68

Marcus apareció a la hora convenida. Le había dejado un mensaje en su hotel y, tal como supuse, lo recibió sin problemas. Él no tenía idea de a quién correspondía aquella dirección: tan sólo sabía que yo le estaría esperando. Y allí estuve, efectivamente, con un vestido de crepe de seda rojo, deslumbrante hasta los pies. Maquillada a la perfección, con mi largo cuello desnudo y el pelo oscuro recogido en un moño alto. A la espera.

Llegó impecable en su esmoquin, con la pechera de la camisa almidonada y el cuerpo curtido en mil aventuras a cuál más inconfesable. O, al menos, así había sido hasta entonces. Salí yo misma a abrirle nada más oír el timbre. Nos saludamos escondiendo a duras penas la ternura, cercanos el uno al otro, casi íntimos por fin después de su última marcha precipitada.

—Quiero presentarte a alguien.

Agarrada a su brazo, le arrastré hasta el salón.

—Marcus, éste es Gonzalo Alvarado. Te he hecho venir a su casa porque quiero que sepas quién es él. Y quiero también que él sepa quién eres tú. Que quede claro ante sus ojos quiénes somos los dos.

Se saludaron con cortesía, nos sirvió Gonzalo una copa y charlamos los tres sobre trivialidades a lo largo de unos minutos hasta que la sirvienta, oportunamente, requirió al anfitrión desde la puerta para que atendiera una llamada de teléfono.

Nos quedamos solos, una pareja ideal a primera vista. Para percibir otra cosa, sin embargo, habría bastado con que alguien hubiera oído el murmullo ronco que Marcus volcó en mi oído sin apenas despegar los labios.

—¿Podemos hablar en privado un momento?

—Por supuesto. Ven conmigo.

Le conduje hasta la biblioteca. El retrato majestuoso de doña Carlota seguía presidiendo la pared tras el escritorio, con su tiara de brillantes que una vez fue mía y después dejó de serlo.

—¿Quién es el hombre que acabas de presentarme, por qué tienes interés en que sepa de mí? ¿Qué encerrona es ésta, Sira? —preguntó agrio en cuanto quedamos aislados del resto de la casa.

—Una que yo he preparado especialmente para ti —dije sentándome en uno de los sillones. Crucé las piernas y extendí el brazo derecho sobre el respaldo. Cómoda y dueña de la situación, como si llevara la vida entera montando emboscadas como aquélla—. Necesito saber si me conviene que sigas en mi vida, o si es mejor que no volvamos a vernos más.

Mis palabras no le hicieron la más mínima gracia.

—Esto no tiene ningún sentido, creo que es mejor que me vaya…

—¿Tan pronto te rindes? Hace sólo tres días parecías estar dispuesto a pelear por mí. Me prometiste que lo harías a cualquier precio: dijiste que ya me habías perdido una vez y no ibas a dejar que ocurriera lo mismo de nuevo. ¿Tan pronto se te han enfriado los sentimientos? ¿O tal vez me estabas mintiendo?

Me miró sin hablar, manteniéndose de pie, tenso y frío, distanciado.

—¿Qué quieres de mí, Sira? —dijo por fin.

—Que me aclares algo acerca de tu pasado. A cambio, sabrás todo lo que tienes que saber de mi presente. Y, además, recibirás un premio.

—¿Qué cosa de mi pasado estás interesada en conocer?

—Quiero que me cuentes a qué fuiste a Marruecos. ¿Quieres tú saber cuál puede ser tu premio?

No respondió.

—El premio soy yo. Si tu respuesta me satisface, te quedas conmigo. Si no me convence, me pierdes para siempre. Tú eliges.

Quedó callado otra vez. Después se acercó lentamente.

—¿Qué más te da a ti a estas alturas a qué fui yo a Marruecos?

—Una vez, hace años, abrí mi corazón a un hombre que no mostró su rostro verdadero, y me costó un esfuerzo infinito cerrar las heridas que me dejó en el alma. No quiero que contigo me pase lo mismo. No quiero más mentiras ni más sombras. No quiero más hombres disponiendo de mí a su antojo, alejándose y acercándose sin aviso aunque sea para salvarme la vida. Por eso necesito ver todas tus cartas, Marcus. Ya he levantado algunas yo misma: sé para quién trabajas y sé que no te dedicas precisamente a los negocios, como sé que tampoco antes te dedicabas al periodismo. Pero aún necesito llenar otros huecos de tu historia.

Se acomodó por fin sobre el brazo de un sofá. Dejó una pierna apoyada en el suelo y cruzó la otra sobre ella. La espalda recta, el vaso aún en la mano, el gesto contraído.

—De acuerdo —accedió tras unos segundos—. Estoy dispuesto a hablar. A cambio de que tú también seas sincera conmigo. Del todo.

—Después, te lo prometo.

—Dime entonces qué sabes ya de mí.

—Que eres miembro del servicio de inteligencia militar británica. El SIS, el MI6, o como prefieras llamarle.

La sorpresa no asomó a su cara: probablemente en su día le entrenaron a conciencia para esconder emociones y ocultar sentimientos. No como a mí. A mí no me instruyeron en nada, ni me prepararon, ni me protegieron: a mí simplemente me arrojaron desnuda a un mundo de lobos hambrientos. Pero iba aprendiendo. Sola y con esfuerzo, tropezando, cayendo y volviéndome a levantar; echando siempre a andar de nuevo: primero un pie, luego el otro. Cada vez con el paso más firme. Con la cabeza alta y la vista hacia adelante.

—Ignoro cómo has obtenido esa información —replicó tan sólo—. En cualquier caso, da igual: supongo que tus fuentes son fiables y no tendría sentido negar lo evidente.

—Pero aún me faltan por saber algunas cosas más.

—¿Por dónde quieres que empiece?

—Por el momento en que nos conocimos, por ejemplo. Por las razones verdaderas que te llevaron a Marruecos.

—De acuerdo. La razón fundamental era que en Londres tenían un conocimiento muy escaso de lo que estaba ocurriendo dentro del Protectorado y varias fuentes informaban de que los alemanes se estaban infiltrando a sus anchas con la aquiescencia de las autoridades españolas. Nuestro servicio de inteligencia apenas poseía información sobre el alto comisario Beigbeder: no era uno de los militares conocidos, no se sabía cómo respiraba ni cuáles eran sus proyectos o perspectivas y, sobre todo, ignorábamos su posición ante los alemanes que supuestamente hacían y deshacían con toda libertad en el territorio a su cargo.

—¿Y qué descubriste?

—Que, como preveíamos, los alemanes se movían a su antojo y operaban como les venía en gana, a veces con su consentimiento y a veces sin él. Tú misma me ayudaste en parte a obtener esa información.

Obvié el apunte.

—¿Y sobre Beigbeder? —quise saber.

—Sobre él averigüé lo mismo que tú sabes también. Que era, y supongo que sigue siendo, un tipo inteligente, distinto y bastante peculiar.

—¿Y por qué te enviaron a ti a Marruecos, si estabas en un estado pésimo?

—Teníamos noticias de la existencia de Rosalinda Fox, una compatriota unida sentimentalmente al alto comisario: una joya para nosotros, la mejor de las oportunidades. Pero era demasiado arriesgado abordarla directamente: era tan valiosa que no podíamos aventurarnos a perderla con una operación planteada con torpeza. Había que esperar el momento óptimo. Así que, en cuanto se supo que ella buscaba ayuda para evacuar a la madre de una amiga, toda la maquinaria se puso en marcha. Y se decidió que yo era la persona idónea para cubrir esa misión porque había tenido contacto en Madrid con alguien que se encargaba de aquellas evacuaciones hacia el Mediterráneo. Yo mismo había informado puntualmente a Londres de todos los pasos de Lance, así que estimaron que era la coartada perfecta para aparecer en Tetuán y acercarme a Beigbeder con la excusa de ofrecerme a realizar un servicio a su amante. Sin embargo, había un pequeño problema: por aquellos días estaba medio muerto en el Royal London Hospital, postrado en una cama con el cuerpo machacado, semiinconsciente y atiborrado de morfina.

—Pero te aventuraste, y nos engañaste a todos y conseguiste tu objetivo…

—Muy por encima de lo previsto —dijo. En sus labios percibí el apunte de una sonrisa, la primera desde que nos encerramos en la biblioteca. Sentí entonces un pellizco de emociones revueltas: por fin había vuelto el Marcus que tanto había añorado, el que quería retener a mi lado—. Fueron unos días muy especiales —continuó—. Después de más de un año viviendo en la turbulenta España en guerra, Marruecos fue lo mejor que pudo pasarme. Me recuperé y ejecuté mi misión con un rendimiento altísimo. Y te conocí. No pude pedir más.

—¿Cómo lo hacías?

—Casi todas las noches transmitía desde mi habitación del hotel Nacional. Llevaba un pequeño equipo radiotransmisor camuflado en el fondo de la maleta. Y escribía a diario un recuento encriptado de todo lo que veía, oía y hacía. Después, cuando podía, lo pasaba a un contacto en Tánger, un dependiente de Saccone & Speed.

—¿Nunca sospechó nadie ti?

—Por supuesto que sí. Beigbeder no era ningún imbécil, tú lo sabes tan bien como yo. Registraron mi habitación varias veces, pero probablemente mandaron para ello a alguien con poca pericia: nunca descubrieron nada. Los alemanes también recelaban, aunque tampoco consiguieron ninguna información. Yo, por mi parte, me esforcé todo lo posible por no dar ningún paso en falso. No contacté con nadie ajeno a los circuitos oficiales ni me adentré en ningún territorio escabroso. Al contrario: mantuve una conducta intachable, me dejé ver al lado de las personas convenientes y me moví siempre a la luz del día. Todo muy limpio, aparentemente. ¿Alguna pregunta más?

Parecía ya menos tenso, más cercano. Más el Marcus de siempre otra vez.

—¿Por qué te fuiste tan de repente? No me avisaste: tan sólo apareciste una mañana en mi casa, me diste la noticia de que mi madre estaba en camino y no te volví a ver más.

—Porque recibí órdenes urgentes de abandonar el Protectorado inmediatamente. Cada vez llegaban más alemanes, se filtró que alguien sospechaba de mí. Aun así, logré demorar mi marcha unos días, arriesgándome a ser descubierto.

—¿Por qué?

—No quise irme antes de tener constancia de que la evacuación de tu madre se había cumplido como esperábamos. Te lo había prometido. Nada me habría gustado más que haberme quedado contigo, pero no pudo ser: mi mundo era otro y mi hora había llegado. Y, además, tampoco era el mejor momento para ti. Aún te estabas recuperando de una traición y no estabas preparada para confiar del todo en ningún otro hombre, y menos en alguien que necesariamente habría de desaparecer de tu lado sin ser claro por completo. Eso es todo, mi querida Sira. Fin. ¿Es ésta la historia que querías oír? ¿Te sirve esta versión?

—Me sirve —dije levantándome y avanzando hacia su lado.

—Entonces, ¿he ganado mi premio?

No dije nada. Sólo me acerqué a él, me senté en sus piernas y acerqué mi boca a su oído. Mi piel maquillada rozó su piel recién afeitada; mis labios brillantes de rouge derramaron un susurro a apenas medio centímetro del lóbulo de su oreja. Lo noté tensarse en cuanto notó mi cercanía.

—Has ganado tu premio, sí. Pero a lo mejor soy un regalo envenenado.

—Tal vez. Para comprobarlo, ahora necesito saber yo de ti. Te dejé en Tetuán siendo una joven modista llena de ternura e inocencia, y te reencontré en Lisboa convertida en una mujer plena adosada a alguien del todo inconveniente. Quiero saber qué pasó entre medias.

—Vas a saberlo en seguida. Y, para que no te quede duda, te vas a enterar por otra persona, alguien a quien creo que conoces ya. Ven conmigo.

Recorrimos amarrados el pasillo hasta el salón. Oí la voz fuerte de mi padre en la distancia y, una vez más, no pude evitar rememorar el día en que le conocí. Cuántas vueltas había dado mi vida desde entonces. Cuántas veces me había hundido hasta quedar sin aliento y cuántas había vuelto a sacar la cabeza después. Pero eso era ya pasado y los días de volver la vista atrás habían quedado a la espalda. Tan sólo era momento de concentrarnos en el presente. De afrontarlo de cara para enfocar el futuro.

Supuse que ya estaban allí los otros dos invitados y que todo transcurría según lo previsto. Al llegar a nuestro destino deshicimos el abrazo, aunque mantuvimos los dedos entrelazados. Hasta que vimos junto a quien nos esperaba. Y entonces yo sonreí. Y Marcus, no.

—Buenas noches, señora Hillgarth; buenas noches, capitán. Me alegro de verlos —dije interrumpiendo la conversación que mantenían.

La estancia se llenó de un silencio denso. Denso y tenso, electrizante.

—Buenas noches, señorita —replicó Hillgarth tras unos segundos que a todos se nos hicieron eternos. Su voz sonó como salida de una caverna. De una caverna oscura y fría por la que el jefe de los servicios secretos británicos en España, el hombre que todo lo sabía o debería saberlo, andaba a tientas—. Buenas noches, Logan —añadió después. Su mujer, sin la mascarilla del salón de belleza esta vez, quedó tan impactada al vernos juntos que fue incapaz de responder a mi saludo—. Creía que había vuelto de Lisboa —continuó el agregado naval dirigiéndose a Marcus. Dejó pasar otro soplo interminable de quietud y después añadió—: Y no tenía constancia de que se conocieran.

Noté que Marcus estaba a punto de hablar, pero no le dejé. Apreté con fuerza su mano aún agarrada a la mía y él me entendió. Tampoco le miré: no quise ver si compartía con los Hillgarth su perplejidad, ni quise comprobar su reacción al verlos sentados en aquel salón ajeno. Ya hablaríamos más tarde, cuando todo se hubiera calmado. Confiaba en que nos quedara para ello mucho tiempo.

En los grandes ojos claros de la esposa percibí una tremenda desorientación. Ella era quien me había dado las pautas para mi misión portuguesa, estaba completamente implicada en las acciones de su marido. Probablemente ambos estuvieran anudando a toda prisa los mismos cabos que yo terminé de atar la última vez que el capitán y yo nos vimos. Da Costa y Lisboa, la llegada intempestiva de Marcus a Madrid, la misma información aportada por los dos con apenas unas horas de diferencia. Todo aquello, obviamente, no era fruto del azar. Cómo se les podía haber escapado.

—El agente Logan y yo nos conocemos desde hace años, capitán, pero llevábamos bastante tiempo sin vernos y aún estamos terminando de ponernos al día sobre las actividades de cada uno de nosotros —aclaré entonces—. Yo ya estoy al tanto de sus circunstancias y responsabilidades; usted me ayudó enormemente hace muy poco. Por eso he pensado que tal vez tendría la amabilidad de colaborar también para informarle a él sobre las mías. Y de paso, también podrá así enterarse de ello mi padre. ¡Ah, perdón! Había olvidado decírselo: Gonzalo Alvarado es mi padre. Pierda cuidado: intentaremos dejarnos ver juntos en público lo menos posible, pero entienda que me resultará imposible romper mi relación con él.

Hillgarth no contestó: antes, desde debajo de sus cejas pobladas, volvió a observarnos a los dos con mirada de granito.

Imaginé el desconcierto de Gonzalo; probablemente fuera tan intenso como el de Marcus, pero ninguno de los dos pronunció siquiera una sílaba. Tan sólo, al igual que yo, se limitaron a esperar a que Hillgarth lograra digerir mi osadía. Su mujer, desconcertada, recurrió a un cigarrillo abriendo la pitillera con dedos nerviosos. Pasaron unos segundos incómodos en los que sólo se oyó el chasqueo repetido de su encendedor. Hasta que el agregado naval por fin habló.

—Si no lo aclaro yo, intuyo que lo hará usted de todas maneras…

—Me temo que no me dejará otra opción —dije regalándole la mejor de mis sonrisas. Una sonrisa nueva: plena, segura y levemente desafiante.

Sólo rompió el silencio el tintineo de los hielos contra el cristal al llevarse el whisky a la boca. Su mujer escondió la desorientación tras una potente calada a su Craven A.

—Imagino que éste es el precio que hay que pagar por lo que nos ha traído de Lisboa —dijo finalmente.

Por eso y por todas las misiones venideras en las que volveré a dejarme la piel, le doy mi palabra. Mi palabra de modista y mi palabra de espía.