Al llegar al hotel pedí al chauffeur que no me esperara al día siguiente: aunque Lisboa fuera una ciudad medianamente grande, no debía correr el riesgo de encontrarme con Marcus Logan otra vez. Alegué cansancio y presagié una falsa jaqueca: suponía que la noticia de mi intención de no volver a salir le llegaría a Da Silva con prontitud y no quise que pensara que rechazaba su amabilidad sin una razón contundente. Pasé el resto de la tarde sumergida en la bañera y gran parte de la noche sentada en la terraza, contemplando abstraída las luces sobre el mar. A lo largo de aquellas largas horas, no pude dejar de pensar en Marcus ni un solo minuto: en él como hombre, en todo lo que para mí supuso el tiempo que pasé a su lado, y en las consecuencias a las que podría enfrentarme si volvía a producirse un nuevo encuentro en algún momento inoportuno. Amanecía cuando me acosté. Tenía el estómago vacío, la boca reseca y el alma encogida.
El jardín y el desayuno fueron los mismos que la mañana anterior pero, aunque hice esfuerzos por comportarme con la misma naturalidad, ya no los disfruté igual. Me obligué a desayunar con consistencia a pesar de no tener hambre, me demoré todo lo posible hojeando varios periódicos escritos en lenguas que no entendí, y sólo me levanté cuando ya no quedaban más que un puñado de huéspedes rezagados dispersos entre las mesas. Todavía no eran las once de la mañana: tenía un día entero por delante y nada más con qué llenarlo que mis propios pensamientos.
Regresé a la habitación, la habían arreglado ya. Me tumbé en la cama y cerré los ojos. Diez minutos. Veinte. Treinta. No llegué a los cuarenta: no pude soportar seguir dando vueltas a lo mismo ni un segundo más. Me cambié de ropa: me puse una falda ligera, una blusa blanca de algodón y un par de sandalias bajas. Me cubrí el pelo con un pañuelo estampado, me parapeté tras unas grandes gafas de sol y salí de la habitación evitando verme reflejada en ningún espejo: no quise contemplar el gesto taciturno que se me había clavado en la cara.
Apenas había nadie en la playa. Las olas, anchas y planas, se sucedían monótonas una tras otra. En las cercanías, lo que parecía un castillo y un promontorio con villas majestuosas; al frente, un océano casi tan grande como mi desazón. Me senté en la arena a contemplarlo y, con la vista concentrada en el vaivén de la espuma, perdí la noción del tiempo y me fui dejando llevar. Cada ola trajo consigo un recuerdo, una estampa del pasado: memorias de la joven que un día fui, de mis logros y temores, de los amigos que dejé atrás en algún lugar del tiempo; escenas de otras tierras, de otras voces. Y sobre todo, el mar me trajo aquella mañana sensaciones olvidadas entre los pliegues de la memoria: la caricia de una mano querida, la firmeza de un brazo amigo, la alegría de lo compartido y el anhelo de lo deseado.
Eran casi las tres de la tarde cuando me sacudí la arena de la falda. Hora de regresar, una hora tan buena como cualquier otra. O tan mala quizá. Crucé la carretera hacia el hotel, apenas pasaban coches. Uno se alejaba en la distancia, otro se acercaba despacio. Me resultó familiar este último, remotamente familiar. Un aguijón de curiosidad me hizo andar con pasos más lentos hasta que el auto pasó a mi lado. Y entonces supe de qué coche se trataba y quién lo conducía. El Bentley de Da Silva con Joao al volante. Qué casualidad, qué encuentro tan fortuito. O no, pensé de pronto con un estremecimiento. Probablemente hubiera un buen montón de razones para que el viejo chauffeur estuviera recorriendo con parsimonia las calles de Estoril, pero mi instinto me dijo que lo único que hacía era buscarme. ¡Espabila, muchacha, espabila!, me habrían dicho Candelaria y mi madre. Como ellas no estaban, me lo dije yo. Tenía que espabilarme, sí: estaba bajando la guardia. El encuentro con Marcus me había causado una impresión brutal y había hecho desenterrar un millón de recuerdos y sensaciones, pero no era momento para dejarme invadir por la nostalgia. Tenía un cometido, un compromiso: un papel que asumir, una imagen que proyectar y una tarea de la que ocuparme. Sentándome a contemplar las olas no iba a lograr nada más que perder el tiempo y hundirme en la melancolía. Había llegado el momento de retornar a la realidad.
Aceleré el paso y me esforcé por mostrarme ágil y animosa. Aunque Joao ya había desaparecido, otros ojos podrían estar observándome desde cualquier rincón por encargo de Da Silva. Era del todo imposible que sospechara nada de mí, pero tal vez su personalidad de hombre poderoso y controlador necesitara saber qué era exactamente lo que estaba haciendo la visitante marroquí en vez de disfrutar de su auto. Y yo tendría que encargarme de mostrárselo.
Por una escalera lateral subí a mi habitación; me arreglé y reaparecí. Donde media hora atrás habían estado la falda ligera y la blusa de algodón, había ahora un elegante tailleur color mandarina y, en lugar de las sandalias planas, calzaba un par de stilettos de piel de serpiente. Las gafas desaparecieron y me maquillé con los cosméticos comprados el día anterior. La melena, ya sin pañuelo, me caía suelta sobre los hombros. Descendí por la escalera central con aire cadencioso y me paseé sin prisa por la balconada del piso superior abierta sobre el amplio vestíbulo. Bajé un piso más hasta la planta principal sin olvidarme de sonreír a cuantas almas me crucé por el camino. Saludé con elegantes inclinaciones de cabeza a las señoras: igual me dio su edad, su lengua o que ni se molestaran en devolverme la atención. Aceleré el pestañeo con los caballeros, pocos nacionales, muchos extranjeros; a alguno especialmente decrépito le dediqué incluso una coqueta carantoña. Solicité a uno de los recepcionistas un cable dirigido a doña Manuela y pedí que lo enviaran a mi propia dirección. «Portugal maravilloso, compras excelentes. Hoy dolor de cabeza y descanso. Mañana visita a atento proveedor. Saludos cordiales, Arish Agoriuq». Elegí después uno de los sillones que en grupos de cuatro se repartían por el amplio hall, me esforcé porque estuviera en un sitio de paso y bien a la vista. Y entonces crucé las piernas, pedí dos aspirinas y una taza de té, y dediqué el resto de la tarde a dejarme ver.
Aguanté disimulando el aburrimiento casi tres horas, hasta que las tripas empezaron a crujirme. Fin de la función: me merecía volver a mi cuarto y pedir algo para cenar al servicio de habitaciones. Estaba a punto de levantarme cuando un botones se acercó sosteniendo una pequeña bandeja de plata. Y sobre ella, un sobre. Y dentro, una tarjeta.
Estimada Arish:
Espero que el mar haya disipado su malestar. Joao la recogerá mañana a las diez para traerla a mi oficina. Buen descanso,
MANUEL DA SILVA
Las noticias volaban, efectivamente. Estuve tentada a girarme en busca del chauffeur o del propio Da Silva, pero me contuve. Aunque probablemente alguno de los dos aún anduviera en la cercanía, simulé un frío desinterés y volví a fingir que me concentraba en una de las revistas americanas con las que había entretenido algunos ratos de la tarde. Al cabo de media hora, cuando el vestíbulo estaba ya medio vacío y la mayoría de los huéspedes se habían repartido por el bar, la terraza y el comedor, regresé a mi habitación dispuesta a sacar del todo a Marcus de mi cabeza y a concentrarme en el complejo día que me aguardaba a la vuelta de la noche.