59

—¿Cuánto quiere por llevarme a Lisboa?

El hombre miró a un lado y a otro para asegurarse de que nadie nos observaba. Después se quitó la gorra y se rascó la cabeza con furia.

—Diez escudos —dijo sin sacarse la colilla de la boca.

Le tendí un billete de veinte.

—Vamos.

Había intentado dormir sin conseguirlo: los sentimientos y las sensaciones se me cruzaban entremezclados en la mente rebotando contra las paredes del cerebro. Satisfacción porque la misión por fin se movía, ansiedad ante lo que aún me aguardaba, desazón por la triste certeza de lo averiguado. Y además, y por encima de todo ello, el temor de conocer que Marcus Logan formaba parte de una lista siniestra, la intuición de que probablemente él no lo supiera, y la frustración por no tener manera de hacérselo saber. No tenía idea de dónde encontrarle, tan sólo me había cruzado con él en dos sitios tan dispares como alejados. Quizá el único lugar donde pudieran darme algún dato fuera en las propias oficinas de Da Silva, pero no debía abordar de nuevo a Beatriz Oliveira, y menos ahora que su jefe estaba ya de vuelta.

La una de la mañana, la una y media, las dos menos cuarto. A ratos tenía calor, a ratos frío. Las dos, las dos y diez. Me levanté varias veces, abrí y cerré el balcón, bebí un vaso de agua, encendí la luz, la apagué. Las tres menos veinte, las tres, las tres y cuarto. Y entonces, de pronto, creí tener la solución. O, por lo menos, algo que podría aproximarse.

Me vestí con la ropa más oscura que encontré en el armario: un traje de mohair negro, un chaquetón gris plomo y un sombrero de ala encajado hasta las cejas. La llave de la habitación y un puñado de billetes fue lo último que cogí. No necesitaba nada más, aparte de suerte.

Bajé de puntillas por la escalera de servicio, todo estaba en calma y prácticamente a oscuras. Avancé sin tener una idea clara de por dónde me movía, dejándome llevar por el instinto. Las cocinas, las despensas, los lavaderos, los cuartos de las calderas. Alcancé la calle por una puerta trasera del sótano. No era la mejor de las opciones, ciertamente: acababa de darme cuenta de que aquélla era la salida de las basuras. Al menos serían basuras de ricos.

Era noche cerrada, las luces del casino brillaban a unos cientos de metros y de vez en cuando se oía a alguno de los últimos trasnochadores: una despedida, una carcajada ahogada, el motor de un coche. Y luego, silencio. Me acomodé a esperar con las solapas subidas y las manos en los bolsillos, sentada en un bordillo y protegida por una pila de cajones de sifón. Provenía de un barrio de trabajadores, sabía que no faltaría demasiado para que empezara el movimiento: eran muchos los que madrugaban para hacer la vida más grata a quienes podían permitirse el lujo de dormir hasta bien entrada la mañana. Antes de las cuatro se encendieron las primeras luces en los bajos del hotel, al poco salió una pareja de empleados. Se detuvieron a encender un cigarro en la puerta cobijando la lumbre con los huecos de las manos y se alejaron después andando sin prisa. El primer vehículo fue una especie de camioneta: arrojó sin acercarse a más de una docena de mujeres jóvenes y se volvió a marchar. Entraron ellas rumiando su sueño; las camareras del nuevo turno, supuse. El segundo motor correspondió a un motocarro. De él salió un individuo flaco y mal afeitado que comenzó a trastear en la parte trasera en busca de alguna mercancía. Le vi después entrar en las cocinas acarreando un gran canasto de mimbre que contenía algo que pesaba poco y que, entre la noche y la distancia, no logré distinguir. Cuando terminó, se dirigió de nuevo al pequeño vehículo y entonces le abordé.

Intenté limpiar con un pañuelo las pajas que cubrían el asiento, pero no lo conseguí. Olía a gallinaza y por todas partes había plumas, cáscaras rotas y restos de excrementos. Los huevos del desayuno se presentaban a los huéspedes primorosamente fritos o revueltos sobre un plato de porcelana con filo dorado. El vehículo en el que los transportaban desde las ponedoras hasta las cocinas del hotel era bastante menos elegante. Intenté no pensar en el suave cuero de los asientos del Bentley de Joao mientras avanzábamos tambaleándonos al ritmo del traqueteo del motocarro. Iba sentada a la derecha del repartidor de huevos, encogidos los dos en la estrechura de un asiento delantero que apenas medía medio metro. A pesar del cercano contacto físico, no cruzamos una palabra en todo el camino, excepto las que necesité para darle la dirección a la que me tenía que llevar.

—Aquí es —dijo cuando llegamos.

Reconocí la fachada.

—Cincuenta escudos más si me recoge dentro de dos horas.

No necesitó hablar para confirmar que lo haría: un gesto tocando la visera de la gorra vino a decir trato hecho.

El portal estaba cerrado, me senté en un banco de piedra a aguardar al sereno. Con el sombrero calado y las solapas del chaquetón aún alzadas, maté la incertidumbre intentando quitar una a una las pajas y las plumas que se me habían quedado prendidas a la ropa. Afortunadamente, no tuve que esperar demasiado: en menos de un cuarto de hora acudió quien yo esperaba blandiendo un gran aro lleno de llaves. Se tragó la historieta que le conté a trompicones sobre un bolso olvidado y me dejó entrar. Busqué el nombre en los buzones, subí corriendo dos tramos de escaleras y llamé a la puerta con un puño de bronce más grande que mi propia mano.

No tardaron en despertarse. Primero oí a alguien moverse con el andar cansino de quien arrastra un par de zapatillas viejas. La mirilla se descorrió y al otro lado encontré un ojo oscuro lleno de legañas y extrañeza. Después me llegó el sonido de pasos más dinámicos y diligentes. Y voces, voces bajas y precipitadas. Aun amortiguada por el espesor de la robusta puerta de madera, reconocí una de ellas. La que yo buscaba. Lo confirmé cuando un nuevo ojo, vivo y azul, se asomó por el pequeño reducto.

—Rosalinda, soy Sira. Abre, por favor.

Un cerrojo, ras. Otro más.

El reencuentro fue precipitado, lleno de alegría contenida y alboroto de susurros.

—What a marvellous surprise! Pero ¿qué haces aquí en mitad de la noite, my dear? Me dijeron que ibas a venir a Lisboa y que no podría verte, ¿cómo va todo en Madrid?, ¿qué tal…?

Mi alegría era también inmensa, pero el temor me hizo retomar prudencia.

—Ssssshhhhhh… —dije intentando contenerla. No me hizo caso y continuó con su entusiasta bienvenida. Incluso sacada de la cama en plena madrugada, mantenía el glamour de siempre. La osamenta delicada y la piel transparente cubiertas por una bata de seda marfil que le llegaba a los pies, la melena ondulada un poco más corta quizá, la boca llena de palabras atropelladas que entremezclaban como antes el inglés, el español y el portugués.

Sentirla tan cerca levantó la veda a un millón de preguntas agazapadas. Qué habría sido de ella a lo largo de aquellos meses desde su huida precipitada de España, con qué argucias habría logrado salir adelante, cómo habría asumido la caída de Beigbeder. Su casa rezumaba lujo y bienestar, pero yo sabía que la fragilidad de sus recursos financieros le impedían costear por sí misma una residencia así. Preferí no preguntar. Por duros que hubieran sido los envites y oscuras las circunstancias, Rosalinda Fox seguía irradiando la misma vitalidad positiva de siempre, ese optimismo capaz de tumbar barreras, sortear escollos o levantar a un muerto si su voluntad así lo quisiera.

Recorrimos el largo pasillo agarradas del brazo, hablando entre susurros y sombras. Llegamos a su cuarto, cerró tras sí, y el recuerdo de Tetuán me invadió de pronto como una bocanada de aire africano. La alfombra berberisca, un farol moruno, los cuadros. Reconocí una acuarela de Bertuchi: las paredes encaladas de la morería, las rifeñas vendiendo naranjas, un mulo cargado, jaiques y chilabas y, al fondo, el alminar de una mezquita recortado sobre el cielo marroquí. Aparté la vista; no era momento para la nostalgia.

—Tengo que encontrar a Marcus Logan.

—Vaya, qué coincidencia. Él vino a verme hace unos días: quería saber de ti.

—¿Qué le dijiste? —pregunté alarmada.

—Sólo la verdad —dijo alzando la mano derecha como dispuesta a prestar juramento—. Que la última vez que te vi fue el año pasado en Tánger.

—¿Sabes cómo encontrarle?

—No. Quedó en que volvería a pasarse por El Galgo, nada más.

—¿Qué es El Galgo?

—Mi club —dijo con un guiño mientras se recostaba en la cama—. Un fantástico negocio que he abierto a medias con un amigo. Nos estamos forrando —remató con una carcajada—. Pero ya te contaré todo eso en otro momento, vamos a centrarnos ahora en cuestiones más urgentes. No sé dónde encontrar a Marcus, darling. No sé dónde vive ni tengo su número de teléfono. Pero ven, siéntate aquí a mi lado y cuéntame la historia, a ver si se nos ocurre algo.

Qué consuelo haber reencontrado a la Rosalinda de siempre. Extravagante e imprevisible, pero también eficaz, rápida y resolutiva aun en mitad de la noche. Una vez superada la sorpresa inicial y una vez que tuvo claro que mi visita tenía un objetivo concreto, no perdió el tiempo en preguntar inutilidades, ni quiso saber sobre mi vida en Madrid ni acerca de mis quehaceres a las órdenes de aquel Servicio Secreto a cuyos brazos ella misma me lanzó. Tan sólo entendió que había algo que resolver urgentemente y se dispuso a ayudarme.

Resumí la historia de Da Silva y lo que Marcus tenía que ver en ella. Nos mantuvimos alumbradas tan sólo por la luz tenue de una pantalla de seda plisada, acomodadas ambas en su gran cama. Aunque sabía que estaba contraviniendo las órdenes expresas de Hillgarth de no contactar con Rosalinda bajo ningún concepto, no me preocupó hacerla partícipe de los entresijos de mi misión: confiaba en ella con los ojos cerrados y era la única persona a la que podía acudir. Además, en cierta manera ellos mismos habían provocado que acabara buscándola: me habían enviado a Portugal tan desprotegida, tan sin asideros, que no tuve otra opción.

—Veo a Marcus muy de vez en cuando: a veces pasa por el club, en alguna ocasión hemos coincidido en el restaurante del hotel Aviz y un par de noches, igual que tú, nos cruzamos en el casino de Estoril. Siempre encantador, pero algo esquivo acerca de sus ocupaciones: nunca me ha dejado claro a qué se dedica ahora pero, desde luego, dudo mucho que sea al periodismo. Cada vez que nos encontramos, hablamos un par de minutos y nos despedimos con cariño prometiendo vernos más a menudo, pero nunca lo hacemos. No tengo idea de en qué anda metido, darling. Desconozco si sus asuntos son limpios o necesitan pasar por la lavandería. Ni siquiera sé si reside permanentemente en Lisboa, o va y viene a Londres o a algún otro sitio. Pero si me das un par de días, puedo intentar hacer averiguaciones.

—Creo que no hay tiempo. Da Silva ya ha dado instrucciones de que le quiten de en medio para dejar el camino libre a los alemanes. Tengo que avisarle cuanto antes.

—Ten cuidado, Sira. Tal vez él mismo esté metido en algo oscuro que tú desconozcas. No te han dicho qué tipo de negocios le unían a Da Silva y ha pasado mucho tiempo desde que convivimos con él en Marruecos; no sabemos qué ha sido de su vida desde que se marchó hasta ahora. Y, de hecho, tampoco supimos mucho entonces.

—Pero consiguió traer a mi madre…

—Fue un simple mediador y, además, lo hizo a cambio de algo. No fue un favor desinteresado, recuérdalo.

—Y sabíamos que era periodista…

—Eso suponíamos, pero la verdad es que nunca vimos publicada la famosa entrevista con Juan Luis que supuestamente fue el motivo que le llevó a Tetuán.

—Quizá…

—Ni tampoco el reportaje sobre el Marruecos español por el que se quedó allí durante todas aquellas semanas.

Había mil razones que podrían justificar todo eso y seguro que era fácil encontrarlas, pero no podía perder el tiempo con ellas. África era el ayer, Portugal el presente. Y el apremio estaba en el aquí y el ahora.

—Tienes que ayudarme a encontrarle —insistí saltando por encima de los recelos—. Da Silva ya tiene a su gente alerta, al menos hay que poner a Marcus sobre aviso; él sabrá qué hacer después.

—Por supuesto que voy a intentar localizarle, my dear, quédate tranquila. Pero sólo quiero pedirte que actúes con cautela y tengas en cuenta que todos hemos cambiado enormemente, que ninguno de nosotros es ya quien un día fue. En el Tetuán de hace unos años tú eras una joven modista y yo, la amante feliz de un hombre poderoso; mira ahora en qué nos hemos convertido, fíjate dónde estamos las dos y cómo hemos tenido que vernos. Marcus y sus circunstancias probablemente hayan cambiado también: es ley de vida, y más aún en estos tiempos. Y si sabíamos poco de él entonces, menos aún sabemos ahora.

—Ahora se dedica a los negocios, me informó el propio Da Silva.

Recibió mi explicación con una risa irónica.

—No seas ingenua, Sira. La palabra «negocios» en estos días es como un gran paraguas negro que puede tapar cualquier cosa.

—¿Me estás diciendo entonces que no debo ayudarle? —dije intentando no sonar confusa.

—No. Lo que estoy haciendo es aconsejarte para que tengas mucho cuidado y no arriesgues más de la cuenta, porque ni siquiera conoces con certeza quién es y en qué anda metido el hombre al que estás intentando proteger. Es curioso las vueltas que da la vida, ¿verdad? —continuó con una media sonrisa retirándose de la cara su eterna onda rubia—. Él estaba loco por ti en Tetuán y tú te negaste a implicarte del todo con él a pesar de lo mucho que os atraíais los dos. Y ahora, después de tanto tiempo, por protegerle te arriesgas a que te desenmascaren, a jugarte la misión, y quién sabe si algo más, y todo ello en un país en el que estás sola y apenas conoces a nadie. Sigo sin entender por qué fuiste tan reacia a empezar con Marcus algo en serio, pero muy profundo debió de ser lo que dejó en ti cuando te estás exponiendo por él de esta manera.

—Te lo conté cien veces. No quise una nueva relación porque la historia de Ramiro todavía estaba reciente, porque aún tenía abiertas las heridas.

—Pero había pasado tiempo…

—No el suficiente. Me daba pánico volver a sufrir, Rosalinda, me daba tanto miedo… Lo de Ramiro fue tan doloroso, tan sangrante, tan, tan tremendo… Sabía que tarde o temprano Marcus también acabaría yéndose, no quería volver a pasar por aquello otra vez.

—Pero él nunca te habría dejado de esa manera. Antes o después habría vuelto, quizá tú podrías haberte ido con él…

—No. Tetuán no era su sitio, y sí lo era el mío, con mi madre a punto de llegar, dos denuncias a mi espalda y España aún en guerra. Yo estaba confusa, magullada y trastornada todavía por mi historia anterior, ansiosa por saber de mi madre y construyendo una personalidad falsa para ganar clientas en una tierra extraña. Levanté un muro para evitar enamorarme perdidamente de Marcus, es cierto. Y aun así, él consiguió traspasarlo. Se coló entre las rendijas y me alcanzó. No he vuelto a querer a nadie desde entonces, ni siquiera me he sentido atraída por ningún hombre en concreto. Su recuerdo me ha servido para hacerme fuerte y afrontar la soledad y, créeme, Rosalinda, he estado muy sola todo este tiempo. Y cuando pensaba que no volvería a verle más, la vida me lo ha puesto en el camino en el peor de los momentos. No pretendo rescatarle ni tender un puente sobre el pasado para retomar lo perdido, sé que eso es imposible en este mundo de locos en que vivimos. Pero, si al menos puedo ayudarle a que no acaben con él en cualquier esquina, tengo que intentarlo.

Debió de notar que me temblaba la voz, porque me agarró una mano y la apretó con fuerza.

—Bien, vamos a centrarnos en el presente —dijo firme—. En cuanto la mañana se ponga en marcha, empezaré a mover mis contactos. Si él está aún en Lisboa, lograré encontrarle.

—Yo no puedo verle y no quiero que tú hables con él tampoco. Utiliza algún intermediario, alguien que le haga llegar la información sin que él sepa que procede de ti. Lo único que necesita saber es que Da Silva no sólo no quiere saber de él, sino que, además, ha dado orden de que lo quiten de en medio si empieza a molestar. Yo informaré a Hillgarth sobre los demás nombres en cuanto llegue a Madrid. O no —rectifiqué—. Mejor haz que le den a Marcus todos los nombres, apúntalos, me los sé de memoria. Que él se encargue de hacer correr la voz, probablemente los conozca a todos.

Noté entonces un cansancio inmenso, tan inmenso casi como la angustia que llevaba dentro desde que Beatriz Oliveira me pasara aquella siniestra lista en la iglesia de São Domingos. El día había sido atroz: la novena y lo que conllevó, el encuentro posterior con Da Silva y el esfuerzo agotador para lograr que me invitara a su casa; el desvelo durante horas, la espera a oscuras junto a las basuras del hotel, el tortuoso viaje hasta Lisboa pegada al cuerpo de aquel huevero maloliente. Miré el reloj. Aún faltaba media hora para que me recogiera con su motocarro. Cerrar los ojos y acurrucarme en la cama deshecha de Rosalinda me pareció la más golosa de las tentaciones, pero no era momento de pensar en dormir. Antes tenía que ponerme al día acerca de la vida de mi amiga, aunque fuese brevemente: quién sabía si aquél iba a ser nuestro último encuentro.

—Cuéntame ahora tú, rápido; no quiero irme sin saber algo de ti. ¿Cómo te las has arreglado desde que saliste de España, qué ha sido de tu vida?

—Los primeros tiempos fueron duros, sola, sin dinero y reconcomida por la incertidumbre de la situación de Juan Luis en Madrid. Pero no pude sentarme a llorar lo perdido: tenía que ganarme la vida. A ratos fue hasta divertido, viví algunas escenas dignas de la mejor alta comedia: hubo un par de millonarios decrépitos que me ofrecieron matrimonio e incluso deslumbré a un alto oficial nazi que me aseguró estar dispuesto a desertar si yo aceptaba fugarme con él a Río de Janeiro. A veces fue entretenido; otras, la verdad, no tanto. Encontré a antiguos admiradores que fingieron no conocerme y a viejos amigos que me volvieron la cara; personas a las que un día yo ayudé y de pronto parecieron aquejados de amnesia, y embusteros que simularon estar en condiciones lamentables para evitar que les pidiera algo prestado. Lo peor de todo, sin embargo, no fue eso: lo más duro en todo aquel tiempo fue el tener que cortar toda comunicación con Juan Luis. Primero dejamos las llamadas telefónicas tras descubrir él que nos escuchaban, después abandonamos el correo. Y luego llegó el cese y el arresto. Las últimas cartas en mucho tiempo fueron las que él te entregó y tú diste a Hillgarth. Y después, el fin.

—¿Cómo está él ahora?

Suspiró con fuerza antes de responder y volvió a retirarse el pelo de la cara.

—Moderadamente bien. Lo enviaron a Ronda y aquello fue casi un alivio porque en un principio pensó que se iban a deshacer de él por completo acusándole de alta traición a la patria. Pero al final no le abrieron consejo de guerra, más por simple interés que por compasión: liquidar de aquella manera a un ministro nombrado un año antes habría supuesto un impacto muy negativo en la población española y en la opinión internacional.

—¿Aún sigue en Ronda?

—Sí, pero ahora ya tan sólo bajo arresto domiciliario. Vive en un hotel y parece que empieza a tener una cierta libertad de movimientos. Vuelve a estar ilusionado con algunos proyectos, ya sabes cómo es él de inquieto, necesita siempre estar activo, implicado en algo interesante, ingeniando y maquinando. Confío en que pueda venir pronto a Lisboa y después, we’ll see. Ya veremos —concluyó con una sonrisa cargada de melancolía.

No me atreví a preguntar cuáles eran aquellos nuevos proyectos tras su despeñamiento por el barranco de los desposeídos de la gloria. El ex ministro amigo de los ingleses pintaba ya muy poco en aquella Nueva España tan cariñosa con el Eje; mucho tendrían que cambiar las cosas para que el poder volviera a llamar a su puerta.

Consulté el reloj de nuevo, sólo me quedaban diez minutos.

—Sígueme contando sobre ti, cómo conseguiste salir adelante.

—Conocí a Dimitri, un ruso blanco huido a París tras la revolución bolchevique. Nos hicimos amigos y le convencí para que me hiciera su socia en el club que tenía previsto abrir. Él aportaría el dinero y yo, la decoración y los contactos. El Galgo fue un éxito desde el principio, así que, al poco de comenzar la marcha del negocio, me lancé a buscar casa para por fin poder salir del pequeño cuarto donde me tenían cobijada unos amigos polacos. Y entonces encontré este piso, si es que a una vivienda con veinticuatro habitaciones se le puede llamar un piso.

—¡Veinticuatro habitaciones, qué barbaridad!

—No creas, lo hice con intención de sacarle beneficio, obviously. Lisboa está llena de expatriados con escasa liquidez que no pueden permitirse una larga estancia en un gran hotel.

—No me digas que has montado aquí una casa de huéspedes.

—Algo así. Huéspedes elegantes, gente de mundo a la que su sofisticación no les libra de estar al borde del abismo. Yo comparto con ellos mi hogar y ellos conmigo sus capitales en la medida de lo posible. No hay precio: hay quien ha disfrutado de una habitación durante dos meses sin pagarme ni un escudo, y hay quien por alojarse una semana me ha regalado una pulsera riviere de brillantes o un broche de Lalique. Yo no paso factura a nadie: cada cual contribuye como puede. Son tiempos duros, darling: hay que sobrevivir.

Había que sobrevivir, efectivamente. Y para mí la supervivencia más inmediata implicaba volverme a subir a un motocarro con olor a gallinas y alcanzar mi habitación en el hotel Do Parque antes de que entrara la mañana. Me habría encantado poder seguir charlando con Rosalinda hasta el fin de los días, tumbadas en su gran cama sin más preocupaciones que hacer sonar un timbre para que vinieran a traernos el desayuno. Pero había llegado la hora de volver, de retornar a la realidad por negra que ésta se presentara. Ella me acompañó a la puerta; antes de abrirla, me abrazó con su cuerpo liviano y sopló un consejo en mi oído.

—Apenas conozco a Manuel da Silva, pero todo el mundo en Lisboa está al tanto de su fama: un gran empresario, seductor y encantador, que también es duro como el hielo, inmisericorde con sus adversarios y capaz de vender su alma por un buen negocio. Ten mucho cuidado, porque estás jugando con fuego delante de alguien peligroso.