Sin abrir aún los ojos, supe que Marcus ya no estaba a mi lado. De su paso por mi casa y mi cama no quedó el menor rastro visible. Ni una prenda olvidada, ni una nota de despedida: tan sólo su sabor pegado a mis entrañas. Pero yo sabía que iba a volver. Antes o después, en el momento más insospechado, aparecería de nuevo.
Me habría gustado demorar el momento de levantarme. Sólo una hora más, tal vez incluso media habría sido suficiente: el tiempo necesario para poder rememorar con calma todo lo sucedido en los últimos días y, sobre todo, en la última noche: lo vivido, lo percibido, lo sentido. Quise quedarme entre las sábanas y recrear cada segundo de las horas anteriores, pero no pudo ser. Hube de ponerme en marcha otra vez: me esperaban mil obligaciones, tenía que empezar a funcionar. Así que me di una ducha y arranqué. Era sábado y, aunque ni las chicas ni doña Manuela habían acudido aquel día al taller, todo estaba listo y a la vista para que pudiera ponerme al tanto de los ajetreos sobrevenidos durante mi ausencia. Las cosas parecían haber funcionado con buen ritmo: había modelos en los maniquíes, medidas anotadas en los cuadernos, retales y cortes que yo no dejé y apuntes en letra puntiaguda que detallaban quién había venido, quién había llamado y qué cosas necesitábamos resolver. No tuve tiempo, sin embargo, para atender todo aquello: al llegar el mediodía aún me quedaba un buen montón de cosas por solventar, pero no tuve más remedio que retrasarlas.
Embassy estaba hasta los topes, pero confié en que Hillgarth pudiera ver cómo dejaba caer el bolso al suelo nada más entrar. Lo hice parsimoniosa, casi con desfachatez. Tres espaldas caballerosas se doblaron inmediatamente para recogerlo. Sólo uno lo logró, un alto oficial alemán de uniforme que en ese mismo momento se disponía a empujar la puerta para salir a la calle. Le agradecí el gesto con la mejor de mis sonrisas mientras de refilón intentaba percibir si Hillgarth se había dado cuenta de mi llegada. Estaba en una mesa al fondo, en compañía como siempre. Di por hecho que me vio y que procesó el mensaje. Necesito verle urgentemente, había querido decir. Consulté entonces el reloj y simulé un gesto de sorpresa, como si acabara de recordar que en aquel mismo momento tenía una cita ineludible en algún otro sitio. Antes de las dos estaba de vuelta en casa. A las tres y cuarto me llegaron los bombones. En efecto, Hillgarth había captado mi aviso. Me citaba para las cuatro y media, de nuevo en la consulta del doctor Rico.
El protocolo fue el mismo. Llegué sola y no me crucé con nadie en la escalera. Volvió a abrirme la puerta la misma enfermera y a conducirme a la consulta.
—Buenas tardes, Sidi. Me alegro de tenerla de vuelta. ¿Ha tenido un buen viaje? Se oyen maravillas del Lusitania Express.
Estaba de pie junto a la ventana, vestido con uno de sus trajes impecables. Se acercó para estrecharme la mano.
—Buenas tardes, capitán. Un viaje excelente, gracias; los compartimentos de Gran Clase son una verdadera delicia. Quería verle cuanto antes para ponerle al tanto de mi estancia.
—Se lo agradezco. Siéntese, por favor. ¿Un cigarrillo?
Su actitud era relajada y el apremio por conocer las conclusiones de mi trabajo parecía no existir. La urgencia de dos semanas atrás se había diluido como por arte de magia.
—Todo ha resultado bien y creo que he conseguido datos muy interesantes. Tenían razón ustedes en sus presuposiciones: Da Silva ha estado negociando con los alemanes para suministrarles wolframio. El trato definitivo se cerró el jueves por la noche en su casa, con asistencia de Johannes Bernhardt.
—Buen trabajo, Sidi. Esa información va a resultarnos de gran utilidad.
No parecía sorprendido. Ni impresionado. Ni agradecido. Neutro e impasible. Como si aquello no le resultara nuevo.
—No parece extrañarle la noticia —dije—. ¿Sabía ya algo al respecto?
Encendió un Craven A y su respuesta llegó con la primera bocanada de humo.
—Esta misma mañana nos han informado del encuentro de Da Silva con Bernhardt. Tratándose de él, en este momento lo único que pueden estar gestionando es algo relacionado con el suministro de wolframio, lo cual nos confirma lo que sospechábamos: la deslealtad de Da Silva hacia nosotros. Ya hemos transmitido un memorándum a Londres informando al respecto.
Aunque noté un pequeño estremecimiento, intenté sonar natural. Mis presuposiciones iban por buen camino, pero aún tenía que seguir avanzando.
—Vaya, qué coincidencia que alguien les haya puesto hoy mismo al tanto. Creí que yo era la única a cargo de esta misión.
—A media mañana hemos recibido por sorpresa a un agente emplazado en Portugal. Ha sido algo totalmente inesperado; salió anoche de Lisboa en automóvil.
—¿Y vio ese agente a Bernhardt reunido con Da Silva? —pregunté con fingida sorpresa.
—Él personalmente, no, pero alguien de su entera confianza sí lo hizo.
Estuve a punto de echarme a reír. Así que su agente había sido informado acerca de Bernhardt por alguien de su entera confianza. Bueno, después de todo, aquello era un halago.
—Bernhardt nos interesa muchísimo —prosiguió Hillgarth ajeno a mis pensamientos—. Como le dije en Tánger, él es el cerebro de Sofindus, la corporación bajo la que el Tercer Reich realiza sus transacciones empresariales en España. Saber que está en tratos con Da Silva en Portugal va a tener un impacto enorme para nosotros porque…
—Disculpe, capitán —interrumpí—. Permítame que le haga otra pregunta. El agente que le ha informado de que Bernhardt ha negociado con Da Silva, ¿es también alguien del SOE, uno de sus recientes fichajes como yo?
Apagó el cigarrillo concienzudamente antes de responder. Después alzó los ojos.
—¿Por qué lo pregunta?
Sonreí con todo el candor que mi falsedad fue capaz de impostar.
—Por nada en concreto —dije encogiéndome de hombros—. Es una coincidencia tan casual que los dos hayamos aparecido con la misma información exactamente el mismo día que la situación me resulta hasta graciosa.
—Pues lamento desencantarla, pero no, me temo que no se trata de un agente del SOE recién captado para esta guerra. La información nos ha llegado a través uno de nuestros hombres del SIS, nuestro Servicio de Inteligencia digamos convencional. Y no nos cabe la menor duda acerca de su veracidad: se trata de un agente de absoluta solidez con bastantes años de experiencia. Un pata negra, como dirían ustedes los españoles.
Clic. Un escalofrío me recorrió la espalda. Todas las piezas se habían acoplado ya. Lo oído encajaba limpiamente en mis previsiones, pero palpar la certeza con toda su contundencia fue como sentir un soplo de aire frío en el alma. Sin embargo, no era momento de perderme en sensaciones, sino de seguir progresando. De demostrar a Hillgarth que las agentes advenedizas también éramos capaces de dejarnos la piel en las misiones que nos encomendaban.
—Y su hombre del SIS, ¿le ha informado de algo más? —pregunté clavándole la mirada.
—No, lamentablemente, no ha podido aportarnos ningún detalle preciso, pero…
No le dejé continuar.
—¿No le ha hablado de cómo y dónde tuvo lugar la negociación, ni le ha dado los nombres y apellidos de todos los que allí estuvieron presentes? ¿No le ha informado sobre los términos acordados, las cantidades de wolframio que tienen previsto extraer, el precio de la tonelada, la forma de hacer los pagos y la manera de burlar los impuestos de exportación? ¿No le ha dicho que van a cortar el suministro de manera radical a los ingleses en menos de dos semanas? ¿No le ha contado que Da Silva, además de traicionarles a ustedes, ha conseguido arrastrar consigo a los mayores propietarios de minas de la Beira para poder negociar en bloque unas condiciones más ventajosas con los alemanes?
Bajo las cejas pobladas, la mirada del agregado naval se había vuelto de acero. Su voz sonó rota.
—¿Cómo ha sabido todo eso, Sidi?
Le mantuve la mirada con orgullo. Me habían obligado a andar al borde de un precipicio durante más de diez días y yo había conseguido alcanzar el final sin despeñarme: era hora de hacerle saber qué había encontrado al llegar.
—Porque cuando una modista hace bien su trabajo, cumple hasta el final.
Durante toda la conversación mantuve mi cuaderno de patrones discretamente colocado en las rodillas. Tenía la cubierta medio arrancada, algunas páginas dobladas y un buen montón de manchas y restos de suciedad que testimoniaban los movidos avatares por los que había pasado desde que abandonara el armario de mi hotel en Estoril. Lo dejé entonces encima de la mesa y puse las manos abiertas sobre él.
—Aquí están todos los detalles: hasta la última sílaba de lo que esa noche quedó pactado. ¿Tampoco le ha hablado de un cuaderno su agente del SIS?
El hombre que acababa de reentrar en mi vida de una forma tan arrolladora era sin duda un cuajado espía al servicio de la Inteligencia Secreta de su majestad, pero, en aquel turbio asunto del wolframio, yo acababa de ganarle por la mano la partida.