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Joao lanzó la colilla al suelo, proclamó su bom día mientras la remataba con la suela del zapato y me sostuvo la puerta. Volvió a examinarme de arriba abajo. Esta vez, sin embargo, no tendría ocasión de adelantarle nada a su patrón acerca de mí, porque yo misma iba a verle en apenas media hora.

Las oficinas de Da Silva se encontraban en la céntrica rua do Ouro, la calle del oro que conectaba Rossio con la plaça do Comercio en la Baixa. El edificio era elegante sin estridencias, aunque todo a su alrededor desprendía un intenso aroma a dinero, transacciones y negocios productivos. Bancos, montepíos, oficinas, señores entrajetados, empleados con prisa y botones a la carrera conformaban el panorama exterior.

Al bajar del Bentley fui recibida por el mismo hombre delgado que interrumpió nuestra conversación la noche en que Da Silva acudió a conocerme. Atento y sigiloso, esta vez me estrechó la mano y se presentó escuetamente como Joaquim Gamboa; acto seguido me dirigió reverencial hasta el ascensor. En un principio creí que las oficinas de la empresa se encontraban en una de las plantas, pero tardé poco en darme cuenta de que en realidad el edificio entero era la sede del negocio. Gamboa, sin embargo, me condujo directamente a la primera planta.

—Don Manuel la recibirá en seguida —anunció antes de desaparecer.

La antesala en la que me acomodó tenía las paredes forradas de madera lustrosa con aspecto de recién encerada. Seis butacas de piel conformaban la zona de espera; un poco más hacia dentro, más cercanas a la puerta doble que anticipaba el despacho de Da Silva, había dos mesas: una ocupada, otra vacía. En la primera trabajaba una secretaria cercana al medio siglo que, a juzgar por el formal saludo con el que me recibió y por el cuidado primoroso con el que anotó algo en un grueso cuaderno, debía de ser una trabajadora eficiente y discreta, el sueño de cualquier jefe. Su compañera, bastante más joven, apenas tardó un par de minutos en dejarse ver: lo hizo tras abrir una de las puertas del despacho de Da Silva y salir de él acompañando a un hombre de aspecto anodino. Un cliente, un contacto comercial probablemente.

—El señor Da Silva la espera, señorita —dijo ella entonces con gesto desabrido. Fingí no prestarle demasiada atención, pero una simple mirada me sirvió para tomarle las medidas. De mi edad, año más, año menos. Con gafas de corta de vista, clara de pelo y de piel, esmerada en su arreglo aunque con ropa de calidad más bien modesta. No pude observarla más porque en aquel momento el propio Manuel da Silva salió a recibirme a la antesala.

—Es un placer tenerla aquí, Arish —dijo con su excelente español. Le compensé tendiéndole la mano con calculada lentitud para darle tiempo a que me viera y decidiera si aún era digna de sus atenciones. A juzgar por su reacción, supe que sí. Me había esforzado para que así fuera: para aquel encuentro de negocios había reservado un dos piezas en tono mercurio con falda de lápiz, chaqueta ajustada y una flor blanca en la solapa restando sobriedad al color. El resultado se vio compensado con una disimulada mirada apreciativa y una sonrisa galante.

—Adelante, por favor. Ya me han traído esta mañana todo lo que quiero enseñarle.

En una esquina del amplio despacho, bajo un gran mapamundi, descansaban varios rollos de telas. Sedas. Sedas naturales, brillantes y tersas, magníficas sedas teñidas en colores llenos de lustre. Con tan sólo tocarlas, anticipé la hermosa caída de los trajes que con ella podría coser.

—¿Están a la altura de lo que esperaba?

La voz de Manuel da Silva sonó a mi espalda. Por unos segundos, unos minutos tal vez, me había olvidado de él y de su mundo. El placer de comprobar la belleza de las telas, de palpar su suavidad e imaginar los acabados, me había alejado momentáneamente de la realidad. Por suerte, no tuve que hacer ningún esfuerzo para halagar las mercancías que había dispuesto a mi alcance.

—Lo superan. Son maravillosas.

—Pues le aconsejo que se quede con todos los metros que pueda, porque mucho me temo que no tardarán en quitárnoslas de las manos.

—¿Tanta demanda tienen?

—Eso anticipamos. Aunque no para dedicarlas exactamente a la moda.

—¿Para qué si no? —pregunté sorprendida.

—Para otras necesidades más apremiantes en estos días: para la guerra.

—¿Para la guerra? —repetí fingiendo incredulidad. Sabía que así era en otros países, Hillgarth me había puesto en antecedentes en Tánger.

—Usan la seda para hacer paracaídas, para proteger la pólvora y hasta para los neumáticos de las bicicletas.

Simulé una pequeña carcajada.

—¡Qué desperdicio tan absurdo! Con la seda que necesita un paracaídas podrían hacerse al menos diez trajes de noche.

—Sí, pero corren tiempos difíciles. Y los países en guerra estarán pronto dispuestos a pagar lo que haga falta por ellas.

—Y usted, Manuel, ¿a quién va a vender estas divinidades, a los alemanes o a los ingleses? —pregunté con tono burlón, como si no acabara de tomarme en serio lo que decía. Yo misma me sorprendí ante mi descaro, pero él me siguió la broma.

—Los portugueses tenemos viejas alianzas comerciales con los ingleses aunque, en estos días convulsos, nunca se sabe… —Remató su inquietante respuesta con una carcajada, pero antes de darme tiempo para interpretarla, desvió la conversación hacia cuestiones más prácticas y cercanas—. Aquí tiene una carpeta con datos detallados sobre las telas: referencias, calidades, precios; en fin, lo común —dijo mientras se acercaba a su mesa de trabajo—. Llévesela al hotel, tómese su tiempo y, cuando haya decidido lo que le interesa, rellene una hoja de pedido y yo me encargaré de que le envíen todo directamente a Madrid; lo recibirá en menos de una semana. Podrá hacer el pago desde allí al recibo de la mercancía, no se preocupe por eso. Y no se olvide de aplicar a cada precio un veinte por ciento de descuento, cortesía de la casa.

—Pero…

—Y aquí —añadió sin dejarme terminar— tiene otra carpeta con detalles de proveedores locales de géneros y mercancías que pueden ser de su interés. Hilaturas, pasamanerías, botonaduras, pieles curtidas… Me he tomado la licencia de pedir que le concierten citas con todos ellos y aquí está el programa, en este cuadrante, vea: esta tarde la esperan los hermanos Soares, tienen los mejores hilos de todo Portugal; mañana viernes por la mañana la recibirán en Casa Barbosa, donde hacen botones de marfil africano. El sábado por la mañana tiene concertada una visita con el peletero Almeida, y ya no hay nada previsto hasta el próximo lunes. Pero prepárese, porque la semana empezará otra vez cargada de citas.

Estudié el papel lleno de casillas y oculté mi admiración por la excelente gestión realizada.

—Además del domingo, veo que también me deja descansar mañana viernes por la tarde —dije sin levantar la mirada del documento.

—Me temo que se equivoca.

—Creo que no. En su planificación aparece en blanco, mire.

—Está en blanco, efectivamente, porque le he pedido a mi secretaria que lo deje así, pero tengo algo previsto para rellenarlo. ¿Querrá cenar conmigo mañana por la noche?

Le cogí la segunda carpeta que aún sostenía entre las manos y no contesté. Me entretuve antes en revisar su contenido: varias páginas con nombres, datos y números que fingí estudiar con interés, aunque en realidad, tan sólo paseé la mirada por ellos sin detenerme en ninguno.

—De acuerdo, acepto —confirmé tras dejarle unos segundos prolongados en espera de mi respuesta—. Pero sólo si me promete algo antes.

—Por supuesto, siempre que esté en mi mano.

—Bien, ésta es mi condición: cenaré con usted si me asegura que ningún soldado saltará en el aire con estas preciosas telas atadas a la espalda.

Rio con ganas y comprobé una vez más que tenía una risa hermosa. Masculina, potente, elegante a la vez. Recordé las palabras de la esposa de Hillgarth: Manuel da Silva era, en efecto, un hombre atractivo. Y entonces, fugaz como un cometa, la sombra de Marcus Logan volvió a pasarme por delante.

—Haré lo posible, descuide, pero ya sabe cómo son los negocios… —dijo encogiéndose de hombros mientras colgaba un punto irónico en la comisura de la boca.

Un timbrazo inesperado le impidió terminar la frase. El sonido procedía de su mesa, de un aparato gris en el que parpadeaba intermitente una luz verde.

—Disculpe un momento, por favor. —Parecía haber recobrado de golpe la seriedad. Apretó un botón y la voz de la secretaria joven salió distorsionada de la máquina.

—Le espera Herr Weiss. Dice que es urgente.

—Páselo a la sala de juntas —respondió con voz áspera. Su actitud había cambiado radicalmente: el empresario frío se había comido al hombre encantador. O tal vez era al revés. Aún no le conocía lo suficiente como para saber cuál de los dos era el verdadero Manuel da Silva.

Se volvió hacia mí e intentó recuperar la afabilidad, pero no lo logró del todo.

—Perdóneme, pero a veces se me acumula el trabajo.

—Por favor, discúlpeme a mí por robarle su tiempo…

No me dejó terminar: a pesar de intentar ocultarlo, irradiaba una cierta sensación de impaciencia. Me tendió la mano.

—La recogeré mañana a las ocho, ¿le parece?

—Perfecto.

La despedida fue rápida, no era momento de coqueteos. Atrás quedaban las ironías y las frivolidades, ya las retomaríamos en otro momento. Me acompañó a la puerta; en cuanto salí a la antesala busqué al tal Herr Weiss, pero sólo encontré a las dos secretarias: una tecleaba concienzuda y la otra introducía una pila de cartas en sus sobres. Apenas noté que me despidieron con amabilidad desigual: tenía otras cosas mucho más apremiantes en la cabeza.