Capítulo 10

La sorpresa le hizo estremecerse, al punto de encoger los hombros involuntariamente. Se volvió y la miró. Para empezar, estaba pálida. Siempre lo estaba, pero en ese momento su cara parecía no tener sangre, era como un hueso pulido, de modo que, más que nunca, parecía un vampiro. Jude se preguntó si no sería un truco de maquillaje; pero enseguida vio que sus mejillas estaban húmedas y los finos pelos negros de las sienes pegados por el sudor. Iba en pijama, abrazándose a sí misma, temblando de frío.

—¿Estás enferma? —preguntó él.

—Estoy bien —respondió la chica—. Soy la viva imagen de la salud. Deshazte de eso.

Él puso delicadamente la película pornográfica y mortal otra vez en el estante.

—¿Que me deshaga de qué?

—Del traje del muerto. Huele mal. ¿No te has dado cuenta del mal olor que se ha extendido cuando lo has sacado del ropero?

—¿No está en el ropero?

—No, no está en el ropero. Estaba sobre la cama cuando me he despertado, extendido justo a mi lado. ¿Has olvidado guardarlo otra vez? Juro por Dios que a veces me sorprende que seas capaz de recordar que debes meterte la polla dentro de los pantalones después de mear. Espero que toda la hierba que fumaste en los años setenta valiera la pena. De todas maneras, ¿qué diablos estabas haciendo con él?

Si el traje estaba fuera del ropero, había salido por su cuenta. Pero no tenía sentido contárselo a Georgia, de modo que no dijo nada y fingió estar ordenando el despacho.

Jude dio la vuelta al escritorio, se inclinó y recogió el disco enmarcado que había caído al suelo. El trofeo estaba tan destrozado como el panel de vidrio que lo cubría. Terminó de romper el marco y lo inclinó hacia un lado. Los cristales rotos se deslizaron con ruidos musicales hacia la papelera, junto al escritorio. Arrancó los trozos del disco de platino hecho pedazos, Happy Little Lynch Mob, y los echó a la basura. Eran como seis brillantes hojas de sable de acero atravesadas por surcos. ¿Qué hacer en ese momento? Supuso que un hombre razonable iría a echar un vistazo al traje. Se puso de pie y se volvió hacia ella.

—Vamos. Deberías acostarte. Tienes un aspecto terrible. Llevaré el traje a otro sitio y luego te ayudaré a meterte en la cama.

Le puso la mano en el brazo, pero ella se soltó.

—No. La cama también huele como el traje. Las sábanas tienen el mismo olor.

—Bien, entonces pondremos sábanas limpias —dijo, cogiéndola por el brazo otra vez.

Jude la obligó a dar la vuelta y la guió hacia el pasillo. El muerto estaba sentado más allá de la mitad del pasillo, en la silla colonial de la izquierda, con la cabeza inclinada, sumido en sus pensamientos. Un rayo del sol matinal caía justo donde deberían estar las piernas, que desaparecían al paso de la luz. Esto le daba el aspecto de un veterano mutilado de guerra, con sus pantalones terminados en muñones a la altura de los muslos. Debajo del rayo de sol estaban los zapatos negros, bien lustrados, con calcetines también negros. Entre los muslos y los zapatos, las únicas piernas que se veían eran las patas de la silla, de madera clara, brillante por efecto de la luz.

Apenas lo vio, Jude apartó la mirada. No quería mirarlo, se negaba a pensar que estaba allí. Miró a Georgia, para ver si ella había descubierto al fantasma. La chica observaba fijamente sus propios pies, con el pelo sobre la cara, mientras se dejaba conducir por la mano de Jude. Hubiera deseado decirle que mirase, quería saber si ella también podía verlo, pero estaba demasiado atemorizado por el muerto como para hablar, temía que el fantasma le escuchara y le mirara.

Era estúpido pensar que el muerto no iba a darse cuenta, de una u otra forma, de que pasaban junto a él. Sin embargo, por alguna razón que no podía explicar, Jude presintió que si guardaban silencio podían escabullirse sin ser vistos. Los ojos del muerto estaban cerrados; la barbilla casi le tocaba el pecho. Era un viejo que dormitaba bajo el último sol de la mañana. Sobre todo, lo que Jude quería era que permaneciera tal como estaba. Que no se moviera. Que no se despertara. Que no abriese los ojos; por favor, que no los abriese.

Se iban acercando, pero Georgia seguía sin mirar por dónde iba. En vez de mirar al fantasma, apoyó su cabeza somnolienta en el hombro de Jude y cerró los ojos.

—Ahora dime por qué tenías que destrozar el estudio. ¿Estabas gritando allí dentro? Me ha parecido oírte gritar.

Él no quería volver a mirar, pero no pudo evitarlo. El fantasma seguía como estaba, con la cabeza un poco inclinada a un lado, dibujando una especie de sonrisa incipiente, como si estuviera concentrado en una idea o un sueño agradable. El muerto no parecía escucharla a ella. Jude tuvo en ese momento una idea difusa, difícil de articular. Con los ojos cerrados y la cabeza inclinada de esa manera, el fantasma, más que dormitando, parecía hallarse a la escucha de algo. Jude pensó que quizá estuviera oyéndole a él. A la espera, tal vez, de ser reconocido, antes de que a su vez él reconociera o pudiera reconocer a Jude. Ya casi estaban encima del espectro, a punto de pasar junto a él. Se encogió y se apretó contra Georgia para evitar tocarlo.

—Eso fue lo que me despertó, el ruido, y luego el olor… —La chica soltó una tos leve y levantó la cabeza para mirar hacia la puerta del dormitorio, con los ojos entrecerrados y húmedos.

Sin embargo no vio al fantasma, aunque estaban pasando precisamente frente a él en ese instante. Se detuvo de golpe.

—No voy a entrar ahí hasta que hagas algo con ese traje.

Jude deslizó la mano por el brazo de la joven hasta la muñeca y la apretó, empujándola hacia delante. Ella dejó escapar un leve gemido, de dolor y protesta, y trató de apartarse de él.

—¿Qué mierda haces?

—Sigue caminando —ordenó el cantante, y un momento después se dio cuenta, con un lastimoso latido en el corazón, de que había hablado.

Miró al fantasma y al mismo tiempo el muerto levantó la cabeza y alzó los párpados. Pero donde debían estar los ojos sólo había un garabato negro. Era como si un niño hubiera cogido un rotulador Magic, un rotulador realmente mágico que pudiera escribir en el aire, y hubiese intentado cubrirlos de tinta desesperadamente. Las líneas negras se retorcían y se enredaban entre sí, formando algo parecido a un nudo de gusanos.

Entonces Jude pasó junto a él empujando a Georgia por el pasillo, mientras ella oponía resistencia y lloriqueaba. Cuando estuvieron en la puerta del dormitorio, él miró atrás.

El fantasma se puso de pie, y mientras lo hacía sus piernas salían de la luz del sol. Volvían a verse, como si alguien las hubiera vuelto a pintar, las largas perneras negras del pantalón. El muerto extendió su brazo derecho hacia un lado con la palma vuelta hacia el suelo, y algo cayó de ella. Era un objeto de plata brillante, pulida como un espejo, colgado de una delicada cadena de oro. Pero no, no era un colgante normal, sino una hoja curvada. Jude no distinguía de qué se trataba exactamente. La escena recordaba el péndulo de aquel cuento de Edgar Allan Poe. La cadena de oro estaba unida a un anillo en uno de los dedos del fantasma, una alianza de matrimonio. La navaja, pues eso era lo que colgaba, estaba en el otro extremo. El aparecido permitió que Jude lo mirara por un momento y luego dio una sacudida a la muñeca, como un niño que hace un truco con un yoyó, y la navaja curvada saltó a su mano.

Jude sintió que un gemido luchaba por salir de su pecho. Empujó a Georgia por la puerta, hacia el dormitorio, y la cerró de golpe.

—¿Qué estás haciendo, Jude? —gritó la muchacha, soltándose por fin y alejándose de él a trompicones.

—Cállate.

La chica le golpeó en el hombro con la mano izquierda, luego le dio otro golpe en la espalda con la derecha, la mano que tenía el pulgar infectado. Sintió más dolor ella que el agredido. Lanzó un gemido enfermizo y dejó de pegarle.

Jude aún sostenía el pomo de la puerta. Estaba atento al pasillo. Permanecía en silencio.

Abrió ligeramente la puerta y miró a través de una rendija de pocos centímetros, listo para cerrarla de golpe otra vez si el muerto estuviera allí con su navaja atada a una cadena.

No había nadie en el pasillo.

Cerró los ojos. Cerró la puerta. Apoyó la frente sobre la madera, aspiró profundamente hasta llenar los pulmones y contuvo la respiración. Luego dejó escapar el aire lentamente. Tenía la cara húmeda por el sudor y levantó una mano para secarla. Algo helado, afilado y duro le raspó ligeramente la mejilla. Abrió los ojos y vio la navaja curva del muerto en su propia mano. La hoja de acerado color azul reflejaba la imagen de su propio globo ocular desorbitado, que miraba fijamente.

Jude gritó y la arrojó. Luego miró al suelo, pero ya no estaba allí.