerto estaba sentado junto a él, con aquellos garabatos negros flotando delante de los ojos. Se estremeció y suspiró ruidosamente para eliminar los siniestros pensamientos. La casa era tan buen lugar como cualquier otro para defenderse, por lo menos hasta que se le ocurriera algo razonable. Además, odiaba dejar a los perros en cualquier albergue de animales. En los viejos tiempos, cuando iba de gira siempre viajaban en el autobús con él.

Por otra parte, a pesar de lo que había dicho a Georgia, tenía aún menos interés en llamar a la policía o a su abogado. Estaba convencido de que mezclar a la ley en todo aquel asunto sería el peor de los errores. Podía llevar a juicio a Jessica McDermott Price, y tal vez obtuviera algún placer con ello, pero tomarse la revancha no haría que el muerto se marchase. Lo sabía. Había visto muchas películas de terror.

Además, llamar a la policía era una acción que iba en contra de sus principios más arraigados, lo cual no era poco. Pensaba que la propia identidad era su primera y más poderosa creación, la máquina que había manufacturado todos sus éxitos, la fuente principal de cuanto era digno en su vida. Le importaba mucho permanecer fiel a sus principios y normas de comportamiento. Estaba dispuesto a mantenerlos hasta el final.

Jude podía creer en un fantasma, pero no en un monstruo puro, en la perfecta reencarnación del mal. Aquel muerto tenía que ser más complejo, debía de tener algo más que los garabatos delante de los ojos y una navaja curva colgada de una cadena de oro. Algún punto débil. Pensando en eso, se preguntó de repente con qué se habría cortado Anna las venas, y otra vez volvió a tener conciencia de lo fría que estaba la cocina y de que permanecía inclinado sobre el agua que se calentaba en el fuego para aprovechar un poco su calor. Jude tuvo entonces la certeza de que ella se había cortado las venas con la navaja colgada en el extremo del péndulo de su padre, el que usaba para hipnotizar a los tontos desesperados y para buscar aguas subterráneas. Se preguntó qué más tendría que saber sobre la muerte de Anna y el hombre que había sido un padre para ella y que había descubierto su cuerpo en la bañera llena de agua fría teñida con su sangre.

Tal vez Danny había encontrado las cartas de la pobre suicida. Jude tenía miedo de leerlas otra vez, y al mismo tiempo sabía que su deber era hacerlo. En ese momento las recordaba lo bastante como para darse cuenta de que la joven intentó decirle lo que iba a hacer, y a él se le había escapado el angustioso mensaje. Pero no. Se trataba de algo más terrible que eso. Él no había querido ver el peligro, había ignorado deliberadamente lo que tenía ante los ojos.

Las primeras cartas que mandó desde su casa dejaban ver un optimismo jovial, y lo que en el fondo transmitían era que trataba de reorganizar su vida tomando decisiones sensatas y maduras sobre el futuro. Estaban escritas en finas cartulinas, muy blancas, con delicada caligrafía en cursiva. Al igual que su conversación, aquellas cartas estaban llenas de preguntas, aunque en la correspondencia no parecía esperar ninguna respuesta. Le escribía que había pasado todo el mes enviando solicitudes de empleo, para luego preguntar, con muchos rodeos, si era un error llevar lápiz de labios negro y botas de motera a una entrevista de trabajo en una guardería de niños. Citaba dos universidades y se preguntaba cuál sería mejor para ella. Pero todo era una farsa, y Jude lo sabía. Nunca consiguió el trabajo en la guardería, nunca volvió a mencionar el asunto después de la única carta en que había hablado de ello. Y cuando llegó el trimestre de primavera, se inscribió en un curso de una academia de belleza, con lo que el asunto de la universidad quedaba olvidado. Los propósitos maduros duraron poco.

Las últimas cartas, ya muy espaciadas, trazaban una imagen más auténtica de su situación mental. Estaban escritas en papel común, rayado; en realidad eran hojas arrancadas de un cuaderno. Había desaparecido la caligrafía cuidadosa, todo eran garabatos difíciles de leer. Contaba que apenas podía descansar. Su hermana vivía en un barrio nuevo y estaban construyendo una casa justo al lado. Decía que escuchaba martillazos todo el día, y que era como vivir junto al taller de un fabricante de ataúdes después de una epidemia de peste. Cuando trataba de descansar, por la noche, los martillos comenzaban a trabajar otra vez justo en el momento en que se estaba durmiendo, lo cual ocurría aunque allí no hubiera nadie. Estaba desesperada por poder dormir. Su hermana quería convencerla de que dejase que los médicos se ocupasen de su insomnio. Había cosas de las que Anna quería hablar, pero no tenía a nadie con quien hacerlo. Estaba cansada de hablar consigo misma. Contaba, en fin, que le resultaba insoportable estar tan cansada todo el tiempo.

Anna le rogaba que la llamara, pero él no lo hizo. La desdicha de la mujer le agotaba. Era demasiado difícil ayudarla a superar sus depresiones. Lo había intentado cuando estuvieron juntos y nada de lo que había hecho había sido suficiente. Le dio todo lo que pudo, sin ningún resultado; pero ella no lo dejaba tranquilo. Ni siquiera sabía por qué leía sus cartas, y mucho menos por qué las respondía a veces. Hasta deseó que dejaran de llegar. Y finalmente así fue.

Danny podría encontrarlas y luego pediría una cita con el médico para Georgia. No es que fuese un gran plan de acción frente a las apariciones del muerto, pero era algo, lo cual resultaba mejor que lo que tenía diez minutos antes, es decir, nada. Jude sirvió el té, y el tiempo se puso en marcha otra vez.

Se dirigió a la oficina con la tetera en la mano. Danny no estaba en su mesa. Jude se quedó en la entrada mirando la habitación vacía, escuchando atentamente el silencio, a la espera de alguna señal del secretario. Nada. Habría ido al baño. Tal vez…, pero no. La puerta estaba un poco entreabierta, como el día anterior, y por la abertura sólo se veía oscuridad. Tal vez había salido para ir a comer.

Jude se dirigió a la ventana para ver si el coche de Danny estaba en la entrada, pero se detuvo antes de llegar y se desvió hacia el escritorio de su ayudante. Echó un vistazo a los montones de papeles, buscando las cartas de Anna. Enseguida pensó que si Danny las hubiera encontrado, seguramente las habría guardado en algún lugar discreto. Tal como esperaba, no las encontró. Dio media vuelta, se sentó en el sillón de Danny y activó el explorador de Internet en el ordenador. Tenía intención de hacer una búsqueda sobre el padrastro de Anna. En la Red había información sobre todo el mundo. Tal vez el muerto tuviera su propia página, quién sabe. Jude se rió. Fue una carcajada sorda, fea, nacida y muerta en el fondo de la garganta.

No podía recordar el nombre de pila del difunto, de modo que hizo una búsqueda de «hipnosis —McDermott—muerto».

El primer resultado fue un enlace con un obituario que había salido en el Pensacola News Journal el verano anterior. Se hablaba de la muerte de un Craddock James McDermott. Era él: Craddock.

Jude hizo clic en la nota necrológica… y allí estaba.

El hombre de la fotografía en blanco y negro era una versión más joven del tipo que Jude había visto ya dos veces en el pasillo de arriba. En la foto parecía un vigoroso hombre de sesenta años, con un corte de pelo al estilo militar. Con su cara larga y casi caballuna, y amplios y finos labios, tenía un parecido más que somero con Charlton Heston. Lo más sorprendente de aquella fotografía era el descubrimiento de que Craddock, en vida, tenía ojos como los de cualquier ser humano. Eran claros y directos, y miraban a la eternidad con la confianza estimulante de los que lanzan discursos bienintencionados, venden biblias o quieren redimir al mundo de una u otra manera.

Jude leyó el obituario. Decía que una vida de aprendizaje y enseñanza, de exploración y aventura, había terminado cuando Craddock James McDermott murió de una embolia cerebral en la casa de su hijastra, en Testament, Florida, el martes 10 de agosto. Genuino ciudadano del sur, creció como hijo único de un ministro pentecostaliano y había vivido en Savannah y Atlanta, Georgia, y luego en Galveston, Texas.

Fue integrante del equipo de los Longhorns en 1965, y se había enrolado en el ejército después de graduarse. Fue miembro de la división de operaciones psicológicas de las fuerzas armadas. Fue allí donde descubrió su vocación, donde conoció las posibilidades de la hipnosis. En Vietnam obtuvo un Corazón Púrpura y una Estrella de Bronce. Se licenció con honores, y se estableció en Florida. En 1980 se casó con Paula Joy Williams, una bibliotecaria, y se convirtió en padrastro de sus dos hijas, Jessica y Anna, a quienes después adoptó. Paula y Craddock compartieron un amor basado en la fe silenciosa, una confianza profunda y una fascinación compartida por las inexploradas posibilidades del espíritu humano.

Al leer esto, Jude frunció el ceño. Era una expresión curiosa: «una fascinación compartida por las inexploradas posibilidades del espíritu humano». Ni siquiera sabía lo que quería decir.

El matrimonio duró hasta que Paula falleció en 1986. A lo largo de su vida, Craddock había atendido a casi diez mil «pacientes». —Jude resopló ante esa palabra—, usando técnicas de hipnosis profunda para aliviar el sufrimiento de los enfermos y para ayudar a quienes necesitaban superar sus debilidades, trabajo que su hijastra mayor, Jessica McDermott Price, seguía todavía realizando en su consulta privada. Jude resopló otra vez. Probablemente ella misma era la autora del obituario. Le sorprendía que no hubiera incluido el número de teléfono ofreciendo sus servicios. «Si tuvo conocimiento de la existencia de este servicio al leer el obituario de mi padre, tendrá el diez por ciento de descuento en su primera sesión».

El interés de Craddock por el espiritismo y el inexplorado potencial de la mente le hizo experimentar con la radiestesia, la vieja técnica rural para descubrir manantiales de agua subterráneos mediante una varilla o un péndulo. Pero sus hijas y sus seres queridos le recordarían especialmente por la manera en que logró que tantos compañeros de camino en la vida descubrieran sus propias reservas ocultas de fuerza y autoestima. «Su voz ya está en silencio, pero nunca será olvidado».

Nada sobre el suicidio de Anna.

Jude recorrió otra vez con la vista el obituario, fijándose en ciertas combinaciones de palabras que en principio no le interesaban demasiado: «operaciones psicológicas», «posibilidades inexploradas», «potencial inexplorado de la mente». Miró el rostro de Craddock otra vez y se detuvo en la fría confianza de sus pálidos ojos y en la sonrisa casi enojada, fija en sus delgados labios incoloros. Era un hijo de puta de aspecto cruel.

El ordenador de Danny emitió un sonido metálico que hizo saber a Jude que había llegado un correo electrónico. Inmediatamente se preguntó dónde diablos se había metido Danny. Miró el reloj del ordenador y vio que llevaba sentado allí cerca de veinte minutos. Hizo clic en la ventana de correo electrónico de Danny, que recogía los mensajes para ambos. El nuevo correo iba dirigido a Jude.

Miró la dirección del remitente, luego cambió de postura en el sillón, enderezándose, tensos los músculos del pecho y el abdomen, como si se estuviera preparando para recibir un golpe. En cierto modo, así era. El correo electrónico era de craddockm@box.closet.net.

Jude lo abrió y empezó a leer.

Querido jude:

Correremos al anochecer correremos hasta el hoyo yo estoy muerto tú morirás cualquiera que se acerque demasiado será infectado con la muerte tuya ambos estamos infectados y estaremos juntos en el hoyo de la muerte y la tierra de la tumba nos caerá encima lalalá los muertos arrastran hacia abajo a los vivos si alguien trata de ayudarte nosotros los arrastraremos y caminaremos sobre ellos y nadie podrá salir porque el agujero es demasiado hondo y la tierra cae demasiado rápidamente y cualquiera que oiga tu voz sabrá que es verdad que jude está muerto y que yo estoy muerto y morirás y escucharás mi/nuestra voz y nosotros correremos juntos en la ruta de la noche hacia el sitio el sitio final donde el viento llora por ti por nosotros caminaremos hasta el borde del hoyo caeremos tomados de la mano caeremos cantando por nosotros cantando en tu/nuestra tumba cantando lalalá.

El pecho de Jude se convirtió en un recipiente sin aire, lleno de abrasadores alfileres, de agujas heladas. «Operaciones psicológicas», pensó casi al azar, y luego se puso furioso, con la peor clase de ira, la que debía contenerse, porque no había nadie cerca a quien maldecir y no iba a permitirse romper nada. Ya había pasado una parte de la mañana arrojando libros y eso no le había hecho sentirse mejor. En ese momento se hacía el firme propósito de no perder los nervios, de mantener controlada la situación.

Pulsó el ratón para volver al navegador, pensando que podría echar otro vistazo a los resultados de su búsqueda, a ver si se enteraba de algo más. Miró una vez más, ahora sin fijar en él la atención, el obituario del Pensacola News y su mirada se detuvo en la fotografía. Ahora veía una imagen diferente. Craddock estaba sonriendo y era viejo, tenía la cara arrugada y demacrada, casi parecía muerto de hambre, y sus ojos estaban tachados con furiosos garabatos negros. Las primeras líneas de la nota necrológica decían: «Una vida de aprendizaje y enseñanza, de exploración y de aventura, terminó cuando Craddock James McDermott murió de una embolia cerebral en el hogar de su hijastra y ahora él estaba volviendo lalalá y hacía frío, estaba frío, Jude estaría frío también cuando se cortara, iba a cortarse y cortar a la niña y estarían en el hoyo de la muerte y Jude podría cantar para ellos, cantar para todos ellos…».

El músico se puso de pie con tan repentina fuerza y tanta rapidez que el sillón de Danny se inclinó hacia atrás y cayó. Luego sus manos bajaron hasta el ordenador, debajo del monitor, y lo levantaron para sacarlo del escritorio y estrellarlo en el suelo. De inmediato, se escuchó un sonoro golpe, un breve y agudo chirrido y el crujido de vidrios que se rompen, seguido por un súbito chispazo. Luego, el silencio. El ventilador que enfriaba el disco duro se fue deteniendo lentamente. Lo había tirado de manera instintiva, moviéndose con demasiada rapidez como para pensar lo que hacía. Joder. No era capaz de controlarse.

Su pulso se aceleró al máximo. Sentía que las piernas le temblaban y estaban débiles. ¿Dónde demonios estaba el maldito Danny? Miró el reloj de pared y vio que eran casi las dos. Tal vez había salido para hacer alguna gestión. Pero habitualmente le llamaba por el intercomunicador, para hacerle saber que salía.

Jude dio la vuelta al escritorio y finalmente se dirigió a la ventana con vistas a la entrada. El pequeño Honda de Danny estaba aparcado en la rotonda de tierra, y el propio secretario se encontraba dentro. Sentado perfectamente inmóvil en el asiento del conductor, con una mano sobre el volante, con la cara del color de la ceniza, rígido, sin expresión.

El hecho de verlo allí, simplemente sentado, sin ir a ninguna parte, mirando a la nada, tuvo el efecto de calmar a Jude. Observó a Danny por la ventana para ver qué hacía, pero el joven secretario no hizo nada. No puso el automóvil en marcha. Ni siquiera miró a su alrededor. El ayudante parecía una persona en trance, y sólo por pensarlo Jude sintió un incómodo latido en las articulaciones. Pasó un minuto, y luego otro, y cuanto más miraba, más incómodo se sentía, más profundo era su malestar. Luego su mano estuvo sobre la puerta y la abrió para salir y ver qué le ocurría a Danny.