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De Madrid había traído conmigo un cuaderno de dibujo con intención de transcribir en él todo aquello que intuyera interesante, y aquella noche comencé a plasmar sobre el papel lo visto y oído hasta el momento. Acumulé los datos de la manera más ordenada posible y después los comprimí al máximo. «Da Silva bromea con posibles relaciones comerciales con alemanes, imposible saber grado de veracidad. Anticipa demanda de seda para fines militares. Carácter cambiante según circunstancias. Confirmada relación con alemán Herr Weiss. Alemán aparece sin previo aviso y exige reunión inmediata. Da Silva tenso, evita que Herr Weiss sea visto».

Dibujé a continuación unos cuantos bocetos que jamás llegarían a materializarse y simulé bordearlos con pespuntes a lápiz. Intenté que la diferencia entre las rayas cortas y las largas fuese mínima, que sólo yo pudiera apreciarlas; lo logré sin problemas, ya estaba más que entrenada. Distribuí en ellas la información y, cuando terminé, quemé los papeles manuscritos en el cuarto de baño, los eché al retrete y tiré de la cadena. Dejé el cuaderno de dibujo en el armario: ni especialmente oculto, ni ostentosamente a la vista. Si alguien decidiera hurgar entre mis cosas, jamás sospecharía que mi intención era esconderlo.

El tiempo pasaba volando ahora que ya tenía distracciones. Volví a recorrer varias veces la Estrada Marginal entre Estoril y Lisboa con Joao al volante, elegí docenas de carretes de los mejores hilos y botones preciosos de mil formas y tamaños, y me sentí tratada como la más selecta de las clientas. Gracias a las recomendaciones de Da Silva, todo fueron atenciones, facilidades de pago, descuentos y obsequios. Y, sin apenas darme cuenta, llegó el momento de la cena con él.

El encuentro fue una vez más similar a los anteriores: miradas prolongadas, sonrisas turbadoras y flirteo sin paliativos. Aunque dominaba el protocolo de actuación y me había convertido en una actriz consumada, lo cierto era que el propio Manuel da Silva me allanaba el camino con su actitud. Volvió a hacerme sentir como la única mujer en el mundo capaz de atraer su atención y yo actué de nuevo como si ser el objeto de los afectos de un hombre rico y atractivo fuera para mí el pan nuestro de cada día. Pero no lo era, y por eso mi cautela debía ser doble. Bajo ningún concepto podría dejarme llevar por las emociones: todo era trabajo, pura obligación. Habría sido muy fácil relajarme, disfrutar del hombre y el momento, pero sabía que tenía que mantener la mente fría y los afectos distantes.

—He reservado una mesa para cenar en el Wonderbar, el club del casino: tienen una orquesta fabulosa y la sala de juego está a sólo un paso.

Fuimos caminando entre las palmeras; aún no era noche cerrada y las luces de las farolas brillaban como puntos de plata sobre el cielo violeta. Da Silva volvió a ser el mismo de los buenos momentos: ameno y encantador, sin rastro de la tensión que le generó el saber de la presencia del alemán en su oficina.

Todo el mundo parecía conocerle allí también: desde los camareros y los aparcacoches a los clientes más honorables. Volvió él a repartir saludos como la primera noche: palmadas cordiales en los hombros, choques de mano y medios abrazos para los señores; amagos de besamanos, sonrisas y piropos desproporcionados para las señoras. Me presentó a algunos de ellos y anoté mentalmente los nombres para trasladarlos después a los perfiles de mis bocetos.

El ambiente del Wonderbar era similar al del hotel Do Parque: noventa por ciento cosmopolita. La única diferencia, noté con un poso de inquietud, era que los alemanes ya no eran mayoría: allí también se oía hablar inglés por todas partes. Intenté abstraerme de esas preocupaciones y concentrarme en mi papel. La cabeza despejada, y los ojos y los oídos bien abiertos: eso era lo único de lo que me tenía que ocupar. Y de desplegar todo mi encanto, por supuesto.

El maître nos condujo a una pequeña mesa reservada en el mejor ángulo de la sala: un sitio estratégico para ver y ser vistos. La orquesta tocaba In the Mood y numerosas parejas llenaban ya la pista mientras otras cenaban; se oían conversaciones, saludos y carcajadas, se respiraba distensión y glamour. Manuel rechazó la carta y pidió sin titubeos para los dos. Y después, como si llevara esperando aquel momento el día entero, se acomodó dispuesto a volcarme toda su atención.

—Bueno, Arish, cuénteme, ¿qué tal la han tratado mis amigos?

Le detallé mis gestiones aderezadas con sal y pimienta. Exageré las situaciones, comenté detalles con humor, imité voces en portugués, le hice reír a carcajadas y volví a marcar un tanto a mi favor.

—Y usted, ¿cómo ha terminado la semana? —pregunté entonces. Por fin me había llegado el turno de escuchar y absorber. Y, si la suerte se me ponía de cara, quizá también de tirarle de la lengua.

—Sólo lo sabrás si me tuteas.

—De acuerdo, Manuel. Dime, ¿cómo te ha ido todo desde que nos vimos ayer por la mañana?

No me lo pudo contar de seguido: alguien nos interrumpió. Más saludos, más cordialidad. Si ésta no era auténtica, desde luego, lo parecía.

—El barón Von Kempel, un hombre extraordinario —apuntó cuando el añoso noble de melena leonina se separó de la mesa con paso titubeante—. Bien, nos habíamos quedado en cómo me han ido estos últimos días y, para definirlos, sólo tengo dos palabras: tremendamente aburridos.

Sabía que mentía, por supuesto, pero adopté un tono compasivo.

—Al menos tienes unas oficinas agradables en las que soportar el tedio y unas secretarias competentes para ayudarte.

—No puedo quejarme, tienes razón. Más duro sería trabajar como estibador en el puerto o no tener a nadie que me echara una mano.

—¿Llevan mucho tiempo contigo?

—¿Las secretarias, dices? Elisa Somoza, la mayor de las dos, más de tres décadas: entró en la empresa en tiempos de mi padre, antes incluso de que yo me incorporara. A Beatriz Oliveira, la más joven, la contraté hace sólo tres años, cuando vi que el negocio crecía y Elisa era incapaz de absorberlo todo. La simpatía no es su fuerte, pero es organizada, responsable y se desenvuelve bien con los idiomas. Supongo que a la nueva clase trabajadora no le gusta ser cariñosa con el patrón —dijo alzando la copa a modo de brindis.

No me hizo gracia la broma, pero le acompañé disimulándolo en un sorbo de vino blanco. Una pareja se acercó entonces a la mesa: una señora madura y deslumbrante en shantung morado hasta los pies, con un acompañante que apenas le llegaba a la altura del hombro. Interrumpimos una vez más la conversación, saltaron al francés; me presentó y les saludé con un gracioso gesto y un breve enchantée.

—Los Mannheim, húngaros —aclaró cuando se retiraron.

—¿Son todos judíos? —pregunté.

—Judíos ricos a la espera de que la guerra termine o de que les concedan un visado para viajar a América. ¿Bailamos?

Da Silva resultó ser un fantástico bailarín. Rumbas, habaneras, jazz y pasodobles: nada se le resistía. Me dejé llevar: había sido un día largo y las dos copas de vino del Douro con las que acompañé la langosta debían de habérseme subido a la cabeza. Las parejas sobre la pista se reflejaban multiplicadas mil veces en los espejos de las columnas y las paredes, hacía calor. Cerré los ojos unos instantes, dos segundos, tres, cuatro tal vez. Para cuando los abrí, mis peores temores habían tomado forma humana.

Enfundado en un esmoquin impecable y peinado hacia atrás, con las piernas ligeramente separadas, las manos otra vez en los bolsillos y un cigarrillo recién encendido en la boca: allí estaba Marcus Logan, observándonos bailar.

Alejarme, tenía que alejarme de él: eso fue lo primero que me vino a la mente.

—¿Nos sentamos? Estoy un poco cansada.

Aunque intenté que abandonáramos la pista por el lado opuesto a Marcus, de nada me sirvió porque, con miradas furtivas, fui comprobando que él se movía en la misma dirección. Nosotros sorteábamos parejas bailando y él, mesas de gente cenando, pero avanzábamos en paralelo hacia el mismo sitio. Noté que las piernas me temblaban, el calor de la noche de mayo se me hizo de pronto insoportable. Cuando lo teníamos apenas a unos metros, se detuvo a saludar a alguien y pensé que tal vez ése era su destino, pero se despidió y siguió aproximándose, resuelto y decidido. Alcanzamos nuestra mesa los tres a la vez, Manuel y yo por la derecha, él por la izquierda. Y entonces creí que había llegado el fin.

—Logan, viejo zorro, ¿dónde te metes? ¡Hace un siglo que no nos vemos! —exclamó Da Silva nada más percibir su presencia. Ante mi estupor, se palmearon mutuamente la espalda con gesto afectuoso.

—Te he llamado mil veces, pero nunca doy contigo —dijo Marcus.

—Déjame que te presente a Arish Agoriuq, una amiga marroquí que ha llegado hace unos días de Madrid.

Extendí la mano intentando que no me temblara, sin atreverme a mirarle a los ojos. Me la apretó con fuerza, como diciendo soy yo, aquí estoy, reacciona.

—Encantada. —Mi voz sonó ronca y seca, rota casi.

—Siéntate, tómate una copa con nosotros —ofreció Manuel.

—No, gracias. Estoy con unos amigos, sólo me he acercado a saludarte y a recordarte que tenemos que vernos.

—Cualquier día de éstos, te lo prometo.

—No lo dejes, tenemos algunas cosas que hablar. —Y, entonces, se concentró en mí—. Encantado de conocerla, señorita… —dijo inclinándose. Esta vez no tuve más remedio que mirarle de frente. Ya no quedaba en su rostro ni rastro de las heridas con las que le conocí, pero sí mantenía el mismo gesto: los rasgos afilados y los ojos cómplices que me preguntaban sin palabras qué demonios haces tú aquí con este hombre.

—Agoriuq —logré decir como si soltara una piedra por la boca.

—Señorita Agoriuq, eso es, perdone. Ha sido un placer conocerla. Espero que volvamos a vernos.

Le contemplamos mientras se alejaba.

—Un buen tipo este Marcus Logan.

Bebí un largo trago de agua. Necesitaba refrescarme la garganta, la notaba áspera como el papel de lijar.

—¿Inglés? —pregunté.

—Inglés, sí; hemos tenido algunos contactos comerciales.

Volví a beber para digerir mi desconcierto. Así que ya no se dedicaba al periodismo. Las palabras de Manuel me sacaron de mi ensimismamiento.

—Aquí hace demasiado calor. ¿Probamos suerte en la ruleta?

Fingí de nuevo naturalidad ante la opulencia de la sala. Las magníficas lámparas de araña se suspendían con cadenas doradas sobre las mesas, alrededor de las cuales se arremolinaban centenares de jugadores hablando en tantas lenguas como naciones hubo una vez en el mapa de la vieja Europa. El suelo alfombrado amortiguaba el sonido de los movimientos humanos y reforzaba los propios de aquel paraíso del azar: los chasquidos de las fichas al chocar unas con otras, el zumbido de las ruletas, el traqueteo de las bolas de marfil en sus bailes alocados y los gritos de los crupiers cerrando las jugadas al grito de Rien ne va plus! Eran muchos los clientes dejándose el dinero sentados en las mesas de tapete verde, y muchos más los instalados alrededor, de pie, observando atentos las jugadas. Aristócratas asiduos en otro tiempo a perder y ganar sin estridencias en los casinos de Baden Baden, Montecarlo y Deauville, me explicó Da Silva. Burgueses empobrecidos, miserables enriquecidos, seres respetables convertidos en canallas y auténticos canallas disfrazados de señores. Los había vestidos de gran fiesta, triunfadores y seguros de sí mismos, ellos con cuello duro y la pechera almidonada y ellas luciendo altivas el brillo de sus joyeros. Había también individuos de aspecto decadente, acobardados o furtivos a la caza de algún conocido a quien dar un sablazo, tal vez colgados de la ilusión de una noche de gloria más que improbable; seres dispuestos a jugarse en una mesa de bacarrá la última alhaja de la familia o el desayuno de la mañana siguiente. A los primeros los movía la pura emoción del juego, las ganas de divertirse, el vértigo o la codicia; a los segundos, simplemente, la más desnuda desesperación.

Deambulamos unos minutos observando las distintas mesas; continuó él repartiendo saludos e intercambiando frases cordiales. Yo apenas hablé: sólo quería salir de allí, encerrarme en mi habitación y olvidarme del mundo; sólo deseaba que aquel maldito día acabara de una vez.

—No pareces tener ganas de hacerte millonaria hoy.

Sonreí con debilidad.

—Estoy agotada —dije. Intenté que mi voz sonara con un punto de dulzura; no quería que percibiera la preocupación que llevaba dentro.

—¿Quieres que te acompañe al hotel?

—Te lo agradecería.

—Dame sólo un segundo. —Acto seguido, se separó unos pasos para extender el brazo hacia alguien conocido a quien acababa de ver.

Me quedé inmóvil, ausente, sin molestarme siquiera en distraerme con el fascinante ajetreo de la sala. Y entonces, casi como una sombra, noté que se acercaba. Pasó detrás de mí, sigiloso, a punto de rozarme. Disimuladamente, sin pararse siquiera, me agarró la mano derecha, me abrió los dedos con habilidad y depositó algo entre ellos. Y yo le dejé hacer. Después, sin una palabra, se fue. Mientras mantenía la vista supuestamente concentrada en una de las mesas, palpé ansiosa lo que me había dejado: un trozo de papel doblado en varios pliegues. Lo escondí bajo el ancho cinturón del vestido en el momento justo en que Manuel se separaba de sus conocidos y volvía a acercarse a mí.

—¿Nos vamos?

—Antes necesito ir un segundo al tocador.

—De acuerdo, te espero aquí.

Intenté encontrar su rastro mientras caminaba, pero ya no estaba por ningún sitio. En el tocador no había nadie, tan sólo una vieja mujer negra de aspecto adormecido a cargo de la puerta. Saqué el papel de su escondite y lo desdoblé con dedos prestos.

«¿Qué fue de la S. que dejé en T?».

S. era Sira y T. era Tetuán. Dónde estaba mi viejo yo de los tiempos africanos, preguntaba Marcus. Abrí el bolso para buscar un pañuelo y una respuesta mientras los ojos se me llenaban de lágrimas. Hallé lo primero; lo segundo, no.