57

El martes amaneció lloviendo y yo repetí la rutina de los últimos días: adopté el papel de compradora y dejé que Joao me condujera a mi destino, esta vez un telar en las afueras. El chauffeur me recogió en la puerta tres horas después.

—Vamos a la Baixa, Joao, por favor.

—Si piensa ver a don Manuel, aún no ha vuelto.

Perfecto, pensé. Mi intención no era verme con Da Silva, sino encontrar la manera de abordar de nuevo a Beatriz Oliveira.

—No importa; me sirven las secretarias. Sólo necesito hacer una consulta sobre mi pedido.

Confiaba en que la asistente madura hubiera salido de nuevo a comer y su frugal compañera estuviera a pie de obra pero, como si alguien se hubiese empeñado con todas sus fuerzas en poner mis anhelos del revés, lo que encontré fue exactamente lo contrario. La veterana estaba en su sitio, cotejando documentos con las gafas en la punta de la nariz. De la joven, ni rastro.

—Boa tarde, señora Somoza. Vaya, veo que la han dejado sola.

—Don Manuel aún anda de viaje y la señorita Oliveira no ha venido hoy a trabajar. ¿En qué puedo servirla, señorita Agoriuq?

En la boca noté el sabor de la contrariedad mezclada con un punto de alarma, pero me la tragué como pude.

—Espero que se encuentre bien —dije sin responder a su pregunta.

—Sí, seguro que no es nada importante. Esta mañana vino su hermano para decirme que estaba indispuesta y tenía algo de fiebre, pero confío en que mañana esté de vuelta.

Titubeé unos segundos. Rápido, Sira, piensa rápido: actúa, pregunta dónde vive, intenta localizarla, me ordené.

—Tal vez, si usted me diera su dirección, podría mandarle unas flores. Ella ha sido muy amable conmigo concertándome todas las visitas a proveedores.

A pesar de su natural discreción, la secretaria no pudo evitar una sonrisa condescendiente.

—No se preocupe, señorita. No creo que sea necesario, de verdad. Aquí no acostumbramos a recibir flores cuando faltamos un día a la oficina. Será un catarro o cualquier malestar sin importancia. Si puedo ayudarla yo en algo…

—He perdido un par de guantes —improvisé—. Pensaba que tal vez me los olvidé aquí ayer.

—Yo no los he visto por ningún sitio esta mañana, pero quizá los hayan recogido las mujeres que vienen a limpiar temprano. No se preocupe, les preguntaré.

La ausencia de Beatriz Oliveira me dejó el ánimo como el mediodía lisboeta que hallé al salir de nuevo a la rua do Ouro: nublado, ventoso y turbio. Y, además, me quitó el hambre, así que tomé tan sólo una taza de té y un pastel en el cercano café Nicola y continué con mis asuntos. Para aquella tarde la eficiente secretaria me había preparado un encuentro con importadores de productos exóticos de Brasil: pensó con buen criterio que tal vez las plumas de algunas aves tropicales podrían servirme para mis creaciones. Y acertó. Ojalá se tomara la misma molestia para ayudarme en otros quehaceres.

El tiempo no mejoró a lo largo de las horas, mi humor tampoco. En el camino de regreso a Estoril hice balance de los logros acumulados desde mi llegada y, al sumarlos todos, obtuve un montante desastroso. Los comentarios iniciales de Joao resultaron a la larga escasamente útiles y quedaron en simples brochazos de fondo repetidos una y otra vez con la verborrea cansina de un vejete aburrido que llevaba demasiado tiempo al margen del verdadero día a día de su patrón. Sobre algún encuentro privado con alemanes que la mujer de Hillgarth había mencionado, no había oído ni una palabra. Y la persona que yo intuí como mi única posible confidente se me escapaba como el agua entre los dedos arguyendo una falsa enfermedad. Si a todo eso añadíamos el doloroso encuentro con Marcus, el resultado del viaje iba a ser un rotundo fracaso por todos los frentes. Excepto para mis clientas, naturalmente, que a mi vuelta se encontrarían con un verdadero arsenal de maravillas imposible de imaginar en la sórdida España de las cartillas de racionamiento. Con tan negras perspectivas, tomé una cena ligera en el restaurante del hotel y decidí retirarme temprano.

Como todas las noches, la doncella de turno se había encargado de preparar con mimo la habitación y dejarla lista para el sueño: las cortinas corridas, la tenue luz de la mesilla encendida, la colcha retirada y el embozo milimétricamente doblado en esquina. Quizá aquellas sábanas de batista suiza recién planchadas fueran lo único positivo de la jornada: me ayudarían a perder la conciencia y me harían olvidar al menos por unas horas los sentimientos de frustración. Fin del día. Resultado: cero.

Estaba a punto de acostarme cuando noté una corriente de aire frío. Me aproximé descalza al balcón, aparté la cortina y vi que estaba abierto. Un olvido del servicio, pensé mientras cerraba. Me senté en la cama y apagué la luz: no tenía ganas ni de leer una línea. Y entonces, mientras extendía las piernas entre las sábanas, el pie izquierdo se me quedó enredado en algo extraño y liviano. Contuve un grito ahogado, intenté alcanzar el interruptor de la lámpara, pero de un golpe involuntario la tiré al suelo; la recogí con manos torpes, volví a intentar encenderla con la pantalla aún torcida y cuando por fin lo conseguí, aparté la ropa de cama de un tirón. Qué demonios era aquel rebujo de trapo negro que había tocado con el pie. No me atreví a rozarlo siquiera hasta que lo examiné bien con la mirada. Parecía un velo: un velo negro, un velo de misa. Lo agarré con dos dedos y lo levanté: el lío de tejido se deshizo y del interior cayó algo que parecía una estampa. La cogí por una esquina con cuidado, como si temiera que fuera a deshacerse si la tocaba con más consistencia. La acerqué a la luz y distinguí en ella la fachada de un templo. Y una imagen de una Virgen. Y dos líneas impresas. «Igreja de São Domingos. Novena em louvor a Nossa Senhora do Fátima». En el envés había una anotación a lápiz escrita con letra desconocida. «Miércoles, seis tarde. Parte izquierda, fila décima empezando por el final». Nadie firmaba, qué falta hacía.

A lo largo de todo el día siguiente esquivé las oficinas de Da Silva a pesar de que los contactos previstos para la jornada tuvieron lugar en el centro.

—Recójame hoy tarde, Joao. A las siete y media frente a la estación de Rossio. Antes voy a visitar una iglesia, es el aniversario de la muerte de mi padre.

El chauffeur aceptó mi orden bajando los ojos con un gesto de profunda condolencia y yo sentí una punzada de remordimiento por liquidar a Gonzalo Alvarado con aquella ligereza. Pero no había tiempo para recelos, pensé mientras me cubría la cabeza con el velo negro: eran las seis menos cuarto y la novena iba a empezar en breve. La iglesia de São Domingos estaba junto a la plaza de Rossio, en pleno centro. Al llegar, junto con la ancha fachada de cal clara y piedra, encontré el recuerdo de mi madre revoloteando en la puerta. Mis últimas asistencias a un oficio religioso fueron con ella en Tetuán, acompañándola a la pequeña iglesia de la plaza. São Domingos, en comparación, era espectacular, con sus enormes columnas de piedra gris elevándose hasta un techo pintado de color sepia. Y con gente, mucha gente, algunos hombres y multitud de mujeres, fieles parroquianos todos que acudían a seguir el mandato de la Virgen con el rezo del santo rosario.

Avancé por el pasillo del lateral izquierdo con las manos juntas, la cabeza baja y el paso lento, simulando recogimiento mientras de reojo contaba las filas. Al llegar a la décima, a través del velo que me tapaba los ojos distinguí una silueta enlutada sentada en la cabecera. Con falda y echarpe negros y toscas medias de lana: el atuendo de tantas mujeres humildes en Lisboa. No llevaba velo, sino un pañolón atado bajo el cuello, tan caído sobre, la frente que era imposible verle el rostro. A su lado había sitio libre, pero durante unos segundos no supe qué hacer. Hasta que noté una mano clara y cuidada emerger de entre las faldas. Una mano que se posó en el sitio vacío al lado de su dueña. Siéntese aquí, me pareció que decía. La obedecí inmediatamente.

Permanecimos en silencio mientras los feligreses iban ocupando los sitios libres, los monaguillos trasegaban por el altar y de fondo se oía el ronroneo de un mar de murmullos quedos. Aunque la miré varias veces de reojo, el pañuelo me impidió ver las facciones de la mujer de negro. En cualquier caso, no lo necesité: no tenía la menor duda de que era ella. Decidí romper el hielo con un susurro.

—Gracias por hacerme venir, Beatriz. Por favor, no tema nada: nadie en Lisboa sabrá nunca de esta conversación.

Aún tardó unos segundos en hablar. Cuando lo hizo fue con la mirada concentrada en su regazo y la voz apenas audible.

—Trabaja para los ingleses, ¿verdad?

Incliné ligeramente la cabeza a modo de afirmación.

—No estoy muy segura de que esto les vaya a servir de algo, es muy poco. Sólo sé que Da Silva está en tratos con los alemanes por algo relacionado con unas minas en la Beira, una zona del interior del país. Nunca antes había tenido negocios en esa zona. Todo es reciente, desde hace tan sólo unos meses. Ahora viaja allí casi todas las semanas.

—¿De qué se trata?

—Algo que llaman «baba de lobo». Los alemanes le exigen exclusividad: que se desvincule radicalmente de los británicos. Y, además, debe conseguir que los propietarios de las minas colindantes se asocien con él y dejen también de vender a los ingleses.

El sacerdote entró en el altar por una puerta lateral, un punto lejano en la distancia. La iglesia entera se puso en pie, nosotras también.

—¿Quiénes son esos alemanes? —susurré desde debajo del velo.

—A las oficinas sólo ha ido Weiss tres veces. Nunca habla por teléfono con ellos, cree que puede tenerlo pinchado. Sé que fuera de su despacho se ha visto también con otro, Wolters. Esta semana esperan que venga alguien más desde España. Cenarán todos en su quinta mañana jueves: don Manuel, los alemanes y los portugueses de la Beira propietarios de las minas vecinas. Tienen previsto cerrar allí la negociación: lleva semanas discutiendo con estos últimos para que atiendan sólo las demandas de los alemanes. Todos asistirán con sus esposas y él tiene interés en tratarlas bien: lo sé porque me ha hecho encargar flores y chocolates para recibirlas.

El sacerdote terminó su intervención y la iglesia entera volvió a sentarse entre ruidos de ropas, suspiros y crujidos de madera vieja.

—Nos tiene advertido —continuó con la cabeza otra vez gacha— que no le pasemos las llamadas de varios ingleses con los que antes mantenía buenas relaciones. Y esta mañana se ha reunido en el almacén del sótano con dos hombres, dos ex presidiarios a los que a veces usa para que le protejan; alguna vez ha estado metido en algún asunto turbio. Sólo he podido escuchar el final de la conversación. Les ha ordenado que controlen a esos ingleses y que, en caso necesario, los neutralicen.

—¿Qué ha querido decir con «neutralizar»?

—Quitar de en medio, supongo.

—¿Cómo?

—Imagíneselo.

Volvieron a ponerse en pie los feligreses, volvimos a imitarles. Comenzaron a entonar una canción con voces fervorosas y yo sentí la sangre bombeándome en las sienes.

—¿Conoce los nombres de esos ingleses?

—Los traigo escritos.

Me entregó sigilosa un papel doblado que apreté con fuerza en la mano.

—No sé nada más, se lo prometo.

—Mande otra vez a alguien si se entera de algo nuevo —dije recordando el balcón abierto.

—Lo haré. Y usted, por favor, no me nombre. Y no vuelva por la oficina.

No pude prometerle que así sería porque, como un cuervo negro, levantó el vuelo y se fue. Yo aún me quedé un rato largo, cobijada entre las columnas de piedra, los cánticos desentonados y el runrún de las letanías. Cuando por fin pude superar la impresión de lo oído, desdoblé el papel y confirmé que mis temores no carecían de fundamento. Beatriz Oliveira me había pasado una lista con cinco nombres. El cuarto era el de Marcus Logan.