Ésta fue mi historia o al menos así la recuerdo, barnizada tal vez con la pátina que las décadas y la nostalgia dan a las cosas. Ésta fue mi historia, sí. Trabajé a las órdenes del Servicio Secreto británico y a lo largo de cuatro años recopilé y transmití información sobre los alemanes en la península Ibérica con pleno rigor y puntualidad. Nunca nadie me instruyó sobre táctica militar, topografía del terreno de combate o manejo de explosivos, pero mis trajes sentaban como ninguno y la fama de mi taller me blindó de cualquier sospecha. Lo mantuve en funcionamiento hasta el 45 y me convertí en una virtuosa del doble juego.

Lo que pasó en España tras la guerra europea y el rastro de muchas de las personas que han circulado por este recuento de aquellos años se encuentra en los libros de historia, los archivos y las hemerotecas. No obstante, lo voy a sintetizar aquí, por si a alguien interesa saber qué fue de todos ellos. Intentaré hacerlo bien; al fin y al cabo, ése fue siempre mi trabajo: casar partes y componer piezas con armonía.

Empezaré por Beigbeder, quizá el más desafortunado de todos los personajes de este relato. Desde que acabó su arresto en Ronda, supe que había estado varias veces en Madrid, que incluso se instaló de manera permanente durante varios meses. A lo largo de ellos, mantuvo contacto constante con las embajadas inglesa y americana, y les ofreció mil planes que en algunas ocasiones fueron lúcidos y, en otras, del todo extravagantes. Él mismo contó que intentaron asesinarle en dos ocasiones, aunque también aseguró, paradójicamente, que aún mantenía interesantes contactos con el poder. Los viejos amigos le atendieron con cortesía, algunos hasta con verdadero afecto. Hubo también quien se lo quitó de encima sin escucharle siquiera; de qué iba a servirles ya aquel ángel caído.

En el patio de vecinas que era la España de entonces, donde todo se transmitía de boca a oreja, corrió poco después la voz de que su errático devenir por fin tenía un destino. A pesar de que casi todos consideraran que su carrera estaba muerta y rematada, en 1943, cuando empezaba a vislumbrarse que la victoria alemana era dudosa, Franco —contra todo pronóstico y con gran secretismo— volvió a requerir de sus servicios. Sin darle puesto oficial alguno, lo ascendió a general de la noche a la mañana y, con poderes de ministro plenipotenciario, le encargó una misión un tanto difusa que tendría Washington como destino. Desde que el Caudillo le encomendó la tarea hasta que salió de España para emprenderla, pasaron meses. Alguien me contó que él mismo, extrañamente, rogó a miembros de la embajada norteamericana que se demoraran todo lo posible para concederle un visado: sospechaba que lo único que Franco quería de él era sacarle de España con la intención de que no volviera más.

Lo que hizo Beigbeder en América nunca estuvo del todo claro y sobre ello corrieron rumores dispares. Según algunos, el Generalísimo lo mandó a restaurar relaciones, tender puentes y convencer a los estadounidenses de la absoluta neutralidad de España en la guerra, como si nunca hubiera tenido él la fotografía dedicada del Führer presidiendo la mesa de su despacho. Otras voces también fiables afirmaron, en cambio, que su labor fue mucho más militar que meramente diplomática: discutir el futuro del norte de África en su calidad de antiguo alto comisario y gran conocedor de la realidad marroquí. Hubo además quien dijo que el ex ministro había ido a la capital norteamericana a convenir con el gobierno de Estados Unidos las bases para la creación de una «España libre», paralela a la «Francia libre», en previsión de una posible entrada de los alemanes en la Península. Se oyó además la versión de que, tan pronto como aterrizó, dijo a todo el que quiso escucharle que sus relaciones con la España de Franco estaban rotas y se dedicó a buscar simpatías hacia la causa monárquica. Y hubo alguna voz calenturienta que sugirió que el objetivo de aquel viaje tan sólo respondió a su deseo personal de sumergirse en una vida disoluta y pecaminosa llena de vicio desenfrenado. Fuera cual fuera la naturaleza de la misión, el hecho es que el Caudillo no debió de quedar contento con la manera en que fue realizada: años después se encargó de decir sobre Beigbeder públicamente que era un degenerado muerto de hambre dedicado a dar sablazos a todo aquél que pillaba cerca.

Nunca, en fin, logró saberse del todo qué hizo con exactitud en Washington; lo único cierto es que su estancia se alargó hasta el final de la guerra mundial. En su camino de ida hizo escala en Lisboa y por fin se reunió con Rosalinda. Llevaban dos años y medio sin verse. Pasaron una semana juntos a lo largo de la cual intentó convencerla de que marcharan con él a América. No lo consiguió, nunca supe por qué. Ella justificó su decisión escudándose en el hecho de que no estaban casados, algo que, en su opinión, acabaría enturbiando el prestigio social de Juan Luis entre la élite diplomática norteamericana. No la creí e imagino que él tampoco: si había sido capaz de ponerse el mundo por montera en la pacata España surgida de la victoria, por qué no habría de hacerlo también al otro lado del Atlántico. A pesar de todo, nunca aclaró ella las verdaderas razones de aquella inesperada decisión suya.

A partir de su regreso a España en 1945, Beigbeder fue un miembro activo en el grupo de generales que pasaron años maquinando sin fruto para derrocar a Franco: Aranda, Kindelán, Dávila, Orgaz, Varela. Tuvo contactos con don Juan de Borbón y participó en mil conspiraciones, todas ellas infructuosas y algunas hasta un tanto patéticas, como la que capitaneó el general Aranda para pedir asilo en la embajada norteamericana y crear allí mismo un gobierno monárquico en el exilio. Algunos de sus compañeros llegaron a tacharle de traidor, de haber ido a El Pardo con el cuento de la conspiración. Ninguno de aquellos planes para acabar con el régimen llegó a cuajar y la mayoría de sus integrantes pagaron su insumisión con arrestos, destierros y destituciones. Tiempo después me dijeron que estos generales recibieron durante la guerra mundial millones de pesetas del gobierno inglés a través del financiero Juan March y de manos de Hillgarth, a fin de influir en el Caudillo para que España no entrara en la guerra del lado del Eje. Desconozco si eso fue verdad o no; puede que algunos de ellos aceptaran el dinero, tal vez se lo repartieron tan sólo entre unos cuantos. A Beigbeder, desde luego, no le llegó nada y acabó sus días «ejemplarmente pobre», como dijo de él Dionisio Ridruejo.

Oí también rumores acerca de sus aventuras amorosas, de sus supuestos romances con una periodista francesa, una falangista, una espía americana, una escritora madrileña y la hija de un general. Que le encantaban las mujeres no era ningún secreto: sucumbía a los encantos femeninos con una facilidad pasmosa y se enamoraba con el fervor de un cadete; yo lo vi con mis propios ojos en el caso de Rosalinda, imagino que a lo largo de su vida habría pasado por otras relaciones similares. Pero que fuera un depravado y su debilidad por el sexo acabara echando su carrera por los suelos es, a mi modo de ver, una afirmación tremendamente frívola que no le hace justicia.

Desde el momento en que puso un pie de vuelta en España, la vida le fue cuesta abajo. Antes de marchar a Washington vivió durante un tiempo en un piso alquilado en la calle Claudio Coello; a su regreso se instaló en el hotel París en la calle Alcalá; pasó después alguna temporada acogido en casa de una hermana y acabó sus días en una pensión. Entró y salió del gobierno sin un duro y murió sin más posesiones en el armario que un par de trajes gastados, tres viejos uniformes de los tiempos africanos y una chilaba. Y unos centenares de folios en los que había comenzado a escribir con letra menuda sus memorias. Se quedó más o menos en la época del Barranco del Lobo; nunca llegó siquiera en ellas al inicio de la guerra civil.

Pasó años esperando a que la baraka, la suerte, se pusiera de su lado. Confiaba ilusamente en que volverían a requerirle para algún puesto: para cualquier misión que volviera a llenar sus días de actividad y movimiento. Nada llegó nunca y en su hoja de servicios, desde su retorno de Estados Unidos, sólo figuró la frase «A las órdenes del excelentísimo ministro del Ejército», lo cual en la jerga militar equivale a estar de brazos cruzados. Nadie le quiso más y a él le fallaron las fuerzas: no tuvo brío para enderezar su destino, y su mente, otras veces brillante, se acabó encasquillando. Pasó a la reserva en abril de 1950; un antiguo amigo marroquí, Bulaix Baeza, le ofreció un trabajo que le mantuvo medianamente entretenido durante sus últimos años, un humilde puesto administrativo en su empresa inmobiliaria madrileña. Murió en junio de 1957; bajo su lápida en la Sacramental de San Justo descansaron sesenta y nueve años de vida turbulenta. Sus papeles quedaron olvidados en la pensión de la Tomasa; unos meses después los recogió un viejo conocido de Tetuán a cambio de hacerse cargo de la factura de unos cuantos miles de pesetas que él dejó pendiente. A día de hoy allí sigue su archivo personal, bajo la celosa custodia de alguien que le conoció y estimó en su Marruecos feliz.

Recopilo ahora lo que fue de Rosalinda, y lo hilo con retazos del devenir de Beigbeder que tal vez sirvan para completar la visión de los últimos tiempos del ex ministro. Al final de la guerra mi amiga decidió abandonar Portugal e instalarse en Inglaterra. Quería que su hijo se educara allí, así que su socio Dimitri y ella convinieron traspasar El Galgo. El Jewish Joint Committee les otorgó conjuntamente una condecoración con la Cruz de Lorraine de la Resistencia Francesa en reconocimiento a sus servicios a los refugiados judíos. La revista americana Time publicó un artículo en el que Martha Gellhorn, la esposa de Ernest Hemingway, hablaba de El Galgo y Mrs Fox como dos de las mejores atracciones de Lisboa. Aun así, ella se fue.

Con el dinero obtenido por el traspaso se instaló en Gran Bretaña. Todo funcionó bien en los primeros meses: la salud recuperada, libras abundantes en el banco, viejos amigos recobrados y hasta los muebles de Lisboa recibidos sanos y salvos, entre ellos diecisiete sofás y tres pianos de cola. Y entonces, cuando todo estaba calmado y la vida sonreía, Peter Fox desde Calcuta volvió a recordarle que aún tenía un marido. Y le pidió que lo intentaran de nuevo. Y, contra todo pronóstico, ella aceptó.

Buscó una casa de campo en Surrey y se preparó para asumir por tercera vez en su vida el papel de esposa. Ella misma resumió la aventura en una palabra: imposible. Peter era el mismo de siempre: seguía comportándose como si Rosalinda aún fuera la niña de dieciséis años con la que un día se casó, trataba al servicio a patadas, era desconsiderado, egocéntrico y antipático. A los tres meses de su reencuentro ella ingresó en el hospital. La operaron, pasó semanas de convalecencia y sólo una cosa salió clara de ellas: tenía que dejar a su marido como fuera. Regresó entonces a Londres, alquiló una casa en Chelsea y durante un breve tiempo abrió un club al que puso el pintoresco nombre de The Patio. Peter, entretanto, se quedó en Surrey, negándose a devolverle sus muebles lisboetas y a concederle el divorcio de una maldita vez. Tan pronto como ella se recuperó, comenzó a pelear por su libertad definitiva.

Jamás rompió el contacto con Beigbeder. A finales de 1946, antes de que Peter regresara a Inglaterra, pasaron juntos unas semanas en Madrid. En 1950 volvió para otra temporada. Yo no estaba allí, pero por carta me contó la pena inmensa que le causó encontrar a un Juan Luis roto ya para siempre. Disfrazó la situación con su habitual optimismo: me habló de las poderosas corporaciones que él dirigía, de la gran figura que era en el mundo empresarial. Entre líneas percibí que mentía.

A partir de aquel año, una nueva Rosalinda pareció emerger con sólo dos fijaciones en mente: divorciarse de Peter y acompañar a Juan Luis en los últimos tramos de su existencia a lo largo de estancias temporales en Madrid. Él, según ella, envejecía a pasos de gigante, cada día más desilusionado, más deteriorado. Su energía, la agilidad mental, su ímpetu y aquel dinamismo de los viejos tiempos de la Alta Comisaría se apagaban con las horas. Le gustaba que ella lo sacara en coche, que fueran a comer a cualquier pueblo de la sierra, a un vulgar mesón al pie de la carretera, lejos del asfalto. Cuando no tenían más remedio que quedarse, paseaban. A veces se encontraban con viejos dinosaurios con los que un día él compartió cuarteles y despachos. La presentaba como mi Rosalinda, lo más sagrado en el mundo después de la Virgen. Ella, entonces, reía.

Le costaba trabajo entender por qué él estaba tan derrotado cuando no era demasiado viejo en años. Andaría entonces aún por los sesenta y pocos, pero era ya un anciano acabado en espíritu. Estaba cansado, entristecido, defraudado. De todos, con todos. Y entonces se le ocurrió la última de sus genialidades: pasar sus últimos años mirando hacia Marruecos. No dentro del país, sino contemplándolo desde la distancia. Prefería no retornar: apenas quedaba ya allí nadie de aquellos con quienes compartió sus tiempos de gloria. El Protectorado había acabado el año anterior y Marruecos, recobrado su independencia. Los españoles se habían ido y de sus viejos amigos marroquíes quedarían ya pocos vivos. No quiso volver a Tetuán, pero sí terminar sus días con aquella tierra en el horizonte. Y así se lo pidió. Ve al sur, Rosalinda, busca un sitio para nosotros mirando al mar.

Y ella lo buscó. Guadarranque. Al sur del sur. En la bahía de Algeciras, frente al Estrecho, con vistas a África y Gibraltar. Compró casa y terreno, volvió a Inglaterra a cerrar asuntos, ver a su hijo y cambiar de coche. Su intención era regresar a España en dos semanas, recoger a Juan Luis y emprender rumbo a una nueva vida. Al décimo día de su estancia en Londres, un cable desde España le anunció que él había muerto. Lo sintió ella con un desgarro en el alma, tanto que para hacer pervivir su memoria decidió instalarse sola en el hogar que habían ansiado compartir. Y allí siguió viviendo hasta los noventa y tres años, sin abandonar jamás aquella capacidad suya para mil veces caer y otras mil levantarse, sacudiéndose el polvo del vestido y echando a andar de nuevo con paso resuelto, como si nada hubiera pasado. Por muy duros que fueran los tiempos, jamás se fue de su lado el optimismo con el que apuntaló todos los golpes y al que se acogió para ver siempre el mundo desde el lado por el que el sol luce con más claridad.

Tal vez se estén también preguntando qué acabó siendo de Serrano Suñer, déjenme que se lo cuente. Los alemanes invadieron Rusia en junio del 42 y él, dispuesto a seguir apoyando con todo su fervor a los buenos amigos del Tercer Reich, se encaramó al balcón de la Secretaría General del Movimiento en la calle Alcalá y, con su inmaculada sahariana blanca y la apariencia de un galán de cine, gritó feroz aquello de «¡Rusia es culpable!». Montó entonces esa caravana de voluntarios desgraciados que fue la División Azul, engalanó la Estación del Norte con banderas nazis, y mandó a miles de españoles amontonados en trenes a morir de frío o a jugarse la vida del lado del Eje en una guerra que no era la suya y para la que nadie le había pedido ayuda.

No sobrevivió políticamente, sin embargo, para ver cómo Alemania perdía la guerra. El 3 de septiembre de 1942, veintidós meses y diecisiete días más tarde que Beigbeder y exactamente con las mismas palabras, el Boletín Oficial del Estado anunció su cese en todos sus cargos. La razón de la caída del cuñadísimo fue, supuestamente, un violento incidente en el que estuvieron mezclados carlistas, ejército y miembros de Falange. Hubo una bomba, decenas de heridos y dos bajas: la del falangista que la lanzó —que fue ejecutado— y la de Serrano, depuesto por ser el presidente de la Junta Política de Falange. Bajo cuerda, sin embargo, circularon otras historias.

El sostenimiento de Serrano estaba costando a Franco, al parecer, un precio excesivo. Era cierto que el brillante hermano político había cargado sobre sus espaldas con la puesta en marcha del entramado civil del régimen; cierto fue también que él mismo sacó adelante gran parte del trabajo sucio. Organizó la administración del nuevo Estado y atajó las insubordinaciones e insolencias de los falangistas contra Franco, a quien tenían, por cierto, en una muy baja consideración. Elucubró, organizó, dispuso y actuó en todos los flancos de la política interior y exterior, y tanto trabajó, tanto se implicó y con tanto empeño lo hizo que acabó hartando hasta a su sombra. Los militares le odiaban y en la calle resultaba tremendamente antipático, hasta el punto de que el pueblo volcaba en él la culpa de todos los males de España, desde la subida de los precios de los cines y espectáculos, hasta la sequía que asoló el campo aquellos años. Serrano fue muy útil a Franco, sí, pero llegó a acumular demasiado poder y excesivos odios. Su presencia se hizo cargante para todos y, además, el pronóstico de la victoria de Alemania que con tanto entusiasmo apoyó empezaba a tambalearse. Se dijo por eso que el Caudillo aprovechó el incidente de los falangistas violentos para librarse de él y, de paso, cargarle el muerto de ser el único responsable de toda la simpatía española hacia el Eje.

Aquélla fue, informalmente, la versión formal de los hechos. Y, más o menos, así se creyó. Pero yo me enteré de que hubo otra razón añadida, una razón que tal vez tuviera incluso más peso que las propias tensiones políticas internas, el hartazgo de Franco y la guerra europea. Supe de ello sin moverme de mi casa, en mi taller y a través de mis propias clientas, de las españolas de alcurnia que cada vez eran más abundantes en mis probadores. Según ellas, la verdadera artífice del descalabro de Serrano fue Carmen Polo, la señora. La movió, contaban, la indignación de saber que el 29 de agosto, la hermosa e insolente marquesa de Llanzol había dado a luz a su cuarta hija. A diferencia de los retoños anteriores, el padre de aquella niña de ojos de gato no era su propio marido, sino Ramón Serrano Suñer, su amante. La humillación que tal escándalo suponía no sólo para la esposa de Serrano —la hermana de doña Carmen, Zita Polo—, sino para la familia Franco Polo en sí rebasó todo lo que la esposa del Caudillo estaba dispuesta a soportar. Y apretó a su marido por donde más duele hasta que lo convenció para que prescindiera de su cuñado. El cese vengativo fue inminente. Tres días tardó Franco en comunicárselo en privado y uno más en hacerlo público. Rosalinda habría dicho que, a partir de entonces, Serrano quedó totally out. Candelaria la matutera lo habría formulado de una manera más resuelta: a la puta calle.

Se rumoreó que poco después le sería asignada la representación diplomática en Roma, que tal vez, transcurrido un tiempo, volviera a acercarse al poder. Nunca fue así. El ninguneo a su persona por parte de su cuñado no cesó jamás. En su descargo hay que decir, no obstante, que él mantuvo una larga vida con dignidad y discreción, ejerciendo la abogacía, participando en empresas privadas y escribiendo colaboraciones periodísticas y libros de memorias un tanto maquilladas. Desde la disidencia y utilizando siempre tribunas públicas, incluso se permitió sugerir de vez en cuando a su pariente la conveniencia de afrontar profundas reformas políticas. Nunca descendió de su complejo de superioridad, pero tampoco cayó en la tentación, como tantos otros, de declararse demócrata de toda la vida cuando las tornas cambiaron. Con el paso de los años, su figura fue ganando un relativo respeto en la opinión pública española, hasta que murió cuando sólo le restaban unos días para alcanzar los ciento dos años.

Más de tres décadas después de arrebatarle el puesto con tan mala saña, Serrano tendría para Beigbeder unas líneas de aprecio en sus memorias. «Era una persona extraña y singular, con cultura superior a la corriente, capaz de mil locuras», diría textualmente. Hombre honrado, fue su dictamen final. Llegó demasiado tarde.

Alemania se rindió el 8 de mayo de 1945. Horas después, su embajada en Madrid y el resto de sus dependencias fueron oficialmente clausuradas y entregadas a los ministerios de Gobernación y Exteriores. Sin embargo, los Aliados no tuvieron acceso a estos inmuebles hasta la firma del Acta de Rendición, el 5 de junio del mismo año. Cuando los funcionarios británicos y estadounidenses pudieron por fin acceder a los edificios desde los que los nazis habían actuado en España, no encontraron más que los restos de un saqueo laborioso: las paredes desnudas, los despachos sin muebles, los archivos quemados y las cajas de caudales abiertas y vacías. En su precipitado afán por no dejar ni rastro de lo que allí hubo, se llevaron hasta las lámparas. Y todo ello, ante los ojos consentidores de los agentes del Ministerio español de Gobernación encargados de su custodia. Con el tiempo, algunos bienes fueron localizados y embargados: alfombras, cuadros, tallas antiguas, porcelanas y objetos de plata. A muchos otros, sin embargo, se les perdió el rastro para siempre. Y de los documentos comprometedores que testimoniaban la íntima complicidad entre España y Alemania, no quedaron más que las cenizas. Sí parece, en cambio, que los Aliados consiguieron recuperar el botín más valioso de los nazis en España: dos toneladas de oro fundido en centenares de lingotes, sin cuño y sin inventariar, que durante un tiempo estuvieron tapados con mantas en el despacho del encargado de Política Económica del gobierno. En cuanto a los alemanes influyentes que tan activos se mantuvieron durante la guerra y cuyas esposas lucieron mi ropa en brillantes fiestas y recepciones, unos cuantos fueron deportados, otros evitaron la repatriación prestándose a colaborar, y muchos lograron esconderse, camuflarse, fugarse, nacionalizarse españoles, escurrirse como anguilas o reconvertirse misteriosamente en ciudadanos honrados con el pasado limpio como una patena. A pesar de la insistencia de los Aliados y de la presión para que España se adhiriera a las resoluciones internacionales, el régimen mostró escaso interés en participar activamente y mantuvo protegidos a bastantes de los colaboradores que integraban las listas negras.

En cuanto a España, hubo quien pensó que el Caudillo caería con la capitulación de Alemania. Muchos creyeron, ilusos, que poco faltaba ya para la restauración de la monarquía o la llegada de un régimen más aperturista. No fue así ni por lo más remoto. Franco hizo un lavado de cara al gobierno cambiando algunas carteras, cortó unas cuantas cabezas en la Falange, atornilló su alianza con el Vaticano y tiró para adelante. Y los nuevos amos del mundo, las intachables democracias que con tanto heroísmo y esfuerzo habían derrotado al nazismo y al fascismo, le dejaron hacer. A esas alturas, con Europa inmersa en su propia reconstrucción, a quién importaba ya aquel país ruidoso y destartalado; a quién interesaban sus hambres, sus minas, los puertos del Atlántico y el puño firme del general bajito que los gobernaba. Nos negaron la entrada en las Naciones Unidas, retiraron embajadores y no nos dieron ni un dólar del Plan Marshall, cierto. Pero tampoco intervinieron más. Allá ellos con su suerte. «Hands off», dijeron los Aliados en cuanto llegó la victoria. Manos fuera, muchachos, nos vamos. Dicho y hecho: el personal diplomático y los servicios secretos embalaron sus bártulos, se sacudieron la mugre y pusieron rumbo a casa. Hasta que, años después, a algunos les interesó volver y congraciarse, pero ésa ya es otra historia.

Alan Hillgarth tampoco llegó a vivir aquellos días en España en primera persona. Fue trasladado como jefe de inteligencia naval a la Far East Fleet en 1944. Se separó de su esposa Mary al terminar la guerra y volvió a casarse con una joven a la que no llegué a conocer. A partir de entonces vivió retirado en Irlanda, alejado de las actividades clandestinas a las que tan competentemente se dedicó durante años.

Con respecto al grandioso sueño imperial sobre el que se construyó la Nueva España, sólo se alcanzó a mantener el mismo Protectorado de siempre. Con la llegada de la paz mundial, las tropas españolas se vieron obligadas a abandonar el Tánger que habían ocupado arbitrariamente cinco años atrás, como anticipo de un fastuoso paraíso colonial que jamás llegó. Cambiaron los altos comisarios, creció Tetuán y allí siguieron conviviendo los marroquíes y los españoles a su ritmo y en armonía, bajo la paternal tutela de España. En los primeros años de la década de los cincuenta, sin embargo, los movimientos anticolonialistas de la zona francesa comenzaron a revolverse. Las acciones armadas llegaron a ser tan violentas en aquel territorio que Francia se vio obligada a abrir conversaciones para negociar la cesión de la soberanía. El 2 de marzo de 1956, Francia concedió a Marruecos su independencia. España, entretanto, pensó que eso no iba con ella. En la zona española no había existido jamás tensión: ellos habían apoyado a Mohamed V, se habían opuesto a los franceses y cobijado a los nacionalistas. Qué ingenuidad. Una vez libres de Francia, los marroquíes reclamaron inmediatamente la soberanía de la parte española. El 7 de abril de 1956, con prisa a la luz de las crecientes tensiones, el Protectorado llegaba a su fin. Y mientras se transfería la soberanía y los marroquíes reconquistaban su tierra, para decenas de miles de españoles comenzó el drama de la repatriación. Familias enteras de funcionarios y militares, de profesionales, empleados y dueños de negocios, desmantelaron sus casas y emprendieron rumbo a una España que muchos de ellos apenas conocían ya. Atrás dejaron sus calles, sus olores, memorias acumuladas y a sus muertos enterrados. Cruzaron el Estrecho con los muebles embalados y el corazón partido en trozos y, atenazados por la incertidumbre de no saber qué les depararía aquella nueva vida, se desparramaron por el mapa de la Península con la nostalgia de África siempre presente.

Éste fue el devenir de aquellos personajes y lugares que algo tuvieron que ver con la historia de esos tiempos turbulentos. Sus trajines, sus glorias y miserias constituyeron hechos objetivos que en su día llenaron los periódicos, las tertulias y los corrillos, y hoy pueden consultarse en las bibliotecas y en las memorias de los más viejos. Un tanto más difuso fue el futuro de todos los que supuestamente estuvimos junto a ellos a lo largo de esos años.

Acerca de mis padres, podrían escribirse varios desenlaces para este relato. En uno de ellos, Gonzalo Alvarado iría a Tetuán en busca de Dolores y le propondría que retornara con él a Madrid, donde recuperarían el tiempo perdido sin separarse más. En otra conclusión del todo diferente, mi padre nunca se movería de la capital mientras que mi madre conocería en Tetuán a un militar sosegado y viudo que se enamoraría de ella como un colegial, le escribiría cartas entrañables y la invitaría a merendar milhojas de La Campana y a pasear por el parque a la caída del sol. Con paciencia y empeño, lograría convencerla para acabar casándose una mañana de junio en una ceremonia madura y diminuta delante de todos sus hijos.

Algo también pudo pasar en la vida de mis viejos amigos de Tetuán. Candelaria podría haber acabado instalándose en el gran piso de Sidi Mandri cuando mi madre cerró el taller; en él quizá montó la mejor pensión de todo el Protectorado. Tan sumamente bien le habrían ido las cosas que se acabaría quedando además con la vivienda vecina, la que dejó Félix Aranda cuando, una noche de tormenta en la que le estallaron los nervios, por fin remató a su madre con tres cajas de Optalidón diluidas en media botella de Anís del Mono. Pudiera ser que entonces volara por fin libre: tal vez optara por instalarse en Casablanca, abrir una tienda de antigüedades, tener mil amantes de cien colores y seguir entusiasmándose con sus acechos y fisgoneos.

En cuanto a Marcus y a mí, quizá nuestros senderos se separaron cuando la guerra acabó. Puede que, después del amor alborotado que vivimos durante los cuatro años restantes, él volviera a su país y yo terminara mis días en Madrid convertida en una altiva modista al mando de un taller mítico, accesible tan sólo para una clientela que yo elegiría caprichosamente según el humor del día. O a lo mejor me cansé de trabajar y acepté la propuesta de matrimonio de un cirujano dispuesto a retirarme y mantenerme entre algodones el resto de mis días. Pudiera ser, sin embargo, que Marcus y yo decidiéramos recorrer juntos el resto del camino y optáramos por regresar a Marruecos, buscar en Tánger una casa hermosa en el Monte Viejo, formar una familia y emprender un negocio real del que viviríamos hasta que, tras la independencia, nos instaláramos en Londres. O en algún lugar de la costa del Mediterráneo. O en el sur de Portugal. O, si lo prefieren, también pudiera ser que nunca acabáramos de asentarnos del todo y continuáramos durante décadas saltando de un país a otro a las órdenes del Servicio Secreto británico, camuflados los dos bajo la cobertura de un apuesto agregado comercial y su elegante esposa española.

Nuestros destinos pudieron ser éstos o pudieron ser otros del todo distintos porque lo que de nosotros fue en ningún sitio quedó recogido. Tal vez ni siquiera llegamos a existir. O quizá sí lo hicimos, pero nadie percibió nuestra presencia. Al fin y al cabo, nos mantuvimos siempre en el envés de la historia, activamente invisibles en aquel tiempo que vivimos entre costuras.