Al aproximarnos comprobé que ya había varios coches aparcados en línea en un lateral. Grandes, brillantes, oscuros. Imponentes.
La quinta de Da Silva se encontraba en el campo, no demasiado lejos de Estoril, pero sí a la distancia suficiente como para que jamás lograra regresar por mí misma. Me fijé en algunas indicaciones: Guincho, Malveira, Colares, Sintra. Aun así, no tenía la menor idea de dónde estábamos.
Joao frenó con suavidad y los neumáticos rechinaron sobre la gravilla. Esperé a que me abriera la puerta. Saqué un pie primero, despacio; el otro después. Entonces vi su mano extendida hacia mí.
—Bienvenida a la Quinta da Fonte, Arish.
Salí del coche lentamente. El lamé dorado se me ceñía al cuerpo moldeando mi silueta, en el pelo llevaba una de las tres orquídeas que él mismo me había enviado por intermediación de Gamboa. Busqué al asistente con ojos rápidos mientras descendía, pero no estaba allí.
La noche olía a naranjos y a frescor de cipreses, los faroles de la fachada desprendían una luz que parecía derretirse sobre las piedras de la gran casa. Al ascender por las escaleras del porche agarrada de su brazo, comprobé que sobre la puerta de entrada había un monumental escudo de armas.
—El emblema de la familia Da Costa, supongo.
De sobra sabía que el abuelo tabernero difícilmente podría haber soñado con un escudo de abolengo, pero no creí que él notara la ironía.
Los invitados esperaban en un amplio salón cargado de muebles pesados con una gran chimenea apagada en un extremo. Los centros de flores repartidos por la estancia no lograban restar frialdad al ambiente. Tampoco contribuía a proporcionar una sensación cálida el incómodo silencio en el que se encontraban todos los presentes. Los conté con rapidez. Dos, cuatro, seis, ocho, diez. Diez personas, cinco parejas. Y Da Silva. Y yo. Doce en total. Como si me leyera el pensamiento, Manuel anunció:
—Aún falta alguien más, otro invitado alemán que no tardará en llegar. Ven, Arish, voy a presentarte.
La proporción, de momento, estaba casi equilibrada: tres pares de portugueses y dos de alemanes, más aquél a quien se esperaba. Hasta ahí llegaba la simetría; sólo hasta ahí, porque todo lo demás era extrañamente disonante. Los alemanes vestían de oscuro: sobrios, discretos, a tono con el lugar y el evento. Sus esposas, sin mostrar una elegancia deslumbrante, lucían sus vestidos con clase y rezumaban saber estar. Los portugueses, sin embargo, eran harina de otro costal. Ellos y ellas, todos. Aunque los hombres llevaban trajes de buenos paños, su calidad se veía enturbiada por la escasa gallardía de las perchas que los portaban: cuerpos de hombres de campo, de piernas cortas, cuellos gruesos y manos anchas llenas de uñas rotas y callosidades. Los tres mostraban con ostentación un par de flamantes plumas estilográficas en el bolsillo superior de la chaqueta y, a poco que sonrieran, en sus bocas se distinguía el brillo de varios dientes de oro. Sus mujeres, también de hechuras vulgares, se esforzaban por mantener el equilibrio sobre lustrosos zapatos de tacón en los que apenas les cabían los pies hinchados; una de ellas llevaba un casquete pésimamente colocado; del hombro de otra colgaba una enorme estola de piel que se escurría hacia el suelo a cada momento. La tercera se limpiaba la boca con el dorso de la mano cada vez que comía un canapé.
Antes de llegar, pensaba erróneamente que Manuel me había invitado a su fiesta para lucirme delante de sus invitados: un objeto decorativo exótico que reforzaba su papel de macho poderoso y que tal vez podría servirle para entretener a las señoras asistentes hablando de moda y contando anécdotas sobre los altos cargos alemanes en España y otras banalidades de la misma intensidad. Sin embargo, nada más percibir el ambiente, supe que me había equivocado. Aunque me había recibido como a una invitada más, Da Silva no me había llevado allí de comparsa, sino para que le acompañara en el papel de maestra de ceremonias y le ayudara a pastorear con tino a aquella peculiar fauna. Mi papel sería hacer de bisagra entre las alemanas y las portuguesas; tender un puente sin el cual las señoras de ambos grupos habrían sido incapaces de cruzar nada más que miradas a lo largo de toda la noche. Si él tenía cuestiones importantes que solventar, lo último que en ese momento necesitaba a su alrededor eran unas cuantas mujeres aburridas y malhumoradas, ansiosas por que sus maridos las sacaran de allí. Para eso me quería, para que le echara una mano. Yo le lancé el guante el día anterior y él lo había recogido: ambos ganábamos algo.
Bien, Manuel, voy a darte lo que quieres, pensé. Espero que tú hagas lo mismo conmigo después. Y para que todo funcionara como él había previsto, hice con mis miedos una bola compacta, me la tragué, y saqué a pasear la cara más fascinadora de mi falsa personalidad. Con ella por bandera, extendí mi supuesto encanto hasta el infinito y derroché simpatía distribuyéndola de manera equilibrada entre las dos nacionalidades. Alabé el casquete y la estola de las mujeres de la Beira, hice un par de bromas que todos rieron, me dejé rozar el trasero por un portugués y elogié las excelencias del pueblo alemán. Sin pudor.
Hasta que por la puerta apareció una nube negra.
—Disculpen, amigos —anunció Da Silva—. Quiero presentarles a Johannes Bernhardt.
Estaba más envejecido, había engordado y perdido pelo, pero era, sin ninguna duda, el mismo Bernhardt de Tetuán. El que paseaba a menudo por la calle Generalísimo del brazo de una señora que en ese momento no le acompañaba. El que negoció con Serrano Suñer la instalación de antenas alemanas en territorio marroquí y acordó con él dejar a Beigbeder al margen de esos asuntos. El que nunca supo que yo los había oído tumbada en el suelo, oculta tras un sofá.
—Perdonen el retraso. El automóvil se nos ha averiado y hemos tenido que hacer una larga parada en Elvas.
Intenté ocultar mi desconcierto aceptando la copa que un camarero me ofreció mientras hacía cuentas precipitadamente: cuándo fue la última vez que coincidimos en algún lugar, cuántas veces me había cruzado con él por la calle, durante cuánto tiempo le vi aquella noche en la Alta Comisaría. Cuando Hillgarth me anunció que Bernhardt estaba instalado en la Península y dirigía la gran corporación que gestionaba los intereses económicos nazis en España, le dije que probablemente no me reconocería si alguna vez llegara a encontrarme con él. Ahora, sin embargo, no estaba tan segura.
Comenzaron las presentaciones y me coloqué de espaldas mientras los hombres hablaban, desviviéndome en apariencia por mostrarme encantadora con las señoras. El nuevo tema de conversación era la orquídea de mi pelo y, mientras doblaba las piernas y giraba la cabeza para dejar que todas la admiraran, me concentré en captar retazos de información. Registré los nombres de nuevo, así los recordaría con más seguridad: Weiss y Wolters eran los alemanes a los que Bernhardt, recién llegado de España, no conocía. Almeida, Rodrigues y Ribeiro los portugueses. Portugueses de la Beira, hombres de la montaña. Propietarios de minas; no, más correctamente pequeños propietarios de malas tierras en las que la divina providencia había puesto una mina. ¿Una mina de qué? Aún lo desconocía: a esas alturas seguía sin saber qué era la dichosa baba de lobo que Beatriz Oliveira mencionó en la iglesia. Y entonces, por fin oí la palabra ansiada: wolframio.
Del fondo de la memoria rescaté atropelladamente los datos que Hillgarth me facilitó en Tánger: se trataba de un mineral fundamental en la fabricación de proyectiles para la guerra. Y, enganchado a aquel recuerdo, recuperé otro más: en su compra a gran escala estaba implicado Bernhardt. Sólo que Hillgarth me había hablado de su interés por yacimientos en Galicia y Extremadura; probablemente entonces aún no podía prever que sus tentáculos acabarían cruzando la frontera, llegando a Portugal y entrando en negociaciones con un empresario traidor que había decidido dejar de suministrar a los ingleses para complacer las demandas de sus enemigos. Noté un temblor en las piernas y busqué cobijo en un sorbo de champán. Manuel da Silva no andaba metido en asuntos de compra y venta de seda, madera o algún otro producto colonial igualmente inocuo, sino en algo mucho más peligroso y siniestro: su nuevo negocio se centraba en un metal que serviría a los alemanes para reforzar su armamento y multiplicaría su capacidad para seguir matando.
Las invitadas me sacaron del ensimismamiento reclamando mi atención. Querían saber de dónde provenía aquella flor maravillosa que descansaba tras mi oreja izquierda, confirmar que era verdaderamente natural, saber cómo se cultivaba: mil preguntas que a mí no me interesaban en absoluto, pero que no pude evitar responder. Era una flor tropical; sí, verdaderamente natural, por supuesto; no, no tenía idea de si la Beira sería un buen sitio para cultivar orquídeas.
—Señoras, permítanme que les presente a nuestro último invitado —interrumpió de nuevo Manuel.
Contuve el aliento hasta que me llegó el turno. La última.
—Y ésta es mi querida amiga la señorita Arish Agoriuq.
Me miró sin parpadear un segundo. Dos. Tres.
—¿Nos conocemos?
Sonríe, Sira, sonríe, me exigí.
—No, creo que no —dije tendiéndole la mano derecha con languidez.
—A menos que hayan coincidido en algún sitio en Madrid —apuntó Manuel. Afortunadamente, no parecía conocer a Bernhardt lo suficiente como para saber que en algún momento de su pasado había vivido en Marruecos.
—¿En Embassy, tal vez? —sugerí.
—No, no; estoy muy poco en Madrid últimamente. Viajo mucho y a mi mujer le gusta el mar, así que estamos instalados en Denia, cerca de Valencia. No, su cara me resulta familiar de algún otro sitio, pero…
Me salvó el mayordomo. Señoras, señores, la cena está servida.
En ausencia de anfitriona consorte, Da Silva se saltó el protocolo y me situó en una cabecera de la mesa. En la otra, él. Intenté ocultar mi inquietud volcándome en atenciones con los invitados, pero la sensación de angustia era tal que apenas pude comer. Al sobresalto generado por la visita de Gamboa a mi habitación, se habían unido la llegada imprevista de Bernhardt y la constancia del sucio negocio en el que Da Silva andaba enfangado. Por si no tuviera suficiente con aquello, también se me exigía mantener el porte e impostar el papel de señora de la casa.
La sopa llegó en sopera de plata, el vino, en decantadores de cristal y el marisco, en enormes bandejas rebosantes de crustáceos. Hice malabares para resultar atenta con todos. Indiqué disimuladamente a las portuguesas qué cubiertos debían usar en cada momento e intercambié frases con las alemanas: sí, por supuesto que conocía a la baronesa Stohrer; sí, y a Gloria von Fürstenberg también; claro, claro que sabía que Horcher estaba a punto de abrir sus puertas en Madrid. La cena transcurrió sin incidentes y Bernhardt, por ventura, no volvió a prestarme atención.
—Bien, señoras, y ahora, si no les importa, los señores vamos a retirarnos a charlar —anunció Manuel tras el postre.
Me contuve retorciendo el mantel entre los dedos. No podía ser, no podía hacerme eso. Yo ya había cumplido con mi parte; ahora me correspondía recibir. Había complacido a todos, me había comportado como una anfitriona ejemplar sin serlo y necesitaba una compensación. En el momento en que iban a centrarse en lo que más me interesaba, no podía dejar que se me escaparan. Afortunadamente, el vino había acompañado a los platos sin la menor moderación y los ánimos parecían haberse destensado. Sobre todo, los de los portugueses.
—¡No, hombre, no, Da Silva, por Dios! —gritó uno de ellos dándole una sonora palmada en la espalda—. ¡No sea usted tan antiguo, amigo! ¡En el mundo moderno de la capital, los hombres y las mujeres van juntos a todas partes!
Titubeó un segundo Manuel; a todas luces prefería mantener el resto de la conversación en privado, pero los de la Beira no le dieron opción: se levantaron ruidosamente de la mesa y se dirigieron de nuevo al salón con el ánimo exaltado. Uno de ellos pasó un brazo por los hombros de Da Silva, otro me ofreció el suyo a mí. Parecían exultantes una vez superado el retraimiento inicial de verse recibidos en la gran casa de un hombre rico. Aquella noche iban a cerrar un trato que les permitiría dar un portazo a la miseria para ellos, sus hijos y los hijos de sus hijos; no había razón alguna para hacerlo a espaldas de sus propias mujeres.
Sirvieron café, licores, tabaco y bombones; recordé que de la compra de éstos se había encargado Beatriz Oliveira. También de los centros de flores, elegantes sin ostentación. Supuse que había sido ella quien eligió las orquídeas que recibí aquella misma tarde y volví a sentir un estremecimiento al rememorar la inesperada visita de Marcus. Un estremecimiento doble. De afecto y gratitud hacia él por preocuparse por mí de esa manera; de temor una vez más por el recuerdo del incidente del sombrero ante los ojos del ayudante. Gamboa seguía sin dejarse ver; quizá, con un poco de suerte, estaría cenando un guiso casero con su familia, oyendo a su mujer quejarse por los precios de la carne y olvidándose de que había detectado la presencia de otro hombre en la habitación de la extranjera a la que su patrón cortejaba.
Aunque no consiguió separarnos en distintas estancias, al menos Manuel logró que nos sentáramos en zonas diferentes. Los hombres lo hicieron en un extremo de la amplia sala, en sillones de cuero frente a la chimenea apagada. Las mujeres, junto a un gran ventanal volcado sobre el jardín.
Comenzaron a hablar mientras nosotras halagábamos la calidad de los chocolates. Los alemanes abrieron la conversación planteando sus cuestiones con tono sobrio a la vez que yo me esforzaba por agudizar el oído y anotaba mentalmente todo lo que desde la distancia iba oyendo. Pozos, concesiones, permisos, toneladas. Los portugueses ponían pegas y objeciones, subiendo el volumen, hablando deprisa. Posiblemente los primeros quisieran sacarles hasta las asaduras y los hombres de la Beira, montañeses rudos acostumbrados a no fiarse ni de su padre, no estaban por la labor de dejarse comprar a cualquier precio. El ambiente, por suerte para mí, se fue caldeando. Las voces eran ahora plenamente audibles, a veces hasta explosivas. Y mi cabeza, como una máquina, no paró de registrar lo que decían. Aunque no acababa de tener una idea completa de todo lo que allí se estaba negociando, sí pude absorber una gran cantidad de datos sueltos. Galerías, espuertas y camiones, perforaciones y vagonetas. Wolframio libre y wolframio controlado. Wolframio de calidad, sin cuarzo ni piritas. Impuesto sobre exportaciones. Seiscientos mil escudos por tonelada, tres mil toneladas por año. Pagarés, lingotes de oro y cuentas en Zúrich. Y además logré algunas tajadas suculentas, porciones completas de información. Como que Da Silva llevaba semanas moviendo hábilmente los hilos para aunar a los principales propietarios de yacimientos con el fin de que se volcaran a negociar con los alemanes en exclusiva. Como que, si todo marchaba según lo previsto, en menos de dos semanas bloquearían de golpe y en conjunto todas las ventas a los ingleses.
Las cantidades de dinero de las que hablaban me permitieron entender el aspecto de nuevos ricos de los wolframistas y sus mujeres. Aquello estaba convirtiendo a humildes campesinos en prósperos propietarios sin tener siquiera que trabajar: las plumas estilográficas, los dientes de oro y las estolas de piel no eran más que una pequeña muestra de los millones de escudos que iban a obtener si permitían a los alemanes perforar sus tierras sin impedimentos.
La noche avanzaba y, a medida que en mi mente se iba perfilando la verdadera envergadura de aquel negocio, mis temores aumentaron también. Lo que estaba oyendo era tan privado, tan atroz y tan comprometido que preferí no imaginar las consecuencias a las que habría de enfrentarme si Manuel da Silva llegara a enterarse de quién era yo y para quién trabajaba. La conversación entre los hombres se mantuvo a lo largo de casi dos horas, pero, a medida que ésta se agitaba, la reunión de mujeres iba decayendo. Cada vez que percibía que la negociación se enroscaba en algún punto sin aportar nada nuevo, volvía a concentrarme en sus esposas, pero las mujeres portuguesas hacía rato que se habían desentendido de mí y de mis esfuerzos por mantenerlas entretenidas, y daban ya cabezadas incapaces de contener el sueño. En su crudo día a día rural, probablemente se acostaran al caer el sol y se levantaran al alba para dar de comer a los animales y atender las faenas del campo y la cocina; aquel trasnoche cargado de vino, bombones y opulencia superaba con mucho lo que podían soportar. Me centré entonces en las alemanas, pero tampoco ellas parecían excesivamente comunicativas: una vez revisados los lugares comunes, nos faltaban afinidad y capacidades lingüísticas para seguir manteniendo avivada la charla.
Me estaba quedando sin audiencia y sin recursos: mi papel de anfitriona ayudante se estaba desvaneciendo, tenía que pensar en alguna manera de que aquello no muriera del todo y, a la vez, debía esforzarme por mantenerme alerta y seguir absorbiendo información. Y entonces, al fondo, en el lado masculino del salón, estalló una gran carcajada colectiva. Después vinieron choques de manos, abrazos y parabienes. El trato estaba cerrado.