El lunes reemprendí mis salidas en busca de mercancía para el taller. Me habían concertado una visita con un sombrerero en la rua da Prata, a un paso de las oficinas de Da Silva: la excusa perfecta para dejarme caer por allí sin otra intención que saludarle. Y, de paso, echar una ojeada para ver quién se movía en su territorio.
Sólo encontré a la secretaria joven y antipática; Beatriz Oliveira, recordé que se llamaba.
—El señor Da Silva está de viaje. Trabajo —dijo sin aclarar nada más.
Al igual que en mi visita anterior, demostró no tener ningún interés en ser amable conmigo; pensé, no obstante, que tal vez aquélla sería la única ocasión de estar con ella a solas y no quise desaprovecharla. A juzgar por la actitud sombría y su parquedad de palabras, parecía tremendamente difícil que consiguiera sonsacarle ni siquiera una migaja de algo que valiera la pena, pero no tenía nada mejor que hacer, así que decidí intentarlo.
—Vaya, qué contrariedad. Quería consultarle algo sobre las telas que me enseñó el otro día. ¿Aún las tiene en su despacho? —pregunté. El corazón comenzó a latirme con fuerza ante la posibilidad de poder colarme en él sin tener a Manuel cerca, pero ella acabó con mi falsa ilusión antes de que ésta llegara siquiera a tomar forma.
—No. Se las han llevado ya de vuelta al almacén.
Pensé con rapidez. Primera tentativa fallida; bien, habría que seguir intentándolo.
—¿Le importa que me siente un minuto? Llevo toda la mañana de pie viendo casquetes, turbantes y pamelas; creo que necesito un pequeño descanso.
No le di tiempo a responder: antes de que pudiera abrir la boca, me dejé caer en uno de los sillones de cuero simulando una fatiga exagerada. Mantuvimos un silencio prolongado a lo largo del cual ella continuó repasando con un lápiz un documento de varias páginas en el que, de cuando en cuando, hacía una pequeña marca o un apunte.
—¿Un cigarrillo? —pregunté al cabo de dos o tres minutos. Aunque no era una gran fumadora, solía llevar una pitillera en el bolso. Para aprovecharla en momentos como aquél, por ejemplo.
—No, gracias —dijo sin mirarme. Continuó trabajando mientras yo encendía el mío. La dejé seguir un par de minutos más.
—Usted fue quien se encargó de localizar a los proveedores, de concertar las citas y prepararme la carpeta con todos los datos, ¿verdad?
Alzó por fin la mirada un segundo.
—Sí, fui yo.
—Un trabajo excelente; no puede imaginarse lo útil que me está siendo.
Musitó unas breves gracias y volvió a concentrarse en su tarea.
—Al señor Da Silva, desde luego, no le faltan contactos —continué—. Debe de ser estupendo tener relaciones comerciales con tantas empresas distintas. Y, sobre todo, con tantos extranjeros. En España todo es mucho más aburrido.
—No me extraña —murmuró.
—¿Perdón?
—Digo que no me extraña que todo sea aburrido teniendo a quien tienen al mando —masculló entre dientes con la atención supuestamente fija en su quehacer.
Una rápida sensación de regocijo me recorrió la espalda: a la aplicada secretaria le interesa la política. Bien, habría que intentar abordarla por ahí.
—Sí, desde luego —repliqué mientras apagaba el cigarrillo lentamente—. Qué se puede esperar de alguien que pretende que las mujeres nos quedemos en casa preparando la comida y echando hijos al mundo.
—Y que tiene las cárceles llenas y niega la menor compasión a los vencidos —añadió tajante.
—Así son las cosas al parecer, sí. —Aquello avanzaba con un rumbo inesperado, tendría que actuar con un cuidado extremo para poder ganarme su confianza y llevarla a mi terreno—. ¿Conoce usted España, Beatriz?
Noté que le sorprendía que supiera su nombre. Por fin se dignó a bajar el lápiz y me miró.
—Nunca he estado allí, pero sé lo que está pasando. Tengo amigos que me lo cuentan. Aunque probablemente usted no sepa de qué le hablo; usted pertenece a otro mundo.
Me levanté, me acerqué a su mesa y me senté con descaro en el borde. La miré de cerca para comprobar lo que había debajo de aquel traje de tela barata que seguramente le cosió años atrás alguna vecina por unos cuantos escudos. Tras sus gafas encontré unos ojos inteligentes y, oculto entre la rabiosa entrega con la que abordaba su trabajo, intuí un espíritu luchador que me resultó vagamente familiar. Beatriz Oliveira y yo no éramos tan distintas. Dos muchachas trabajadoras de origen parecido: humilde y esforzado. Dos trayectorias que partieron de puntos cercanos y en algún momento se bifurcaron. El tiempo había hecho de ella una empleada meticulosa; de mí, una falsa realidad. Sin embargo, probablemente lo común fuera mucho más real que las diferencias. Yo me alojaba en un hotel de lujo y ella viviría en una casa con goteras en un barrio humilde, pero las dos sabíamos lo que era pelear para evitar que la negra suerte se pasara la vida mordiéndonos los tobillos.
—Yo conozco a mucha gente, Beatriz; a gente muy distinta —dije en voz baja—. Ahora me relaciono con los poderosos porque así me lo exige mi trabajo y porque algunas circunstancias inesperadas me han puesto al lado de ellos, pero yo sé lo que es pasar frío en invierno, comer habichuelas un día tras otro y echarse a la calle antes de que salga el sol para ganar un jornal miserable. Y, por si le interesa, a mí tampoco me gusta la España que nos están construyendo. ¿Me acepta ahora un cigarrillo?
Tendió la mano sin responder y cogió uno. Le acerqué el encendedor, después prendí otro yo.
—¿Cómo van las cosas en Portugal? —pregunté entonces.
—Mal —dijo tras expulsar el humo—. Puede que el Estado Novo de Salazar no sea tan represivo como la España de Franco, pero el autoritarismo y la falta de libertades no son demasiado distintos.
—Aquí al menos parece que van a permanecer neutrales en la guerra europea —dije intentando arrimarme a mi terreno—. En España, las cosas no están tan claras.
—Salazar mantiene acuerdos con los ingleses y con los alemanes, un equilibrio raro. Los británicos siempre han sido amigos del pueblo portugués, por eso sorprende tanto que se muestre generoso con los alemanes concediéndoles permisos de exportación y otras prebendas.
—Bueno, eso no es nada extraño estos días, ¿no? Son asuntos delicados en tiempos turbulentos. Yo no entiendo mucho de política internacional, la verdad, pero imagino que todo será cuestión de intereses. —Intenté que mi voz sonara trivial, como si aquello apenas me preocupara: había llegado el momento de cruzar la línea entre lo público y lo cercano: me convenía ser cauta—. Lo mismo pasa en el mundo de los negocios, supongo —añadí—. El otro día, sin ir más lejos, mientras yo estaba en el despacho con el señor Da Silva, usted misma anunció la visita de un alemán.
—Sí, bueno, eso es otro asunto. —Su gesto era de disgusto y no parecía dispuesta a avanzar mucho más.
—La otra noche el señor Da Silva me invitó a cenar en el casino de Estoril y me asombró la cantidad de personas a las que conocía. Lo mismo saludaba a los ingleses y a los americanos que a los alemanes o a un buen número de europeos de otros países. Jamás había visto a nadie con tanta facilidad para llevarse bien con todo el mundo.
Una mueca torcida mostró de nuevo su contrariedad. Aun así, tampoco dijo nada, y yo no tuve más remedio que esforzarme por seguir hablando para que la conversación no acabara de decaer.
—Me dieron lástima los judíos, los que han tenido que abandonar sus casas y sus negocios para huir de la guerra.
—¿Le dieron lástima los judíos del casino de Estoril? —preguntó con una sonrisa cínica—. A mí no me dan ninguna: viven como si estuvieran en unas eternas vacaciones de lujo. Pena me dan los pobres desgraciados que han llegado con una mísera maleta de cartón y se pasan los días haciendo colas frente a los consulados y las oficinas de las navieras a la espera de un visado o un pasaje de barco para América que tal vez nunca consigan; pena me dan las familias que duermen amontonadas en pensiones inmundas y acuden a los comedores de beneficencia, las pobres muchachas que se ofrecen por las esquinas a cambio de un puñado de escudos y los viejos que matan el tiempo en los cafés frente a tazas sucias que llevan ya horas vacías, hasta que un camarero les echa a la calle para dejar sitio libre: ésos son los que me dan pena. Los que se juegan cada noche un pedazo de su fortuna en el casino no me dan ninguna lástima.
Lo que me contaba era conmovedor, pero no podía distraerme: andábamos por el buen camino, había que mantenerlo como fuera. Aunque fuera a base de empujones a la conciencia.
—Tiene razón; la situación es mucho más dramática para esa pobre gente. Además, tiene que resultarles doloroso ver a tantos alemanes moviéndose a sus anchas por todas partes.
—Imagino que sí…
—Y, sobre todo, les resultará duro saber que el gobierno del país al que han acudido es tan complaciente con el Tercer Reich.
—Sí, supongo…
—Y que incluso hay algunos empresarios portugueses que están expandiendo sus negocios a costa de contratos suculentos con los nazis…
Pronuncié esta última frase con tono denso y oscuro, acercándome a ella y bajando la voz. Nos mantuvimos la mirada, incapaz de romperla ninguna de las dos.
—¿Quién es usted? —preguntó por fin en voz apenas audible. Se había echado hacia atrás, separando el cuerpo de la mesa y apoyando la espalda contra el respaldo de la silla, como si quisiera distanciarse de mí. Su tono inseguro sonó cargado de temor; sus ojos, sin embargo, no se separaron de los míos ni un solo segundo.
—Sólo soy una modista —susurré—. Una simple mujer trabajadora como usted, a la que tampoco le gusta lo que está pasando a nuestro alrededor.
Noté que se le tensaba el cuello al tragar saliva y entonces formulé dos preguntas. Con lentitud. Con gran lentitud.
—¿Qué tiene Da Silva con los alemanes, Beatriz? ¿En qué está metido?
Volvió a tragar y la garganta se le movió como si estuviera intentando que por ella descendiera un elefante.
—Yo no sé nada —logró murmurar al fin.
Una voz arrebatada sonó entonces desde la puerta.
—Recuérdame que no vuelva más a la casa de comidas de la rua do São Juliao. ¡Han tardado más de una hora en servirnos, con la de cosas que tengo que preparar antes de que vuelva don Manuel! ¡Ah! Disculpe, señorita Agoriuq; no sabía que estuviera usted aquí…
—Ya me iba —dije con fingido desenfado a la vez que recogía el bolso—. He venido a visitar por sorpresa al señor Da Silva, pero la señorita Oliveira me ha dicho que está de viaje. En fin, ya volveré otro día.
—Se deja su tabaco —oí decir a mi espalda.
Aún hablaba Beatriz Oliveira en tono opaco. Cuando extendió el brazo para entregarme la pitillera, le agarré la mano y la apreté con fuerza.
—Piénselo.
Esquivé el ascensor y bajé por la escalera mientras reconstruía de nuevo la escena. Tal vez había sido una temeridad por mi parte exponerme de una manera tan precipitada, pero la actitud de la secretaria me hizo intuir que estaba al tanto de algo: de algo que no me contó más por inseguridad hacia mí que por lealtad a su superior. Los moldes de Da Silva y su secretaria no encajaban, y yo tenía la certeza de que ella nunca le hablaría acerca del contenido de aquella extraña visita. Mientras él ponía una vela a Dios y otra al diablo, no sólo se le había infiltrado una falsa marroquí a fisgonear entre sus asuntos, sino que, además, una izquierdista subversiva se le había colado en la plantilla. Debería arreglármelas de alguna manera para volver a verla a solas. Sobre cómo, dónde y cuándo, no tenía la menor idea.